Cautividad.

1. LA PRUEBA DE LA CAUTIVIDAD.

Desde el comienzo de su historia pasó Israel en Egipto por la experiencia de una “cautividad original” cuando la tierra que había acogido a los patriarcas vino a ser para sus descendientes una “casa de servi dumbre” (Éx 13.14: Dt 7.8). Sin em bargo, hablando con todo rigor, los hebreos eran esclavos de Faraón más bien que cautivos o prisioneros.

En lo sucesivo el pueblo de Dios conoció más de una vez la deporta ción, práctica que Amós denuncia como un crimen (Am 1,6.9), aun cuando fuera corriente en el antiguo Oriente. Tal fue la suerte de las tribus del Norte después de la ruina de Samaria (2Re 17,6.23), después la de Judá a comienzos del siglo vl (2Re 24-25). En los dos casos se trataba de castigos que sancionaban las infidelidades del pueblo de Dios. En el lenguaje tradicional, la cautividad de Babilonia, aun cuando fue más bien deportación o exilio, quedó como la cautividad por ex celencia.

Al lado de estas pruebas colectivas, la Biblia evoca en contextos variados la suerte de individuos cau tivos o prisioneros. Para algunos la detención no es un justo castigo (cf. Mt 5,25; 18,30), sino una prueba providencial (cf. Ap 2,10). Tal es el caso de José (Gén 39,20ss), al que la sabiduría de Dios “no le abandonó en la prisión” (Sab 10, 14); es también la suerte de más de un profeta (cf. IRe 22,26ss), la de Jeremías (Jer 20,2; 32,2s; 37, 11-21; 38,6), de Juan Bautista (Mt 14,3); finalmente la de Jesús, que fue amarrado (Jn 18,12; Mt 27,2) y sin duda puesto en prisión. En la Iglesia espera la misma suerte a los apóstoles (Hech 5,18; 12,3ss; 16,23s); y Pablo, capaz de ir voluntariamente a la cautividad (Hech 20,22), podrá designarse a la letra como “el prisionero de Cristo” (Ef 3,1; 4,1; cf. 2Cor 11,23). Sin embargo, “la palabra de Dios no será encadenada” (2Tim 2,9; cf. F1p 1,12ss), y liberaciones maravillosas (Hech 5,19; 12, 7-11; 16,26) demostrarán la impotencia de la prisión para retener cautivo al Evangelio.

Es que Dios se preocupa de los cautivos. Si pide a sus fieles que “rompan las cadenas injustas” (Is58,6) y si la visita de los encarcelados forma parte de las obras de misericordia (Mt 25,36.40; cf. Heb 10,34; 13,3), él mismo está lleno de solicitud por “sus prisioneros” (Sal 69,34), incluso por los que con desprecio habían desafiado sus órdenes (Sal 107,10-16). Sobre todo a su pueblo cautivo hace una promesa de libertad (Is 52,2); que es como un gusto anticipado del Evangelio (Is 61,1).

II. LA CAUTIVIDAD ESPIRITUAL DEL PECADOR.

Es que, en efecto, a través de la experiencia de la cautividad temporal, el pueblo de Dios entrevé otra, de la que la primera viene a ser entonces un símbolo expresivo: la cautividad de los pe cadores. Todavía en este plano hay interferencia entre cautividad y es clavitud.

La decisiva afirmación de Jesucristo: “todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8,34) tiene antecedentes en el AT: Dios abandonaba al pueblo infiel a sus enemigos (Jue 2,14), lo “entregaba al poder de sus crímenes” (Is 64,6 LXX); según la enseñanza de los sabios, el pecado constituye una especie de alienación: “El impío queda preso en su propia iniquidad y cogido en el lazo de su culpa” (Prov 5,22; cf. 11,6).

Sin embargo, la profundidad de la aflicción humana, cuyas liberación había de anunciar Jesús (cf. Lc 4,18; cf. Is 61,1), se revela sobre todo en los escritos apostólicos. “Yo soy un ser de carne, vendido por esclavo al pecado”, soy como un “cautivo bajo la ley del pecado, que está en mis miembros” (Rom 7,14. 23): tal es, según san Pablo, la con dición de todo hombre antes de su justificación. Por lo demás, el pecado no es una abstracción: en definitiva, los pecadores están cogidos en “las redes del diablo, que los hace cautivos, esclavizados a su vo luntad” (2Tim 2,26).

Otra traducción concreta de esta cautividad la constituyen “las redes del seol” y “los lazos de la muerte” (cf. Sal 18,6), tan temibles para los hombres (cf. Heb 2,14s). Y así, también se extendió hasta allá la acción libertadora de Jesús: después de haber gustado la muerte, “descendió a los infiernos”, a fin de proclamar la buena nueva de la salvación “incluso a los espíritus detenidos en prisión” (1Pe 3,19).

Finalmente, Pablo no vacila en considerar a veces a la ley misma como una especie de “calabozo”, donde “estábamos encerrados antes del advenimiento de la fe” (Gál 3,23; cf. Rom 7,6): fórmulas ex tremadas quizá, pero que sirven pa ra comprender la verdadera libera ción que nos procura Jesucristo.

¿Qué sucede: a esos pecadores libertados por Jesucristo? Nueva paradoja: son “cautivos” del Señor, Pablo proclama que los esclavos del pecado vienen a ser esclavos de la justicia (Rom 6,12-23; 1Cor 7,22); él mismo se considera como encadenado por el Espíritu (Hech 20,22); quiere hacer así “cautivo a todo pensamiento para inducirlo a obede cer a Cristo” (2Cor 10,5; cf. Rom 1,5). En efecto, Jesús, a la manera de los generales antiguos, en su cortejo victorioso “llevó cautivos” (Ef 4, 8 Sal 68,19), pero con el fin de distribuirles sus dones y de asociarlos a su propia victoria (cf. 2Cor 2,14).

LÉON ROY