Gloria.

1. LA GLORIA EN GENERAL.

En la Biblia hebraica la palabra que significa gloria implica la idea de peso. El peso de un ser en la existencia define su importancia, el respeto que inspira, su gloria. Para el hebreo, pues, a diferencia del griego y de nosotros mismos, la gloria no designa tanto la fama cuanto el valor real, estimado conforme a su peso.

Las bases de la gloria pueden ser las riquezas. A Abraham se le llama “muy glorioso” porque posee “ganado, plata y oro” (Gén 13,2). La gloria designa también la elevada posición social que ocupa un hombre y la autoridad que le confiere. José dice a sus hermanos: “Contad a mi padre toda la gloria que tengo en Egipto” (Gén 45,31). Job, arruinado y humillado, exclama: “¡Me ha despojado de mi gloria!” (Job 19,9; 29,1-25). Con el poder (Is 8,7; 16, 14; 17,3s; 21,16; Jer 48,18), implica la gloria la influencia que irradia una persona. Designa el resplandor de la belleza. Se habla de la gloria del vestido de Aarón (Éx 28,2.40), de la gloria del templo (Ag 2,3.7.9) o de Jerusalén (Is 62,2), de la “gloria del Líbano” (Is 35,1s; 60,13).

La gloria es, por excelencia, patrimonio del rey. Dice, con su riqueza y su poder, el esplendor de su reinado (1Par 29,28; 2Par 17,5). Salomón recibe de Dios “riqueza y gloria como nadie entre los reyes” (1Re 3, 9-14; cf. Mt 6.29). El hombre, rey de la creación, es “coronado de gloria” por Dios (Sal 8,6).

II. CRÍTICA DE LA GLORIA HUMANA.

El AT vio la fragilidad de la gloria humana: “No temas cuando se enriquece el hombre, cuando se acrecienta la gloria de su casa. Al morir no puede llevarse nada, su gloria no desciende con él” (Sal 49,17s). La Biblia supo ligar la gloria a valores morales y religiosos (Prov 3,35; 20,3: 29,23).

La obediencia a Dios está por encima de toda gloria humana (Núm 22,17s). En Dios se halla el único fundamento sólido de la gloria (Sal 62,6.8). El sabio que ha meditado sobre la gloria efímera de los impíos. no quiere ya “tener” más gloria que a Dios: “En tu gloria me asumirás” (Sal 73,24s). Esta actitud, llevada a su perfección, será la de Cristo. Cuando Satán le ofrezca “todos los reinos del mundo con su gloria”, responderá Jesús: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo rendirás culto” (Mt 4,8ss).

III. LA GLORIA DE YAHVEH.

La expresión “la gloria de Yahveh” designa a Dios mismo, en cuanto se revela en su majestad, su poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser. La gloria de Yahveh es, pues, epifánica. El AT conoce dos tipos de manifestaciones o de epifanías de la gloria divina: las altas gestas de Dios y sus apariciones.

1. Las altas gestas de Dios.

Dios manifiesta su gloria por sus deslumbrantes intervenciones, sus juicios, sus “signos” (Núm 14,22). Tal es por excelencia el milagro del mar Rojo (Éx 14,18); tal, el del maná y de las codornices: “Por la mañana veréis la gloria de Yahveh” (Ex 16,7). Dios viene en socorro de los suyos. La gloria es entonces casi sinónimo de salvación (Is 35,1-4; 44,23; comp. Is 40,5 y Lc 3,6). El Dios de la alianza pone su gloria en salvar y levantar a su pueblo; su gloria es su poder al servicio de su amor y de su fidelidad: “Cuando Yahveh reconstruya a Sión, se le verá en su gloria” (Sal 102,17; cf. Éx 39,21-29). También la obra creadora manifiesta la gloria de Dios. “La gloria de Yahveh llena toda la tierra” (Núm 14,21); entre los fenómenos naturales, la tormenta es uno de los más expresivos de su gloria (Sal 29,3-9; cf. 97,1-6).

2. Las apariciones de “la gloria de Yahveh”.

 En el segundo tipo de manifestaciones divinas la gloria, realidad visible (Éx 16,10), es la irradiación fulgurante del Ser divino. De ahí la oración de Moisés: “¡Hazme, por favor, ver tu gloria!” (Éx 33,18). En el Sinaí la gloria de Yahveh adoptaba el aspecto de una llama que coronaba la montaña (Éx 24,15ss; Dt 5,22ss). Moisés, por haberse acercado a ella en la nube, retorna “con la piel del rostro radiante” (Éx 34,29) “con una gloria tal, dirá san Pablo. que los hijos de Israel no podían contemplarlo fijamente” (2Cor 3,7). Después del Sinaí, la gloria invade el santuario: “Será consagrado por mi gloria” (Éx 29,43; 40,34). Consiguientemente Israel está al servicio de la gloria (Lev 9,6.23s), vive, camina y triunfa bajo su irradiación (Éx 40,36ss; Núm 16,1-17,15; 20,1-13). El arca y la gloria están estrechamente ligados. Para Israel, perder la una es perder la otra (1Sa 4,21s). Más tarde la gloria llenará el templo (1Re 8,10ss) y en la época del exilio se retirará de allí en señal de reprobación (Ez 9-11). Entre esta concepción local y cultual de la gloria y la concepción activa y dinámica hay una relación muy estrecha. En uno y otro caso Dios se revela presente a su pueblo para salvarlo, santificarlo y regirlo. El vínculo entre las dos nociones aparece claramente en la consagración del santuario. Dios dijo entonces: “Sabrán que yo, Yahveh, su Dios, soy quien los sacó del país de Egipto para permanecer entre ellos” (Éx 29,46).

Isaías contempla la gloria de Yahveh bajo el aspecto de una gloria regia. El profeta ve al Señor, su trono elevado, la cola de su ropaje que llena el santuario, su corte de serafines que clama su gloria (Is 6, lss). Ésta es un fuego devorador, santidad que pone al descubierto la impureza de la criatura, su nada, su radical fragilidad. Sin embargo no triunfa destruyendo, sino purificando y regenerando, y quiere invadir toda la tierra. Las visiones de Ezequiel dicen la libertad transcendente de la gloria, que abandona el templo (Ez 11,22s) y luego irradia sobre una comunidad renovada por el Espíritu (36,23ss; 39,21-29).

La última parte del libro de Isaías une los dos aspectos de la gloria: Dios reina en la ciudad santa, a la vez regenerada por su poder e iluminada por su presencia: “¡Levántate y resplandece, que ya se alza tu luz, y la gloria de Yahveh resplandece para ti” (Is 60,1). Jerusalén se ve “erigida en gloria en medio de la tierra” (62,7; cf. Bar 5,3). De ella irradia la gloria de Dios sobre todas las naciones, que vienen a ella deslumbradas (Is 60,3). En los profetas del exilio, en los salmos del reino. en los apocalipsis alcanza la gloria esta dimensión universal, de carácter escatológico: “Vengo a reunir las naciones de todas las lenguas. Ellas vendrán a ver mi gloria” (66.18s: cf. Sal 97,6; Hab 2,14).

Sobre este fondo luminoso se destaca la figura “sin belleza, sin esplendor” (Is 52,14) del personaje que, sin embargo, está encargado de hacer irradiar la gloria divina hasta las extremidades de la tierra: “Tú eres mi siervo, en ti revelaré mi gloria” (49,3).

IV. LA GLORIA DE CRISTO.

La elevación esencial del NT está en el nexo de la gloria con la persona de Jesús. La gloria de Dios está totalmente presente en él. Siendo Hijo de Dios, es “el resplandor de su gloria, la efigie de su substancia” (Heb 1,3). La gloria de Dios está “sobre su rostro” (2Cor 4,6); de él irradia a los hombres (3,18). Él es “el Señor de la gloria” (1Cor 2,8). Su gloria la contemplaba ya Isaías y “de él hablaba” (Jn 12,41).

1. Gloria escatológica.

La manifestación plenaria de la gloria divina de Jesús tendrá lugar en la parusía. “El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles” (Mc 8,38; cf. Mt 24,30; 25,31) y manifestará su gloria por la consumación de su obra, a la vez juicio y salvación. El NT está orientado hacia esta “aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús” (Tit 2,13s), hacia la “gloria eterna en Cristo” (1Pe 5,10) a la que Dios nos ha llamado (1Tes 2,12) y que “ha sido revelada” (1Pe 5,1); “la ligera tribulación de un momento nos prepara, muy por encima de toda medida, un peso eterno de gloria” (2Cor 4,17). La creación entera aspira a la revelación de esta gloria (Rom 8,19). Juan ve a la nueva Jerusalén descender del cielo bañada de claridad: “La gloria de Dios la ha iluminado y el cordero le sirve de lumbrera” (Ap 21,23).

2. Gloria pascual.

Por la resurrección y la ascensión ha “entrado” ya Cristo (Lc 24,26) en la gloria divina, que el Padre, en su amor, le había dado antes de la creación del mundo” (Jn 17,24) y que le pertenece como a Hijo al igual que al Padre. El Hombre-Dios fue tomado en la nube divina. arrebatado (Hech 1,9. 11), “ensalzado en la gloria” (1Tim 3,16). “Dios lo resucitó y le dio la gloria” (1Pe 1.21). “Glorificó a su siervo Jesús” (Hech 3,13). Esta gloria, como la “gloria de Yahveh” en el AT, es esfera de pureza transcendente, de santidad, de luz, de poder, de vida. Jesús resucitado irradia esta gloria en todo su ser. Esteban ve al morir “la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios” (7,55). Saulo queda deslumbrado y cegado por su “gloria luminosa” (22,11). En su comparación no es nada la gloria del Sinaí (2Cor 3,10). La gloria de Cristo resucitado deslumbra a Pablo como la luz de una nueva creación: “El Dios que dijo: ¡Brille la luz del seno de las tinieblas!, es el que ha brillado en nuestros corazones para hacer resplandecer el conocimiento de la gloria de Dios, que está en el rostro de Cristo” (4,6).

3. La gloria en el ministerio terrenal y en la pasión de Cristo.

La gloria de Dios se manifestó no sólo en la resurrección, sino en la vida, en el ministerio y en la muerte de Jesús. Los Evangelios son doxofanías, sobre todo, entre los sinópticos, el de Lucas. En la escena de la anunciación, la venida del Espíritu Santo sobre María evoca el descenso de la gloria al santuario del AT (Lc 1,35). En la natividad “la gloria del Señor” circunda de claridad a los pastores (2,9s). Esta gloria se transparenta en el bautismo de Jesús y en su transfiguración (9,32.35; 2Pe 1,17s), en sus milagros, en su palabra, en la santidad eminente de su vida, en su muerte. Ésta no es sólo el pórtico que introduce al Mesías en su “gloria” (Lc 24,26); los signos que la acompañan revelan en el crucificado mismo al “Señor de la gloria” (1Cor 2,8).

En Juan aparece todavía más explícita la revelación de la gloria en la vida y en la muerte de Jesús. Jesús es el Verbo encarnado. En su carne habita y se revela la gloria del Hijo único de Dios (Jn 1.14.18).

Se manifiesta desde el primer “signo” (2,11). Aparece en la unión transcendente de Jesús con el Padre que le envía, más todavía en su unidad (10,30). Las obras de Jesús son las obras del Padre que, en el Hijo, las “cumple” o realiza (14,10) y revela su gloria (11,40), luz y vida para el mundo. Esta gloria resplandece por encima de todo en la pasión. Ésta es la hora de Jesús, la más alta de las teofanías. Jesús se “consagra” a su muerte (17,19) con toda lucidez (13,1.3; 18,4; 19,28) por obediencia al Padre (14,31) y para gloria de su nombre (12,28). Hace libre don de su vida (10,18) por amor a los suyos (13,1). La cruz, transfigurada, se convierte en el signo de “la elevación” del Hijo del hombre (12,23.31). El Calvario ofrece a las miradas de todos (19,37) el misterio del YO SOY divino de Jesús (8,27). El agua y la sangre, que manan del costado de Cristo, simbolizan la fecundidad de su muerte, fuente de vida: tal es su gloria (7,37ss; 19,34.36).

La gloria eclesial.

La glorificación de Cristo se consuma en los cristianos (Jn 17,10). En ellos el sacrificio de Jesús da su fruto para gloria del Padre y del Hijo (12,24; 15,8). El Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo es, con el agua y la sangre sacramentales (1Jn 5,7), el artífice de esta glorificación. Los cristianos entran por él en el conocimiento y en la posesión de las riquezas de Cristo (Jn 16,14s; 2Cor 1,22; 5,5). La gloria de Cristo resucitado se refleja ya en ellos, transformándolos a su imagen “de gloria en gloria” (3,18; Col 1,10s; 2Tes 1,12). Por el Espíritu queda transfigurado el mismo sufrimiento (1Pe 4,14).

El honor cristiano.

La conciencia de esta gloria engendra el sentimiento de la dignidad cristiana y del honor cristiano. Ya en el AT la grandeza de Israel consiste en ser el pueblo al que Dios ha revelado su gloria. A Israel “pertenece la gloria” (Rom 9,4). Dios es “su gloria” (Sal 106,20). La fidelidad a Dios se matiza ya en Israel con un sentido religioso del honor. El mandamiento divino es la gloria de Israel (Sal 119,5s), la idolatría, su suprema degradación, como su supremo pecado: Israel “cambia” entonces “su gloria por el ídolo” (Sal 106,20). En medio de un mundo que se había perdido por no querer dar a Dios la gloria que -le es debida (Rom 1,21s), los cristianos saben que ellos son “ciudadanos de los cielos” (Flp 3,20); “resucitados con Cristo” (Col 3,1), “brillan como focos de luz” (Flp 2,15s). Su honor consiste en que “los hombres, viendo sus buenas obras, glorifiquen a su Padre, que está en los cielos” (Mt 5,16), Ante la gloria del nombre cristiano desaparece todo sentimiento de inferioridad social: “El hermano de humilde condición se gloriará en su exaltación, y el rico en su humillación” (Sant 1,9), pues no hay lugar para “consideraciones de personas” (Sant 2,lss). El sentimiento del orgullo cristiano se extiende hasta el cuerpo, en el que los cristianos deben glorificar a Dios” (1Cor 6,15.19s). Finalmente, padecer por el nombre cristiano es una gloria (1Pe 4,15s). La ambición del honor mundano es, según san Juan, la que ha cerrado a más de uno el acceso a la fe (Jn 5,44; 12,43). Jesús, en cambio, indiferente a la gloria de los hombres (5,41), “despreció la infamia de la cruz” (Heb 12,2). Su único honor consistía en cumplir su misión, “no buscando su gloria”, sino “la gloria del que le ha enviado” (Jn 7,18), dejando su honor en las solas manos de su Padre (8,50.54).

V. LA ALABANZA DE LA GLORIA.

El de ber del hombre es reconocer y celebrar la gloria divina. El AT canta la gloria del creador, rey, salvador y santo de Israel (Sal 147,1). Deplora el pecado que la empaña (Is 52,5; Ez 36,20ss; Rom 2,24). Arde en deseos de verla reconocida por todo el universo (Sal 145,10s; 57, 6.12).

En el NT la doxología tiene por centro a Cristo. “Por él decimos nuestro amén a la gloria de Dios” (2Cor 1,20). Por él asciende “al Dios solo sabio... la gloria por los siglos de los siglos” (Rom 16,27; Heb 13, 15). A Dios se le da gloria por su nacimiento (Lc 2,20), por sus milagros (Mc 2,12...) y por su muerte (Lc 23,47). Las doxologías jalonan el progreso de su mensaje (Hech 11, 18; 13,48; 21,20), como van puntuando las exposiciones dogmáticas de Pablo (Gál 1,3s; etc.). Las doxologías del Apocalipsis recapitulan en una liturgia solemne todo el drama redentor (Ap 15,3s). Finalmente, como la Iglesia es “el pueblo que Dios ha adquirido para alabanza de su gloria” (Ef 1,14), al Padre se da “gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las edades y por todos los siglos” (3,21).

A la doxología litúrgica añade el mártir la doxología de la sangre. El creyente, “despreciando la muerte hasta morir” (Ap 12,11), profesa así que la fidelidad a Dios está por encima de toda gloria y todo valor humano. Como Pedro, al precio de su sangre “glorifica a Dios” Un 21,19).

La última doxología, al final de la historia, es el canto de las “bodas del cordero” (Ap 19,7). La esposa aparece vestida de “una túnica de lino de una blancura resplandeciente” (19,8). En el fuego de la “gran tribulación” la Iglesia se ha ataviado para las bodas eternas con la única gloria digna de su esposo, las virtudes, las ofrendas, los sacrificios de los santos.

No obstante, la gloria de la esposa le viene enteramente del esposo. En su sangre se han “blanqueado” las túnicas de los elegidos (7,14; 15,2), y si la esposa lleva este deslumbrante atavío, es porque “le ha sido dado” hacerlo así (19,8). Se ha dejado revestir día tras día por las “buenas obras que Dios ha preparado de antemano para que las practiquemos” (Ef 2,10). En el amor de Cristo está el origen de esta gloria; en efecto, “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...; quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada” (5,25.27). En este misterio de amor y de santidad se consuma la revelación de la gloria de Dios.

DONATIEN MOLLAT