Sábado
de la segunda semana
de cuaresma

LECTIO

Primera lectura: Miqueas 7,14-15.18-20

Señor, Dios nuestro,
pastorea a tu pueblo con tu cayado,
al rebaño de tu heredad,
que vive solitario entre malezas y matorrales silvestres;
que pazca como antaño en Basán y en Galaad.

"Como cuando saliste de Egipto,
haznos ver tus maravillas.

¿Qué Dios hay como tú,
que absuelva del pecado y perdone la culpa
al resto de su heredad,
que no apure por siempre su ira
porque se complace en ser bueno?

De nuevo se compadecerá de nosotros;
sepultará nuestras culpas
y arrojará al fondo del mar nuestros pecados.

Así manifestarás tu fidelidad a Jacob
y tu amor a Abrahán,
como lo prometiste a nuestros antepasados
desde los días de antaño.


El presente pasaje de Miqueas forma parte de los oráculos que anuncian la restauración de los baluartes de Jerusalén ensanchando las fronteras (cf. 7,8-20). El pueblo, vuelto del destierro, se siente apurado, y la nostalgia de los fértiles pastos de Transjordania arranca al profeta una lamentación cadenciosa como una elegía fúnebre (v.14): ¡que el Señor vuelva a renovar los prodigios del Éxodo (v 15)! Pero de repente aparece en la escena el protagonista de los grandes acontecimientos salvíficos. El que reunirá a multitud de pueblos se ha reservado un lugar desierto donde apacentará sólo a su rebaño, un rebaño disperso, sin seguridad alguna, que puede confiar sólo en él.

El corazón entona entonces un apasionado himno, único en el Antiguo Testamento, al Dios que perdona (vv 18-20; cf. Jr 9,24; Ex 34,6s). Dios es padre que se conmueve por los sufrimientos de los hijos que yerran (v. 19); su compasión, como en tiempos del Éxodo, le lleva, con instinto casi maternal (jesed), a perdonar las culpas que les oprimen, a arrojarlas al fondo del mar como hizo antaño con el faraón y sus ministros en el mar Rojo, enemigos de su pueblo (cf. Ex 15,1.5.16). Su fidelidad es gratuidad suma en el perdón (cf. Sal 25,6; 103,4), para que el "resto" de su pueblo pueda finalmente permanecer fiel a la alianza (v 20).


Evangelio: Lucas 15,1-3.11-32

1 Entre tanto, todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle. 2 Los fariseos y los maestros de la Ley murmuraban:

— Éste anda con pecadores y come con ellos.

3Entonces Jesús les dijo esta parábola:

11— Un hombre tenía dos hijos. 12E1 menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde". Y el Padre les repartió el patrimonio. 13A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino. 14Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comenzó a padecer necesidad. 15 Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos. 16Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17 Entonces recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! 18 Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. 19Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros". 20 Se puso en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. 21 El hijo empezó a decirle: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo". 22 Pero el padre dijo a sus criados: "Traed, enseguida, el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. 23 Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, 24 porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado". Y se pusieron a celebrar la fiesta.

25 Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los cantos 26llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba.27 El criado le dijo: "Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano".28 El se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo, 29 pero el hijo le contestó: "Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. 30 Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado". 31 Pero el padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.32 Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado".


En la introducción de las parábolas de la misericordia (c. 15), Lucas nos indica a quién van dirigidas (vv. 1s): el auditorio se divide en dos grupos, los pecadores que se acercaban a Jesús a escucharle y los escribas y fariseos que murmuran entre ellos. A todos, indistintamente, Jesús revela el rostro del Padre bueno por medio de una parábola sacada de la vida ordinaria que conmueve profundamente a los oyentes.

El hijo menor decide proyectar su vida de acuerdo con sus planes personales. Por eso pide al padre la parte de "herencia" -término equivalente a "vida" (v. 12; en sentido traslaticio, "patrimonio")- que le corresponde y emigra lejos, a dilapidar disolutamente su sustancia (v. 13; en sentido traslaticio "riquezas"). La ambivalencia de los términos empleados indica que lo que se pierde es ante todo el hombre entero.

La experiencia de la hambruna (v. 17) hace recapacitar al que, con fama de vida alegre, salió de prisa de la casa paterna y ahora la añora. La decisión de comenzar una nueva vida le pone en camino (vv. 18s) por una senda que el padre oteaba desde hacía tiempo, esperando (v. 20). Es él el que acorta cualquier distancia, porque su corazón permanecía cerca de aquel hijo. Conmovido profundamente, corre a su encuentro, se le echa al cuello y lo reviste de la dignidad perdida (vv. 22-24).

Así es como Jesús manifiesta el proceder del Padre celestial (y su propio proceder) con los pecadores que "se acercan" dando, a duras penas, algún que otro paso. Pero los escribas y fariseos, que rechazan participar en la fiesta del perdón, son como "el hijo mayor", que, obedientes a los preceptos (v 29), se sienten acreedores de un padre-dueño del que nunca han comprendido su amor (v. 31), aun viviendo siempre con él. También para ir al encuentro de este hijo de corazón mezquino y malvado (v. 30), el padre sale de casa (v. 29), manifestando así a cada uno el amor humilde que espera, busca, exhorta, porque quiere estrechar a todos en un único abrazo, reunirlos en una misma casa.


MEDITATIO

Las sendas de la infidelidad son siempre angostas y sin salida: la lejanía de la casa paterna crea, al final, una angustiosa pena que acucia más que el hambre. Por esta razón, todo descarrío puede convertirse en una felix culpa, un error afortunado, en el que el hombre deja escuchar y se conmueve por el eco de la voz paterna que, incansablemente, ha continuado pronunciando con amor nuestro nombre. Si el hijo alejado despierta al sentido de su dignidad y al amor filial, el que se queda en casa corre el riesgo de no aceptarse, de quedarse sin amor.

Todos nos podemos ver reflejados en uno u otro hijo. El padre es el que siempre sale al encuentro de uno y del otro. El nos espera siempre, bien sea que vengamos de la dispersión, como el hijo pródigo, o que acudamos de un lugar aún más remoto: de la región de una falsa justicia, de una falsa fidelidad.

A nosotros se nos pide solamente dejarnos estrechar en su abrazo, fijándonos en esa mano que nos bendice, deseosa de nuestra felicidad y de la de nuestros hermanos.


ORATIO

Oh Padre del cielo, tu Palabra nos invita cada día pacientemente a volver confiados a tu corazón para recibir gracia y perdón. Siempre somos hijos rebeldes, buscando lo que nada vale, pero tú sigues incansable a la espera y cada día nos muestras el camino.

Tu Hijo es el camino maestro que nos puede llevar a ti; él es Palabra de verdad y de vida, sacramento del más grande amor, que vino a cargar con el pecado del mundo. Estréchanos para siempre, oh Padre, a tu corazón, a nosotros tus hijos redimidos en el Hijo; llénanos de tu Espíritu bueno, de suerte que vivamos para alabanza de tu gloria.


CONTEMPLATIO

Señor Jesús, Dios nuestro, tu alma, que desde la cruz encomendaste a tu Padre, me conduzca a ti en tu gracia. Carezco de un corazón contrito para buscarte, de arrepentimiento y de ternura. Me faltan lágrimas para orarte. Mi espíritu está entenebrecido; mi corazón está frío y no sé cómo caldearlo con lágrimas de amor por ti. Pero tú, Señor Jesucristo, Dios mío, concédeme un arrepentimiento radical, la contrición de corazón, para que me ponga a buscarte con toda el alma. Sin ti, quedaría privado de toda realidad.

El Padre, que desde toda la eternidad te ha engendrado en su seno, renueve en mí tu imagen. Te he abandonado, tú no me abandones. Me he alejado de ti. Ponte a buscarme. Condúceme a tus pastos, entre las ovejas de tu rebaño. Nútreme junto a ellas con la hierba fresca de tus misterios, que son morada del corazón puro, del corazón portador del esplendor de tus revelaciones. Que podamos ser dignos de tal esplendor por tu gracia y amor con el hombre, oh Jesucristo, Salvador nuestro por los siglos de los siglos. Amén (Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, 2, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Cambiaste mi luto en danzas" (Sal 29,12).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El Dios cristiano es el Dios de la esperanza no sólo en el sentido de que es el Dios de la promesa y por ello fundamento y garantía de la esperanza humana, sino también en el sentido de un Dios que sabe festejar este retorno [...].

La humildad y la esperanza de Dios no dejan de esperar a sus hijos con un amor más fuerte que todo el no-amor con el que puede ser correspondido. Dios ama como sólo una madre sabe amar, con un amor que irradia ternura. El misterio de la maternidad divina es icono de la capacidad de un amor radiante y gratuito, más fiel que cualquier infidelidad humana. Dios espera siempre, humilde y ansioso, el consentimiento de su criatura como —según subraya san Bernardo— hizo con el "" de María.

La parábola nos pone ante un padre que no teme perder la propia dignidad, incluso parece ponerla en peligro. La autoridad de un padre no está en las distancias que más o menos mantiene, sino en el amor radiante que manifiesta [...]. Este es el intrépido amor de Dios: la intrepidez de romper falsas seguridades aparentes, para vivir la única seguridad que es la del amor más fuerte que la del no-amor; la intrepidez de ir al encuentro del otro superando las distancias protectoras que nuestra incapacidad de amor con frecuencia pretende levantar en torno nuestro (B. Forte, Nella memoria del Salvatore, Cisinello B. 1992, 68s, passim).