Espíritu.

En todas las lenguas clásicas y bíblicas “espíritu” es una palabra susceptible de sentidos muy diversos. Entre el espíritu de vino y el hombre de espíritu, entre “entregar el espíritu” y “vivir según el espíritu” hay no pocas diferencias, como también hay reales analogías. Espíritu tiende siempre a designar en un ser el elemento esencial e inefable, Io que lo hace vivir y emana de él sin que él lo pretenda, lo que es más “él” sin que él pueda dominarlo.

AT.

1. El viento.

El espíritu (en hebreo ruah) es el soplo, y en primer lugar el del viento. Hay en el viento un misterio: de violencia irresistible unas veces, derriba las casas, los cedros, los navíos de alta mar (Ez 13, 13; 27,26); otras veces se insinúa en un murmullo (1Re 19,12); a veces seca con su soplo tórrido la tierra estéril (Éx 14,21; cf. Is 30,27-33), y otras veces derrama sobre ella el agua fecunda que hace germinar la vida (1Re 18,45).

2. La respiración.

Lo mismo que el viento sobre la tierra maciza e inerte, así el hálito respiratorio, frágil y vacilante, es la fuerza que sostiene y anima al cuerpo con su masa. El hombre no es dueño de este hálito, aun cuando no puede prescindir de él y muere cuando se extingue. Como el viento, pero de una forma mucho más inmediata, el hálito respiratorio, en particular el del hombre, viene de Dios (Gén 2,7; 6,3; Job 33,4) y vuelve a él con la muerte (Job 34,14s; Ecl 12,7; Sab 15,11).

3. El espíritu del hombre.

Mientras dura en el hombre este soplo divino le pertenece realmente, hace de su carne inerte un ser viviente, un alma viva (Gén 2,7). Por otra parte, todo lo que afecta a esta alma, todas las impresiones y las emociones del hombre se expresan por su respiración: el miedo (Gén 41,8), la cólera (Jue 8,3), el gozo (Gén 45,27), el orgullo, todo modifica su aliento. La palabra ruah es, pues, la expresión misma de la conciencia humana, del espíritu. Entregar en las manos de Dios este espíritu (Sal 31,6 = Lc 23,46) es a la vez exhalar el último suspiro y encomendar a Dios la única riqueza del .hoúlbre, su mismo ser.

4. Los espíritus en el hombre.

La conciencia del hombre parece a veces invadida por una fuerza extraña y no pertenecerse ya. Lo que la habita, que no puede tampoco ser sino un espíritu. Puede ser una fuerza nefasta, la envidia (Núm 5,14-30), el odio (Jue 9,23), la prostitución (Os 4, 12), la impureza (Zac 13,2); puede también ser un espíritu benéfico, de justicia (Is 28,6), de súplica (Zac 12, 10). El AT, que en tanto no se realiza la redención no puede sondear las profundidades de Satán, vacila en atribuir a otro que a Dios los espíritus perversos (cf. Jue 9,23; 1Sa 19,9; 1Re 22,23...), pero en todo caso afirma que los espíritus buenos vienen directamente de Dios, y presiente la existencia de un Espíritu santo y santificante, fuente única de todas las transformaciones interiores (cf. Is 11,2; Ez 36,26s).

NT.

El don del Espíritu Santo en Jesucristo hace aparecer las verdaderas dimensiones del espíritu del hombre y de los espíritus que pueden animarlo.

1. El discernimiento de los espíritus.

 Jesucristo, desenmascarando a Satán, poniendo al descubierto sus ardides y sus flaquezas, revela su poder sobre los malos espíritus. En el poder del Espíritu expulsa los demonios, que no pueden resistir a su santidad (Mt 12,28; Mc 1,23-27; 9, 29; Lc 4,41). A sus discípulos les da el mismo poder (Mc 6,7; 16,17).

Entre los carismas del Espíritu Santo, el de discernimiento de los espíritus (1Cor 12,10) ocupa un puesto de preferencia; parece, en efecto, tener afinidad con el don de profecía; lo propio de los espirituales, “instruidos por el Espíritu”, es “discernir los dones de Dios” (1Cor 2,11s) y “buscar los mejores (12,31; cf. 14,12).

2. El Espíritu se une a nuestro espíritu.

Reconocer el Espíritu de Dios no es renunciar uno a su propia personalidad, sino, por el contrario, conquistarla. El NT, siguiendo la linea del AT, ve en el hombre un ser complejo, a la vez cuerpo. alma y espíritu (cf. iTes 5,23), y en el espíritu una fuerza inseparable del hálito de, vida (Lc 8,55; 23,46), sensible a todas las emociones (Lc 1,47; Jn 11,33; 13,21; 2Cor 2,13; 7,13); a menudo en lucha contra la carne (Mt 26,41: Gál 5,17). Pero la experiencia esencial es que el espíritu del creyente es habitado por el Espíritu de Dios que lo renueva (Ef 4,23), que “se une a él” (Rom8,16) para suscitar en él la oración y el grito filial (8,26), para “unirlo al Señor y no hacer con él sino un solo espíritu” (1Cor-S,17).

De ahí viene que en no pocos casos, en Pablo en particular, es imposible decidir si la palabra designa al espíritu, del hombre o al Espíritu de Dios, por ejemplo, cuando habla del “fervor del espíritu en el servicio del Señor” (Rom 12,11), o cuando asocia “un espíritu santo, una caridad sin ficción” (2Cor 6,6...). Esta ambigüedad, enojosa para un traductor, es una luz para la fe; es prueba de que el Espíritu de Dios, aun cuando invade al espíritu humano y lo transforma, le deja toda su personalidad; significa que “Dios es espíritu (Jn 4,24), pues toma así posesión de su criatura haciéndola existir delante de él.

Puesto que Dios es espíritu, lo que nace de Dios, “habiendo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn 3,6) y capaz de servir a Dios “en espíritu y en verdad” (4,24), de renunciar a la carne y a sus “obras muertas” (Heb 6,1), para producir el fruto del Espíritu (Gál 5,22) que vivifica (Jn 6,63).

JACQUES GUILLET