Codicia.

La voz “codicia” es la que mejor corresponde al griego pleonexia (de pleon ekhein, tener más), que en los LXX y en el NT designa la sed de poseer cada vez más sin ocuparse de los otros, e incluso a sus expensas. La codicia coincide ampliamente con la avidez, de la perversión del deseo (epithymia), pero parece acentuar algunos de sus caracteres: es una avidez violenta y casi frenética (Ef 4,19), especialmente contraria al amor del prójimo, sobre todo de los pobres, y que en primer lugar va di rigida a los bienes materiales, la ri queza, el dinero.

La Biblia, como los filósofos griegos, describe los males que engendra la codicia, pero va hasta su esencia religiosa, situándose, para juzgarla, a una altura inaccesible al paganismo: la codicia, además de infligir una herida al prójimo, ofendiendo al Dios de la alianza, constituye una verdadera idolatría.

AT.

1. Manifestaciones y consecuencias.

Narradores, profetas y sabios denuncian los atentados contra los derechos del prójimo inspirados por la codicia. Ésta conduce al mercader, con frecuencia falto de conciencia (Eclo 26,29-27,2), a falsear las balanzas, a especular y hacer dinero de todo (Am 8,5s), al rico a hacer extorsiones (5,12), a acaparar las proJiedades (Is 5,8; Miq 2,2.9; cf. 1Re‹21), a explotar a los pobres (Neh 5,1-5; cf. 2Re 4,1; Am 2,6), incluso negando el salario merecido (Jer 22,13), al jefe y al juez a exigir cohechos (Is 33,15; Miq 3,11; Prov 28,16) para violar el derecho (Is 1,23; 5,23; Miq. 7,3; 1Sa 8,3).

Así aparece directamente opuesta al amor del prójimo, y sobre todo de los pobres, a los que la ley debe proteger contra ella (Éx 20,17; 22, 24ss; Dt 14,10-21). Mientras que Yahveh prescribe: “No endurezcas tu corazón” (Dt 15,7), el codicioso es un malvado con el alma desecada (Eclo 14,8s), que se muestra despiadado (27,1). Los jefes codiciosos, cautivados por su interés, “como lobos que desgarran su presa”, recurren incluso a la violencia para aumentar sus “lucros” (heb. besa`, gr. pleonexia: Hab 2,9; Jer 22,17) y afirmar su voluntad de dominio (Ez 22,27).

2. Esencia religiosa.

Pero las ovejas que desgarran los lobos pertenecen a Yahveh, el Dios de la alianza (Ez 34,6-16). A él es, pues, a fin de cuentas, a quien hiere la codicia: es un desprecio blasfemo (Sal 10,3). Más aún: el AT presiente su carácter idolátrico, y la tradición yahvista presta la fisonomía de la codicia (Gén 3,6) al acto por el que Adán y Eva, queriendo ser “como dioses” (3,5), negaron su confianza y su dependencia propias de criaturas. El Génesis sugiere así que la codicia es el origen de todo pecado (cf. Sant 1,14s): el pecador, queriendo gozar para sí y no obtener más que de sí mismo lo que viene del amor de Dios para su servicio, pone un bien creado, y finalmente se pone él mismo en lugar de Dios. Por esto el targum que comenta el precepto de no codiciar (Éx 20,17; Dt 5,21) identifica a los paganos, pecadores con excelencia (Gál 2,15), con “los que codician”. Pablo, por su parte, pensando probablemente en el relato del Gén, reduce al mismo precepto toda la ley (Rom 7,7) y resume todos los pecados de la generación del desierto (1Cor 10,6) en la codicia (cf. Núm 11,4.34), expresión de repudio de lá experiencia espiritual impuesta por Dios (Dt 8,3; Mt 4,4). El codicioso, que corre tras bienes precarios (Ecl 6,2; Prov 23,4s; 28,22), siempre insatisfecho (Prov 27,20; Ecl 4,8), será castigado por su desprecio de Dios y por las injusticias infligidas al prójimo: “La codicia acaba por matar al que la tiene” (Prov 1,19), mientras que “el que aborrece la codicia prolongará sus días” (28,16).

NT.

El NT profundiza el mensaje del AT en tres puntos principales. Revelando las dimensiones del agapé, cuya antítesis es la codicia, y desenmascarando la idolatría que se oculta en ella, penetra en el fondo de su malicia. Revelando la vida futura que devalúa los bienes terrenos, descubre toda la insensatez del codicioso.

1. Manifestaciones y consecuencias.

Los Evangelios no emplean la palabra pleonexia sino en Mc 7,22, en medio de una lista de pecados cuya fuente interior descubre Jesús, y en Lc 12,15: “Guardaos diligentemente de toda codicia.” Este medio versículo, resumen de una enseñanza cara a Lucas, sirve de transición entre la negativa del Maestro a arbitrar en una querella de herencia (vv. 13s) y la parábola que describe la despreocupación del rico que se complace en sus reservas como si el mañana le perteneciera (vv. 15b-21). Así, según Lc, la codicia consiste al mismo tiempo en querer aumentar cada vez más los propios haberes, aunque sea a expensas de los otros, y en apegarse por la “avaricia” (cf. 2Cor 9.5) a los bienes ya poseídos.

Pablo la menciona con más frecuencia y la asocia a los desórdenes sexuales (1Cor 5,10s; 6,9s; Rom 1,29; Col 3,5; Ef 5,3.5; cf. 1Tes 4,6: pleonektein, “explotar”, a propósito de la impureza). Paralelismo significativo: ya se trate de provecho material o de placer de los sentidos, uno se sirve del prójimo en lugar de servirle. Por una y otra parte se trata de una “avidez” culpable que ahoga la palabra de Dios (Mc 4,19) y sitúa al pecador del lado del paganismo (Rom 1,24.29), del mundo (Tit 2,12; Jn 2,16s; 2Pe 1,4), del mal (Col 3,5), de la carne (Gál 5,16; Rom 13,14; Ef 2,3; 1Pe 2,11), del hombre viejo (Ef 4,22), del cuerpo perecedero (Rom 6,12). El codicioso sacrifica a los otros a sí mismo y, si es necesario, con violencia: “¿codiciáis y no poseís? Entonces matáis” (Sant 4,2). Al contrario de Cristo, que en su amor a nosotros “no consideró el estado de igualdad con Dios como una presa que arrebatar” (Flp 2,6), “arrebata” y guarda celosamente lo que excita su deseo. Al contrario de Jesús, que, “siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2Cor 8,9), el codicioso despoja a los pobres en provecho suyo (Sant 5,1-6; Lc 20,47 p).

La codicia, indigna de todo cristiano, sería particularmente escandalosa en el apóstol, obligado por vocación a hacerse “esclavo de todos” (Mc 10,44; 1Cor 9,19). Pablo, por su parte, afirma que no ha tenido el menor pensamiento de codicia (1Tes 2,5); lejos de codiciar los bienes de los fieles (Hech 20,33), trabajó con sus manos para no vivir a su costa, como habría tenido el derecho de hacerlo (20,34; 1Tes 2,9; 1Cor 9, 6-14; 2Cor 11,9s; 12,16ss) y para poner así su desinterés al abrigo detoda sospecha (1Cor 9,12; cf. Flp 4,17). Esta conducta debe ser ejemplo para los ministros inferiores (Hech 20,34s). Ni el epíscopo (1Tim 3,3; Tit 1,7) ni los diáconos (1Tim 3,8) deben ser amigos del dinero y de los lucros vergonzosos.

La avidez caracteriza por el contrario a los falsos doctores (Tit 1,11; 2Tim 3,2), que, so color de piedad, buscan sus provechos sin contentarse con lo que tienen (1Tim 6,5s). En 2Pe 2,3.14 se llama “codicia” a su tráfico de palabras mentirosas, no exento de intenciones inmorales (2, 2.10.18; 3,3; cf. Jds 16).

El ideal de los verdaderos servidores del Evangelio será siempre el de ser tenidos por personas que no tienen nada, poseyéndolo todo (2Cor 6,10).

2. Esencia religiosa.

Si Pablo atribuye una gravedad especial a la codicia, es porque ha comprendido claramente lo que el AT sólo hacía presentir: “la codicia es una idolatría” (Col 3,5). En esto sigue a Jesús, para quien ser “amigo del dinero” (Lc 16,14) es fijar en bienes creados un corazón que sólo pertenece a Dios (Mt 6,21 p), tomando estos bienes por señores, despreciando al único verdadero Señor, que es Dios (6, 24 p).

El proverbio: “La raíz de todos los males es el amor del dinero” (1Tim 6,10) adquiere entonces una profundidad de tragedia: al elegirse uno un dios falso, se desconecta del único verdadero y se condena a la perdición (6,9), como Judas, traidor codicioso (Jn 12,6; Mt 26,15 p), “hijo de perdición” (Jn 17,12). Por otro lado, los bienes perecederos son ahora devaluados en comparación con la vida futura (Lc 6,10.24), otrora ignorada por los sabios. Así el NT puede mostrar mucho mejor que éstos hasta qué punto es insensato el comportamiento del codicioso (12,20; Ef 5,17; cf. 8,36 p): el Mamón es “inicuo” (Lc 16,9-11), es decir - según el probable substrato arameo -, falso y engañoso; es locura apoyarse en bienes perecederos (cf. Mt 6, 19s), pues la muerte, paso a la vida eterna, que la riqueza hace olvidar, originará una inversión de las situaciones (Lc 16,19-26; 6,20-26).

PAUL TERNANT