Adoración.

Ezequiel ante la gloria de Yahveh (Ez 1,28), Saulo ante la aparición de Cristo resucitado (Hech 9,4) se ven derribados por tierra, como aniquilados. La santidad y la grandeza de Dios tienen algo abrumador para la criatura, a la que vuelven a sumergir en su nada.

Si bien es excepcional que el hombre se encuentre así con Dios en una experiencia directa, es normal que en el universo y a lo largo de su existencia reconozca la presencia y la acción de Dios, de su gloria y de su santidad. La adoración es la expresión a la vez espontánea y consciente, impuesta y voluntaria, de la reacción compleja del hombre impresionado por la proximidad de Dios: conciencia aguda de su insignificancia y de su pecado, confusión silenciosa (Job 42,1-6), veneración trepidante (Sal 5,8) y agradecida (Gén 24,48), homenaje jubiloso (Sal 95,1-6) de todo su ser.

Esta reacción de fe, puesto que efectivamente invade todo el ser, se traduce en gestos exteriores, y apenas si hay adoración verdadera en que el cuerpo no traduzca de alguna manera la soberanía del Señor sobre su creación y el homenaje de la criatura conmovida y consintiente. Pero la criatura pecadora tiende siempre a escapar al influjo divino y a reducir su adhesión a las solas formas exteriores; así la única adoración que agrada a Dios es la que viene del corazón.

1. LOS GESTOS DE ADORACIÓN.

Se reducen a dos, la postración y el ósculo. Una y otro adoptan en el culto su forma consagrada, pero convergen siempre con el movimiento espontáneo de la criatura delante de Dios, dividida entre el temor pánico y la fascinación maravillada.

1. La postración, antes de ser un gesto espontáneo es una actitud impuesta a la fuerza por un adversario más poderoso, de la Sisara, que cae herido de muerte por Yael (Jue 5,27), la que Babilonia impone a los israelitas cautivos (Is 51,23). El débil, para evitar verse constreñido a la postración por la violencia, prefiere con frecuencia ir por sí mismo a inclinarse delante del más fuerte e implorar su gracia (1Re 1,13). Los bajorrelieves asirios suelen mostrar a los vasallos del rey arrodillados, con la cabeza prosternada hasta el suelo. Al Señor Yahveh, “que está elevado por encima de todo” (1Par 29,11), corresponde la adoración de todos los pueblos (Sal 99,1-5) y de toda la tierra (96,9).

2. El ósculo añade al respeto la necesidad de contacto y de adhesión, el matiz de amor (Éx 18,7; 1Sa 10,1...). Los paganos besaban sus ídolos (1Re 19,18), pero el beso del adorante, que no pudiendo alcanzar a su dios, se llevaba la mano delante de la boca (ad os = adorare cf., Job 31,26ss), tiene sin duda por objeto expresar a la vez su deseo de tocar a Dios y la distancia que le separa de él. El gesto clásico de la adorante de las catacumbas, perpetuado en la liturgia cristiana, con los brazos extendidos y expresando con las manos, según su posición, la ofrenda, la súplica o la salutación, no comporta ya ósculo, pero todavía alcanza su sentido profundo.

3. Todos los gestos del culto, no sólo la postración ritual delante de Yahveh (Dt 26,10; Sal 22,28ss) y delante del arca (Sal 99,5), sino el conjunto de los actos realizados delante del altar (2Re 18,22) o en la “casa de Yahveh” (2Sa 12,20), entre otros los sacrificios (Gén 22,5; 2Re 17,36), es decir, todos los gestos del servicio de Dios pueden englobarse en la fórmula “adorar a Yahveh” (1Sa 1,3; 2Sa 15,32). Es que la adoración ha venido a ser la expresión más apropiada, pero también la más variada, del homenaje al Dios, ante el que se prosternan los ángeles (Neh 9,6) y los falsos dioses no son ya absolutamente nada (Sof 2,11).

II. ADORARÁS AL SEÑOR TU DIOS.

1. Sólo Yahveh tiene derecho a la adoración.

Si bien el AT conoce la postración delante de los hombres, exenta de equívocos (Gén 23,7.12; 2Sa 24,20; 2Re 2,15; 4,37) y con frecuencia provocada por la sensación más o menos clara de la majestad divina (1Sa 28,14.20; Gén 18,2; 19,1; Núm 22,31; Jos 5,14), prohíbe rigurosamente todo gesto de adoración susceptible de prestar un valor cualquiera a un posible rival de Yahveh: ídolos, astros (Dt 4,19), dioses extranjeros (Éx 34,14; Núm 25,2). No cabe duda de que la proscripción sistemática de todos los resabios idolátricos arraigó en Israel el sentido profundo de la adoración auténtica y dio su puro valor religioso a la altiva repulsa de Mardoqueo (Est 3,2.5) y a la de los tres niños judíos ante la estatua de Nabucodonosor (Dan 3,18). Todo esto está contenido en la respuesta que Jesús da al tentador: “Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto” (Mt 4,10 p).

2. Jesucristo es Señor.

La adoración reservada al Dios único es proclamada desde el primer día, con “escándalo para los judíos, como debida a Jesús crucificado, confesado Cristo y Señor” (Hech 2,36). “A su nombre dobla la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (Flp 2.9ss; Ap 15,4). Este culto tiene por objeto a Cristo resucitado y exaltado (Mt 28,9.17: Lc 24,52), pero la fe reconoce ya al Hijo de Dios y lo adora (Mt 14, 33; Jn 9.38) en el hombre aun des tinado a la muerte, e incluso en el recién nacido (Mt 2,2.11; cf. ls 49,7).

La adoración del Señor Jesús no obsta en absoluto a la intransigencia de los cristianos, solícitos en rehusar a los ángeles (Ap 19,10; 22,9) y a los apóstoles (Hech 10,25s; 14,11-18) los gestos aun exteriores de adoración. Pero al confesar su adoración tributada a un mesías, a un Dios hecho hombre y salvador, se ven inducidos a desafiar abiertamente al culto de los césares, figurados por la bestia del Apocalipsis (Ap 13,4-15; 14,9ss) y a afrontar el poder imperial.

3. Adorar en espíritu y en verdad.

La novedad de la adoración cristiana no está solamente en la figura nueva que contempla: el Dios en tres personas; este Dios, “que es Espíritu”, transforma la adoración y la lleva a su perfección: ahora ya el hombre adora “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). No ya con un movimiento puramente interior, sin gestos y sin formas, sino con una consagración del ser entero espíritu, alma y cuerpo (1Tes 5,23). Así los verdaderos adoradores, totalmente santificados, no tienen ya necesidad de Jerusalén o del Garizim (Jn 4,20-23), de una religión nacional. Todo es suyo, porque ellos son de Cristo, y Cristo es de Dios (1Cor 3,22ss).

En efecto, la adoración en espíritu tiene lugar en el único templo agradable al Padre, el cuerpo de Cristo resucitado (Jn 2,19-22). Los que han nacido del Espíritu (Jn 3,8) asocian en él su adoración a la única en la que el Padre halla su complacencia (Mt 3,17): repiten el grito del Hijo muy amado: “Abba, Padre” (Gál 4,6). Finalmente, en el cielo, no habrá ya templo, sino Dios y el Cordero (Ap 21,22); ni de día ni de noche (4,8) cesará la adoración por la que se tributa honor y gloria al que vive por todos los siglos (4,10; 15,3s).

JULES DE VAULX y JACQUES GUILLET