Sacerdocio.

“Jesús, que permanece eternamente, posee un sacerdocio inmutable” (Heb (7,24). De esta manera la carta a los Hebreos, para definir la mediación de Cristo la relaciona con una función que existía en el AT como en todas las religiones vecinas: la de los sacerdotes. Así pues, para comprender el sacerdocio de Jesús importa conocer con precisión el sacerdocio del AT que lo preparó y lo prefiguró.

AT.

I. HISTORIA DE LA INSTITUCIÓN SACERDOTAL.

1. En los pueblos civilizados que rodeaban a Israel la función sacerdotal es desempeñada a menudo por el rey, particularmente en Mesopotamia y en Egipto; a éste le asiste entonces un clero jerarquizado, las más de las veces hereditario, que constituye una verdadera casta. Nada de esto sucede entre los patriarcas. Entonces no hay templo ni existen sacerdotes especializados del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Las tradiciones del Génesis muestran a los patriarcas construyendo altares en Canaán (Gén 12,7s; 13,18; 26,25) y ofreciendo sacrificios (Gén 22; 31,54; 46,1). Ejercen el sacerdocio familiar, practicado en la mayoría de los pueblos antiguos. Los únicos sacerdotes que aparecen son extranjeros: el sacerdote-rey de Jerusalén, Melquisedec (Gén 14,18ss) y los sacerdotes del Faraón (Gén 41,45; 47,22). La tribu de Leví no es todavía más que una tribu profana, sin funciones sagradas (Gén 34,25-31; 49,5ss).

2. A partir de Moisés, que era también levita, la especialización de esta tribu en las funciones cultuales parece abrirse camino. El relato arcaico de Éx 32,25-29 expresa el carácter esencial de su sacerdocio: es elegida y consagrada pór Dios mismo para su servicio. La bendición de Moisés, a diferencia de la de Jacob, le atribuye las incumbencias específicas de los sacerdotes (Dt 33, 8-11). Es cierto que este texto refleja una situación más tardía. Los levitas son entonces los sacerdotes por excelencia (Jue 17,7-13; 18,19), adscritos a los diferentes santuarios del país. Pero junto con el sacerdocio levítico sigue ejerciéndose el sacerdocio familiar (Jue 6,18-29; 13,19; 17,5; 1Sa 7,1).

3. Bajo la monarquía ejerce el rey diversas funciones sacerdotales, como los reyes de los pueblos vecinos: ofrece sacrificios, desde Saúl (1Sa 13, 9) y David (2Sa 6,13.17; 24,22-25) hasta Ajaz (2Re 16,13); bendice al pueblo (2Sa 6,18; 1Re 8,14)... Sin embargo, no recibe el título de sacerdote sino en el antiguo Sal 110,4, que le compara con Melquisedec. En realidad, a pesar de esta alusión al sacerdocio regio de Canaán, el rey es un patrono del sacerdocio más que un miembro de la casta sagrada.

Ésta se ha convertido ahora en una institución organizada, particularmente en el santuario de Jerusalén, que a partir de David es el centro cultual de Israel. En un principio dos sacerdotes se reparten su servicio. Ebiatar, descendiente de Elí, el encargado de Silo, es muy probablemente un levita (2Sa 8,17); pero su familia será excluida por Salomón (1 Re 2,26s). Sadoq es de origen desconocido; pero serán sus descendientes los que dirijan el sacerdocio del templo hasta el siglo H. Genealogías ulteriores lo enlazarán, como a Ebiatar, con la descendencia de Aarón (cf. 1Par 5,27-34). El sacerdocio de Jerusalén, bajo las órdenes del jefe de los sacerdotes, cuenta diferentes subalternos. El personal del templo, aun antes del exilio, comprende a incircuncisos (Ez 44,7ss;cf. Jos 9,27). En los otros santuarios, sobre todo en Judá, los levitas deben ser bastante numerosos. Parece ser que David y Salomón trataron de distribuirlos por todo el país (cf. Jos 21; Jue 18,30). Pero varios santuarios locales tienen sacerdotes de otro origen (IRe 12,31).

4. La reforma de Josías en 621, al suprimir los santuarios locales, consagra el monopolio levítico y la supremacía del sacerdocio de Jerusalén. En efecto, esta reforma, rebasando las exigencias del Deuteronomio (18, 6ss), reserva el eiercicin de las funciones sacerdotales a los solos descendientes de Sadoq (2Re 23.8s): prepara ya así la distinción ulterior entre sacerdotes y levitas, que será más clara en Ez 44,10-31.

La ruina simultánea del templo y de la monarquía (587) pone fin a la tutela regia sobre el sacerdocio y da a éste mayor autoridad sobre el pueblo. El sacerdocio, liberado de las influencias y de las tentaciones del poder político, que ahora ya es ejercido por paganos, se convierte en el guía religioso de la nación. La desaparición progresiva del profetismo a partir del siglo V acentúa todavía su autoridad. Ya en 573 los proyectos reformistas de Ezequiel excluyen al “príncipe” del santuario (Ez 44,1ss; 46). La casta levítica goza ya de un monopolio indisputado (la única excepción en Is 66,21 no se refiere sino a los “últimos tiempos”). Las colecciones sacerdotales del Pentateuco (siglos VI-V) y luego la obra del cronista (siglo in) dan finalmente un cuadro detallado de la jerarquía sacerdotal.

Ésta es rigurosa. En la cumbre, el sumo sacerdote, hijo de Sadoq, es el sucesor de Aarón, sacerdote tipo. Siempre había habido en cada santuario un sacerdote jefe; el título de sumo sacerdote aparece en el momento en que la ausencia de rey hace sentir la necesidad de un jefe para la teocracia. La unción que recibe a partir del siglo iv (Lev 8,12; cf. 4,3; 16,32; Dan 9,25) recuerda la que antiguamente consagraba a los reyes. Por bajo del sumo sacerdote se hallan los sacerdotes, hijos de Aarón. Finalmente los levitas, clero inferior, están agrupados en tres familias, a las que finalmente se agregan los cantores y los porteros (1Par 25-26). Estas tres clases constituyen la tribu sagrada, toda entera consagrada al servicio del Señor

5. En adelante la jerarquía no conoce ya más variaciones, excepto en cuanto a la designación del sumo sacerdote. En 172 el último sumo sacerdote descendiente de Sadoq, Onías Iii, es asesinado de resultas de intrigas políticas. Sus sucesores son designados fuera de su descerdencia por los reyes de Siria. La reacción macabea desemboca en la investidura de Jonatán, descendiente de una familia sacerdotal bastante oscura. Su hermano Simón, que le sucede (143), forma el punto de partida de la dinastía de los Asmoneos, sacerdotes y reyes (134-37). Éstos, más jefes políticos y familiares que religiosos suscitan la oposición de los fariseos. Por su parte el clero tradicionalista les reprocha su origen no sadócida, y la secta sacerdotal de Qumrán se pone incluso en estado de cisma. Finalmente, a partir de Herodes (37), los sumos sacerdotes son designados por la autoridad política, que los elige entre las grandes familias sacerdotales; éstas constituyen el grupo de los “sumos sacerdotes”, nombrado diversas veces en el Nuevo Testamento.

II. LAS FUNCIONES SACERDOTALES.

En las religiones antiguas los sacerdotes son los ministros del culto, los guardianes de las tradiciones sagradas, los portavoces de la divinidad en su calidad de adivinos. En Israel, a pesar de la evolución social y del desarrollo dogmático que se observa en el transcurso de las edades, el sacerdocio ejerce todavía dos ministerios fundamentales, que son dos formas de mediación: el servicio del culto y el servicio de la palabra.

1. El servicio del culto.

El sacerdote es el hombre del santuario. Guardián del arca en la época antigua (1Sa 1-4; 2Sa 15,24-29), acoge a los fieles en la casa de Yahveh (1Sa 1), preside las liturgias en las fiestas del pueblo (Lev 23,11.20). Su acto esencial es el sacrificio. En él aparece en la plenitud de su papel de mediador: presenta a Dios la ofrenda de los fieles; transmite a éstos la bendición divina. Así, por ejemplo, Moisés en el sacrificio de la alianza del Sinaí (Éx 24,4-8); así también Leví, jefe de todo el linaje (Dt 33,10). Después del exilio los sacerdotes desempeñan esta función cada día en el sacrificio perpetuo (Éx 29,38-42). Una vez al año aparece el sumo sacerdote en su función de mediador supremo, oficiando el día de la expiación por el perdón de todas las faltas de su pueblo (Lev 16; Eclo 50, 5-12). Secundariamente está también encargado el sacerdote de los ritos de consagración y de purificación: la unción regia (1Re 1,39; 2Re 11, 12), la purificación de los leprosos (Lev 14) o de la mujer que ha dado a luz (Lev 12,6ss).

2. El servicio de la palabra.

En Mesopotamia y en Egipto ejercía el sacerdote la adivinación; en nombre de su dios respondía a las consultas de los fieles. En el Israel antiguo el sacerdote desempeña un quehacer análogo mediante el manejo del efod (1Sa 30,7s), de los Urim y Tummim (1Sa 14,36-42; Dt 33,8); pero después de David no se dan ya estos procedimientos.

Es que en Israel la palabra de Dios, adaptada a las diversas cir cunstancias de la vida, viene a su pueblo por otro conducto: el de los profetas movidos por el Espíritu. Pero existe también una forma tradicional de la palabra, que tiene su punto de partida en los grandes acontecimientos de la historia sagrada y en las cláusulas de la alianza sinaítica. Esta tradición sagrada cristaliza por una parte en los relatos que hacen presentes los grandes recuerdos del pasado, y por otra parte en la ley que halla en ellos su sentido. Los sacerdotes son los ministros de esta palabra, así Aarón en Éx 4,14-16. En la liturgia de las fiestas repiten a los fieles los relatos que fundan la fe (Éx 1-15, Jos 2-6 son probablemente ecos de estas celebraciones). Con ocasión de las renovaciones de la Alianza proclaman la Torah (Éx 24,7; Dt 27; Neh 8); son incluso sus intérpretes ordinarios, que responden con instrucciones prácticas a las consultas de los fieles (Dt 33,10; Jer 18, 18; Ez 44,23; Ag 2,11ss) y ejercen una función judicial (Dt 17,8-13; Ez 44,23s). Como prolongación de estas actividades, se encargan de la redacción escrita de la ley en los diversos códigos: Deuteronomio, ley de santidad (Lev 17-26), Torah de Ezequiel (40-48), legislación sacerdotal (Éx, Lev, Núm), compilación final del Pentateuco (cf. Esd 7,14-26; Neh 8). Así se comprende por qué en los Libros sagrados aparece el sacerdote como el hombre del conocimiento (Os 4,6; Mal 2,6s; Eclo 45,17): es el mediador de la palabra de Dios, bajo su forma tradicional de historia y de códigos.

Sin embargo, en los últimos siglos del judaísmo se multiplican las sinagogas, y el sacerdocio se concentra en sus quehaceres rituales. Al mismo tiempo se ve crecer la autoridad de los escribas laicos. Éstos, pertenecientes en su mayoría a la secta farisea, serán en tiempos de Jesús los principales maestros en Israel.

IIL HACIA EL SACERDOCIO PERFECTO.

El sacerdocio del AT fue en su conjunto fiel a su misión: con sus liturgias, su enseñanza y la redacción de los Libros sagrados, mantuvo viva en Israel la tradición de Moisés y de los profetas y mantuvo de edad en edad la vida religiosa del pueblo de Dios. Pero debía fatalmente ser superado.

1. La crítica del sacerdocio.

La misión sacerdotal comportaba exigencias muy altas; ahora bien, siempre hubo sacerdotes que no se hallaron a la altura de su cometido. Los profetas estigmatizaron sus fallos: contaminación del culto de Yahveh con los usos cananeos en los santuarios locales de Israel (Os 4,4-11; 5,1-7; 6,9), sincretismo pagano en Jerusalén (Jer 2,26ss; 23,11; Ez 8), violaciones de la Torah (Sof 3,4; Jer 2,8; Ez 22,26), oposición a los profetas (Am 7,10-17; Is 28,7-13; Jer 20,1-6; 23,33s; 26), interés personal (Miq 3,11; cf. 1Sa 2,12-17; 2Re 12,5-9), falta de celo por el culto del Señor (Mal 2,1-9)... Sería simplismo no ver en estos reproches más que la polémica de dos castas opuestas, profetas contra socerdotes. Jeremías y Ezequiel son sacerdotes; los sacerdotes que redactaron el Deuteronomio y la ley de santidad trataron evidentemente de reformar su propia casta; en los últimos siglos del judaísmo la comunidad de Qumrán, que se separa del templo oponiéndose al “sacerdote impío”, es una secta sacerdotal.

2. El ideal sacerdotal.

El interés mayor de estas críticas y de estos planes de reforma reside en que están todos inspirados en un ideal sacerdotal. Los profetas recuerdan sus obligaciones a los sacerdotes de su tiempo: les exigen un culto puro, la fidelidad a la Torah. Los legistas sacerdotales definen la pureza, la santidad de los sacerdotes (Ez 44, 15-31; Lev 21; 10).

Sin embargo, la experiencia enseña que el hombre abandonado a sí mismo es incapaz de esta pureza, de esta santidad. Por eso, en definitiva, se espera de Dios mismo la realización del sacerdocio perfecto el día de la restauración (Zac 3) y del juicio (Mal 3,1-4). Se aguarda al sacerdote fiel al lado del Mesías, hijo de David (Zac 4; 6,12s; Jer 33,17-22). Esta esperanza de los dos mesías de Aarón y de Israel aparece varias veces en los escritos de Qumrán y en un apócrifo, los “Testamentos de los patriarcas”. En estos textos, como en diversos retoques dados a los textos bíblicos (Zac 3,8; '6,11), el mesías sacerdotal precede al mesías regio. Esta primacía del sacerdote está en armonía con un aspecto esencial de la doctrina de la alianza; Israel es el “pueblo-sacerdote” (Éx 19,6; Is 61,6; 2Mac 2,17s), el único pueblo en el mundo que garantiza el culto del verdadero Dios; en su consumación definitiva será él quien tribute al Señor el culto perfecto (Ez 40-48; Is 60-62; 2,1-5). ¿Cómo podría hacerlo sin un sacerdocio a la cabeza?

Entre Dios y su pueblo existen, según el AT, otras mediaciones distintas de la del sacerdote. El rey guía al pueblo de Dios en la historia como su jefe institucional, militar, político y religioso. El profeta es llamado personalmente a traer una palabra de Dios original, adaptada a una situación particular, en la que es responsable de la salvación de sus hermanos. El sacerdote tiene, como el profeta, una misión estrictamente religiosa; pero la ejerce en el marco de las instituciones; es designado por herencia, está aplicado al santuario y a sus usos. Lleva al pueblo la palabra de Dios en nombre de la tradición y no por su propia cuenta; conmemora los grandes recuerdos de la historia sagrada y enseña la ley de Moisés. Lleva a Dios la oración del pueblo en la liturgia y responde a esta oración con la bendición divina. Mantiene en el pueblo elegido la continuidad de la vida religiosa mediante la tradición sagrada.

NT.

Los valores del AT no cobran todo su sentido sino en Jesús que los cumple superándolos. Esta ley general de la revelación se aplica por excelencia en el caso del sacerdocio.

1. JESÚS, EL SACERDOTE ÚNICO.

1. Los evangelios sinópticos.

Jesús mismo no se atribuye ni una sola vez el título de sacerdote. Se comprende fácilmente: este título designa en su ambiente una función definida, reservada a los miembros de la tribu de Leví. Ahora bien, Jesús comprende que su quehacer es muy diferente del de ellos, mucho más amplio y más creador. Prefiere llamarse el Hijo y el Hijo del hombre. Sin embargo, para definir su misión utiliza términos sacerdotales. Según su manera habitual, son expresiones implícitas y figuradas.

El hecho es claro sobre todo cuando Jesús habla de su muerte. Para sus enemigos es ésta el castigo de una blasfemia; para sus discípulos, un fracaso escandaloso. Para él es un sacrificio, que él mismo describe con las figuras del AT; unas veces la compara con el sacrificio expiatorio del Siervo de Dios (Mc 10. 45; 14,24;, cf. Is 53), otras con el sacrificio de alianza de Moisés al pie del Sinaí (Mc 14,24; cf. Éx 24, 8); y la sangre que él da en el tiempo de la pascua evoca la del cordero pascual (Mc 14,24; cf. Éx 12,7. 13.22s). Esta muerte que se le inflige, la acepta; él mismo la ofrece como ofrece el sacerdote la víctima; y por ello espera de su muerte la ex piación de los pecados, la instauración de la nueva Alianza, la salvación de su pueblo. En una palabra, es el sacerdote de su propio sacrificio.

La segunda función de los sacerdotes del AT era el servicio de la torah. Ahora bien, Jesús tiene una posición clara en relación con la ley de Moisés: él viene para cumplirla (Mt 5,17s). Sin atarse a la letra de la misma, que él supera (Mt 5,20-48), pone en claro su valor profundo, encerrado en el primer mandamiento y en el segundo, que se le asemeja (Mt 22,34-40). Este aspecto de su ministerio prolonga el de los sacerdotes del AT, pero lo supera en todas formas, pues la palabra de Jesús es la revelación suprema, el Evangelio de la Salvación que realiza definitivamente la ley.

2. De Pablo a Juan.

Pablo, que con tanta frecuencia vuelve a hablar de la muerte de Jesús, la presenta, como su maestro, bajo las figuras del sacrificio del cordero pascual (1Cor 5,7), del Siervo (Flp 2,6-11), del día de la expiación (Rom 3,24s). Esta interpretación sacrificial reaparece también en las imágenes de la comunión en la sangre de Cristo (1Cor 10,16-22), de la redención por esta sangre (Rom 5,9; Col 1,20; Ef 1,7: 2,13). La muerte de Jesús es para Pablo el acto supremo de su libertad, el sacrificio por excelencia, acto propiamente sacerdotal, que él mismo ofreció. Pero como su maestro, y aparentemente por las mismas razones, tampoco el Apóstol da a Jesús el título de sacerdote.

Lo mismo se diga de todos los otros escritos del NT, excepto la carta a los Hebreos: presentan la muerte de Jesús como el sacrificio del Siervo (Hech 3,13.26; 4,27.30; 8, 32s; 1Pe 2,22ss), del cordero (1Pe 1.19). Evocan su sangre (1Pe 1,2.19; Jn 1.7). Pero no le llaman sacerdote. Los escritos joánnicos son un poco menos reticentes: describen a Jesús con vestidura pontifical (Jn 19,33; Ap 1,13), y el relato de la pasión, acto sacrificial, se abre con la “oración sacerdotal” (Jn 17); como el sacerdote que va a ofrecer su sacrificio, Jesús “se santifica”, es decir, se consagra por el sacrificio (Jn 17, 19) y ejerce así una mediación eficaz a la que aspiraba vanamente el sacerdocio antiguo.

3. La carta a los Hebreos

Es la única que explícita ampliamente el sacerdocio de Cristo. Vuelve a los temas que ya hemos encontrado, presentando la cruz como el sacrificio de la expiación (9,1-14; cf. Rom 3, 24s), de la alianza (9,18-24), del Siervo (9,28). Pero concentra su atención en el papel personal de Cristo en la ofrenda de este sacrificio. Es que Jesús, como antiguamente Aarón, y mejor que él, está llamado por Dios para intervenir en favor de los hombres y ofrecer sacrificios por sus pecados (5,1-4). Su sacerdocio estaba prefigurado en el de Melquisede'c (Gén 14,18ss), conforme al oráculo de Sal 110,4. Para poner en claro este punto da el autor una interpretación sutil de los textos del AT: el silencio del Génesis sobre la genealogía del rey-sacerdote le parece un indicio de la eternidad del Hijo de Dios (7,3); el diezmo que le ofreció Abraham marca la inferioridad del sacerdocio de Leví frente al de Jesús (7,4-10); el juramento de Dios en Sal 110,4 proclama la perfección inmutable del sacerdote definitivo (7,20-25). Jesús es el sacerdote santo, el único (7,26ss). Su sacerdocio pone término al antiguo.

Este sacerdocio está enraizado en su mismo ser, que le hace ser mediador por excelencia: a la vez verdadero hombre (2,10-18; 5,7s), que comparte nuestra pobreza hasta la tentación (2,18; 4,15), y verdadero Hijo de Dios, superiora los ángeles (1,1-13), es el sacerdote único y eterno. Realizó su sacrificio de una vez para siempre en el templo (7,27; 9, 12.25-28; 10,10-14). Ahora ya es para siempre el intercesor (7,24s), el mediador de la nueva alianza (8,6-13; 10,12-18).

4. Ningún título agota por sí solo el misterio de Cristo: Hijo inseparable del Padre, Hijo del hombre que reúne en sí toda la humanidad, Jesús es a la vez el sumo sacerdote de la nueva alianza, el mesías-rey y el Verbo de Dios. El AT había distinguido las mediaciones del rey y del sacerdote (lo temporal y lo espiritual), del sacerdote y del profeta (la institución y el acontecimiento): distinciones necesarias para la inteligencia de los valores propios de la revelación. Jesús, situado por su trascendencia por encima de los equívocos de la historia, reúne en su persona todas estas diferentes mediaciones: como Hijo, es la palabra eterna que remata y supera el mensaje de los profetas; como Hijo del hombre, asume toda la humanidad, es su rey, con una autoridad y un amor desconocidos anteriormente a él; como mediador único entre Dios y su pueblo, es el sacerdote perfecto por quien los hombres son santificados.

II. EL PUEBLO SACERDOTAL.

1. Como Jesús no se atribuye explícitamente a sí mismo el sacerdocio, tampoco se lo atribuye a su pueblo. Pero no cesó de actuar como sacerdote, y parece haber concebido al pueblo de la nueva alianza como un pueblo sacerdotal. Jesús se revela sacerdote por la ofrenda de su sacrificio y por el servicio de la palabra. Llama la atención comprobar que llama a cada uno de los suyos a tomar parte en estas dos funciones de su sacerdocio: todo discípulo debe tomar su cruz (Mt 16,24 p) y beber su cáliz (copa) (Mt 20,22; 26,27); cada uno debe llevar su mensaje (Lc 9,60; 10,1-16), darle testimonio hasta morir (Mt 10,17-42). Jesús lo mismo que hace que todos los hombres participen en sus títulos de Hijo y de rey Mesías, los hace también sacerdotes con él.

2. Los apóstoles prolongan este pensamiento de Jesús presentando la vida cristiana como una liturgia, como una participación en el sacerdocio del sacerdote único.

Pablo considera la fe de los fieles como “un sacrificio y una oblación” (Flp 2,17); los auxilios pecuniarios que recibe de la Iglesia de Filipos son “un perfume de buen olor, un sacrificio aceptable, agradable a Dios” (F1p 4,18) Para él la vida entera de los cristianos es un acto sacerdotal; los invita a ofrecer su cuerpo “en hostia viva, santa, agradable a Dios: tal es el culto espiritual que tenéis que tributar” (Rom 12, 1; cf. Flp 3,3; Heb 9,14; 12,28). Este culto consiste tanto en la alabanza del Señor como en la beneficiencia y en la puesta en común de los bienes (Heb 13,15s). La carta de Santiago enumera en detalle los gestos concretos que constituyen el verdadero culto; el dominio de la lengua, la visita a los huérfanos y a las viudas, la abstinencia de las impurezas del mundo (Sant 1,26s).

La 1.a carta de Pedro y el Apocalipsis son explícitos: atribuyen al pueblo cristiano el “sacerdocio regio” de Israel (1Pe 2,5.9; Ap 1,6; 5,10; 20,6; cf. Éx 19,6). Con este título anunciaban los profetas del AT que Israel debía llevar a los pueblos paganos la palabra del verdadero Dios y promover su culto. Ahora ya el pueblo cristiano asume este quehacer. Puede hacerlo gracias a Jesús que le hace participar de su dignidad mesiánica de rey y de sacerdote.

III. Los MINISTROS DEL SACERDOCIO DE JESÚS.

Ningún texto del NT da el nombre de sacerdote a uno u otro de los responsables de la Iglesia. Pero la reserva de Jesús en el empleo de este título es tan grande que este silencio apenas si prueba algo. Jesús hace participar a su pueblo en su sacerdocio; en el NT, como en el AT, este sacerdocio del pueblo de Dios no se puede ejercer concretamente sino por ministros llamados por Dios.

1. En realidad observamos que Jesús llamó a los doce para confiarles la responsabilidad de su Iglesia. Los preparó para el servicio de la palabra; les transmitió algunos de sus poderes (Mt 10,8.40; 18,18); la última noche les confió la Eucaristía (Lc 22,19) Se trata de participaciones específicas en su sacerdocio.

2. Los apóstoles lo comprenden y a su vez establecen responsables que prolonguen su acción. Algunos de éstos llevan el título de ancianos, que es el origen del nombre actual de “presbíteros” presbyteroi (Hech 14,23; 20,17; Tit 1,5). La reflexión de Pablo sobre el apostolado y los carismas se orientan ya hacia el sacerdocio de los ministros de la Iglesia. A los responsables de las comunidades les da títulos sacerdotales: “dispensadores de los misterios de Dios” (iCor 4,1s), “ministros de la nueva Alianza” (2Cor 3,6); define la predicación apostólica como un servicio litúrgico (Rom 1,9; 15,15s). Tal es el punto de partida de las explicitaciones ulteriores de la tradición sobre el sacerdocio ministerial. Éste no constituye, pues, una casta de privilegiados. No hace mella al sacerdocio único de Cristo, como tampoco al sacerdocio de los fieles. Pero, al servicio del uno y del otro, es una de las mediaciones subordinadas, que son tan numerosas en el pueblo de Dios.

AUGUSTIN GEORGE