Culto.

En todas las religiones el culto establece relaciones entre el hombre y Dios. Según la Biblia, la iniciativa de estas relaciones corresponde al Dios vivo que se revela. Como respuesta, el hombre adora a Dios en un culto que adopta una forma comunitaria. Este culto no sólo expresa la necesidad que tiene el hombre del creador, del que depende totalmente, sino que al mismo tiempo es el cumplimiento de un deber: en efecto, Dios ha escogido a un pueblo que debe “servirle” y con ello ser su testigo; así pues, el pueblo elegido debe llenar su misión tributando culto a Dios. (En hebreo la palabra culto deriva de la raíz abad, que significa “servir”.)

AT.

I. EL CULTO DEL VERDADERO DIOS EN LA HISTORIA.

El culto bíblico evoluciona y así, en el transcurso de su historia, vemos aparecer los elementos comunes a todos los cultos: lugares, objetos y personas sagradas (santuarios, arca, altares, sacerdotes), tiempos sagrados (fiestas, sábado), actos cultuales (purificaciones, consagraciones, circuncisión, sacrificios, oración en todas sus formas), prescripciones cultuales (ayuno, entredichos...).

Antes del pecado las relaciones del hombre con Dios son sencillas; a condición de no infringir la prohibición concerniente al árbol de la ciencia del bien y del mal, y de mostrar así su dependencia, el hombre puede comer del árbol de vida (Gén 2,9; 3,22); así podría, con un acto de tipo cultual, comulgar con Dios. El mismo árbol de vida se halla también en la Jerusalén celeste, donde el culto no comporta ya intermediario entre Dios y sus servidores (Ap 22,2s).

Después del pecado aparece el sacrificio en el culto; los patriarcas invocan a Yahveh y le erigen altares (Gén 4,26; 8,20; 12,8). Pero Dios no acepta cualquier culto; no sólo mira a las disposiciones interiores del que ofrece (Gén 4,3ss), sino que excluye ciertas formas exteriores, como los sacrificios humanos (Gén 22; 2Re 16,3; Lev 20,2s) o la prostitución sagrada (1Re 22,47; Dt 23,18). Una vez que la alianza ha hecho de Israel el pueblo de Dios, su culto es sometido a una legislación cada vez más precisa y exigente.

El centro de este culto es el arca, símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo; el arca, móvil en un principio, se fija en diversos santuarios (p.e., Silo: Jos 18,1); finalmente, David la establece en Jerusalén (2Sa 6), donde Salomón construye el templo (1Re 6); éste vendrá a ser con la reforma deuteronómica el único lugar del culto sacrificial.

Después del exilio, el culto del segundo templo es reglamentado por prescripciones rituales que se hacen remontar a Moisés, como se hace remontar a Aarón la genealogía de los sacerdotes, a fin de marcar el vínculo del culto con la alianza que lo funda. Este vínculo lo subrayará el sabio Ben Sira poco antes de la lucha sostenida por los Macabeos, para que el pueblo pueda mantenerse fiel a la ley y al culto del único verdadero Dios (1Mac 1,41-64). La liturgia sinagogal, hecha de cantos y de oraciones, y destinada a partir del exilio a mantener la vida de oración comunitaria entre los judíos de la dispersión, completa la liturgia del templo. Sin embargo, no quita su privilegio al templo único; y si una secta, como la de Qumrán, se separa del sacerdocio de Jerusalén, es que aspira a un culto purificado en un templo renovado.

II. LOS RITOS CULTUALES Y LA PURIFICACIÓN DEL PUEBLO DE DIOS.

El pueblo de Dios tomó préstamos de ritos vecinos que reflejan la vida de pastores nómadas o de agricultores sedentarios; pero a los ritos que adopta les confiere un sentido nuevo relacionándolos con la gesta de la alianza (p.c., Dt 16,1-8 respecto a la pascua; Lev 23,43 respecto a los tabernáculos) y con el sacrificio que la selló (Éx 5,1ss; 19,6; Sal 50,5). El culto se convierte así en una pedagogía permanente que da a la vida religiosa de Israel sus tres dimensiones históricas y su movimiento.

El culto recuerda primero los acontecimientos del pasado, cuya celebración renueva; al mismo tiempo los actualiza reanimando así la fe del pueblo en un Dios que está presente y sigue siendo poderoso como en el pasado (Sal 81; 106; discurso de Dt 1-11; renovación de la alianza: Jos 24); finalmente, estimula la esperanza del pueblo y su espera del día en que Dios ha de inaugurar su reino y en que las naciones serán unidas a Israel liberado, en el culto del verdadero Dios.

Esta perspectiva de porvenir no adquiere toda su amplitud sino poco a poco, gracias a los profetas que anuncian la nueva alianza (Jer 31, 3lss). Sobre todo en el libro de la Consolación (Is 45) y en los profetas postexílicos (Is 66,18-23; Zac 14, 16-21) donde el Dios único revela su designio: quiere manifestarse a todos los pueblos para obtener de ellos el culto que le es debido como a creador y salvador universal. Los profetas, testigos de este designio, proclaman al mismo tiempo las exigencias del Dios de la alianza que no acepta un culto sin alma. Combaten así a la vez el particularismo nacional y el formalismo ritual que pueden impedir que el culto de Israel sea el testimonio eficaz que Dios aguarda de su pueblo.

III. EL ALMA DEL CULTO VERDADERO: LA FIDELIDAD A LA ALIANZA.

El culto de Israel vendrá a ser espiritual en la medida en que él adquiera conciencia, gracias a los profetas, del carácter interior de las exigencias de la alianza. Esta fidelidad del corazón es la condición de un culto auténtico y la prueba de que Israel no tiene más Dios que a Yahveh (Éx 20,2s p). El Dios salvador del Éxodo y del Decálogo es santo y exige que sea santo el pueblo del que quiere hacer un pueblo sacerdotal (Lev 19,2). Los profetas, al recordarlo, no desechan los ritos, sino que piden que se les dé su verdadero sentido. Los dones de nuestros sacrificios deben expresar nuestra acción de gracias a Dios, fuente de todo don (Sal 50).

Ya Samuel afirmaba que Dios desecha el culto de los que desobedecen (1Sa 15,22). Amós e Isaías lo repiten fuertemente (Am 5,21-26; Is1,11-20; 29,13), y Jeremías proclama en pleno templo la vanidad del culto que se celebra en él, denunciando la corrupción de los corazones (Jer 7,4-15,21ss). Ezequiel, es profeta sacerdote, incluso anunciando la ruina del templo, contaminado por la idolatría, describe el nuevo templo de la nueva alianza (Ez 37,26ss), que será el centro cultual del pueblo fiel (Ez 40-48). El profeta del retorno indica cómo aceptará Dios el culto de su pueblo; es preciso que sea una comunidad verdaderamente fraterna (Is 58,6s.9s.13; 66,1s).

Esta comunidad se abre a los paganos que temen a Dios y observan su ley (Is 56,1-8). Más aún, el culto universal deberá estar descentralizado (Mal 1,11). Si bien Ben Sira es rebasado por tales perspectivas, sin embargo se muestra heredero de la tradición profética al unir íntimamente la fidelidad a la ley y el culto ritual (Eclo 34,18ss; 35,1-16). Y, en un Israel particularista y formalista que se cerrará al mensaje de Cristo, éste hallará corazones pobres, en los que los salmos habrán fomentado el sentido de la verdadera justicia, condición del verdadero culto (Lc 1,74s), y la espera del Mesías, que inaugurará este culto perfecto (Mal 3,1-4).

NT.

I. EL FIN DEL CULTO ANTIGUO.

1. Jesús pone fin al culto antiguo dándole remate. Por lo pronto lo renueva conformándose con sus ritos y penetrándolos de su espíritu de oración filial. Presentado en el templo a su nacimiento (Lc 2,22ss), toda su vida sube al mismo para las fiestas (Lc 2,41; .1n 2,13; 10,22); y con frecuencia predica en los lugares de reunión cultual (Mc 14,49; In 18, 20). Como los profetas, exige que se sea fiel al espíritu del culto (Mt 23,16-23): sin pureza de corazón son vanas las purificaciones rituales (Mt 23,25s; 5,8.23s).

Pero con su sacrificio rebasa el culto antiguo. Y si testimonia su respeto del templo antiguo purificándolo (Jn 2,14ss), al mismo tiempo anuncia que a este templo, arruinado por culpa de los judíos, sucederá uno nuevo, su cuerpo resucitado (2,19ss). Entonces tendrá fin el culto de Jerusalén (Jn 4,21).

2. La Iglesia naciente no rompe con el culto figurativo del templo sino superándolo. Como Jesús, los apóstoles oran en el templo y en él también enseñan (Hech 2,46; 5,20). Pero, como lo proclama Esteban, el verdadero templo es aquel en que Dios habita y donde reina Jesús (Hech 6, 13s; 7,48ss; 55s). Así Pablo, que por consideración con los judíos convertidos, consiente en particular en prácticas cultuales, a las que ellos son fieles (Hech 21,24.26; cf. 1Cor 10,32s), no se cansa de predicar que la circuncisión carece de valor y que el cristiano no está ya sometido a las antiguas observancias. El culto cristiano es nuevo (Gál 5,1.6).

II. LOS ORÍGENES DEL NUEVO CULTO.

1. Jesús define el nuevo culto que anuncia

El culto verdadero es espiritual; no ya necesariamente sin ritos, pero sí imposible sin el Espíritu Santo, que hace capaces de él a los que han renacido por el mismo Espíritu (Jn 4,23s; cf. 7,37ss; 4,10.14). El sacrificio de Jesús que sella la nueva alianza (Mc 10,45; 14, 22ss) da su pleno sentido a las fórmulas inspiradas en el culto antiguo (Heb 10,1-18; cf. Sal 40,7ss); funda también el culto nuevo, pues él ha expiado verdaderamente los pecados del mundo y comunica la vida eterna a los que comulgan en la carne y en la sangre de Cristo (Jn 1,29; 6,51). Éste, en la cena, inauguró en persona este banquete sacrificial y dio orden de renovarlo (Lc 22,19s).

2. La Iglesia obedeció.

En las reuniones cultuales, los primeros discípulos coronan sus oraciones y su comida con la “fracción del pan” (Hech 2,42; 20,7.11), rito eucarístico, cuyo sentido tradicional y cuyas exigencias recuerda Pablo a los que los olvidan (1Cor 10,16; 11,24).

Para participar en la eucaristía es necesario haber sido agregado a la Iglesia por el rito bautismal prescrito por Jesús (Mt 28,19) como condición de la vida nueva (Mc 16,16; Jn 3,5), y realizado por los apóstoles desde el día de pentecostés (Hech 2, 3-41). Finalmente, por el gesto de la imposición de las manos darán los apóstoles el Espíritu a los bautizados (Hech 8,15ss).

A estos tres ritos fundamentales del culto cristiano se añaden usos tradicionales de importancia desigual: celebración del domingo, “primer día de la semana” (Hech 20,7; 1Cor 16,2), “día del Señor” (Ap 1,10); reglas de disciplina, como el llevar el velo las mujeres, o su silencio en las asambleas cultuales, reglas instituidas con miras al buen orden y a la paz (1Cor 11,5-16; 14,34.40).

III. ESTRUCTURA Y TRIPLE ASPECTO DEL CULTO CRISTIANO.

El culto de la Iglesia, como el de Israel, tiene un aspecto triple; conmemora una obra divina del pasado; lo actualiza; confiere también al cristiano vivir en la esperanza del día en que, en Cristo, se manifestará con plenitud la gloria de Dios. Pero, a pesar de los préstamos de ciertos ritos del culto antiguo, el culto cristiano no es una mera figura del culto venidero, sino que es su imagen; la novedad del culto cristiano proviene de su fundamento, que es el sacrificio perfecto y definitivo de Cristo, Hijo de Dios (Heb 1,2s). Por él es perfectamente glorificado el Padre; por él, todos los hombres que esperan en él son purificados de sus pecados y pueden unirse al culto filial que Cristo tributa a su Padre en el cielo y cuya realidad es la vida eterna (Heb 7226; 8,1s, 9,14.26).

1. La acción pasada que conmemora el culto cristiano es la ofrenda de Cristo por nuestra salvación, ofrenda cuyos frutos son la resurrección y el don del Espíritu. Esta acción pone término al culto antiguo destinado a expresar y a mantener la espera humilde y confiada de la salvación, que está ya consumada (Heb 7,18-28). Cristo nos da el medio de recibir el fruto del sacrificio que ofreció él en el altar de la cruz, participando en la eucaristía (Heb 13,10).

2. En efecto, presentemente se realiza una comunión que nos prepara para la nueva comunión eterna del cielo; el rito eucarístico, centro del culto nuevo y canal de la vida nueva, es el signo y el medio de esta comunión. Por este rito Cristo glorioso se hace presente misteriosamente para que nos unamos al cuerpo y a la sangre que él ofreció y seamos así todos un solo cuerpo, glorificando al Padre por Cristo y con él, bajo la moción del Espíritu Santo (1Cor 10,16s; 11.24ss; Flp 3,3).

De esta manera tenemos acceso al santuario celestial (Heb 10,19ss), donde mora Cristo, sacerdote eterno (Heb 7,24s; 9,lls.24); allí se celebra la adoración del Padre en espíritu y en verdad, único culto digno del Dios viviente (In 4.23s; Heb 9,14). Es celebrada por el cordero inmolado, delante del trono de Dios, en el cielo, verdadero templo de Dios, donde está la verdadera arca de la alianza (Ap 5,6; 11,19). Los elegidos que glorifican a Dios con el sanctus, cuyo eco oyó Isaías (Ap 4,2-11; Is 6,lss), glorifican también al cordero que es su Hijo (Ap 14,1) y que ha hecho de ellos un reino de sacerdotes para unirlos a su culto perfecto (Ap 5,9-13).

Ahora bien, los ritos que nos unen a Cristo y a su culto celeste entrañan exigencias morales. Por el bautismo hemos muerto al pecado para vivir de la santa vida de Cristo resucitado (Rom 6,1-11: Col 3,1-10; 1Pe 1,14s). Pecar es, pues, hacerse indigno de comulgar en el cuerpo y en la sangre del Señor, es condenarse, caso de hacerlo (1Cor 11,27ss). Por el contrario, seguir a Cristo. unirse, mediante una fidelidad constante, al amor que inspiró su sacrificio, es ser una víctima viviente, en la que Dios se complace (Ef 5,1s; Rom 12,1s; 1Pe 2,5; Heb 12,28): entonces nuestro culto litúrgico, con sus cantos de alabanza, expresa el culto espiritual de nuestra acción de gracias permanente, al Padre por su Hijo, el señor Jesús (Col 3,12-17).

3. El último día tendrán fin los ritos que lo anuncian y que celebramos “hasta que venga” el cordero, respondiendo a la llamada de su esposa (maraña tha= ¡Ven, Señor!) para consumar sus nupcias con ella (1Cor 11,26: 16,22; Ap 19,7; 22,17). Entonces no habrá ya templo para simbolizar la presencia de Dios; en la Jerusalén celestial la gloria del Señor no se manifestará ya por signos (Ap 21,22). Porque en la ciudad santa de la eternidad los servidores del Señor que le rindan culto no serán ya pecadores, sino hijos, que en el universo renovado e iluminado por la gloria de Dios y del cordero verán a su Padre cara a cara y beberán en la fuente misma el agua viva del Espíritu (Ap 21,1-7.23; 22,1-5).

MARC-FRANÇOIS LACAN