Hijo de Dios.

En hebreo la palabra “hijo” no expresa sólo las relaciones de parentesco en línea recta, sino que designa también ya la pertenencia a un grupo: “hijo de Israel”, “hijo de Babilonia” (Ez 23,17). “hijo de Sión” (Sal 149,2), “hijos de los profetas” (2Re 2,5), “hijo del hombre” (Ez 2,1...;  Dan 8,17); ya la posesión de una cualidad: “hijo de paz” (Lc 10,6), “hijo de luz” (Lc 16,8; Jn 12,36).

Aquí sólo nos interesa la utilización de la palabra para traducir las relaciones entre los hombres y Dios. AT. En el AT la expresión “hijo de Dios” designa esporádicamente a los ángeles que forman la corte divina (Dt 32,8; Sal 29,1; 89,7; Job 1,6). Es probable que este empleo refleje lejanamente la mitología de Canaán, en que la expresión se entendía en sentido fuerte. En la Biblia, dado que Yahveh no tiene esposa, sólo tiene una significación atenuada: únicamente subraya la participación de los ángeles en la vida celestial de Dios.

1. ISRAEL, HIJO DE DIOS.

Esta expresión, aplicada a Israel, traduce en términos de parentesco humano las relaciones entre Yahveh y su pueblo. A través de los acontecimientos del Éxodo experimentó Israel la realidad de esta filiación adoptiva (Éx 4,22; Os 11,1; Jer 3,19; Sab 18,13); Jeremías la recuerda cuando anuncia como un nuevo éxodo la liberación escatológica (Jer 31,9.20). A partir de esta experiencia, el título de hijo (en plural) puede atribuirse a todos los miembros del pueblo de Dios, sea para insistir en su consagración religiosa al que es su Padre (Dt 14,1s; cf. Sal 73,15), sea para reprocharles con más vigor su infidelidad (Os 2,1; Is 1,2; 30,1.9; Jer 3,14). Finalmente, la conciencia de la filiación adoptiva viene a ser uno de los elementos esenciales de la piedad judía. Ella funda la esperanza de las restauraciones futuras (Is 63,8; cf. 63,16; 64,7), así como la de la retribución de ultratumba (Sab 2,13.18): los justos, hijos de Dios, serán asociados para siempre a los ángeles, hijos de Dios (Sab 5,5).

II. EL REY, HIJO DE DIOS.

Cuando el antiguo Oriente celebraba la filiación divina de los reyes, era siempre en una perspectiva mítica, en que la persona del monarca era propiamente divinizada. El AT excluye esta posibilidad. El rey no es sino un hombre como los demás, sometido a la misma ley divina y sujeto al mismo juicio. Sin embargo, David y su raza fueron objeto de una elección particular que los asocia definitivamente al destino del pueblo de Dios. Precisamente para traducir esta relación creada entre Yahveh y el linaje regio dice Dios por el profeta Natán: “Yo seré padre para él y él será hijo para mí” (2Sa 7,14; cf. Sal 89,27s). En adelante el título de “hijo de Yahveh” es un título regio, que muy naturalmente vendrá a ser un título mesiánico (Sal 2,7) cuando la escatología profética enfoque el nacimiento futuro del rey por excelencia (cf. Is 7,14; 9,1...).

NT.

1. JESÚS, HIJO ÚNICO DE DIOS.

1. En los sinópticos el título de Hijo de Dios, fácilmente asociado al de Cristo (Mt 16,16; Mc 14,61 p), aparece en primer lugar como un título mesiánico. Así está expuesto a equívocos, que Jesús habrá de disipar. Desde su preludio, la escena de la tentación acusa la oposición entre dos interpretaciones. Para Satán ser hijo de Dios significa gozar de un poder prodigioso y de una protección invulnerable (Mt 4,3.6); para Jesús significa no hallar alimento ni apoyo sino en la voluntad de Dios (Mt 4,4.7). Jesús, rechazando toda sugestión de mesianismo terreno, deja aparecer el vínculo indisoluble que le une al Padre. De la misma manera procede ante las declaraciones de los posesos (Mc 3,11 p; 5,7 p): éstas muestran en los demonios un reconocimiento involuntario de su persona (Mc 1,34); pero son ambiguas, por lo cual Jesús impone silencio. La confesión de fe de Pedro, “tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo”, proviene de una auténtica adhesión de fe (Mt 16,16s), y el evangelista que la refiere puede darle sin dificultad todo su sentido cristiano. Sin embargo, Jesús previene inmediatamente un equívoco: su título no le garantiza un destino de gloria terrena; el Hijo del hombre morirá para tener acceso a su gloria (16,21).

Cuando, finalmente, Caifás plantea solemnemente la cuestión esencial: “,Eres tú el Cristo, Hijo del bendito?” (Mt 26,63; Mc 14,61), Jesús siente que la expresión podría todavía entenderse en sentido de un mesianismo temporal. Así responde indirectamente abriendo otra perspectiva: anuncia su venida como soberano juez bajo los rasgos del Hijo del hombre. A los títulos de Mesías y de Hijo del hombre da así un alcance propiamente divino, bien subrayado en el evangelio de Lucas: “¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios? - Tú lo has dicho, lo soy” (Lc 22,70). Revelación paradójica: despojado de todo y aparentemente abandonado por Dios (cf. Mt 27,46 p) mantiene Jesús intactas sus reivindicaciones; hasta la muerte permanecerá seguro de su Padre (Lc 23,46). Por lo demás, esta muerte acaba de disipar todo equívoco: los evangelistas, al referir la confesión del centurión (Mc 15, 39 p), subrayan que la cruz es el fundamento de la fe cristiana.

Entonces se aclara retrospectivamente más de una palabra misteriosa, en que Jesús había revelado la naturaleza de sus relaciones con Dios. Frente a Dios, es “el Hijo” (Mt 11, 27 p; 21,37 p: cf. 24,36 p); fórmula familiar que le permite dirigirse a Dios llamándolo “Abba! ¡Padre!” (Mc 14.36; cf. Lc 23,46). Entre Dios y él reina la profunda intimidad que supone un perfecto conocimiento mutuo y una comunicación de todo (Mt 11,25ss p). Así Jesús da todo su sentido a las proclamaciones divinas: “Tú eres mi Hijo” (Mc 1,11 p; 9,7 p).

2. Por la resurrección de Jesús comprendieron finalmente los apóstoles el misterio de su filiación divina: la resurrección era la realización del Salmo 2,7 (cf. Hech 13,33); aportaba la confirmación dada por Dios a las reivindicaciones de Jesús delante de Caifás y en la cruz. Así pues, ya al día siguiente de pentecostés el testimonio apostólico y la confesión de fe cristiana tienen por objeto a “Jesús, Hijo de Dios” (Hech 8.37; 9,20). Mateo y Lucas, presentando la infancia de Jesús, subrayan discretamente este tema (Mt 2,15: Lc 1.35). En Pablo viene a ser el punto de partida de una reflexión teológica mucho más avanzada. Dios envió acá abajo a su Hijo (Gál 4,4; Rom 8.3) a fin de que fuéramos reconciliados por su muerte (Rom 5.10). Actualmente lo ha establecido en su poder (Rom 1,4) y nos llama a la comunión con él (1Cor 1,9), pues nos ha transferido a su reino (Col 1.13). La vida cristiana es una vida “en la fe en el Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros” (Gál 2,20), y una espera del día en que regrese de los cielos para “librarnos de la ira” (1Tes 1,10). Las mismas certezas atraviesa la carta a los Hebreos (Heb 1,2.5.8; passim).

3. En san Juan la teología de la filiación divina viene a ser un tema dominante. Algunas confesiones de fe de los personajes del Evangelio pueden todavía comportar un sentido restringido (Jn 1,34; 1,51; sobre todo 11,27). Pero Jesús habla en términos claros de las relaciones entre el Hijo y el Padre; hay entre ellos unidad de operación y de gloria (Jn 5,19.23: cf. 1Jn 2,22s); el Padre comunica todo al Hijo porque lo ama (Jn 5,20): poder de vivificar (5,21. 25s) y poder de juzgar (5,22.27); cuando Jesús retorna a Dios, el Padre glorifica al Hijo para que el Hijo le glorifique (Jn 17,1; cf. 14,13). Así se precisa la doctrina de la encarnación: Dios envió al mundo a su Hijo único para salvar al mundo (1Jn 4,9s.14); este Hijo único es el revelador de Dios (Jn 1,18), comunica a los hombres la vida eterna que viene de Dios (1Jn 5,11s). La obra que hay que realizar es, pues, la de creer en él (Jn 6,29; 20,31: 1Jn 3,23; 5,5.10): quien cree en el Hijo tiene la vida eterna (Jn 6,40); quien no cree, está condenado (Jn 3,18).

II. LOS HOMBRES, HIJOS ADOPTIVOS DE DIOS.

1. En los sinópticos se afirma repetidas veces la filiación adoptiva de que hablaba ya el AT: Jesús no sólo enseña a los suyos a llamar a Dios “Padre nuestro” (Mt 6,9) sino que da el título de “hijos de Dios” a los pacíficos (Mt 5,9), a las caritativos (Lc 6,35), a los justos resucitados (Lc 20,36).

2. El fundamento de este título se precisa en la teología paulina. La adopción filial era ya uno de los privilegios de Israel (Rom 9,4), pero ahora los cristianos son hijos de Dios, en un sentido mucho más fuerte, por la fe en Cristo (Gál 3,26; Ef 1,5). Tienen en sí mismos el Espíritu que los hace hijos adoptivos (Gál 4,5ss; Rom 8,14-17); están llamados a reproducir en sí mismos la imagen del Hijo único (Rom 8,29); han sido instituidos coherederos con él (Rom 8,17). Esto supone en ellos una verdadera regeneración (Tit 3,5; cf. 1 Pe 1,3; 2,2) que los hace partícipes de la vida del Hijo: tal es, en efecto, el sentido del bautismo, vida que hace que viva el hombre con una vida nueva (Rom 6,4). Así somos hijos de adopción en el Hijo por naturaleza y Dios nos trata como a tales, incluso cuando se da el caso de enviarnos sus correcciones (Heb 12,5-12).

3. La doctrina de los escritos joánnicos tiene exactamente el mismo tono. Hay que renacer, dice Jesús a Nicodemo (Jn 3,3.5) del agua y del Espíritu. Es que, en efecto, a los que creen en Cristo les da Dios poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12). Esta vida de hijos de Dios es para nosotros una realidad actual, aun cuando el mundo lo ignore (Jn 3,1). Vendrá un día en que se manifestará abiertamente y entonces seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es (Jn 3,2). No se trata, pues, ya únicamente de un título que muestra el amor de Dios a sus criaturas: el hombre participa de la naturaleza de aquel que lo ha adoptado por hijo (2Pe 1,4).

HENRI RENARD y PIERRE GRELOT