RESPUESTA A ESA ANTROPOLOGÍA.

EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD: SER PERSONA

 

1. SER RELACIONAL

 

El hombre es un ser esencialmente relacional y comunitario[1]. Así fue creado por Dios[2], no individual y aislado, sino en radical relación con los demás hombres y con el universo entero. Fue creado por Dios no para vivir aisladamente o individualmen­te sino para formar sociedad, como forma de realización de su propia esencialidad.

No existe la «persona universal», es decir, la persona como individuo intercambia­ble de lugar y situación sin afectar su propia identidad de sujeto, sino que, como desarrollaremos más adelante, la persona es siempre «localizada», es decir, que su entorno, circunstancias, y relaciones, son configuradores de su propio ser como sujeto. La «humanidad» no es un mero concepto alcanzado por «abstracción» de los sujetos individuales, sino que constituye una realidad en sí misma que desborda los sujetos individuales.

La relación de la persona con los demás no es accidental y secundaria, sino que lo constituye a sí mismo y lo configura en un proceso que puede ser de humanización o de des-humani­zación. No se trata únicamente de un problema de «bondad» o «maldad» en la relación con los demás, sino de que la propia persona se construye a sí misma fundamental­mente en su relación con los demás. La propia identidad, afectividad, espirituali­dad y materialidad dependen en primer lugar de cómo sea su relación con el resto de las personas.

Nadie es autosuficiente y nadie se puede salvar a sí mismo, ni por sí mismo. La persona humana tiene capacidad de soledad, pero no es un ser «solo». La vida temporal y la salvación escatológica se determinan en la interdependencia total con los demás y, junto a los demás, en la respuesta que le es dada al Señor. No por casualidad el Señor se presenta a sí mismo como «Padre», nos invita a asumir nuestra realidad de «hermanos», y nos llama a la salvación como «pueblo».

En la revelación, y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, el «individualis­mo» siempre ha sido considerado un pecado, no sólo porque implica un desentenderse de la suerte de los demás, sino simultánea y principalmente porque significa la autodestrucción de la propia persona. Todo pecado lo es tal en primer lugar no solo por el perjuicio causado en el «otro», destinatario de la «mala acción», sino por que destruye al propio pecador.

Sin menospreciar en absoluto la responsabilidad directa que a cada uno cabe del resultado material y espiritual que sobre los demás ejerce su actuar, no podemos perder de vista que la primera víctima del pecado es el propio pecador. El «pecado» no es la violación de una ley arbitrariamente ordenada por Dios, sino que el «pecado» es la autodestrucción del propio hombre por un acto-actitud que lo deshumaniza, contrariando así la ley de Dios que únicamente busca la plena humanización del propio ser humano. Así, el ser humano al negar en la práctica su propia esencia relacional, se destruye a sí mismo y, simultáneamente, destruye a los demás.

El pecado de «individualismo» de por sí, implica por parte del sujeto, desconocer la radical dependencia mutua que lo vincula con los demás y con Dios. En cuanto que pretende desconocer su relacionalidad intrínseca, el individualista no puede convertir en efectiva y liberadora la interdependencia, relegándola en la práctica a una relación funcional y utilitaria (cuando no directamente antagónica u opresiva) indigna de la persona humana[3].

La «dignidad» de la persona humana, desde una perspectiva cristiana surge de un dato fundante: ha sido creada por Dios a su «imagen y semejanza»[4]. Su dignidad es así radicalmente distinta del resto de la creación, ya que es la única creatura que ha sido amada en sí misma por Dios, y ha sido llamada por Dios a participar como «hijo» de su propia vida divina. Al mismo tiempo, la «dignidad» del ser humano no surge de sí mismo sino que la recibe de Dios, y él es llamado a asumirla y realizarla en la historia[5].

De allí que la dignidad de la persona humana tiene al menos tres dimensiones que deben ser consideradas. En primer lugar una dimensión que podríamos llamar «ontológico-vocacional», donde la dignidad se juega en la respuesta a Dios como hijo, en la construcción de comunidad solidaria conforme a su ser esencial.

En segundo lugar, la dignidad contiene una dimensión «histórico-objetiva» en cuanto implica para cada ser humano el respeto y promoción de todo otro ser humano de acuerdo con la dignidad que objetivamente le corresponde como hijo de Dios, y que debe ser realizada en la historia.

En tercer lugar, la dignidad también implica una dimensión «subjetiva» en cuanto de la fidelidad que la persona tenga hacia su conciencia, recta y críticamente formada, depende su propia «personalidad ética»[6].

De este modo, toda pretendida autosuficiencia del ser humano, en cualquiera de las dimensiones que se considere es contradictoria de su ser relacional, por tanto indigna, y destructiva de sí y de los demás.

 

2. SER ESTRUCTURAL Y SOCIAL

 

    2.1. DIFERENCIA ENTRE SOCIEDAD Y ESTADO

 

Aunque después regresemos a este tema, es importante desde el principio clarificar un equívoco que progresivamente se ha ido extendiendo: se trata de la identifica­ción entre «estado» y «sociedad».

Esta clarificación es fundamental dado que su identificación con facilidad conduce a uno de los errores antropológicos más serios: la desaparición en la práctica del «cuerpo social» como identidad y su reducción a la mera «agregación de individuos organizados por un estado».

El estado constituye la organización de la comunidad política de una sociedad con la finalidad de defender el Bien Común de dicha sociedad[7]. En cambio la sociedad constituye una unidad de identidad y relación que va más allá de cada persona que la integra[8].

No pueden identificarse de modo alguno la sociedad y el estado como si fueran prácticamente lo mismo. Esto conlleva la pérdida de identidad de conjunto, y por tanto de sus posibilidades colectivas de realización en un verdadero proyecto de desarrollo común que sea integrador de todas sus dimensiones, y no sólo de la económica. A su vez, la sociedad aún teniendo un realidad propia debe tener como finalidad la persona concreta[9], y por ello toda pérdida de identidad social supone una mutilación en la capacidad de autocomprensión de cada uno de sus miembros.

No existe el «ser humano universal» más que como abstracción, todos los seres humanos somos parte de un mismo universo pero cada uno es y debe ser hijo, parte y sujeto de una sociedad y una cultura concreta.

Esto nos lleva a tener que encarar más a fondo el tema de la relación entre «persona» y «sociedad».

 

    2.2. PERSONA Y SOCIEDAD

 

En primer lugar, el hom­bre no es so­la­men­te un ser «gregario» (capaz de estar junto a otros hombres, capaz de hacer cosas junto con otros hombres, capaz de convivencia aún a muy altos grados de desarrollo), sino que el hombre es esencialmente «social» (sus vinculacio­nes sociales son constitutivas para él). 

En este sentido dice la Constitución Gaudium et Spes:

"La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicio­na­dos. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las institucio­nes sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturale­za, tiene absoluta necesidad de la vida social."(25a)

Las relaciones interpersonales son parte inseparable de la persona. La persona se ubica en la realidad, se comprende a sí mismo, y se proyecta, a partir y en base a las relaciones interpersonales que lo configuran. En este sentido puede usarse apropiadamente la frase: «El ser humano es un nudo de relaciones».

La realidad de encuentro y de rechazo de Dios, no es sino parte y expresión (la más profunda y constituyente) de este «ser-en-relación» que es el ser humano. Su realidad de «gracia» y de «pecado» se juega en este aspecto fundamental de la persona (relación de «amor» con Dios y con el prójimo: Mt 22, 37-40; 25, 31-46)[10].

 

En segundo lugar, Dios crea al hombre no solamente en cuanto individuo sino también lo crea como comunidad.

La co­mu­ni­ta­rie­dad está impresa en la propia naturaleza humana, y su desarro­llo es imprescin­dible para el real y pleno desarrollo de la persona.

El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, peno no son las personas indivi­dualmente consideradas las únicas que reflejan esa imagen de Dios, sino que también la comunidad como tal lo hace. Dios también entabla un diálogo con la comunidad como tal y le hace un llamado específico, y la comunidad a su vez acepta o rechaza ese llamado.

Esa es la experiencia de la Alianza con Israel en el AT, donde el interlocu­tor de Dios es el pueblo mismo, y donde es el propio pueblo quien en su fidelidad y pecado va realizando y manifestando la salvación que le viene de Dios.

De similar modo, será la Iglesia, como pueblo santo de la Nueva Alianza, la que es interlocutora de Dios, es portadora y depositaria de la revelación, recibe una misión salvífica por parte de Dios, y escatológica­mente forma «un sólo cuerpo» con Cristo (Rom 12, 3-8).

Para los teólogos Flick y Alszeghy, este aspecto es de esencial importancia:

"La comunidad refleja la imagen de Dios todavía mejor que el individuo: efectivamente, los individuos diferentes se completan entre sí y su unión ordenada manifiesta con mayor razón al divino ejemplar. (...) La mayor perfección de la imagen divina recibida en la comunidad, no es solamente cuantitativa, es decir, no equivale a la suma de las imágenes que resplande­cen en las diversas personas individualmente consideradas, sino cualitativa; por eso la relación entre las diversas imágenes singulares forma una nueva semejanza que no se encuentra en los individuos. Sin embargo, la comunidad no suprime el valor propio del individuo como imagen, por esa misma razón: la imagen de Dios existente en cada uno, en su originalidad individual, no se encuentra en la imagen formada por la totalidad."[11]

De hecho, la comunidad participa en «acto» la intrínseca relacionalidad divina de un Dios «uno y trino»[12].

En tercer lugar, las so­ciedades humanas no son acciden­tales o circunstanciales, sino la expresión del hombre mismo y plasman el proyecto que el propio hombre desarrolla de sí mismo.

A toda imagen de persona corresponden una imagen de sociedad y viceversa. Es imposible separar o comprender a la persona aislada de la sociedad a la que pertenece. La persona «configura» la sociedad y a su vez, es «hija» de esa sociedad[13].

Toda persona es siempre receptora y oblativa con respecto a la sociedad que integra. Es receptora en cuanto que es «heredera» del fruto del esfuerzo de múltiples generaciones pasadas, así como también es beneficiaria del trabajo de sus contemporá­neos[14].

La propia relación de pecado y gracia del hombre también es proyectada en la sociedad (una imagen de hombre «santo» corresponde a una imagen de sociedad «santificadora», etc.).

 

En cuarto lugar, la «for­ma» que adquieren las so­ciedades es fruto del pro­yecto del hombre, pero a su vez tienen cierta autonomía. Las relaciones interpersonales se objetivizan y se institucio­nalizan permanentemente en forma de estructuras sociales[15].

Estas estructu­ras pueden clasificarse en:

       a)    Formales: formalmente constituidas, legitimadas, y delimitadas; y

       b)    No formales: no formalmente constituidas ni delimitadas, pero normalmen­te sí legitimadas de hecho.

Para clarificar el contenido de cada tipo, podemos presentar a modo de ejemplo:

       *      de estructuras «formales»: organiza­ción política, leyes de todo tipo, asociaciones varias, ONGs, Iglesia, etc.

       *      de estructuras «informales»: usos y costumbres de relación (hombre-mujer, patrón-obrero, etc.), la «garra» deportiva, la «coima», el privilegio de lo intelectual sobre lo manual, etc.

La reali­dad de pecado de la rela­cionali­dad del hombre también se objetiviza en las estructuras sociales. Aparecen así tanto las estructu­ras de gracia como las estructuras de pecado[16].

 

En quinto lugar, el Espí­ritu San­to actúa con la fuerza de su gracia tanto en las per­sonas como en las estructuras sociales.

La a­c­ción del Espíritu Santo no se reduce al ámbito individual, ni a la realidad de las personas en sí mismas o aisladas del resto, sino que también abarca la sociedad como tal, de modo que también la sociedad estructurada es transformada por la acción del Espíritu Santo con el fin de ser redimida junto con el resto de la creación (cfr. Rom 8,19ss).

En este punto entra el tema referido la lectura de los «signos de los tiempos», elemento de tipo netamente soteriológico y social, que se ha constituido en uno de los criterios claves de discernimiento de la Historia de Salvación, según lo manifestado en el Concilio Vaticano II.[17]

 

En sexto lugar, para expresar sintéticamente todo lo anterior, normalmente se utiliza el término «persona». El propio concepto de «persona», considerado el más acabado desde el punto de vista moral para referirse al ser humano, implica de por sí simultánea­mente:

!     La dimensión individual: la persona jamás es únicamente una mera parte de la sociedad (ni en su dimensión política, ni económica, ni eclesial, etc.)

!     La dimensión social: la persona jamás puede ser considerada como un ser aislado, ni al margen del grupo humano y sus estructuras institucionali­za­das, al que pertenece.

 

A partir de los seis puntos desarrollados, podemos decir que la persona humana es simultáneamente individualidad y socialidad, pero no dividida sino siendo plenamente ambas dimensiones. De un modo gráfico podemos decir que la persona humana es:

!     100% individualidad (originalidad única e irrepetible).

!     100% socialidad (estructuras sociales internalizadas).

Para comprenderlo necesitamos hacer una analogía con la «Unión Hipostática» de Cristo: verdadero hombre (100% hombre) y verdadero Dios (100% Dios).

El ser «persona» es ese núcleo misterioso que unifica los diferentes niveles constituti­vos de su compleja naturaleza.

El que la persona sea 100% sociali­dad im­plica que nadie se puede realizar plenamente si no se realiza también la sociedad de la que es parte. La realización de la sociedad como tal es esencial para la realización de sus integrantes.

Siguiendo este razonamiento por etapas sucesivas, llegamos finalmente al nivel mundial, y que por tanto, a que la realización plena de una persona está vinculada a la realiza­ción de la humanidad como tal. Obviamen­te que el vínculo es fenomenoló­gicamente más débil según sea mayor la distancia de su integración primaria. La realización de una persona depende esencialmente de la sociedad que integra directamente.

Ejemplo (para tomar uno sencillo): vemos como el hecho de que un compatriota triunfe personalmente a nivel internacional (le otorgan un premio Novel, o es reconocido por sus conocimientos, etc.) confiere un legítimo orgullo para todos y cada uno de uruguayos aunque no lo conozcan personalmente.

No existen estructuras, ni existe sociedad si no existe el hombre, no sólo para su creación, sino para su mantenimiento y sentido. Por eso la dimensión constitutiva de toda la realidad social, es la persona humana. Persona que no es nunca mero individuo sino simultánea e irreductiblemente originalidad única y ser social.

 

    2.3. ANALOGÍA DEL «SUJETO SOCIAL»

 

Para profundizar en lo que venimos analizando, desarrollaremos muy brevemente un aspecto esencial de la antropología social, que es el relativo a la «subjetividad» de la sociedad.

La razón que motiva este análisis proviene de la afirmación fundamental hecha anterior­mente, en el sentido de que la sociedad no es la mera suma de sus individuos integran­tes, sino que constituye un todo único. También veíamos que en las Sagradas Escrituras y en la reflexión teológica aparece «la comunidad», «el pueblo», «la Iglesia», como sujetos interlocutores de Dios.

Veremos ahora esquemáticamente el tema, a través del desarrollo de una analogía entre el «sujeto ético propio» que es la persona, y la sociedad en cuanto «sujeto ético analógico».

Veremos también como es que actúa la sociedad, de modo de no pensar en un «colectivismo en acto», sino en la múltiple articulación entre individuos y estructu­ras sociales.

El interés fundamental no es postular al colectivo social como un «sujeto ético» paralelo (y mucho menos «al margen») del sujeto personal, sino que intenta responder a las preguntas: ¿qué es una sociedad desde la perspectiva moral? ¿en qué sentido puede ser considerada «sujeto»? ¿qué importancia tiene esto para la persona?

 

    2.3.1. PREMISAS

 

Primeramente podemos afirmar que moralmente hablando es muy claro que el único sujeto ético en sentido propio es la persona humana, ya que es ella la única creada por Dios a su imagen y semejanza y, por tanto, libre y responsable de sus actos.

La sociedad como producto humano que es, participa de algunas de las caracte­rísticas propias de la persona humana, aunque en ningún momento deja de ser un producto humano libre. Por esa razón, esas características identificatorias entre persona humana y sociedad humana tienen su fuente exclusiva en la persona, y son comprensi­bles exclusiva­mente en referencia a ella. Aplicarle a la sociedad categorías antropomórficas únicamen­te es válido en la medida en que: a) se asume la sociedad como producto libre humano; b) en cuanto se las considera siempre en forma análoga; c) en cuanto se asume que toda sociedad únicamente actúa a través de sus miembros (personas) aunque lo haga estructu­ralmente.

Lo que se busca fundamen­talmente con este analogado es mos­trar más nítidamente el principio de que la sociedad no es reducible a la mera suma de sus inte­gran­tes, sino que tiene una entidad finalís­tica pro­pia, aun­que ésta no sea separable de la finalidad última de cada persona que la integra.

A su vez también podemos definir en un sentido muy amplio, pero válido, a una «sociedad» como a «todo grupo humano organizado». Tomando esa definición como base podemos ahora completar el concepto con algunos otros elementos.

Si bien, según esta definición existen sociedades a todos los niveles en que es posible la «asociación» de personas, tomaremos como unidad de referencia la «sociedad nacional» ya que en la terminología común constituye el prototipo conceptual.

Toda so­ciedad está com­puesta esencial­mente de dos elementos integran­tes: las personas y las estructuras sociales.

Las estructuras son siempre formas rela­cionales entre las personas (obviamente no siempre referidas a la relación interper­sonal), que se objetivi­zan y se institu­cionali­zan. Nacen de relaciones persona­les, pero adquieren una dinámica propia e incluso una cierta (pero no pequeña) autonomía de la voluntad directa de las personas. Esas estructuras no son «agregadas» al hombre, sino que son parte de él mismo en la medida en que son introyectadas. No es que los indivi­duos se muevan «entre» estructuras, sino que los individuos «encarnan» las estructuras.

Ejemplo: si consideramos la persona de un juez, vemos que no se «mueve en torno» a la es­tructura del derecho, sino que él «encarna el derecho» cu­ando dicta sen­tencia. En ese acto el juez no es solamente un individuo trabajando, sino que simultáneamen­te él «es la ley en acto». Cuando el juez procesa un delincuente (más allá de las posibili­dades de apelación al fallo), es «la justicia» la que lo procesa. Así no podemos decir que esa persona «trabaje» simplemente como juez, sino que «es» juez, por lo que su función no lo atañe únicamente en su destreza laboral, sino que lo atañe esencialmente como persona.

La sociedad, pues, está formada por un entramado estructural de relacionalidad objetiva­da en el que se encuentran inmersas las personas, de modo tal que participan plenamente de él. Ese entramado estructural posibilita y condiciona fuertemente, con signo positivo y negativo (estructuras de pecado y estructuras de gracia), la relacionalidad de toda persona y por tanto su desarrollo.

Toda so­ciedad tiene una dinámica propia en su deci­sio­nali­dad y en su actuación colecti­va, que no es sin más reducible a la decisionali­dad y a la actividad de sus miembros individual­mente considerados, sea cual fuere el lugar que estos ocupen en el entramado social.

 

    2.3.2. LA SOCIEDAD COMO «SUJETO ÉTICO»

 

En primer lugar, la moral considera a la persona como sujeto ético por cuanto es la única creatura que no alcanza su finalidad inmanente ni trascendente por medio de una actividad instintiva ya genéticamente determinada. La persona es la única creatura autónoma, en cuanto que tiene la capacidad de actuar libremente según su propia decisión, debiendo asumir la responsa­bilidad consecuente.

La persona debe descubrir la verdad sobre sí misma, ya que ésta no le es evidente, y debe asimismo desarrollar los caminos de su propia realización ya que ésta no es automática. Es la persona la única capaz de desarrollar una «persona­lidad ética», es decir, la única capaz de construirse a sí misma a partir de lo que es. Será en ese caminar, que la persona escuchará la voz de Dios que le revela su Buena Noticia de salvación, y lo llama a participar en la construcción de su Reino. Será asimismo con su caminar por la vida, que la persona dará una respuesta a ese Señor de la vida.

En forma análoga también la socie­dad es sujeto ético. Como realidad que realiza en sí una dimensión esencial de la persona, la sociedad participa de la libertad de la persona humana, así como de su responsabilidad.

Es la sociedad como tal la que debe construirse a sí misma, ya que su desarrollo no es en absoluto determinado por alguna ley natural. La configuración de la sociedad es siempre resultado de la libertad del hombre, pero no de individuos aislados, sino de la libertad humana socialmente estructurada. Una sociedad también tiene una «personalidad ética», en cuanto que también debe buscar la verdad sobre sí misma (que tampoco le es evidente), y también debe desarrollar los caminos de su propia realización (que tampoco le son automáticos).

Ejemplo: una sociedad nacional (un país) puede ser «racista», y eso es esencialmen­te su propia res­ponsabilidad como sociedad, ya que su forma de organizarse, sus leyes, su misma idiosincra­sia, etc., son desarrolladas por ella misma a través de sus mecanismos institucio­nales y no-formales.

En su caminar por la historia, la sociedad también estará dando una respuesta al Dios de la vida, que se le manifiesta y la invita a purificarse constantemen­te buscando realizar el Reino de Dios. En la Historia de la Salvación, el Señor de la vida no se manifiesta ni salva, únicamente a las personas en forma individual, sino que como dice la Constitución Lumen Gentium: "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (9a). Ese texto se refiere unívocamente a la Iglesia (Pueblo de la Nueva Alianza), pero en ese pueblo escatológico son llamados todos los pueblos del mundo como tales.

 

En segundo lugar, en este analogado hay que mantener siempre presente un elemento fundamental: mientras que en la persona como sujeto propio hay de hecho una unidad esencial, en cambio en el caso de la socie­dad, la actuación se da siempre mediada a través de estructu­ras y de multipli­cidad de actos parciales de personas concretas.

Ejemplo: la apro­bación de una ley «racista» en un país, no es reali­zada por el colectivo en un acto único, sino que es aprobada por un parlamento y un ejecutivo, con multiplici­dad de organismos y de personas involucradas de un modo u otro.

De este modo, en la perso­na, la res­ponsabilidad de los actos cae globalmente sobre toda ella y el juicio moral es global, mientras que en la sociedad la responsabili­dad y el juicio moral cae sobre el conjunto, pero no se reparte ni se le aplica por igual a cada uno de sus miembros. Al interior de dicha sociedad habrá que diferenciar los grados de responsabilidad que le corresponden a cada persona según el lugar que ocupe en la estructura social y el grado de apoyo efectivo (formal y/o material) que haya dado a dicha actuación corporati­va.

Esquemáticamente:

 

          LA PERSONA

               5

     Sujeto ético propio

[Libre y responsable de sus actos,

la persona se cons­truye a sí misma]

 

          LA SOCIEDAD

                5

     Sujeto ético analógico

[Libre-soberana y responsable de su estructu­ra­ción, la sociedad se construye a sí misma]

 

 

En tercer lugar, las mediaciones históricas con­cretas de que se vale una so­cie­dad para tomar sus decisio­nes y actuar con­junta y cohe­rentemen­te, se basan en las estructuras de poder que haya desarrollado en su interior.

De hecho, nor­malmente se trata del sistema político (en sentido amplio) que la dirige, inclu­yendo en él las estructuras de participación ciuda­dana, la estructura políti­ca formal (los «poderes», las leyes electora­les, partidos, etc.), la articu­la­ción de ejer­cicio de los grupos de presión (asociacio­nes de empresa­rios, sindica­tos, movimientos socia­les, etc.), etc.

Dentro de la analo­gía que esta­mos propo­niendo podríamos decir que, de algún modo, la estructu­ración polí­tica de una sociedad corresponde análogamente a la estructura deci­sional de la per­sona.

Obviamente, en la persona, el juicio moral sobre la decisión[18] es ya di­rec­tamente un juicio sobre la per­sona, porque no hay distancia entre la decisión de la persona y la per­sona misma.

En la socie­dad, en cambio, dado que la de­cisionali­dad implica una com­ple­ja articu­la­ción de estructuras y personas, sí hay una diferen­cia de juicio ético entre, por una parte, el proceso decisional en sí y la decisión tomada, y por otra parte, entre el juicio ético que correspon­de a la so­ciedad como tal y el refe­rido a cada uno de sus miembros.

Ejemplo: la existencia de una «ley racis­ta» implica de por sí un juicio condenato­rio. Pero: se condena la ley porque va contra los DDHH (ile­gitimi­dad del conteni­do); se valora el modo democrático en que fue apro­bada (legitimidad formal del proce­so); se condena la sociedad por ser «racista» (sujeto ético); se respon­sabi­liza de modo muy diferente al presidente de ese país que al indí­gena discrimi­nado (responsa­bilidades individua­les en el hecho).

 

En cuarto lugar, los «actos» de una socie­dad se refieren análogamente al de la per­sona, a tres niveles de su relaciona­lidad ética fundamental:

 

en la PERSONA:

 

* Intrapersonal

[Búsqueda del sentido de vida, y consiguien­temente del bien integral de sí mismo]

* Interpersonal

[Reconocimiento de la alteridad y solidari­dad, y consiguientemente búsqueda del bien integral del otro]

* Social     

[Participación y compromiso en la búsqueda del bien común de la sociedad]

en la SOCIEDAD:

 

* Intrasocial

[Búsqueda de su sentido en la historia, y consi­guientemente de su bien común]

* Intersocial

[Reconocimiento de la alteridad y solidaridad como sociedades, y consiguientemente búsqueda del bien común del otro]

* Universal

[Participación y compromiso en la búsqueda del bien común universal]

 

 

Por último, y dado que en definitiva el único su­jeto ético propio es la persona, a ésta le corresponde una doble res­ponsabilidad con respecto a la so­ciedad[19]:

       1)    Desarrollar su propia «perso­nalidad ética» también en campo social, asumiendo una participación activa y com­prometida en la búsqueda del bien común de la sociedad que integra (responsabilidad per­sonal primera).

       2)    Trabajar para, desde el lugar que ocupa en la estructura social, lograr que la socie­dad de la que forma parte desarrolle su «persona­lidad ética social» adecuadamente en los tres niveles: intraso­cial, intersocial, y univer­sal (responsabilidad personal segunda).

Ambas dimensiones se actúan mate­rialmente al mismo tiempo, y sola­mente son diferen­ciables a un nivel lógico. Con todo, es necesario que cada persona vaya asumiendo cada vez más la perspectiva universal del bien a construir.

 

    2.3.3. PECADO Y CONVERSIÓN SOCIALES

 

Íntimamente unido a lo que estamos desarrollando hay dos temas que debemos encarar: el del «pecado social», y el de la «conversión social». Ambos temas son esenciales en la configuración de la sociedad histórica.

Es claramente rechazada la posibili­dad de que la sociedad en cuanto colectivo sea sujeto de pecado. Más bien se trata de pecados persona­les que acom­pañan las estructuras so­ciales y las instrumenta­lizan para la injus­ticia, alcanzando una estruc­tura­ción y una complejidad que invade todas las esferas de la realidad huma­na.

Las estructu­ras sociales son «inocentes» pero al mismo tiempo pueden ser «objetiva­mente malas» en sí mismas, pueden ser «pecamino­sas», y representan para la sociedad lo que la concupis­cencia para el individuo, «provienen del pecado y a él inducen».

Sería «ingenuo» creer que las relaciones inter­per­sonales son momentos aislados, sino por el contrario, la re­lacio­na­lidad se estructura, y por eso el resultado de las relaciones in­ter­personales es "la reali­dad es­tructurada de la relación misma que así se constituye". Las estructuras sociales son las relaciones intersubjetivas objetivadas y exteriorizadas en institucio­nes. Las estructuras de pecado son realidad de pecado porque niegan históricamente el Reino de Dios.

Al mismo tiempo es claro que siendo el pecado esencialmente personal, sin embargo se objetiva en una dimensión mucho mayor que la mera suma de los pecados individuales. El individuo marca las estructuras, y éstas a su vez, lo marcan a él, en una espiral permanente. Porque las estructuras sociales sólo funcionan en la medida en que son «inte­riorizadas» por los miembros de la sociedad, que convierten en hábitos permanentes propios lo que esas estructuras represen­tan, y a su vez, luego lo «exteriorizan» en las prácticas sociales.

La responsabilidad del hombre en lo social se manifiesta funda­mentalmente por su postura frente a las estructuras. Ninguna estructura es neutra respecto a la responsabilidad del hombre. Ella puede actuar favo­reciendo o condicio­nando negativa­mente la libertad moral de la perso­na, y de frente a eso el hombre debe optar entre reforzarla o debilitarla en su eficacia.

Por acción o por omisión, pero todo hombre es responsa­ble por el manteni­miento y desarrollo de las estructuras de pecado, sea por producir­las, por aprove­charse de ellas, o por ser un simple «cómplice silencioso».

El hombre es libre, y esa afirmación no tiene discusión, aunque su libertad no es igual a la liber­tad de Dios, no es una libertad «absoluta» y total, sino que es una libertad «situada», limitada y finita. En este sentido, el condicionamiento de las estructuras de pecado sobre la persona es muy grande.

Las estructuras históricas, socia­les y culturales, han ido con­formando un entramado tal, que pesan excesi­vamente sobre no sólo los individuos, sino también, sobre los grupos sociales. De esta manera el hombre es «hijo» de la cultura a la que pertene­ce, ya que ella lo configura desde el principio a su «imagen y semejan­za».

La propia libertad del individuo nace y se desarrolla al interno de su cultura. Así recibe, asimila e interioriza, los «valores dominantes» que la sociedad le transmi­te, y de esa manera se asumen también sus estructuras, «inge­nua­men­te», sin percibir su iniquidad, sin una conciencia crítica.

Así la fuerza de las propias estructuras se acentúa, se hace mayor su fuerza de «sugestión al pecado», se hacen también mayores los «costos» que debe pagar quien se niegue a secundarlas[20].

 

En sentido analógico la sociedad también puede ser «pecadora», en cuanto que puede desarrollar estructuras sociales que objetivamente se contraponen al Reino de Dios.

El pecado, en sentido propio, siempre es personal ya que únicamente la persona humana en el ejercicio de su libertad puede oponerse a la voluntad de Dios, negando su propia dignidad de hijo en Cristo, y por tanto, destruyéndose a sí mismo, a sus hermanos, y a la naturaleza misma.

La socie­dad puede desarro­llar en sí «es­tructuras de pecado», es decir, estructuras sociales que por su propia esencia o por su dinamismo, destruyen en la persona la dignidad que como «imagen y semejanza» de Dios le corresponde. Son estructuras formales o informales, y su acción antievangélica se ejerce desde fuera (presión social) y desde dentro (introyección) de las propias personas.

Ejemplo: La «coima» es una estructura de pecado, por cuanto es una práctica genera­lizada, y es intrínsecamente deshonesta. Esa estructura ejerce su influencia desde dentro de las personas (introyección) en cuanto genera una mentalidad de que «es normal», «todos lo hacen y el que no entra es un tonto», etc. Ejerce también su influencia desde el exterior (presión social) en cuanto que los compañeros coimeros lo marginan, o lo hacen expulsar, si no participa y entra en su juego.

Es muy cla­ro que la culpabilidad de la generación y mantenimiento de las estructu­ras sociales en una sociedad no es atribuible directamente a cada uno de sus integran­tes. Sin embargo, es posible decir análogamente que una sociedad es pecadora en cuanto que, como colectivo social, mantiene conscientemente estructuras en su interior o con respecto a otras sociedades, que son causa de injusticia.

 

Al pecado corresponde por contrapartida, la conversión, tanto personal como social[21].

También la conversión propiamente hablando es personal. Esa conversión, en la perspecti­va moral, implica varios niveles distintivos a través de los cuales la persona se abre a la reconciliación con Dios, arrepintiéndose de los males cometidos, reparando en lo posible el daño causado, y esforzándose para no volver a ellos. Pero la conversión no trata únicamente de un cambio de actitudes puntuales, sino que implica de por sí un cambio en el propio sentido de vida, discerniendo y aceptando la voluntad de Dios.

En la sociedad, a su vez, la conversión implica un cambio no sólo de las «estructuras de pecado» puntuales. La conversión también le implica un cambio de su concepción y actitud hacia la historia, abandonando pragmatismos y simples luchas de intereses, en función de una vocación más alta, que como pueblo, recibe de Dios.

La dife­rencia esencial entre la persona y la sociedad radica en que, mientras en la primera el cambio de actitud se deriva directamente de su voluntad individual, por el contrario, en la sociedad el cambio de estructuras únicamente se da mediante la acción de movimientos sociales que impulsan reformas concretas.

Sólo estará plenamente convertida una sociedad cuando todos y cada uno de sus miembros lo esté, y al mismo tiempo cuando todas y cada una de sus estructuras sociales también lo esté. Para la conversión de ambos, personas y estructuras, socialmente son imprescin­dibles movimientos que generen corrientes de opinión y campos de acción, que a su vez generen espacios para la transformación de las estructuras sociales externas y/o internalizadas por las personas.

Ejemplo: El machismo es una estructura de pecado muy articulada y amplia. Sólo se cambiará por la equiparación real entre ambos sexos cuando cada hombre y cada mujer hayan cambiado su mentalidad, y simultá­neamente, cuando toda ley, toda norma no escrita, y toda costumbre social machistas, también hayan cambiado. Para cambiarla son necesarios movimientos sociales que generen una toma de conciencia y una actitud crítica generali­zadas, y al mismo tiempo, que generen propuestas de auténtica equipara­ción, para cada área de la realidad social e interpersonal.

Todo esto im­pli­ca un di­s­ce­rnimiento permanente de tipo social sobre la eticidad de sus propias estructuras. Ese discernimiento se debe dar a todos los niveles: intelectua­les, académicos, políticos, religiosos, culturales, etc., ya que todas las dimensiones de la sociedad están implicadas en su desarrollo.

Todos los grupos sociales, desde la perspectiva específica que les corresponde, deben promover el permanente análisis de la realidad buscando la verdad y el bien común, deben generar movimientos de opinión serios, y deben impulsar todos los cambios sociales necesarios de modo de ir reco­rriendo el camino de conver­sión global que toda sociedad necesita.

Lo podemos plantear esquemáticamente de este modo:

 

en la PERSONA:

* Pecado

[Negación del llamado de Dios en la propia vida, destruyendo en sí la propia «imagen de Dios»]

* Conversión

[Cambio de mente y corazón, de modo que los pro­pios actos tengan dignidad y coherencia con la voluntad de Dios]

 

* Discernimiento

[Refiere a juzgar la validez ética de los actos y actitudes personales]

en la SOCIEDAD:

* Pecado Social

[Negación a la voluntad de Dios, con estruc­turas que se oponen al Reino, atentando con­tra la digni­dad de las personas]

* Conversión (transformación)

estruc­tural

[Cambio de las «estructuras de pecado» en «estruc­turas de gracia»; a través de movi­mientos socia­les; de modo que construyan «ya» el Reino de Dios]

* Discernimiento de estructuras

[Refiere a juzgar la validez ética de las estruc­turas sociales]

 

 

 

    2.4. INTERRELACIÓN ENTRE LOS NIVELES ÉTICOS

 

En forma esquemática podemos distinguir cuatro niveles éticos básicos que correspon­den a los tres niveles básicos de relacionalidad de la persona: 1) la «relación intrapersonal», es decir, relación ética de la persona consigo misma; 2) la «relación interpersonal», es decir, la relación ética entre las personas a nivel individual; 3) la «relación social», o mejor «relación intrasocial», que es la relación ético estructural de una sociedad a su interior; y 4) la «relación intersocial» que corresponde a la relación ética entre sociedades.

Los distintos niveles están fuertemente interrelacionados, ya que el hecho moral de por sí necesariamente tiene correspondencias en los diferentes tipos de relacio­namiento. En términos generales tenemos que:

1.     Si parti­mos de la persona y vamos hacia la sociedad, su camino ético debe ser el de una progresiva compren­sión globali­zante de la realidad, que implica un creciente compromiso personal a todos los niveles.

La persona, en su maduración, debe integrar progresivamente (aunque no necesa­riamente en éste orden cronológico) su responsabilidad para consigo mismo, su responsabilidad para con los demás, su responsabilidad para con la sociedad que integra, y su responsa­bilidad para con todas las sociedades hasta el nivel universal.

Una persona concreta, no puede simplemente dedicarse a buscar su sentido de vida en sí mismo (y reducir por tanto su eticidad a su autenticidad interior), porque eso es falso por imposible. Necesariamente la persona vive entre otras personas y al interior de una sociedad que integra (lo quiera o no), y únicamente puede desarrollarse verdaderamente en su eticidad en la medida en que progresivamente vaya actuando de un modo éticamente responsable en todos y cada uno de los niveles.

Ejemplo: La persona que busca ser «ver­dadera» consigo misma, también deberá buscar que su relación con los demás sea cada vez más verdadera, y a su vez luchará porque la sociedad en que vive también lo sea. Pretender ser verdadero consigo mismo, y simultáneamen­te falso con los demás, o sostener una sociedad falsa, es imposible. La coherencia exige maduración global.

2.     Si parti­mos de la sociedad y vamos hacia la persona, el camino ético debe ser el de una creciente garantía de respeto y promoción de los sucesivos niveles de relaciona­miento ético: el intraso­cial, el interperso­nal, el intrapersonal.

La sociedad, debe progresivamente irse construyendo a sí misma de modo tal que se respete a sí misma y respete a cada uno de sus miembros, no en un «respeto pasivo», sino mediante estructuras que generen un tipo de relación «personali­zante» entre cada integrante y el conjunto. Asimismo, sus estructuras deben posibilitar, estimular y apoyar las relaciones interpersonales para que sean verdaderamente «persona­lizantes».

En el mismo sentido, también debe posibilitar y estimular el que cada miembro se descubra y asuma a sí mismo como «persona», desarrollándose integralmente.

Ejemplo: Una nación de­terminada debe realizar en su estructuración el bien común, de modo tal que, a nivel de la relación interperso­nal entre sus miembros, asegure el reconoci­miento de la alteridad y solidaridad personales; y a nivel de cada uno de sus miembros, promueva la búsqueda personal del sentido de vida.

Ni una re­la­ción social puede ser considerada éticamente válida si niega o descuida la realización ética interpersonal e intra­personal de sus miem­bros; ni tampoco una persona puede realizarse éticamente si no asume su compromiso en la realización ética de las relaciones con otras personas, y de las relaciones estruc­tura­les de la sociedad toda, hasta llegar al nivel univer­sal.

3.     La sociedad como tal debe cumplir con los Principios Éticos que le corresponden. La eticidad del colectivo como tal dependerá de su fidelidad a éstos parámetros éticos.

No obstante y dado que, como dijimos anteriormente, la persona es el único sujeto ético propio ya que las sociedades en última instancia actúan por intermedio de sus miembros, serán las personas las que deberán asumir los cuatro niveles:

       a)    En lo referente a sí misma, como única responsable de su propia eticidad.

       b)    En lo referente a su relación con las demás personas, como co-responsable de la eticidad de la relación en sí, asumiendo plenamente la responsabilidad de su cuota parte, que no es del 50% (la mitad de la relación) sino que es del 100%, ya que la relación es responsabilidad total suya en cuanto de él depende.

       c)    En lo que se refiere a su relación con el colectivo social. Aquí la persona tiene un doble rol, que sólo es diferenciable lógicamente, ya que en la práctica el doble rol se da en forma simultánea y única en cada acto social.

               El doble rol es, por un lado, el de ser «un miembro» que tiene la responsa­bilidad de promover el Bien Común del conjunto, y por el otro lado, el de ser «representante» del conjunto hacia cada uno de los otros miembros de la sociedad. Así, la persona debe simultáneamente promover el Bien Común social, y la plena persona­lización (Bien Integral) de cada uno de los otros miembros de la sociedad que integra. Este aspecto fundamental lo explicita­remos inmediatamente.

       d)    En lo que se refiere a su relación con otras sociedades. En éste punto se reitera en parte lo visto en el anterior: por un lado, es su responsabilidad como persona con respecto a las «otras» sociedades, y por el otro, es su responsabilidad como «represen­tante» de su propia sociedad en referencia a las otras sociedades.

               En este sentido, tanto como individuo como asimismo en su rol social, la persona debe promover el «Bien Común» de las otras sociedades. Ello implica el pleno desarrollo de cada sociedad como tal, y de cada miembro de cada sociedad.

De modo directo o indirecto, de hecho, la responsabilidad moral de cada persona alcanza teóricamente a todos los otros seres humanos. Directamente, con todos aquellos que tiene una relación personal. Indirectamente, a través de las estructu­ras sociales, con todos los integrantes de su sociedad; y por las relaciones intersociales (siempre estructura­les) con todos los integrantes de las demás sociedades.

 

    2.5. RELACIÓN PERSONA-ESTRUCTURA

 

La parte sustancial de esta relación ya ha sido desarrollada en el punto referido al «Pecado Social». Ahora solamente agregaremos un aspecto que complementa y permite comprender mejor lo anterior.

En el punto anterior, dijimos que la persona tiene un doble rol en la relacionali­dad social. Veamos más este importante aspecto.

El primero es muy simple y claro: las responsabilidades que le atañen como individuo de frente al colectivo social. Clásicamente eran las responsabilidades correspondientes a la «justicia legal», tal como fue formulada por Aristóteles y profundizada por Santo Tomás.

La perso­na no puede considerarse jamás como «ajena» a la sociedad que integra, ni mucho menos puede pretender que sus intereses particulares sean superiores a los intereses legítimos de la sociedad. Como parte de ella debe buscar que la sociedad que integra realice el Bien Común.

El segundo rol es más complejo de comprender. La persona se constituye también en «representante» de la estructura en cuanto que la integra. No se trata de un acto «volunta­rio» en cuanto que la persona no siempre tiene la posibilidad de decidir libremente sobre si quiere o no integrar una determinada estructura.

En el caso de las estructuras formales (como lo puede ser una institución o una empresa, etc.) dado que sus límites son más determinados, el aspecto voluntario de su participa­ción es más claro.

En el caso de las estructuras informales (como lo son los comporta­mientos sociales, etc.) es casi imposible. La persona se descubre a sí misma (si tiene desarrollada una sana autocrítica) como participante de esas estructuras, las tiene introyecta­das en sí mismo, y como parte de sí mismo.

Ejemplo: la relacionali­dad hombre-mujer es una estructu­ra social infor­mal. Los miem­bros de esa sociedad (siempre con sus peculiari­dades particula­res) entienden y viven sus relaciones con el otro sexo según esas pautas que la sociedad le ha inculcado. Inclusive, esas pautas de relacionamiento intersexual condicionan la propia identidad sexual y por tanto la identidad total de cada individuo.

En el caso de las estructuras introyectadas, la persona puede compartirlas o combatir­las, según las juzgue positivas o negativas, pero lo que no puede es desprenderse de ellas por un mero acto de voluntad.

Ejemplo: por más que una persona se haya descubierto como machista, en una sociedad machista, y lo rechace, no de­jará de serlo simplemente por­que así lo deci­da.

En todos los casos, las estructuras actúan a tra­vés de las personas, ya que las estructuras en sí no pueden «actuar». Eso no significa que la persona sea consciente de que lo está haciendo, sino que la inmensa mayoría de las estructu­ras sociales se actúan a través de las personas sin que éstas se den cuenta, es decir, en modo que las personas consideran que es «lo normal», o «lo correcto», o «lo espontáneo», etc.

Para facilitar la comprensión vamos a referirnos a las estructuras formales y lo ejemplificaremos en una «institución». Una institución funciona siempre a través de las personas que la integran: su presidente, su encargado de personal, su tesorero, su portero, etc.

La institución es mucho más que esas personas, pero sólo puede actuar a través de ellos. Para quien se acerca a la institución, lo que le comunica el presiden­te oficialmente, es lo que le comunica «la institución»; y si el portero no le permite oficialmente la entrada, es «la institución» quien no se lo permitió.

La institución será justa o injusta según lo sean las decisio­nes institucionales que tomen sus integrantes. Sin embargo, no hay que pensar que las personas integrantes de esa institución toman las decisiones únicamente en forma y por motivos individuales, sino que lo hacen (y así deben hacerlo) en función de «razones» institucionales.

El presidente de la institución siente sobre sí el peso y la responsabilidad de la institución, encarna sus intereses y mentalidad, y su actuar está enormemente condicio­nado por la historia, la situación actual, y la perspectiva futura de la propia institución. Así cada persona ocupa un «lugar» en esa estructura institucio­nal.

Según la persona ocupa un lugar «más alto» en la estructura, mayores son sus posibilida­des de transformarla porque sus decisiones tienen mayor «peso». Pero simultáneamente la propia estructura le deja muchos menores márgenes de actuación libre.

Ejemplo: siguiendo con la institución men­cionada: el por­tero puede con­siderar que en la institu­ción habría que redu­cir las cuotas a la mitad para que más gente pudiese disfrutar de sus instalaciones, y que habría que reducir gastos de administración prescindiendo del contador. Sin embargo él no tiene la autoridad para tomar esa decisión. Por el contrario, el presidente sí tiene la autoridad para tomar la decisión, pero se encuentra mucho más condicionado, y más allá de compartir la intención del portero, ve lo peligroso de prescindir del contador y de reducir el control administrativo porque arriesga el futuro de la institución. La responsabili­dad y la autoridad del presidente es mucho mayor que la del portero, pero al mismo tiempo su «libertad» es mucho menor.

Cada per­sona es también «respon­sable» de su actua­ción «en nombre» de la estructura. Así, la responsabilidad de cada persona, en cuanto que encarna una estructura, depende del «lugar» que ocupe en ella porque tiene mayores posibilidades de transformarla. Simultá­neamente, con que más alto es ese «lugar», menores son los márgenes que se tienen para hacerlo, en cuanto que la estructura introyectada «pesa» más, y en cuanto que la estructura hace pagar más caro el intento de transformarla.

De este modo que­da claro como la persona tiene un «doble rol» y por tanto una doble responsabilidad con respecto a las estructuras sociales: por un lado en cuanto individuo frente a ellas, y por otro lado en cuanto representante de las propias estructuras.

 

       2.6. SER SITUADO Y CULTURAL

 

A partir de lo ya visto acerca de la intrínseca relación entre las personas y la sociedad que integra es claro que la persona humana es siempre un ser situado y cultural. Esto significa no solamente que el lugar geográfico y social que ocupa «influyen» en él, sino que también lo constituyen como persona por cuanto lo condicionan profundamente en su ser histórico concreto.

Naturaleza humana y cultura van íntimamente unidas[22], y en la práctica son casi imposible de diferenciar sino es mediante la abstracción. Pero las personas son seres concretos, no abstractos, y por tanto su realidad directa es siempre cultural.

No existe el ser humano «universal», idéntico en todos lados, intercambiable únicamente con una «aclimatación». Las raíces de la identidad de la persona se apoyan en su cultura de origen, y en su pertenencia a un pueblo y región concretos. El «universalismo» corre el riesgo de esconder la pretensión de cortar las propias raíces históricas y culturales, a veces con la justificación de buscar «liberarse del lastre afectivo» que le suponen. En realidad el resultado es la pérdida de identidad social de la persona lo cuál supone un atentado a sus posibilidades de realización plena.

El auténtico universalismo surge a partir de asumir plenamente la propia realidad individual y social a todos los niveles como válida y necesaria, estimándola como una verdadera riqueza personal. Sólo a partir de allí es posible abrirse a los demás, personas y pueblos, como diferentes a sí, con una riqueza propia que se basa justamente en lo que no es idéntico a mí mismo y de lo que nace el mutuo enriquecimiento. La diferencia, no vista como superioridad ni como competencia, sino como enriquecimiento mutuo, es el fundamento del verdadero universalismo[23].

Peor es aún cuando la pretensión de «uniformidad» no viene por considerar inferiores a los diferentes a sí (planteo éticamente erróneo, pero que implica una valoración de la propia cultura), sino que viene del deseo de «simplificar los problemas». El peligro de buscar la «eficiencia» intercultural a costa de la pérdida de identidad de los pueblos es un atentado directo contra ellos, contra las personas que los integran, y contra las propias personas que lo propugnan.



[1]      Cfr. entre muchos textos: GS 23-24, 30-32.

[2]      Por razones de brevedad el tema de la revelación cristiana es asumido a partir de las conclusiones que ya son patrimonio común de la Iglesia, sin desconocer que ello es el fruto de un largo proceso desarrollado en la historia, más aún, es el fruto de un proceso histórico que sigue abierto a ulteriores profundizaciones. (Cfr. DV 8).

[3]      Cfr. GS 27a.

[4]      Cfr. Cat. 1702, 1877-1879.

[5]      Cfr. Cat 1700.

[6]      Cfr. GS 16.

[7]      Cfr. Cat 1910.

[8]      Cfr. Cat 1880.

[9]      Cfr. GS 25a, Cat 1881.

[10]    Cfr. GS 38; Cat 1825, 1886, 1889.

[11]    FLICK, M. - ALSZEGHY, Z. "Antropología Teológica". Ed. Sígueme, Salamanca. 1981. p. 169.

[12]    Cfr. GS 24c y LCL 33

[13]    Cfr. GS 25.

[14]    Cfr. PP 17 y LE 4, 12de.

[15]    Cfr. LCL 42, 54, 74.

[16]    Cfr. SRS 36-40, 46; CA 38b.

[17]    Cfr. GS 4.

[18]    Cuando hablamos de la decisionalidad de la persona, estamos suponiendo siempre, que se da con suficiente conciencia y libertad.

[19]    Para no desviar la atención, la forma en que interactúan la persona individual y la estructura social, lo veremos al terminar el desarrollo de la presente analogía.

[20]    El «pecado social» aparece muchas veces en el Magisterio. Ej: Puebla 28, 46, 482, 487, 1259; RP 16 donde desarrolla el tema; LCL 42, 54, 74; SRS 36-40, 46; CA 38; Sto Dgo 9a, 233, 237; Cat 408, 1869.

[21]    Cfr. Cat 1888.

[22]    Cfr. GS 53.

[23]    Cfr. Cat 361, 814, Sto Dgo 228, 243.