Templo.

En todas las religiones es el templo el lugar sagrado, en el que se supone que la divinidad se hace presente a los hombres para recibir su culto y hacerles partícipes de sus favores y de su vida. Desde luego su residencia ordinaria no pertenece a este mundo; pero el templo se identifica en cierto modo con ella, tanto que gracias a él entra el hombre en comunicación con el mundo de los dioses.

Este simbolismo fundamental se halla también en el AT, donde el templo de Jerusalén es signo de la presencia de Dios entre los hombres. Pero se trata sólo de un signo provisional, que en el NT será sustituido por un signo de otra índole: el Cuerpo de Cristo y su Iglesia.

AT.

1. EL TEMPLO DE JERUSALÉN.

1. El antiguo santuario de Israel.

Los hebreos de la época patriarcal no conocían templo, si bien tenían lugares sagrados donde “invocaban el nombre de Yahveh”, tales como Betel (= casa de Dios: Gén 12,8; 28, 17s), Bersabé (Gén 26,25), Siquem (Gén 33,18ss). El Sinaí del Éxodo es también un lugar de este género, consagrado por una manifestación de Dios (Éx 3; 19,20). Pero en lo sucesivo posee Israel un santuario portátil, gracias al cual puede Dios residir y permanecer en medio del pueblo al que conduce a través del desierto. El tabernáculo, del que Éx 26-27 da una descripción idealizada inspirada parcialmente en el templo futuro, es el lugar de cita del pueblo con Dios (Núm 1,1; 7, 89...). Dios reside allí entre los querubines, encima del propiciatorio que recubre el arca de alianza. Allí da sus oráculos; de ahí el nombre de “tienda del testimonio” dado al tabernáculo (Ex 38,21; cf. 25,22; 26,33; etc.). Su presencia allí es a la vez sensible y velada: tras la nube (Éx 33,7-11; 40,36ss) se oculta su gloria luminosa (Núm 14,10; 16,19). Así el recuerdo de la alianza sinaítica se mantiene en un santuario central para el conjunto de la confederación israelita. Después del establecimiento de ésta en Canaán, el santuario común de las tribus se fija sucesivamente en Guilgal, en Siquem (Jos 8,30-35; 24,1-28), en Silo (1Sa 1-4), conservando de su origen un aire arcaico que lo distingue netamente de los lugares de culto cananeos, indicados generalmente por templos construidos con piedra: el Dios del Sinaí no se mezcla con la civilización pagana de Canaán.

2. El proyecto de David.

Este santuario confederal lo instala David en Jerusalén después de haber liberado el arca de manos de los filisteos (2Sa 6); la capital política que acaba de conquistar será así igualmente el centro religioso del pueblo de Yahveh. Entonces, así como había emprendido la organización de la monarquía a la manera de los reinos contemporáneos - aunque sin perder de vista el carácter propio de Israel -, piensa también en modernizar el lugar de culto tradicional: después de haberse construido un palacio, tiene la idea de edificar un templo a Yahveh (2Sa 7,1-3). Dios se opone: no será David quien construya a Yahveh una casa (= un templo), sino Yahveh quien le construya una (= una dinastía) (2Sa 7, 4-17) a él. Esta eracción tiene una explicación doble. Para el pueblo de la alianza el santuario ideal sigue siendo el tabernáculo del pasado, que recuerda explícitamente la estancia en el desierto (2Sa 7,6s). Además, el culto auténtico del Dios único no se compagina con una copia servil de los cultos paganos, cuyos templos pretenden en cierto modo tener en sus manos la divinidad (así los ziggurat babilónicos, cf. Gén 11,1-9) y están contaminados por prácticas idolátricas, mágicas o inmorales.

3. La realización de Salomón.

Sin embargo, ya en el reinado de Salomón se realiza el proyecto de David sin que se manifieste la menor oposición profética (1Re 5,15-7,51). La religión de Yahveh es bastante fuerte para enriquecerse con los elementos que le ofrece la cultura cananea sin ser infiel a la tradición del Sinaí. Por lo demás, ésta se afirma con fuerza en el templó: el arca de alianza es su centro (8,1-9), y el santuairo de Jerusalén prolonga el antiguo lugar de culto central de las tribus. Por otra parte Dios, manifestando en él su gloria en el seno de la nube (8,10-13), significa visiblemente que acepta este templo como morada (permanece) donde hace que ha-bite su nombre (7,16-21). Cierto que él mismo no está ligado a este signo sensible de su presencia: los cielos no pueden contenerlo, mucho menos una casa terrenal (8,27). Pero para permitir a su pueblo que le encuentre en forma segura, escogió esta morada, de la que dijo: “Mi nombre está aquí” (8,29)

4. El papel del templo en el pueblo de Dios.

En adelante el templo de Jerusalén, aunque sin hacer caducos todos los demás santuarios, será el centro del culto de Yahveh. A él se acude de todo el país “para contemplar el rostro de Dios” (Sal 42,3) y es para los fieles objeto de un amor conmovedor (cf. Sal 84; 122). Se sabe que la residencia divina está “en el cielo” (Sal 2,4; 103,19; 115, 3; etc.); pero el templo es como una réplica de su palacio celestial (cf. Éx 25,40), al que hace en cierto modo presente acá en la tierra. Por eso el culto que se desarrolla en él posee valor oficial: con él realizan los reyes y el pueblo el servicio nacional de Dios.

II. DEL TEMPLO DE PIEDRA AL TEMPLO ESPIRITUAL.

1. Ambigüedad del signo del templo.

En la época de la monarquía el signo del templo, aun desempeñando este papel esencial en el culto de Israel, no está, sin embargo, exento de ambigüedad. Para hombres de sentido religioso superficial, las ceremonias que se desarrollan en él tienden a convertirse en gestos vacíos. Además, el apego que le tiene se expone a convertirse en confianza supersticiosa. Se dirá: “¡Templo de Yahveh! ¡Templo de Yahveh!” (Jer 7,4), como si Dios tuviera la obligación de defenderlo a toda costa, incluso si el pueblo, que lo frecuenta, no practica la ley. Estas desviaciones explican la actitud matizada de los profetas para con el templo. Cierto que en él se revela Yahveh a Isaías en su visión inaugural (Is 6), y el mismo profeta anuncia que este lugar no podrá ser destruido por el impío Senaquerib (Is 37,16-20.33ss). Pero Isaías, Jeremías y Ezequiel denuncian a porfía el carácter superficial del culto que en él se desarrolla (Is 1,11-17; Jer 6, 20; 7,9ss) y hasta prácticas idolátricas que en él se introducen (Ez 8,7-18). Finalmente, prevén el abandono por Yahveh de esta morada que él mismo había escogido y anuncian su destrucción en castigo del pecado nacional (Miq 3,12; Jer 7,12-15; Ez 9-10). En efecto, el carácter auténtico del culto de Israel importa más que el signo material al que Yahveh había ligado su presencia durante algún tiempo.

2. Del primer templo al segundo.

Efectivamente, el templo de Jerusalén participa de las vicisitudes del destino nacional. Tentativas de reforma religiosa comienzan por hacer crecer su importancia: bajo Ezequías (2Re 18,4; 2Par 29,31), bajo Josías sobre todo, que realiza, en provecho del templo, la unidad de santuario (2Re 23,4-27). Pero finalmente se realizan amenazas proféticas (25,8-17): la gloria de Yahveh ha abandonado su morada profanada (cf. Ez 10,4.18). ¿Es el fin del signo del templo? En modo alguno, pues los oráculos escatológicos de los profetas le han asignado un lugar importante en sus cuadros del futuro. Isaías vio en él el futuro centro religioso de la humanidad entera, reconciliada en el culto del verdadero Dios (Is 2,1-4). Ezequiel previó minuciosamente su reconstrucción a la hora de la restauración nacional (Ez 40-48). También el primer cuidado de los judíos repartidos al final del exilio, es el de reconstruirlo bajo los estímulos de los profetas Ageo y Zacarías (Esd 3-6), y nuevos oráculos cantan su gloria venidera (Ag 2,1-9; Is 60,7-11). Así pues, en este segundo templo vuelve a comenzar el culto como en el pasado: el templo es el centro del judaísmo, vuelto ahora a su estructura teocrática de los orígenes; es de nuevo el signo de la presencia divina entre los hombres; a él se va en peregrinación, y el Eclesiastés celebra con acentos entusiásticos el esplendor de sus ceremonias (Eclo 50,5-21). Por eso cuando lo profana el rey Antíoco e instala en él un culto pagano, los judíos se sublevan para defenderlo, y el primer objetivo de su guerra santa es el de purificarlo para reanudar en él el culto tradicional (1Mac 4,36-43). Todavía unas décadas y Herodes el Grande lo reconstruirá con magnificencia. Pero más importante que este esplendor exterior es la piedad sincera que se explaya libremente en sus ceremonias.

3. Hacia el templo espiritual.

A pesar de este apego al templo de piedra, una nueva corriente de pensamiento comenzaba a afirmarse desde fines de la época profética. Las amenazas de Jeremías contra el templo (Jer 7), luego la destrucción del edificio y sobre todo la experiencia del exilio contribuyeron a poner en evidencia la necesidad de un culto más espiritual que correspondiera a las exigencias de la “religión del corazón” recomendada por el Deuteronomio y por Jeremías (Dt 6,4ss; Jer 31, 31...). En el destierro se comprende mejor que Dios está presente dondequiera que reina, dondequiera que se le adora (Ez 11,16): ¿no se manifestó su gloria a Ezequiel en Babilonia (Ez 1)? Paralelamente al final del exilio se ve a ciertos profetas poner en guardia a los judíos contra un apego excesivo al templo de piedra (Is 66,1s). Como si el culto espiritual requerido por Dios - el de los pobres y de los corazones contritos (66,2) - respondiera mejor a una presencia espiritual de Dios, despojados de signos sensibles. Yahveh reside en el cielo y desde allí oye las oraciones de sus fieles dondequiera que se pronuncien (cf. Tob 3,16). La existencia de tal corriente explica que, poco antes de la venida de Cristo, la secta esenia pudiera romper con el culto de un templo que ella estima contaminado por un sacerdocio ilegítimo, y considerarse ella misma como un templo espiritual donde Dios recibe una adoración digna de él. Es la época en que los apocalipsis apócrifos describen en el cielo ese templo que no está hecho por mano de hombre, allí es donde reside Dios; el templo de acá abajo no es sino su imagen imperfecta (cf. Sab 9,8). Ese templo aparecerá acá en la tierra al final de los tiempos para ser la morada divina en el “mundo venidero”.

NT.

I. JESUCRISTO, NUEVO TEMPLO.

1. Jesús y el templo antiguo.

Jesús, como los profetas, profesa el más profundo respeto al templo antiguo. En él es presentado por María (Lc 2,22-39). A él acude para las solemnidades, como a un lugar de encuentro con su Padre (Lc 2,41-50; Jn 2, 14, etc.). Aprueba sus prácticas cultuales, aunque condenando el formalismo que amenaza con viciarlas (Mt 5,23s; 12,3-7 p; 23,16-22). El templo es para él la casa de su Padre, y se indigna de que se la convierta en lugar de tráfico; por eso en un gesto profético, arroja de él a los mercaderes para purificarlo (Mt 21,12-17 p; Jn 2,16ss; cf. Is 56,7; Jer 7,11). Y, sin embargo, anuncia la ruina del espléndido edificio, del que no quedará piedra sobre piedra (Mt 23,38s; 24,2 p). En el transcurso de su proceso se le reprochará incluso haber declarado que él destruiría aquel santuario hecho de mano de hombre y que en tres días reedificaría otro no hecho de mano de hombre (Mc 14,58 p), y el mismo cargo se repite imperiosamente mientras está agonizando en la cruz (Mt 27,39s p). Pero aquí se trata de una palabra misteriosa, cuyo sentido sólo el porvenir lo explicará. Entretanto, en el momento de su último suspiro, el desgarrón del velo del santo de los santos muestra que el antiguo santuario pierde su carácter sagrado: el templo judío ha dejado de cumplir su función de signo de la presencia divina.

2. El templo nuevo.

En efecto, esta función será desempeñada en adelante por otro signo, que es el cuerpo mismo de Jesús. El Evangelio de san Juan sitúa en el contexto de la purificación en el templo la palabra misteriosa sobre el santuario destruido y reedificación en tres días (In 2, 19). Pero añade: “Hablaba del santuario de su cuerpo”, y sus discípulos lo comprendieron después de su resurrección (2,21s). He aquí pues, el templo nuevo y definitivo, que no está hecho por mano de hombre, en el que el Verbo de Dios establece su morada entre los hombres (1,14) como en otro tiempo en el tabernáculo de Israel. Sin embargo, para que caduque el templo de piedra es preciso que Jesús mismo muera y resucite: el templo de su cuerpo será destruido y reedificado, tal es la voluntad de su Padre (10,17s; 17,4). Después de su resurrección, este cuerpo, signo de la presencia divina acá en la tierra conocerá un nuevo estado transfigurado que le permitirá hacerse presente a todos los lugares y a todos los siglos en la celebración eucarística. Entonces el templo antiguo habrá sencillamente de desaparecer, y la destrucción de Jerusalén el año 70 vendrá a significar en forma decisiva que su función ha terminado ya.

II LA IGLESIA, TEMPLO ESPIRITUAL.

1. Los cristianos y el templo judío.

Durante el período de transición que sigue a pentecostés, los apóstoles y los fieles que creen en la palabra continúan frecuentando el templo de Jerusalén (Hech 2,46; 3,1-11; 21,26). En efecto, en tanto que el judaísmo, en sus jefes y en su masa, no ha rechazado todavía definitivamente el Evangelio, el antiguo lugar de culto no ha perdido todo nexo con el nuevo culto inaugurado por Jesús: en esta perspectiva podría adquirir un renovado significado, de la misma manera que el pueblo judío, convirtiéndose, podría desempeñar cierto papel en la conversión del mundo entero. Se observan, sin embargo, síntomas de ruptura. Esteban, en su apología del culto espiritual, hace presentir la venida a menos del santuario hecho de mano de hombre (Hech 7,48ss), y estas palabras se miran como una blasfemia que le acarrea la pena de muerte. Por lo demás, todavía pasarán algunos años y la ruina de Jerusalén precipitará el endurecimiento del judaísmo y el templo será destruido.

2. El templo espiritual.

Pero con esto habrán los cristianos adquirido conciencia de que ellos mismos constituyen el nuevo templo, el templo espiritual, como prolongación del cuerpo de Cristo. Tal es la enseñanza explícita de san Pablo: la Iglesia es el templo de Dios, edificado sobre Cristo, fundamento y piedra angular (1Cor 3,10-17; 2Cor 6,16ss; Ef 2,20ss); templo insigne, en el que judíos y paganos tienen acceso, sin distinción, ante el Padre en un mismo Espíritu (Ef 2,14-22).

Los miembros de esta Iglesia, considerados individualmente, son igualmente templos de Dios, templos del Espíritu Santo (1Cor 6,19; Rom 8, 11) y miembros del cuerpo de Cristo (1Cor 6,15; 12,27, etc.). Las dos cosas están ligadas: puesto que el cuerpo resucitado de Jesús, en quien habita corporalmente la divinidad (Col 2,9), es el templo de Dios por excelencia, los cristianos miembros de este cuerpo son con él el templo espiritual; en la fe y en 9a caridad deben cooperar a su crecimiento (Ef 4,1-16). Así Cristo es la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida por Dios. Los fieles, también piedras vivas, constituyen con él un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales (1Pe 2,4s; cf. Rom 12,1). Tal es templo definitivo, que no está hecho por mano de hombre: es la Iglesia, cuerpo de Cristo, punto de encuentro de Dios y los hombres, signo de la presencia divina en la tierra. De este templo el antiguo santuario sólo era figura, sugestiva, pero imperfecta, provisional y ahora ya superada

III. EL TEMPLO CELESTIAL.

1. La carta a los Hebreos.

Sin embargo, el NT explota también en otra dirección el simbolismo del antiguo templo. Ya el judaísmo veía en él la réplica humana de la residencia celestial de Dios, la que los apocalipsis solían describir a partir del templo. En este marco describe la carta a los Hebreos el sacrificio de Cristo-sacerdote, realizado por su muerte, su resurrección y su ascensión. Saliendo de su vida terrenal penetró en el santuario del cielo, no con la sangre de las víctimas animales como en el culto figurativo, sino con su propia sangre (Heb 9,11-14. 24). Entró en él como precursor para darnos acceso cerca de Dios (4,16; 10,19s). Así pues, unidos a este sacerdote único podremos a nuestra vez gozar de la presencia divina, en este santo de los santos en que mora Dios, al que ya tenemos acceso por la fe (6,19s).

2. El Apocalipsis de san Juan.

En el Apocalipsis la imagen del templo celestial se cruza de nuevo con la del templo terrenal que es la Iglesia. Acá abajo hay un templo, en el que los fieles tributan su culto a Dios: los paganos ponen sus pies en los atrios exteriores, imagen de la persecución que se ceba en la Iglesia (Ap 11,1s). Pero también allá arriba hay un templo en el que señorea el cordero inmolado y en el que se celebra una liturgia de oración y de alabanza (5, 6-14; 7,15). Ahora bien, al final, de los tiempos no existirá ya esta dualidad. En efecto, cuando la Jerusalén celestial descienda a la tierra, prometida del cordero ataviada para las nupcias eternas, no tendrá ya necesidad de templo: su templo será Dios mismos, y el cordero (21,22). Los fieles alcanzarán a Dios sin tener necesidad de signos; o más bien lo verán cara a cara para participar plenamente de su vida. Realización suprema y definitiva de lo que habían revelado progresivamente los dos Testamentos.

Francois Amiot