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ASPECTOS QUE NECESITAN SER
PROFUNDIZADOS
El
título de este apartado resulta un poco paradójico, ya que todo lo que hemos
tratado en este trabajo necesita ser profundizado, y por tanto parecería un título
más propio del libro entero. Sin embargo, en este momento simplemente queremos
anotar algunos puntos concretos que consideramos claves a la hora de desarrollar
una visión global de la propia actuación, y que necesariamente cada uno debe
clarificarse.
Nuestro actuar sobre la realidad.
El
ser humano, con todo su quehacer, va actuando sobre la realidad. Simplificando
un poco, podemos decir que esa actuación es esencialmente transformadora o
mantenedora de la realidad tal cual es. Esto se da más allá de la conciencia e
intencionalidad de cada uno.
Nadie
es totalmente transformador ni totalmente mantenedor, ya que todos y cada uno
participa (es parte inseparable) del entramado de estructuras que conforman la
sociedad, tal como lo desarrollamos más arriba. Como ser esencialmente
estructural, la persona «transforma» y «mantiene», no siempre con
coherencia, en los diferentes niveles de la realidad de la que forma parte.
Concretándonos
a lo que es el actuar consciente y deliberado, refiriéndonos además a la
dimensión «socio-política» en sentido amplio, y no pretendiendo en modo
alguno que la realidad se reduzca a esta dimensión, podemos afirmar un hecho
que es obvio y a la vez muy difícilmente aceptable: toda acción sobre la
realidad la afecta solo parcial y muy reducidamente.
Digo
que es obvio, porque nadie puede sostener seriamente que su actuar personal es
capaz de transformar por sí mismo la totalidad de la realidad, ni tampoco que
pueda transformarla en manera total y definitiva.
Digo
que es muy difícilmente aceptable, porque en el fondo de nuestro ser nos
resistimos con todas nuestras fuerzas a asumir que en gran medida somos
realmente «impotentes» para transformar a fondo la realidad.
Toda
acción humana es siempre «micro» en su capacidad de transformación. Por
importante que sea la acción en sí, y por importante que sea el agente en la
estructura, siempre su capacidad de transformación es «micro». Esto es
aplicable, aunque con matices, tanto a las personas individuales como a los
grupos organizados.
Las
razones de ello son múltiples, pero ciñéndonos a la perspectiva que hemos
desarrollado, quiero remarcar especialmente algunos aspectos. El primero de
ellos radica en la diversidad y polifuncionalidad de las dimensiones que
conforman la realidad.
El
concepto de «bien común» de la sociedad como el de «bien integral» de la
persona, manifiesta claramente la intrínseca pluralidad real de dimensiones que
las integran. Dimensiones no reducibles entre sí, ya que cada una tiene valor
en sí misma, y dimensiones no renunciables, ya que cada una es imprescindible.
La realidad personal y social es de tal complejidad (porque tal es su riqueza)
que no es posible abarcar en un solo discurso ni en un solo planteo. Para
enfrentar la realidad, siempre tenemos necesidad de hacer algún tipo de
simplificación y de reducción[1],
ya que de lo contrario somos desbordados completamente. Esa simplificación y
reducción de la realidad es válida en cuanto permite abarcar de algún modo la
realidad, no es válida en cuanto pretendiese que explica la realidad total tal
cual es.
Si
eso es lo que ocurre con el intento de abarcar la realidad a nivel intelectivo,
mucha mayor es aún la simplificación y reducción que ocurre a la hora de
intentar actuar sobre ella, ya que la capacidad de la mente de pensar e imaginar
es infinitamente mayor que la capacidad de actuación positiva que la persona
tiene.
Toda
actuación es siempre de algún modo puntual, y sus consecuencias para con todas
las otras dimensiones de la realidad son, en la práctica, imprevisibles. La
realidad está conformada por un entramado de estructuras sociales profundamente
entrelazadas aunque respondan simultáneamente a sistemas diversos (culturales,
económicos, políticos, etc.).
Estructuras y personas.
A
su vez, las estructuras sociales tienen la doble dimensión de ser objetivas e
introyectadas simultáneamente. Las estructuras no existen al margen de las
personas, sino que están integradas por personas. A su vez, no son sólo
externas a las mismas personas sino que se encarnan en ellas, forman parte de
ellas, y actúan también desde el mismo interior de las personas.
Es
así que toda transformación de la realidad, que es siempre una transformación
estructural, debe abarcar tanto la dimensión objetiva como introyectada de las
estructuras en cuestión. Pero el propio agente de transformación es también
parte de las mismas estructuras, por lo que la transformación implica también
su propia auto-transformación.
La
imposibilidad de la «objetividad» absoluta[2]
frente a las estructuras por varias razones, entre ellas tal vez la más
importante porque el propio agente está externa e internamente condicionado por
las mismas estructuras, obligan a una permanente revisión de las
transformaciones ya operadas a la luz de las modificaciones que sobre el propio
agente ha producido, y de ahí a su profundización o corrección. Toda
transformación de estructuras conlleva necesarias instancias de evaluación y
proceso.
Las
transformaciones estructurales siempre son paulatinas. Atendiendo a la misma
realidad de objetivas e introyectadas, las estructuras tienen una enorme
tendencia a su perpetuación. Los cambios de estructuras objetivas, para ser
reales, exigen los cambios de mentalidad y hábitos (dimensión de introyección),
so pena de se reimplanten objetivamente una y otra vez.
Los
cambios de mentalidad y hábitos siempre son paulatinos y progresivos. No se
trata únicamente de «convencimiento» (orden intelectual lógico y
argumentativo), ni tampoco únicamente de «decisión» (orden volitivo), sino
también de posibilidades y circunstancias objetivas y ambientales. Las
transformación de la dimensión introyectada de las estructuras es
necesariamente mucho más progresivo y lento que el de la dimensión objetivada
de las mismas.
Asumir
esta relativa «impotencia» de transformación real de las estructuras, es
condición imprescindible para el agente transformador. Partir de una concepción
«omnipotente» (personal o grupal) frente a las estructuras, conlleva una
obligación «omnipotente» del agente. Tocar los límites reales[3]
significa el fracaso y la frustración para quien se consideraba obligado a «poder
transformar». Hay que renunciar a ser el «director del universo», para
realmente cambiar algo.
Globalidad de las dimensiones
relacionales.
El
«contenido» de la utopía que guía la intención de transformación de la
realidad, debe incluir la globalidad de las dimensiones relacionales:
intersociales, sociales, interpersonales e intrapersonales.
Una
transformación profunda de la realidad implica todos los niveles de
relacionalidad, ya que es de estos que surgen las estructuras sociales. Una utopía
que descuidase la transformación de la relacionalidad entre las personas
concretas, y de estas con ellas mismas, se haría funcional al cambio de las
macro estructuras pero dejaría de lado las personas.
Si
la realidad es injusta y opresiva, el proceso de transformación debe apuntar no
solamente a la liberación de la sociedad como tal, sino también a la liberación
de la opresión entre las personas concretas (entre las que se encuentra también
propio agente transformador), así como de la liberación personal de cada
persona consigo misma.
Por
poner un ejemplo clásico: es imprescindible cambiar toda ley y toda costumbre
que implique una opresión sexista (discriminación salarial, etc.), pero para
que cambie la realidad de opresión sexista es imprescindible que además cada
relación intersexo personal (no dependencia, no diferencia de autoridad, etc.),
y que cambie la concepción del otro y del propio sexo que tiene cada persona
(no menosprecio, etc.).
La
Iglesia latinoamericana ya hace mucho años que acuñó la frase-lema muy claro
sobre el tema, que recoge una muy fuerte afirmación bíblica: «no habrá un
continente nuevo sin hombres nuevos, y no habrán hombres nuevos sin un
continente nuevo».[4]
Hay
una única «historia de salvación universal», de la que todos formamos parte.
Pero al interior de esa única historia de salvación universal, cada persona
vive su propia «historia de salvación personal». No es diferente, ni mucho
menos al margen, de la «universal», sino indisolublemente entrelazada. Pero se
trata de una «historia de salvación» tan real como la universal.
De
ahí la imprescindible unidad entre la «utopía» social a construir, y el «ideal»
personal de sí mismo, también a ser construido. Ambos van unidos y participan
de un mismo proceso. Es tan falso pretender alcanzar el propio ideal de «hombre
nuevo» sin la transformación de la estructuración social, como el construir
una sociedad nueva sin una exigencia personal de autotransformación profunda.
Un
criterio de verificación de la autenticidad de la lucha por la transformación
social, es que ésta abarque también el empeño por la transformación de las
relaciones con las personas concretas, y de la relación consigo mismo.
Un
criterio de verificación de la autenticidad de la transformación de sí mismo,
siguiendo un ideal personal verdadero, es que éste incluya necesariamente la
transformación de sus relaciones con cada una de las otras personas, y que
abarque también la globalidad de la transformación social.
Contenido
y estructura se configuran mutuamente, pero en la práctica existe la tentación
de disociarlos, incluso totalmente: creo que me puedo «hacer persona» al
margen de cómo trate a los demás y de cómo sea la sociedad que integro; o
creo que puedo cambiar la sociedad sin cambiar yo mismo.
La exigencia de transformación.
El
cristiano, por vocación, es «radicalmente revolucionario». No se trata de un
slogan, ni de una frase que pueda hacer con facilidad y tranquilidad. Es una
frase densa y difícil en su comprensión profunda, y muy intranquilizante en su
vivencia.
Es
«revolucionario», porque la realidad histórica siempre le interpela a ser
transformada. Lo es «radicalmente» no por los métodos que utilice, sino
porque se trata de una exigencia que surge desde su «raíz»: raíz de la fe en
Cristo, y raíz de su ser hombre (hijo de Dios).
Esta
frase, que yo sepa, no ha sido así afirmada por el magisterio de la Iglesia
dada la ambigüedad que su comprensión masiva tiene por los contenidos ideológicos
que ambos términos suscitan, y por la consiguiente manipulación que podría
generar. Sin embargo, su esencia está presente a lo largo de todo el magisterio
social.
Normalmente
se explícita a través de llamados y exhortaciones a buscar formas y modelos
alternativos a los vigentes, en todos los ámbitos de la realidad. Otras veces
lo hace mediante la condena implícita y/o explícita de los modelos o sistemas
que imperan. En otras oportunidades, es el llamado a implementar medidas
eficaces (y por tanto diferentes a las vigentes) que encaren y solucionen
situaciones concretas.
Hay
múltiples formas de manifestar un mismo concepto central que es: «esta
realidad no es acorde con el Evangelio, y por tanto indigna (va contra la
dignidad) del ser humano».
No
se trata de transformaciones menores o circunstanciales, sino que se trata de
transformaciones «radicales»: desde la raíz. Con toda claridad la Iglesia ha
manifestado a lo largo de su historia, que detrás de todo modelo o sistema hay
una determinada antropología, es decir, que hay una determinada concepción del
ser humano y del ideal a construir.
Esa
antropología conlleva un universo axiológico determinado, que necesariamente
debe ser confrontado con el universo axiológico evangélico para discernir el
grado de validez que tiene. Se trata de un juicio no solamente sobre los
fundamentos teóricos de un sistema, sino ante todo de sus efectos prácticos.
Del Evangelio no es posible extraer modelos sociales concretos, pero sí es
posible confrontar la validez humanizadora y dignificante de todo modelo social.
En
este sentido es famoso el texto de la encíclica Evangelii Nuntiandi
(18-19):
"Evangelizar
significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la
humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma
humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5; cfr. 2Cor
5,17; Gal 6,15).
(...)
Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas
cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y
transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con
la palabra de Dios y con el designio de salvación."
Profundidad de la «radicalidad
revolucionaria».
Con
todo, la razón de la «radicalidad revolucionaria» es aún más profunda. Se
apoya en un elemento central de la fe cristiana y que llamamos «Reino de Dios».
La vocación esencial del cristiano es a participar activamente en la construcción
de esa realidad radicalmente nueva que Dios mismo va generando en la historia.[5]
La
realidad social se ve así exigida a una permanente superación, Esa superación
no es automática ni pacífica sino que se da exclusivamente mediante la
transformación que los mismos hombres van realizando en medio de situaciones
conflictivas.
Así,
una y otra vez, es posible transformar la realidad para irla encaminando cada
vez más profundamente hacia esa realidad plena del Reino de Dios. Se trata de
un proceso ininterrumpido (aunque tenga sus altibajos) e infinito. Siempre la
realidad puede, y así lo exige, ser transformada en otra aún mejor.
El
«Reino» no alcanza su plenitud en la historia, aunque en ella se halle
presente y en ella se desarrolle, por lo que en la historia el cristiano se verá
siempre exigido de buscar y construir realidades verdaderamente nuevas y más
humanizantes.
Se
trata justamente de la «anti-resignación». El cristiano, por su propia fe, no
puede aceptar la resignación ante la realidad social. Conque mayor sea su
indignación ética por la injusticia y deshumanización que encierra, mayor es
su «hambre y sed del Reino».
La
resignación es rechazada de plano porque, ni esta realidad presente (sea cual
sea) es la «mejor posible» (siempre es posible y necesaria otra mejor), ni
tampoco para los hombres es «imposible» cambiarla (la propia promesa de Cristo
así nos lo asegura). Es Cristo, Señor de la Historia, quien va construyendo el
Reino aquí y ahora, y lo hace junto con nosotros. Su Espíritu nos garantiza la
fuerza para ello.
«Radicalidad
revolucionaria» no implica falta de paciencia histórica, ni implica
inmediatismo, ni tampoco implica no asumir las limitaciones personales e históricas
que se nos imponen. Como vimos antes, es imprescindible asumir la «im-potencia»
de transformar la realidad total, pero ello no significa en modo alguno
renunciar a transformarla.
Vivir
en una realidad que no es el «Reino» realizado, implica desarrollar una
verdadera estrategia vital que haga posible un Proyecto de Vida coherente, en
medio de una realidad personal y social que en gran medida se le contrapone.
Una «estrategia» para el Proyecto de
Vida.
En
el camino de la autenticidad hay muchas dificultades, pero es un camino
ciertamente transitable, ya que de lo contrario la felicidad sería imposible, y
no solamente todo nuestro ser se revela frente a tal suposición, sino que además
la propia experiencia histórica está llena de testimonios (muchas veces
silenciosos) de personas que en su autenticidad, y a pesar de muy serias y
reales dificultades, fueron realmente felices.
No
obstante lo recién afirmado, la experiencia personal en la vida concreta nos
hace ser un tanto escépticos acerca de las verdaderas posibilidades que tenemos
de alcanzar la felicidad, es decir, de realizarnos como personas. Ese
escepticismo nace de la percepción que tenemos sobre la aparente imposibilidad
de vivir en verdadera autenticidad.
Si
ya parece como nada fácil el descubrir los propios valores y el elaborar un
proyecto de vida coherente, mucho más difícil nos aparece el poder llevar
coherentemente ese proyecto de vida a la práctica cotidiana. En muchísimas
oportunidades nos damos cuenta de que estamos actuando incoherentemente, y así
entra en crisis nuestra autenticidad ante nosotros mismos.
Hay
dos elementos en los que de alguna manera podemos resumir el cúmulo de
dificultades que se nos oponen en el momento de recorrer el camino que
sinceramente nos habíamos trazado (nuestro proyecto de vida).
Por
un lado, la falta de voluntad personal para asumir siempre las actitudes que
consideramos correctas. Muchas veces nos resulta más fácil y más cómodo
asumir una actitud que conscientemente consideramos incoherente con nuestras
propias opciones de fondo, y nos falta la fuerza interior, la voluntad, la
decisión, y la autodisciplina necesarias para actuar correctamente[6].
Por
otro lado, los condicionamientos materiales y sociales, que en muchos momentos
nos constriñen a asumir actitudes y criterios que van contra nuestra propia
conciencia. Sobre todo la sociedad, en sus diferentes niveles y aspectos, nos va
empujando y hasta exigiendo asumir como propios, valores y conductas que van
contra nuestra recta conciencia y/o nuestra propia escala de valores.
En
la mayoría de los casos nos resulta sumamente difícil distinguir a cual de los
dos niveles pertenece el problema, ya que como verdaderos «hijos» de nuestra
sociedad tenemos introyectadas esas estructuras negativas. El resultado es, sin
embargo, muy claro: percepción de vivir una permanente incoherencia,
imposibilidad de alcanzar el ideal propuesto, la frustración en áreas
concretas de la vida, la percepción de una real falta de libertad para ser dueño
de la propia vida, etc.
No
es difícil en estas circunstancias el llegar a percibir a la sociedad y a los
otros, como verdaderos «enemigos» de la propia realización. No es difícil
caer en la resignación simplificadora de considerar imposible la propia
autenticidad por culpa de los «demás». Si bien eso no es objetivamente
cierto, lo que sí es cierto es que el intentar vivir en una real coherencia
consigo mismo lleva, en algunos casos, a pagar unos «costos» desproporcionados
o imposibles de asumir con las propias fuerzas.
Frente
a una realidad que se contrapone a una vida en coherencia evangélica, estamos
llamados a desarrollar esa «estrategia vital» de que hablábamos
anteriormente. Sin embargo, esa estrategia para ser éticamente válida, debe
incluir una serie de condiciones importantes.
De la reproducción del sistema a su
transformación.
Antes
de entrar en las condiciones concretas, parece importante describir sucintamente
las diferentes actitudes que puede desarrollar la persona frente a una realidad
social en principio adversa. Lo sintetizaré en cuatro actitudes básicas.
La
primera, la «asimilación al sistema». Es el intento de racionalizar la
situación en una actitud netamente pragmática. La persona acepta el «sistema»
como lo realmente verdadero, considerando lo demás como «ilusiones» o «idealismos».
Así abandona sus propios ideales, asume como válidas las «reglas de juego»
de la sociedad, y trata de ser un «triunfador».
Ya
que se ha renunciado a tener un ideal-utopía alternativo a la sociedad-persona
tal como en la actualidad se le presentan, de lo que se trata es de aprovechar
al máximo el propio sistema, triunfando en el mismo.
Esta
actitud implica de hecho el abandono de todo proyecto personal de vida, el
abandono de los propios valores éticos (pragmatismo ético), e implica también
el dejar que sea la sociedad (a través de los medios de comunicación social,
las situaciones que de hecho le presenta, etc.) la que lo lleve por el camino
que ella quiera. El pragmatismo ético, en el sentido aquí descrito, implica la
total despersonalización ética de la persona por propia voluntad.
La
segunda actitud es la «mediocrización personal». La persona se niega a
abandonar los propios ideales, pero percibe a la sociedad como intrínsecamente
negativa y opuesta a su realización plena.
La
persona pierde entonces toda esperanza de realización real (estado de
permanente desesperanza), va transando en sus valores, se van aceptando como
inevitables situaciones y actitudes contrarias a la propia conciencia, y se
rebaja definitivamente el propio horizonte de realización.
La
persona cae así en una mediocrización consciente del propio proyecto de vida.
En algunos casos se da un fenómeno que podríamos llamar de «doble
personalidad moral», ya que la persona se proyecta auténticamente sólo a un
nivel de su vida, mientras que en los restantes niveles «se sobrevive como sea».
Bastante típico es el caso de quien centra su moralidad en lo familiar
(fidelidad conyugal, padre/madre cariñoso y responsable, etc.), pero que en el
mundo laboral o en el político usa el lema: «la selva es la selva».
También
pude ser que el rebajamiento sea parejo en todos los ámbitos, y que la persona
se vaya dejando resbalar por una pendiente de progresiva conciencia de «indignidad».
En este sentido, muchas veces se escuchan frases como por ejemplo: «se nota que
es joven, ya va a descubrir lo que es la vida en algún momento». Nostalgias,
vivas o pretendidamente olvidadas, de cuando uno se podía mirar fijo en el
espejo y sentirse contento con uno mismo.
La
tercera, consiste en la «evasión de la realidad». En este caso, la persona
hace una dicotomía entre la vida real y la «vida interior» (espiritual,
intelectual, etc.), proyectando a este segundo nivel la propia realización.
Vive la vida real como si nada tuviese que ver con su realización personal o
con su eticidad personal.
Esta
actitud supone un encerrarse en un «globo de cristal» ideológico, que le
impida ver o conocer nada que le «perturbe» la paz interior. Esto genera una
ignorancia culpable, una deformación de toda la realidad, incluida la personal,
un intimismo espiritualista o intelectualista, y una indiferencia de hecho (tal
vez no de «sentimiento») hacia los demás.
Una
variante de esta actitud sería la «radicalidad antisistémica», que pretende
automarginarse de los mecanismos sociales hasta tanto el sistema no cambie (para
no ser «cómplice» del sistema), y que en realidad es también un intento de
evasión, dado que la automarginación total es absolutamente irreal.
Finalmente,
la cuarta actitud es el «compromiso[7]
ético social». Aquí la persona asume el conflicto y la tensión permanentes
que genera la incompatibilidad entre la propia escala de valores y la que la
sociedad le constriñe a seguir.
La
persona busca cambiar la sociedad para que promueva los valores considerados
verdaderos y, simultáneamente, lucha por vivir la mayor coherencia posible en
sus circunstancias concretas. Esto implica que, para ser viable, todo proyecto
de vida necesita tener una «estrategia» de realización, tanto a nivel de las
resistencias interiores como de las resistencias sociales.
De
las cuatro actitudes básicas que hemos presentado, podemos sintetizar en dos
las únicas posturas posibles frente a cualquier sistema social: a) El
mantenimiento y reproducción del sistema (actitudes de: asimilación,
mediocrización-apatía, y evasión), o b) la transformación del sistema
(actitud de compromiso ético).
[1]Eso
es esencialmente lo que hacen los diferentes paradigmas explicativos de la
realidad a todo nivel: paradigmas políticos, químicos, religiosos, sicológicos,
matemáticos, etc. Cada uno pretende explicar la realidad, incluso
globalmente, pero siempre a partir de una simplificación y reducción que
es válida pero que no se puede ignorar.
[2]En
modo alguno estoy sosteniendo la imposibilidad de la «objetividad», sino
únicamente afirmo que la objetividad siempre es relativa porque siempre es
«situada».
[3]Todo
«límite» es siempre una «im-potencia».
[4]¡¡¡
OJO !!! => revisar la frase y poner cita (?).
[5]Esto
ya fue tratado con más detalle al ver el tema del «desarrollo».
[6]Influye
también en este punto la propia historia de claudicaciones que hayamos
tenido frente a situaciones semejantes. La personalidad ética se fortalece
según la persona va exigiéndose coherencia en sus opciones y actitudes
permanentes, y se debilita según la persona va relajándose en su
autoexigencia. La fortaleza de la personalidad ética se construye
trabajosamente, pero a su vez impulsa en un dinamismo que permite cada vez
con mayor facilidad enfrentar las tentaciones de incoherencia. A su vez, el
permanente debilitamiento de la personalidad ética lleva a una dinámica de
falta de autoconfianza progresiva que hace cada vez más difícil asumir
posturas coherentes.
[7]El
término «compromiso», aquí tiene tanto el sentido de «comprometerse
socialmente» (asumir un empeño de lucha fuerte en terreno de conflicto
social), como sobre todo, el sentido de «llegar a un compromiso» (alcanzar
una solución aceptable, que no siendo la ideal es, sin embargo, la mejor
posible en el caso concreto). Ambos sentidos no solamente no son
contradictorios, sino que se exigen mutuamente.