Santo.

La liturgia aclama al Dios tres veces Santo; proclama a Cristo, “solus sanctus”; celebra a los santos. Nosotros hablamos también de los santos Evangelios, de la semana santa; estamos además llamados a ser santos. La santidad parece, pues, ser una realidad compleja que atañe al misterio de Dios, pero también al culto y á la moral; engloba las nociones de sagrado y de puro, pero las desborda. Parece reservada a Dios, inaccesible, pero constantemente se atribuye a las criaturas.

La voz semítica qódes, cosa santa, santidad, derivada de una raíz que significa sin duda “cortar, separar”, orienta hacia una idea de separación de lo profano; las cosas santas son las que no se tocan, o las que no nos acercamos sino en ciertas condiciones de pureza ritual. Estando cargadas de un dinamismo, de un misterio y de una majestad en la que se puede ver algo sobrenatural, provocan un sentimiento mixto de sobrecogimiento y de fascinación, que hace que el hombre adquiera conciencia de su pequeñez ante estas manifestaciones de lo “numinoso”.

La noción bíblica de santidad es mucho más rica. La Biblia, no contenta con comunicar las reacciones del hombre frente a lo divino y con definir la santidad por negación de lo profano, contiene la revelación de Dios mismo: define la santidad en su misma fuente, en Dios, de quien deriva toda santidad. Pero por el hecho mismo la Escritura plantea el problema de la naturaleza de la santidad, que es finalmente el del misterio de Dios y de su comunicación a los hombres. Esta santidad derivada, primeramente exterior a las personas, a los lugares y objetos que hace “sagrados”, no resulta real e interior sino por el don del mismo Espíritu Santo; entonces el amor que es Dios mismo (In 4,18) será comunicado, triunfando del pecado que impedía la irradiación de su santidad.

AT.

1. DIOS ES SANTO; SE MUESTRA SANTO.

La santidad de Dios es inaccesible al hombre.

Para que éste la reconozca es preciso que Dios “se santifique”, es decir, “se muestre santo”, manifestando su gloria. Creación, teofanías, pruebas, castigos y calamidades (Núm 10,1-13; Ez 38. 2lss), pero también protección milagrosa y liberaciones inesperadas revelan en qué sentido es Dios santo (Ez 28,25s).

La santidad de Yahveh, manifestada primero en las majestuosas teofanías del Sinaí (Ex 19,3-20), aparece como un poder a la vez aterrador y misterioso, capaz de aniquilar todo lo que le acerque (1Sa 6,19s), pero también capaz de bendecir a los que reciben el arca donde reside (2Sa 6, 7-11). No se confunde, pues, con la trascendencia o con la ira divina. puesto que se manifiesta tanto en el amor como en el perdón: “No desencadenaré todo el furor de mi ira... porque yo soy Dios, no soy un hombre: en medio de ti está el Santo” (Os 11,9).

En el templo aparece Yahveh a Isaías como un rey de majestad infinita, como el creador cuya gloria llena toda la tierra, como objeto de un culto qua sólo los serafines pueden tributarle. Por otra parte éstos no son bastante santos para contemplar su rostro, y el hombre no puede verlo sin morir (Is 6,1-5; Éx 33, 18-23). Y, sin embargo, este Dios inaccesible colma la distancia que le separa de las criaturas: es el “santo de Israel”, gozo, fuerza, apoyo, salvación, redención de este pueblo al que se ha unido por la Alianza (Is 10,20; 17,7; 41,14-20).

Así la santidad divina, lejos de reducirse a la separación o a la trascendencia, incluye todo lo que Dios posee en cuanto a riqueza y vida, poder y bondad. No es uno de tantos atributos divinos, sino que caracteriza a Dios mismo. Consiguientemente su nombre es santo (Sal 33,21; Am 2,7; cf. Éx 3,14), Yahveh jura por su santidad (Am 4,2). La lengua misma refleja esta convicción cuando, ignorando el adjetivo “divino”, considera como sinónimos los nombres de Yahveh y de santo (Sal 71,22; Is 5,24; Hab 3,3).

II. DIOS QUIERE SER SANTIFICADO.

Dios, celoso de su derecho exclusivo al culto y a la obediencia, quiere ser reconocido como santo, ser tratado como único verdadero Dios, y manifestar así por los hombres su propia"santidad. Si reglamenta minuciosamente los detalles de los sacrificios (Lev 1-7) y las condiciones de pureza necesarias para el culto (Lev 12-15), si exige que no sea profanado su santo nombre (Lev 22,32), es porque una liturgia bien celebrada hace que resplandezca su gloria (Lev 9,6-23; 1Re 8,10ss; cf. Lev 10,1ss; 1Sa 2,17; 3,11ss) y pone de relieve su majestad. Pero este culto sólo vale si expresa la obediencia a la ley (Lev 22,31ss), la fe profunda (Dt 20, 12), la alabanza personal (Sal 99,3-9): esto es temer a Dios, santificarlo (Is 8,13).

III. DIOS SANTIFICA, COMUNICA LA SANTIDAD.

1. Santidad y consagración.

Yahveh, prescribiendo las reglas cultuales por las que se muestra santo, se reservó lugares (tierra santa, santuarios, templo), personas (sacerdotes, levitas, primogénitos, nazires, profetas), objetos (ofrendas, vestidos y objetos de culto), tiempos (sábados, años jubilares) que le están consagrados con ritos precisos (ofrendas, sacrificios, dedicaciones, unciones, aspersiones de sangre) y, por lo mismo, prohibidos a los usos profanos. Así el arca de la alianza no debe ser mirada ni siquiera por los levitas (Núm 4,1.20); los sábados no se deben “profanar” (Ez 20,12-24); el comportamiento de los sacerdotes está regulado por reglas particulares, más exigentes que las leyes comunes (Lev 21).

Todas estas cosas son santas, pero pueden serlo en diferentes grados, según el vínculo que las une con Dios. La santidad de estas personas y de estos objetos consagrados no es de la misma naturaleza que la de Dios. En efecto, a diferencia de la impureza contagiosa (Lev 11,31; 15, 4-27), no se recibe automáticamente por contacto con la santidad divina. Es resultado de una decisión libre de Dios, según su ley, según los ritos fijados por él. La distancia infinita que la separa de la santidad divina (Job 15,15) se expresa en los ritos: así el sumo sacerdote sólo puede penetrar una vez al año en el santo de los santos después de minuciosas purificaciones (Lev 16,1-16). Hay, pues, que distinguir entre la santidad verdadera que es propia de Dios y el carácter sagrado que sustrae a lo profano a ciertas personas y ciertos objetos, situándolos en un estado intermedio, que vela y manifiesta a la vez la santidad de Dios.

2. El pueblo santo.

Elegido y puesto a parte entre. las naciones, Israel viene a ser la propiedad particular de Dios, pueblo de sacerdotes, “pueblo santo”. Dios, por un amor inexplicable, vive y marcha en medio de su pueblo (Éx 33,12-17); se le manifiesta por la nube, el arca de la alianza, el templo, o sencillamente su gloria, que le acompaña aun en el exilio (Ez 1,1-28): “en medio de ti yo soy el santo” (Os 11,9). Esta presencia activa de Dios confiere al pueblo una santidad que no es meramente ritual, sino una dignidad que exige una vida santa. Para santificar al pueblo promulga Yahveh la ley (Lev 22,31ss). Israel no podría dejarse arrastrar a los vicios de las gentes cananeas; debe rechazar todo matrimonio con muchachas extranjeras y aniquilar por anatema todo lo que pudiera contaminarlo (Dt 7,1-6). Su fuerza reside, no en los ejércitos o en una hábil diplomacia, sino en su fe en Yahveh, el Santo de Israel (Is 7,9). Éste da no sólo lo que lo distingue de los otros pueblos, sino todo lo que posee en cuanto a seguridad (Is 41,14-20; 54,1-5) de orgullo (Is 43,3-14; 49,7), finalmente en cuanto a esperanza invencible (Is 60,9-14).

IV. ISRAEL DEBE SANTIFICARSE.

A la libre elección de Dios que quiere su santificación debe responder Israel santificándose.

1. Debe en primer lugar purificarse, es decir, lavarse de toda impureza incompatible con la santidad de Dios, antes de asistir a teofanías o participar en el culto (Éx 19-10-15). Pero en definitiva es Dios solo quien le da la pureza, por la sangre del sacrificio (Lev 17,11) o purificando su corazón (Sal 51).

2. Los profetas y el Deuteronomio repitieron sin cesar que los sacrificios por el pecado no bastaban para agradar a Dios, sino que se requería la justicia, la obediencia y el amor (Is 1,4-20; Dt 6,4-9). Así el mandamiento: “Sed santos, pues yo, Yahveh, soy santo” (Lev 19,2; 20,26) debe entenderse no sólo de una pureza cultual, sino ciertamente de una santidad vivida según las múltiples prescripciones familiares, sociales y económicas, como también rituales, contenidas en los diferentes códigos (p.e., Lev 17-26).

3. Finalmente, la santificación de los hombres es susceptible de progreso; por eso sólo podrán llamarse “santos” los que hayan pasado por la prueba y tengan participación en el reino escatológico (Dan 7,18-22). Serán los sabios qúe hayan temido a Yahveh (Sal 34,10), el “pequeño resto” de los salvados de Sión, a los que haya Dios “inscrito para sobrevivir” (Is 4,3).

NT.

La comunidad apostólica se asimiló las doctrinas y el vocabulario del AT. Así Dios es el Padre Santo (Jn 17,11), el Pantocratór trascendente y el juez escatológico (Ap 4,8; 6, 10). Santo es su nombre (Lc 1,49), así como su ley (Rom 7,12) y su alianza (Lc 1,72). Santos también los ángeles (Mc 8,38), los profetas y los hagiógrafos (Lc 1,70; Mc 6,20; Rom 1,2). Santo es su templo, así como la Jerusalén celestial (1Cor 3,17: Ap 21,2). Puesto que Dios es santo. los que ha elegido deben ser santos (1Pe 1,15s = Lev 19,2), y la santidad de su nombre debe manifestarse en el advenimiento de su reino (Mt 6, 9). Sin embargo, parece que pentecostés, manifestación del Espíritu de Dios, dio origen a la concepción propiamente neotestamentaria de la santidad.

1. JESÚS, EL SANTO.

La santidad de Cristo está íntimamente ligada con su filiación divina y con la presencia del Espíritu de Dios en él: “concebido del Espíritu Santo, será santo” y llamado Hijo de Dios (Lc 1,35; Mt 1,18). En el bautismo de Juan el “Hijo muy amado” recibe la unción del Espíritu Santo (Hech 10,38; Lc 3, 22). Expulsa los espíritus impuros y éstos lo proclaman “el santo de Dios” o “el Hijo de Dios” (Mc 1,24; 3,11). dos expresiones que ahora ya son equivalentes (Jn 6,69; cf. Mt 16,16). Cristo, “lleno del Espíritu Santo” (Lc 4,1), se manifiesta por sus obras; milagros y enseñanzas no quieren tanto ser signos de poder, que se admiren, cuanto signos de su santidad; delante de él se siente uno pecador como delante de Dios (Lc 5,8; cf. Is 6,5).

Cristo, “santo siervo” de Dios (Hech 4,27.30), habiendo sufrido la muerte con ser autor de la vida, es por excelencia “el santo” (Hech 3,14s). “Por lo cual Dios lo exaltó” (F1p 2,9); resucitado según el espíritu de santidad (Rom 1,4), no es de este mundo (Jn 17,11). Consiguientemente, el que está sentado a la diestra de Dios (Mc 16,19) puede ser llamado “el santo” al igual que Dios (Ap 3,7; 6,10). La santidad de Cristo es por tanto de un orden muy distinto que la de los santos personajes del AT, totalmente relativa; es idéntica a la de Dios, su Padre santo (Jn 17, 11): igual poder espiritual, iguales manifestaciones prodigiosas, igual profundidad misteriosa; esta santidad le hace amar a los suyos hasta comunicarles su gloria recibida del Padre y hasta sacrificarse por ellos; así es como se muestra santo: “Yo me santifico... para que ellos sean santificados” (Jn 17,19-24).

II. CRISTO SANTIFICA A LOS CRISTIANOS.

El sacrificio de Cristo, a diferencia de las víctimas y del culto del AT, que sólo purificaban exteriormente a los hebreos (Heb 9,11-14; 16,10), santifica a los creyentes “en verdad” (Jn 17,19), comunicándoles verdaderamente la santidad. En efecto, los cristianos participan de la vida de Cristo resucitado, por la fe y por el bautismo, que les da “la unción venida del santo” (1Cor 1,30; Ef 5,26; 1Jn 2,20). Igualmente son “santos en Cristo” (1Cor 1,2; Flp 1,1), por la presencia del Espíritu en ellos (1Cor 3,16s; Ef 2,22); son, en efecto, “bautizados en el Espíritu Santo”, como lo había anunciado Juan Bautista (Lc 3,16; Hech 1,5; 11,16).

III. EL ESPÍRITU SANTO.

El agente principal de la santificación del cristiano es por tanto el Espítu Santo; a las primeras comunidades las colma de dones y de carismas. Su acción en la Iglesia difiere, sin embargo, de la del Espíritu de Dios en el AT. La amplitud y la universalidad de su efusión significan que los tiempos mesiánicos se han cumplido a partir de la resurrección de Cristo (Hech 2,16-38) Por otra parte, su venida está ligada con el bautismo y la fe en el misterio de Cristo muerto y resucitado (Hech 2,38; 10,47; 19,1-7). Su presencia es permanente, y Pablo puede afirmar que los rescatados son “templos del Espíritu Santo”, “templos de Dios” (1Cor 6,11.20; cf. 3, 16s) y que tienen verdadera comunión con él (2Cor 13,13). Y como “todos los que anima el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8,14-17), los cristianos no son únicamente profetas sometidos a la acción temporal del Espíritu (Lc 1,15; 7,28), sino hijos de Dios, que tienen siempre en sí mismos la fuente de la santidad divina.

IV. LOS SANTOS.

Esta palabra, empleada absolutamente, era excepcional en el AT; estaba reservada a los elegidos de los tiempos escatológicos. En el NT designa a los cristianos. Atribuida primeramente a los miembros de la comunidad primitiva de Jerusalén y especialmente al pequeño grupo de pentecostés (Hech 9,13; 1Cor 16,1; Ef 3,5), fue extendida a los hermanos de Judea (Hech 9,31-41) y luego a todos los fieles (Rom 16,2; 2Cor 1,1; 13,12). En efecto, por el Espíritu Santo participa el cristiano de la misma santidad divina. Formando los cristianos la verdadera “nación santa” y el “sacerdocio regio”, constituyendo el “templo santo” (1Pe 2,9; Ef 2,21), deben tributar a Dios el culto verdadero, ofreciéndose con Cristo en “sacrificio santo” (Rom 12, 1; 15,16; Flp 2,17).

Finalmente, la santidad de los cristianos, que proviene de una elección (Rom 1,7; 1Cor 1,2), les exige la ruptura con el pecado y con las costumbres paganas (1Tes 4,3): deben obrar “según la santidad que viene de Dios y no según la prudencia carnal” (2Cor 1,12; cf. 1Cor 6, 9ss; Ef 4,30-5,1; Tit 3,4-7; Rom 6, 19). Esta exigencia de vida santa forma la base de toda la tradición ascética cristiana; no reposa en un ideal de una ley todavía exterior, sino en el hecho de que el cristiano, “alcanzado por Cristo”, “debe participar en sus sufrimientos y en su muerte para llegar a su resurrección” (F1p 3,10-14).

V. LA CIUDAD SANTA.

La santidad de Dios, adquirida ya de derecho, lucha en realidad contra el pecado. Todavía no ha llegado el tiempo, en el que “los santos juzgarán al mundo” (1Cor 6,2s). Los santos pueden y deben todavía santificarse para estar prontos para la parusía del Señor (1Tes 3,13; Ap 22,11). Ese día aparecerá la nueva Jerusalén, “ciudad santa” (Ap 21,2), en la que florecerá el árbol de vida y de la que será excluido todo lo que es impuro y profano (Ap 21-22; cf. Zac 14,20s); y el Señor Jesús será glorificado en sus santos (2Tes 1,10. 2,14).

JULES DE VAULX