Mujer.

En los códigos de Israel, como en los del antiguo Oriente Medio, la condición de la mujer sigue siendo la de una menor de edad: su influencia queda vinculada a su función maternal. Pero Israel se distingue por su fe en Dios creador, que afirma la igualdad fundamental de los dos sexos. Sin embargo, la verdadera situación de la mujer sólo fue revelada con la venida de Cristo; en efecto, si según el orden de la creación, la mujer se realiza siendo esposa y madre, en el orden de la nueva creación puede también realizarse por la virginidad.

AT.

ESPOSA Y MADRE.

1. En el paraíso terrenal.

Los sexos son un dato fundamental de la naturaleza humana: “el hombre fue creado como varón y hembra” (Gén 1,27). Esta fórmula abreviada del redactor sacerdotal supone el relato yehvista, en el que se expone la doble misión de la mujer con relación al hombre.

La mujer, a diferencia de los animales, tomada de lo más íntimo de Adán, tiene la misma naturaleza que él: tal es la comprobación del hombre delante de la criatura que Dios le presenta. Además, Adán, respondiendo al designio divino de darle “una ayuda, semejante a él” (2,18), se reconoce en ella; al nombrarla se da un nombre a sí mismo: ante ella, él no es ya sencillamente Adán: él es ii, y ella, iJJah. En el plano de la creación, la mujer completa al hombre, haciéndolo su esposo. Esta relación hubiera debido mantenerse perfectamente igual en la diferencia, pero el pecado la desnaturalizó sometiendo la esposa a su marido (3,16).

La mujer no sólo da principio a la vida de sociedad; es también la madre de todos los vivientes. Al paso que numerosas religiones asimilan fácilmente la mujer a la tierra, la Biblia la identifica más bien con la vida: la mujer es, según el sentido de su nombre de naturaleza, Eva, “la viviente” (3,20). Si por causa del pecado no transmite la vida sino a través del sufrimiento (3,16), sin embargo, triunfa de la muerte facilitando la perpetuidad de la raza; y para mantenerse en esta esperanza sabe que un día su posteridad aplastará la cabeza de la serpiente, que es el enemigo hereditario (3,15).

2. En la historia sagrada.

Mientras llega este día bendito, la misión de la mujer queda limitada. Desde luego, en casa sus derechos parecen igualar a los del hombre, por lo menos respecto a los hijos, a los que ella educa; pero la ley la mantiene en segundo rango. La mujer no participa oficialmente en el culto; aunque también pueda regocijarse públicamente durante las fiestas (Éx 15,20s; Dt 12,12; Jue 21,21; 2Sa 6), sin embargo, no ejerce función sacerdotal; las peregrinaciones prescritas sólo obligan a los hombres (Éx 23,17); la esposa está incluso autorizada a dedicarse a las ocupaciones domésticas el día del sábado (Éx 20,10). Fuera del culto pone la ley mucho empeño en proteger a la mujer, sobre todo en su esfera propia, la vida: ¿no es ella misma la presencia de la vida fecunda acá abajo (p. e., Dt 25, 5-10)? El hombre debe respetarla en su ritmo de existencia (Lev 20,18); hasta tal punto la respeta que le exige un ideal de fidelidad en el matrimonio, al que él mismo no se sujeta.

En el transcurso de la historia de la alianza, ciertas mujeres desempeñaron una misión importante, tanto para el bien como para el mal. Las mujeres extranjeras desviaron el corazón de Salomón hacia sus dioses (1Re 11,1-8; cf. Ecl 7,26; Eclo 47, 19); Jezabel revela el poder de una mujer sobre la rel gión y la moral de su esposo (1Re 18,13; 19,1s; 21,25s); se da el caso de niños que conocen la lengua de su madre y “ya no saben hablar judío” (Neh 13,23s). La mujer parece disponer a su arbitrio de la vida religiosa que ella no ejerce oficialmente en el culto. Al revés, al lado de estos ejemplos nos hallamos con las mujeres de los patriarcas que muestran su laudable entusiasmo por la 'fecundidad. Tenemos también a las heroínas: mientras les está vedado el acceso al culto, el espíritu de Yahveh invade a algunas de ellas, transformándolas al igual que a los hombres en profetisas, mostrando que su sexo no es un obstáculo para la irrupción del Espíritu: así Miriam (Éx 15,20s), Débora y Yael (Jue 4,4-5,31), Huida (2Re 22,14-20).

3. En la reflexión de los sabios.

Raras, pero no menos tiernas, son las máximas sobre las mujeres atribuidas a mujeres (Prov 31,1-9); el retrato bíblico de la mujer está firmado por hombres; si no es siempre halagüeño, no se puede decir que sus autores sean misóginos. La severidad del hombre para con la mujer es el precio de la necesidad que tiene de ella. Así describe su sueño: “hallar una mujer es hallar la felicidad” (Prov 18,22; cf. 5,15-18), es tener “una ayuda semejante a sí mismo”, un apoyo sólido, una cerca para sus posesiones, un nido contra la invitación al extravío (Eclo 36,24-27); es hallar, además de la fuerza masculina que le hace orgulloso, la gracia personificada (Prov 11,16); pero ¿qué decir si tal mujer es además valiente (Prov 12,4; 31,10-31)? Basta recordar la descripción de la esposa en el Cantar de los cantares (Cant 4,1-5; 7,2-10).

Mas el hombre que tiene experiencia teme la fragilidad esencial de su compañera. La belleza no basta (Prov 11,22); es incluso peligrosa cuando se une con la astucia en una Dalila (Jue 14,15ss; 16,4-21), cuando seduce al hombre sencillo (Edo 9,1-9; cf. Gén 3,6). Las hijas dan no pocas preocupaciones a sus padres (Eclo 42,9ss); el hombre que se permite no pocas libertades fuera de la mujer de sus años jóvenes (cf. Prov 5,15-20), teme la versatilidad de la mujer, su propensión al adulterio (Eclo 25,13-26,18); deplora que la mujer se muestre vanidosa (Is 3,16-24), “•loca” (Prov 9,13-18; 19,14; 11, 22), pendenciera, desapacible y mohina (Prov 19,13; 21,9.19; 27,15s).

No habría que limitar a estos cuadros de costumbres la inteligencia que los sabios tenían de la mujer. Ésta es, en efecto, figura de la sabiduría divina (Prov 8,22-31); manifiesta además la fuerza de Dios, que se sirve de instrumentos débiles para procurar su gloria. Ya Ana magnificaba al señor de los humildes (1Sa 2); Judit muestra, como una profetisa en funciones, que todos pueden contar con la protección de Dios; su belleza, su prudencia, su habilidad, su valor y su castidad en la viudez hacen de ella un tipo cabal de la mujer según el designio de Dios en el AT.

NT.

VIRGEN, ESPOSA Y MADRE.

Este retrato, por bello que sea, no confiere todavía a la mujer su soberana dignidad. La oración cotidiana del judío lo dice todavía hoy con ingenuidad: “Seas bendito, Dios nuestro, por no haberme hecho gentil, ni mujer, ni ignorante”, mientras que la mujer se resigna: “Loado seas, Señor, por haberme creado según tu voluntad.” En efecto, sólo Cristo consagra la dignidad de la mujer.

1. Aurora de la redención.

Esta consagración tuvo lugar el día de la Anunciación. El Señor quiso nacer de una mujer (Gál 4,4). María, virgen y madre, realiza en sí misma el voto femenino de la fecundidad; al mismo tiempo revela y consagra el deseo, hasta entonces inhibido, de la virginidad, asimilada a una esterilidad vergonzosa. En María se encarna el ideal de la mujer, pues ella dio nacimiento al príncipe de la vida. Pero, al paso que la mujer de acá abajo está expuesta a contentarse con admirar la vida corporal que dio al más bello de los hijos de los hombres, Jesús reveló que hay una maternidad espiritual, fruto producido por la virginidad de la fe (Lc 11,28s). A través de María la mujer puede convertirse en símbolo del alma creyente. Así se comprende que Jesús consienta en dejarse seguir por santas mujeres (Lc 8,1ss), en tomar como ejemplo a vírgenes fieles (Mt 25,1-13) o en confiar una misión a mujeres (Jn 20,17). Se comprende que la Iglesia naciente señale el puesto y la misión desempeñada por numerosas mujeres (Hech 1,14; 9,36-41; 12, 12; 16,14s). Desde ahora las mujeres, y especialmente las viudas, son llamadas a colaborar en la obra de la Iglesia.

2. En Cristo Jesús.

Esta participación supone que se haya descubierto una nueva dimensión de la mujer: la virginidad. Así Pablo elaboró una teología de la mujer, mostrando en qué sentido se supera y se consagra la división de los sexos. “Ya no hay hombre ni mujer: todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28); en cierto sentido queda abolida la distinción de los sexos, como las divisiones de orden racial o social. Se puede anticipar la existencia celestial, la vida angélica de que hablaba Jesús (Mt 22,30); pero sólo la fe puede justificarla. Aunque Pablo mantiene juiciosamente que “vale más casarse que abrasarse” (1Cor 7,9), exalta, sin embargo, el carisma de la virginidad; llega hasta a contradecir al Génesis que decía: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2,18; 1Cor 7, 26): los jóvenes de ambos sexos pueden mantenerse vírgenes si son llamados. Así una nueva distinción entre casados y vírgenes corona la primera entre hombre y mujer. La fe y la vida celestial hallan en la virginidad vivida un tipo concreto de existencia, en que el alma se adhiere sin espasmos a su Señor (7,35). Para realizar su vocación la mujer no debe necesariamente ser esposa o madre; puede mantenerse virgen de corazón y de cuerpo.

Este ideal de la virginidad que desde ahora puede la mujer fijar y realizar, no suprime la condición normal del matrimonio (1Tim 2.15), pero aporta un valor de compensación, como el cielo equilibra y sitúa a la tierra. Finalmente, una última profundización: la relación natural hombre/mujer está fundada en la relación Cristo/Iglesia. La mujer es el correspondiente, no sencillamente de Adán, sino de Cristo, y entonces representa a la Iglesia (Ef 5,22ss).

3. La mujer y la Iglesia.

Aun cuando haya sido abolida por la fe la división de los sexos, ésta renace a lo largo de la existencia y se impone en la vida concreta de la Iglesia. Del orden que existe en la creación deduce Pablo dos de los comportamientos de la mujer. La mujer debe llevar velo en la asamblea del culto, expresando por este símbolo que su dignidad cristiana no la ha. emancipado de su dependencia frente a su marido (1Cor 11,2-16), ni del segundo rango que todavía ocupa en la enseñanza oficial: la mujer no debe “hablar” en la Iglesia, es decir, no debe enseñar (1Cor 14,34; cf. 1Tim 2,12); tal es el “mandamiento del Señor” recibido por Pablo (1Cor 14,37);

Pero Pablo no niega a la mujer la posibilidad de profetizar (11, 5), puesto que, como en el AT, el Espíritu no conoce la distinción de los sexos. La mujer, velada y silenciosa en el culto a fin de que sea mantenido el debido “orden”, es por otra parte estimulada a dar testimonio en casa con una “vida casta y llena de respeto” (1Pe 3,1s; 1Tim 2,9); y cuando, ya viuda, ha llegado a una edad avanzada que la preserva de retrocesos, desempeña una misión importante en la comunidad cristiana (1Tim 5,9).

El Apocalipsis no pierde de vista el papel típico desempeñado por Jezabel (Ap 2,20) ni los crímenes de la famosa ramera (17,1.15s; 18, 3.9; 19,2), pero magnifica sobre todo a “la mujer” coronada de estrellas, aquella que da a luz al hijo varón y que se ve perseguida en el desierto por el dragón, pero que debe triunfar de él por su progenitura (Ap 12). Esta mujer es en primer lugar la Iglesia, nueva Eva que da nacimiento al cuerpo de Cristo; luego, según la interpretación tradicional, es María misma; finalmente, se puede ver también en ella el prototipo de la mujer de la que toda mujer desea íntimamente ser.

XAVIER LÉON-DUFOUR