Castigos.

El reino de Dios está bajo el signo de la bienaventuranza y, sin embargo, la Biblia habla de castigos divinos; el designio de Dios está ordenado a reconciliar a toda criatura con Dios y, sin embargo, el infierno separa de él definitivamente. Escándalo intolerable una vez que se pierde el sentido teologal de las tres realidades subyacentes al casti go: el pecado, la ira, el juicio. Pero gracias a él, el creyente adora el misterio del amor divino que, por su paciencia y su misericordia, ob tiene del pecador la conversión.

Calamidades, diluvio, dispersión, enemigos, infierno, guerra, muerte, sufrimiento: todos estos castigos revelan al hombre tres cosas: una situación, la del pecador; una lógica, la que conduce del pecado al castigo: un rostro personal, el de Dios que juzga y que salva.

1. El castigo, signo del pecado.

La voluntad de la criatura pecadora, a través del castigo que sufre dolorosamente, se hace cargo de que está separada de Dios. El conjunto de la creación pasa por esta experiencia. La serpiente, seductora y homicida (Gén 3,14s; Jn 8,44; Ap 20, 9s); el hombre, que descubre que “por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte”, el sufrimiento, el trabajo penoso (Rom 5,12; Gén 3, 16-19); las ciudades castigadas por su incredulidad: Babel, Sodoma, Cafarnaúm, Jerusalén, Nínive; los enemigos del pueblo de Dios: faraón, Egipto, las naciones, aun cuando Dios se sirva de ellas para castigar a su pueblo (Is 10,5); el mismo pueblo de Dios, en el que mejor debe aparecer la finalidad positiva del castigo (Bar 2,6-10.27-35); la bestia y los adoradores de su imagen (Ap 14,9ss; 19,20); la creación material finalmente, sujeta a la vanidad a consecuencia del pecado de Adán (Rom 8,20).

2. El castigo, fruto del pecado.

Se pueden distinguir tres tiempos en la génesis del castigo. En el punto de partida hay a la vez el don de Dios (creación, elección) y el pecado. Luego, el llamamiento de Dios a la conversión es rechazado por el pecador (Heb 12,25), que, sin embargo, percibe con frecuencia a través del llamamiento el anuncio del castigo (Is 8,5-8; Bar 2,22ss). Entonces, ante tal endurecimiento, el juicio decide castigar; “pues bien...” (Os 13,7; Is 1,5; Lc 13,34s).

El resultado del castigo es doble, según la abertura del corazón: al gunos castigos son “cerrados” y condenan - Satán (Ap 20,10), Babel (Ap 18), Ananías y Safira (Hech 5, 7-10-, otros son “abiertos” e invitan a la conversión (1Cor 5,5; 2Cor 2,6). Así el castigo es un dique opuesto al pecado: para unos es el atolladero de la condenación; para otros, la invitación a “volver” a Dios (Os 2,8s; Lc '15,14-20). Pero aun entonces es condenación del pasado y anticipación de la condenación definitiva si el corazón no vuelve a su Dios.

No es, pues, el castigo el que separa de Dios, sino el pecado, cuya retribución es. Marca con fuerza que el pecado es incompatible con la santidad divina (Heb 10,29s). Si, pues, Cristo conoció el castigo, no fue en razón de pecados que hubiera cometido, sino a causa de los pecados de los hombres, que lle va sobre sí y los quita (1Pe 2,24; 3,18; Is 53,4).

3. El castigo, revelación de Dios.

El castigo, por su lógica interna, revela a Dios: es como la teofanía apropiada al pecador. El que no acoge la gracia de la visita divina, choca con la santidad y se encuentra con Dios mismo (Lc 19,41-44). Es lo que repite sin cesar el profeta: “Entonces sabréis que yo soy Yahveh” (Ez 11,10; 15,7). Como el castigo es revelación, el Verbo es quien lo ejecuta (Sab 18,14ss; Ap 19,11-16), y frente al crucificado es donde adopta sus verdaderas dimensiones (Jn 8,28).

El castigo, así ordenado al reconocimiento de Yahveh y de Jesús, es tanto más terrible cuanto que alcanza al que está más próximo a Dios (Ley 10,1ss; Ap 3,19). La misma presencia, suave al corazón puro, resulta dolorosa, al que está endu recido, si bien no todo sufrimiento es castigo.

Más aún: el castigo revela las profundidades del corazón de Dios: su intransigencia celosa una vez que uno ha entrado en su alianza (Éx 20,5; 34,7), su ira (Is 9,llss), su venganza frente a sus enemigos (Is 10,12), su justicia (Ez 18), su voluntad de perdón (Ez 18,31), su misericordia (Os 11,9), finalmente su amor apremiante: “y vosotros no habéis vuelto a mí...” (Am 4,6-11; Is 9,12; Jer 5,3).

Pero hay un castigo en el seno mismo de nuestra historia, en el que el tentador y el pecado fueron heridos de muerte: es la cruz. en la que resplandece la sabiduría de Dios (1Cor 1,17-2,9). En la cruz coinciden la condenación “cerrada” de Satán, del pecado y de la muerte, y el sufrimiento “abierto”, fuente de vida (1Pe 4,1; Flp 3,10).

Esta sabiduría había caminado a través de toda la antigua alianza (Dt 8,5s; Sab 10-12; Heb 12,5-13: la educación de la libertad no pudo hacerse sin “corrección” (Jdt 8,27; 1Cor 11,32; Gál 3,23s). El castigo está así ligado con la ley; históri camente está superada esta era, pero psicológicamente no pocos cristia nos se mantienen todavía en ella: el castigo es entonces uno de los lazos que siguen uniendo al pecador con Dios. Pero el cristiano que vive del Espíritu está liberado del castigo (Rom 8,1: Jn 4.18). Si todavía lo reconoce como permitido por el amor del Padre, es con miras a la conversión (1Tim 1,20: 2Tim 2.25). Y en nuestra tiempo escatológico el verdadero y único castigo es el endurecimiento final (2Tes 2,10s; Heb 10,26-29).

Esta proximidad del juicio decisivo, ya en acción, confiere al castigo del hombre “carnal” un valor de signo: anticipa la condenación de todo lo que no puede participar del reino. Pero para el “espiritual” el juicio es justificación: entonces el castigo viene a ser expiación en Cristo (Rom 3,25s; Gál 2,19; 2Cor 5,14); aceptado voluntariamente hace que muera la carne para vivir según el Espíritu (Rom 8,13; Col 3,5),

 

JEAN CORBON