Expiación.

Las traducciones de la Biblia utilizan con frecuencia el término “expiación”, o a veces “propiciación” (hebr. kipper, gr. hilaskesthai) en el AT, sea a propósito de los sacrificios “por el pecado”, en que se dice que el sacerdote “ejecuta el rito de la expiación” (p.e., Lev 4), sea, todavía más especialmente, a propósito de la fiesta anual del 10 tisri, llamada generalmente “el día de las expiaciones” o “el gran día de la expiación”, cuyo ritual está descrito detalladamente en Lev 16.

En el NT, si el término es raro (Rom 3,25; Heb 2,17; 1Jn 2,2; 4, 10), la idea se halla frecuentemente, no sólo en toda la carta a los Hebreos, que asimila la misión redentora de Cristo a la función del sumo sacerdote el “día de las expiaciones”, sino, más o menos ciertamente, cada vez que se declara que Cristo “murió por nuestros pecados” (p.c., 1Cor 15, 3) o que “derramó su sangre por la remisión de los pecados” (p.e., Mt 26,28).

1. Expiación y pecado.

En numerosas lenguas modernas la noción de expiación tiende a confundirse con la de castigo, aunque éste no sea medicinal. Por el contrario para todos los antiguos, y tal es el sentido del verbo expiare, tanto en la Vul gata como en la liturgia, quien dice expiar dice esencialmente “purificar”, o más exactamente hacer un objeto, un lugar, a una persona “agradable a los dioses, después de haber sido desagradable” (Lachelier). Toda expiación supone, pues, la existencia de un pecado y tiene por efecto destruirlo.

Como este pecado no se concibe a la manera de una suciedad material, que el hombre sería capaz de hacer desaparecer, sino que se identifica con la rebelión misma del hombre contra Dios, la expiación borra el pecado reuniendo de nuevo al hombre con Dios, “consagrándoselo” según el sentido de la aspersión de la sangre. Como, por otra parte, el pecado provoca la ira de Dios, toda expiación pone un término a esta ira, “hace a Dios propicio”; pero la Biblia atribuye de ordinario este papel a la oración, mientras que el sacrificio de expiación tiene más bien por fin “hacer al hombre agradable a Dios”.

2. Expiación e intercesión.

En los raros pasajes en que aparecen asociados estos dos términos de expiación y de ira, se trata efectivamente de una oración: así, la expiación de Moisés (Éx 32,30; cf. 32,llss), o la de Aarón (Núm 17,11ss), según la interpretación de Sab 18,21-25; así, según el Targum, la de Pinhás (Sal 106,30) y todavía más claramente la del “siervo de Yahveh”, cuyo papel de intercesor se menciona cuatro veces (Targum Is 53,4.7.11.12). Y en virtud de esta misma noción de expiación san Jerónimo, siguiendo en esto el uso de las viejas versiones latinas, en la fórmula estereotipada que concluye cada uno de los sacrificios por el pecado pudo traducir el verbo hebreo que significa “ejecutar el rito de expiación” por un verbo que significa “orar” o “interceder” (Lev 4, 20.26.31; etc.).

No debe, pues, extrañarnos que la carta a los Hebreos, al describir a Cristo entrando en el cielo para desempeñar allí la función esencial de su sacerdocio definida como “intercesión” (Heb 7,25; 9,24), pueda asimilarlo al sumo sacerdote, que penetra al otro lado del velo para allí ejecutar el rito sacrificial por excelencia, la aspersión de la sangre sobre el propiciatorio. La muerte misma de Cristo es presentada como una suprema “intercesión” (Heb 5,7).

En todo caso tal interpretación recalcaba hasta qué punto una expiación auténtica no puede tener valor independientemente de las disposiciones interiores del que la ofrece; es ante todo un acto espiritual, que el gesto exterior expresa, pero que no puede suplir. Excluye igualmente toda pretensión del hombre, de forzar a Dios a hacérsele propicio. La sabiduría, describiendo la intercesión de Aarón, cuida de precisar que su oración consistió en “recordar a Dios sus promesas y sus juramentos” (Sab 18,22), tanto tal oración viene a ser un acto de fe en la fidelidad de Dios. La expiación así concebida no tiende en absoluto, a no ser a los ojos del hombre, a cambiar las disposiciones de Dios, sino a disponer al hombre a acoger el don de Dios. 3. Expiación y perdón. Así el “día de las expiaciones” era todavía más en la conciencia religiosa de los judíos, el “día de los perdones”. Y cuando san Juan por dos veces, evocando ya la intercesión celestial de Cristo cerca del Padre (1Jn 2,2), ya la obra llevada a cabo acá en la tierra con su muerte y su resurrección (1Jn 4,10), declara que es, o que el Padre lo hizo, “hilasmos por nuestros pecados”, el término presente sin duda el mismo sentido que tiene siempre en el AT griego (p.c., Sal 130,4) y que la palabra latina propitiatio presenta también siempre en la liturgia: por Cristo y en Cristo realiza el Padre el designio de su amor eterno (1Jn 4,8) “mostrándose propicio”, es decir, “perdonando” a los hombres, con un perdón eficaz que destruye verdaderamente el pecado, que purifica al hombre, le comunica su propia vida (1Jn 4,9).

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