Astros.

1. Los astros en el paganismo antiguo.

El hombre antiguo era más sensible que nosotros a la presencia de los astros. Sol, luna, planetas y estrellas evocaban para él un mundo misterioso muy diferente del nuestro: el del cielo, al que se representaba en forma de esferas superpuestas, en las que los astros inscribían sus órdenes. Sus ciclos regulares le permitían medir el tiempo y establecer su calendario; pero le sugerían también que el mundo es gobernado por la ley del eterno retorno y que desde el cielo imponen los astros a las cosas de la tierra ciertos ritmos sagrados sin medida común con los avatares contingentes de la historia. Estos cuerpos luminosos le parecían, pues, una manifestación de los poderes sobrenaturales que dominan la humanidad y determinan sus destinos. A estos poderes rendía espontáneamente culto para granjearse su favor. El sol, la luna, el planeta Venus, etc., eran para él otros tantos dioses o diosas, y las constelaciones mismas diseñaban en el cielo figuras enigmáticas, a las que daba nombres míticos. Este interés que ponía en los astros le inducía a observarlos metódicamente: egipcios y mesopotamios eran famosos por sus conocimientos astronómicos; pero esta ciencia embrionaria estaba estrechamente ligada con prácticas adivinatorias e idolátricas. Así, el hombre de la antigüedad estaba como subyugado por poderes temerosos, que pesaban sobre su destino y le velaban al verdadero Dios.

2. Los astros, servidores de Dios.

Si abrimos la Biblia vemos que el clima cambia radicalmente. Cierto que todavía no se distingue bien a los astros de los ángeles, que constituyen la corte de Dios (Job 38,7; Sal 148,2s); estos “ejércitos celestiales” (Gén 2,1) son considerados como seres animados. Pero son criaturas como todo lo demás del universo (Am 5,8; Gén 1,14ss; Sal 33,6; 136, 7ss). Obedeciendo al llamamiento de Yahveh brillan en su puesto (Bar 3,3ss), por orden suya intervienen para apoyar los combates de su pueblo (Jos 10,12s; Jue 5,20). Los astros no son, pues, dioses, sino servidores de “Yahveh de los ejércitos (Yahveh Sabaoth)”. Si regulan el tiempo, si presiden el día y la noche, es porque Dios les ha asignado estas funciones precisas (Gén 1,15s). Se puede admirar el resplandor del sol (Sal 19,5ss), la belleza de la luna (Cant 6,10), el orden perfecto de las revoluciones celestiales (Sab 7,18ss); pero todo esto canta la gloria del Dios único (Sal 19,2), que determinó las “leyes de los cielos” (Job 38, 3lss). Así los astros no sirven de pantalla para ocultar a su creador, sino que lo revelan (Sab 13,5). Purificados de su significado idolátrico, simbolizan ahora las realidades terrenales que manifiestan el designio de Dios: la multitud de los hijos de Abraham (Gén 15,5), la venida del rey davídico (Núm 24,17), la luz de la salvación futura (ls 60,1ss; Mal 3,20) o la gloria eterna de los justos resucitados (Dan 12,3).

3. Seducción del paganismo.

Pese a esta firmeza de la revelación bíblica, Israel no se libra de la tentación de los cultos astrales. En los períodos de retroceso religioso, el sol, la luna y todo el ejército de los cielos conservan o vuelven a ganar adoradores (2Re 17,16; 21,3.5; Ez 8,16): por un temor instintivo de estos poderes cósmicos se trata de hacérselos propicios. Se hacen ofrendas a la “reina del cielo”, Mar, el planeta Venus (Jer 7,18; 44,17ss); se observan los “signos del cielo” (Jer 10,2) para leer en ellos los destinos (Is 47,13). Pero la voz de los profetas se eleva contra este retorno ofensivo del paganismo; el Deuteronomio lo estigmatiza (Dt 4,19; 17,3); el rey Josías interviene brutalmente para extirpar sus prácticas (2Re 23,4s.11); a los adoradores de los astros promete Jeremías el peor de los castigos (Jer 8,1s). Pero hará falta la prueba de la dispersión y de la cautividad para que Israel se convierta y abandone por fin esta forma de idolatría (cf. Job 31,26ss), cuya vanidad proclamará claramente la sabiduría alejandrina (Sab 13,1-5).

4. De los astros a los ángeles malos.

Esta lucha secular contra los cultos astrales tuvo repercusiones en el campo de las creencias. Si los astros constituyen así un lazo para los hombres, desviándolos del verdadero Dios, ¿no es esto señal de que ellos mismos están ligados con poderes del mal, hostiles a Dios? Entre los ángeles que forman el ejército del cielo, ¿no hay ángeles caídos que tratan de atraer a los hombres a su seguimiento haciéndose adorar por ellos? El viejo tema mítico de la guerra de los dioses proporciona aquí todo un material que permite representar poéticamente la caída de los poderes celestiales rebelados contra Dios (Lucifer: Is 14,12-15). La figura de Satán, en el NT se enriquecerá con estos elementos simbólicos (Ap 8,10; 9,1: 12,3s.7ss). En estas condiciones no sorprende ver anunciar para el día de Yahveh un juicio del ejército de los cielos, castigado con sus adoradores terrenales (Is 24,21 ss): allí aparecen los astros en lugar y en el puesto de los demonios.

5. En el universo rescatado por Cristo

Los astros hallan, no obstante, su función providencial. La cruz ha libertado a los hombres de la angustia cósmica, que aterrorizaba a los colosenses: no están ya esclavizados a los “elementos del mundo”, ahora que Cristo ha “despojado a los principados y a las potestades” para “arrastrarlos en su cortejo triunfal” (Col 2,8.15-18; Gál 4,3). Nada ya de determinismos astrales, nada de destinos inscritos en el cielo: Cristo ha dado fin a las supersticiones paganas. Un astro anunció su nacimiento (Mt 2,2), designándole a él mismo como la estrella de la mañana por excelencia (Ap 2,28; 22,16), en espera de que este mismo astro surja en nuestros corazones (2Pe 1,19: cf. el pregón pascual). Es el verdadero sol que ilumina al mundo renovado (Lc 1,78s). Y si es cierto que el oscurecimiento de los astros precederá como un signo a su parusía gloriosa (Mt 24,29 p; Is 13,9s; 34,4; Jl 4,15), como marcó el momento de su muerte (Mt 27,45 p), es que en el mundo venidero estas luces creadas resultarán inútiles: la gloria de Dios iluminará por sí misma a la nueva Jerusalén, y el cordero será su antorcha (Ap 21,23).

ANDRÉ DARRIEUTORT y PIERRE GRELOT