2

ASPECTOS QUE NECESITAN SER PROFUNDIZADOS

El título de este apartado resulta un poco paradójico, ya que todo lo que hemos tratado en este trabajo necesita ser profundizado, y por tanto parecería un título más propio del libro entero. Sin embargo, en este momento simplemente queremos anotar algunos puntos concretos que consideramos claves a la hora de desarrollar una visión global de la propia actuación, y que necesariamente cada uno debe clarificarse.

Nuestro actuar sobre la realidad.

El ser humano, con todo su quehacer, va actuando sobre la realidad. Simplificando un poco, podemos decir que esa actuación es esencialmente transformadora o mantenedora de la realidad tal cual es. Esto se da más allá de la conciencia e intencionalidad de cada uno.

Nadie es totalmente transformador ni totalmente mantenedor, ya que todos y cada uno participa (es parte inseparable) del entramado de estructuras que conforman la sociedad, tal como lo desarrollamos más arriba. Como ser esencialmente estructural, la persona «transforma» y «mantiene», no siempre con coherencia, en los diferentes niveles de la realidad de la que forma parte.

Concretándonos a lo que es el actuar consciente y deliberado, refiriéndonos además a la dimensión «socio-política» en sentido amplio, y no pretendiendo en modo alguno que la realidad se reduzca a esta dimensión, podemos afirmar un hecho que es obvio y a la vez muy difícilmente aceptable: toda acción sobre la realidad la afecta solo parcial y muy reducidamente.

Digo que es obvio, porque nadie puede sostener seriamente que su actuar personal es capaz de transformar por sí mismo la totalidad de la realidad, ni tampoco que pueda transformarla en manera total y definitiva.

Digo que es muy difícilmente aceptable, porque en el fondo de nuestro ser nos resistimos con todas nuestras fuerzas a asumir que en gran medida somos realmente «impotentes» para transformar a fondo la realidad.

Toda acción humana es siempre «micro» en su capacidad de transformación. Por importante que sea la acción en sí, y por importante que sea el agente en la estructura, siempre su capacidad de transformación es «micro». Esto es aplicable, aunque con matices, tanto a las personas individuales como a los grupos organizados.

Las razones de ello son múltiples, pero ciñéndonos a la perspectiva que hemos desarrollado, quiero remarcar especialmente algunos aspectos. El primero de ellos radica en la diversidad y polifuncionalidad de las dimensiones que conforman la realidad.

El concepto de «bien común» de la sociedad como el de «bien integral» de la persona, manifiesta claramente la intrínseca pluralidad real de dimensiones que las integran. Dimensiones no reducibles entre sí, ya que cada una tiene valor en sí misma, y dimensiones no renunciables, ya que cada una es imprescindible. La realidad personal y social es de tal complejidad (porque tal es su riqueza) que no es posible abarcar en un solo discurso ni en un solo planteo. Para enfrentar la realidad, siempre tenemos necesidad de hacer algún tipo de simplificación y de reducción[1], ya que de lo contrario somos desbordados completamente. Esa simplificación y reducción de la realidad es válida en cuanto permite abarcar de algún modo la realidad, no es válida en cuanto pretendiese que explica la realidad total tal cual es.

Si eso es lo que ocurre con el intento de abarcar la realidad a nivel intelectivo, mucha mayor es aún la simplificación y reducción que ocurre a la hora de intentar actuar sobre ella, ya que la capacidad de la mente de pensar e imaginar es infinitamente mayor que la capacidad de actuación positiva que la persona tiene.

Toda actuación es siempre de algún modo puntual, y sus consecuencias para con todas las otras dimensiones de la realidad son, en la práctica, imprevisibles. La realidad está conformada por un entramado de estructuras sociales profundamente entrelazadas aunque respondan simultáneamente a sistemas diversos (culturales, económicos, políticos, etc.).

Estructuras y personas.

A su vez, las estructuras sociales tienen la doble dimensión de ser objetivas e introyectadas simultáneamente. Las estructuras no existen al margen de las personas, sino que están integradas por personas. A su vez, no son sólo externas a las mismas personas sino que se encarnan en ellas, forman parte de ellas, y actúan también desde el mismo interior de las personas.

Es así que toda transformación de la realidad, que es siempre una transformación estructural, debe abarcar tanto la dimensión objetiva como introyectada de las estructuras en cuestión. Pero el propio agente de transformación es también parte de las mismas estructuras, por lo que la transformación implica también su propia auto-transformación.

La imposibilidad de la «objetividad» absoluta[2] frente a las estructuras por varias razones, entre ellas tal vez la más importante porque el propio agente está externa e internamente condicionado por las mismas estructuras, obligan a una permanente revisión de las transformaciones ya operadas a la luz de las modificaciones que sobre el propio agente ha producido, y de ahí a su profundización o corrección. Toda transformación de estructuras conlleva necesarias instancias de evaluación y proceso.

Las transformaciones estructurales siempre son paulatinas. Atendiendo a la misma realidad de objetivas e introyectadas, las estructuras tienen una enorme tendencia a su perpetuación. Los cambios de estructuras objetivas, para ser reales, exigen los cambios de mentalidad y hábitos (dimensión de introyección), so pena de se reimplanten objetivamente una y otra vez.

Los cambios de mentalidad y hábitos siempre son paulatinos y progresivos. No se trata únicamente de «convencimiento» (orden intelectual lógico y argumentativo), ni tampoco únicamente de «decisión» (orden volitivo), sino también de posibilidades y circunstancias objetivas y ambientales. Las transformación de la dimensión introyectada de las estructuras es necesariamente mucho más progresivo y lento que el de la dimensión objetivada de las mismas.

Asumir esta relativa «impotencia» de transformación real de las estructuras, es condición imprescindible para el agente transformador. Partir de una concepción «omnipotente» (personal o grupal) frente a las estructuras, conlleva una obligación «omnipotente» del agente. Tocar los límites reales[3] significa el fracaso y la frustración para quien se consideraba obligado a «poder transformar». Hay que renunciar a ser el «director del universo», para realmente cambiar algo.

Globalidad de las dimensiones relacionales.

El «contenido» de la utopía que guía la intención de transformación de la realidad, debe incluir la globalidad de las dimensiones relacionales: intersociales, sociales, interpersonales e intrapersonales.

Una transformación profunda de la realidad implica todos los niveles de relacionalidad, ya que es de estos que surgen las estructuras sociales. Una utopía que descuidase la transformación de la relacionalidad entre las personas concretas, y de estas con ellas mismas, se haría funcional al cambio de las macro estructuras pero dejaría de lado las personas.

Si la realidad es injusta y opresiva, el proceso de transformación debe apuntar no solamente a la liberación de la sociedad como tal, sino también a la liberación de la opresión entre las personas concretas (entre las que se encuentra también propio agente transformador), así como de la liberación personal de cada persona consigo misma.

Por poner un ejemplo clásico: es imprescindible cambiar toda ley y toda costumbre que implique una opresión sexista (discriminación salarial, etc.), pero para que cambie la realidad de opresión sexista es imprescindible que además cada relación intersexo personal (no dependencia, no diferencia de autoridad, etc.), y que cambie la concepción del otro y del propio sexo que tiene cada persona (no menosprecio, etc.).

La Iglesia latinoamericana ya hace mucho años que acuñó la frase-lema muy claro sobre el tema, que recoge una muy fuerte afirmación bíblica: «no habrá un continente nuevo sin hombres nuevos, y no habrán hombres nuevos sin un continente nuevo».[4]

Hay una única «historia de salvación universal», de la que todos formamos parte. Pero al interior de esa única historia de salvación universal, cada persona vive su propia «historia de salvación personal». No es diferente, ni mucho menos al margen, de la «universal», sino indisolublemente entrelazada. Pero se trata de una «historia de salvación» tan real como la universal.

De ahí la imprescindible unidad entre la «utopía» social a construir, y el «ideal» personal de sí mismo, también a ser construido. Ambos van unidos y participan de un mismo proceso. Es tan falso pretender alcanzar el propio ideal de «hombre nuevo» sin la transformación de la estructuración social, como el construir una sociedad nueva sin una exigencia personal de autotransformación profunda.

Un criterio de verificación de la autenticidad de la lucha por la transformación social, es que ésta abarque también el empeño por la transformación de las relaciones con las personas concretas, y de la relación consigo mismo.

Un criterio de verificación de la autenticidad de la transformación de sí mismo, siguiendo un ideal personal verdadero, es que éste incluya necesariamente la transformación de sus relaciones con cada una de las otras personas, y que abarque también la globalidad de la transformación social.

Contenido y estructura se configuran mutuamente, pero en la práctica existe la tentación de disociarlos, incluso totalmente: creo que me puedo «hacer persona» al margen de cómo trate a los demás y de cómo sea la sociedad que integro; o creo que puedo cambiar la sociedad sin cambiar yo mismo.

La exigencia de transformación.

El cristiano, por vocación, es «radicalmente revolucionario». No se trata de un slogan, ni de una frase que pueda hacer con facilidad y tranquilidad. Es una frase densa y difícil en su comprensión profunda, y muy intranquilizante en su vivencia.

Es «revolucionario», porque la realidad histórica siempre le interpela a ser transformada. Lo es «radicalmente» no por los métodos que utilice, sino porque se trata de una exigencia que surge desde su «raíz»: raíz de la fe en Cristo, y raíz de su ser hombre (hijo de Dios).

Esta frase, que yo sepa, no ha sido así afirmada por el magisterio de la Iglesia dada la ambigüedad que su comprensión masiva tiene por los contenidos ideológicos que ambos términos suscitan, y por la consiguiente manipulación que podría generar. Sin embargo, su esencia está presente a lo largo de todo el magisterio social.

Normalmente se explícita a través de llamados y exhortaciones a buscar formas y modelos alternativos a los vigentes, en todos los ámbitos de la realidad. Otras veces lo hace mediante la condena implícita y/o explícita de los modelos o sistemas que imperan. En otras oportunidades, es el llamado a implementar medidas eficaces (y por tanto diferentes a las vigentes) que encaren y solucionen situaciones concretas.

Hay múltiples formas de manifestar un mismo concepto central que es: «esta realidad no es acorde con el Evangelio, y por tanto indigna (va contra la dignidad) del ser humano».

No se trata de transformaciones menores o circunstanciales, sino que se trata de transformaciones «radicales»: desde la raíz. Con toda claridad la Iglesia ha manifestado a lo largo de su historia, que detrás de todo modelo o sistema hay una determinada antropología, es decir, que hay una determinada concepción del ser humano y del ideal a construir.

Esa antropología conlleva un universo axiológico determinado, que necesariamente debe ser confrontado con el universo axiológico evangélico para discernir el grado de validez que tiene. Se trata de un juicio no solamente sobre los fundamentos teóricos de un sistema, sino ante todo de sus efectos prácticos. Del Evangelio no es posible extraer modelos sociales concretos, pero sí es posible confrontar la validez humanizadora y dignificante de todo modelo social.

En este sentido es famoso el texto de la encíclica Evangelii Nuntiandi (18-19):

"Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5; cfr. 2Cor 5,17; Gal 6,15).

(...) Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación."

Profundidad de la «radicalidad revolucionaria».

Con todo, la razón de la «radicalidad revolucionaria» es aún más profunda. Se apoya en un elemento central de la fe cristiana y que llamamos «Reino de Dios». La vocación esencial del cristiano es a participar activamente en la construcción de esa realidad radicalmente nueva que Dios mismo va generando en la historia.[5]

La realidad social se ve así exigida a una permanente superación, Esa superación no es automática ni pacífica sino que se da exclusivamente mediante la transformación que los mismos hombres van realizando en medio de situaciones conflictivas.

Así, una y otra vez, es posible transformar la realidad para irla encaminando cada vez más profundamente hacia esa realidad plena del Reino de Dios. Se trata de un proceso ininterrumpido (aunque tenga sus altibajos) e infinito. Siempre la realidad puede, y así lo exige, ser transformada en otra aún mejor.

El «Reino» no alcanza su plenitud en la historia, aunque en ella se halle presente y en ella se desarrolle, por lo que en la historia el cristiano se verá siempre exigido de buscar y construir realidades verdaderamente nuevas y más humanizantes.

Se trata justamente de la «anti-resignación». El cristiano, por su propia fe, no puede aceptar la resignación ante la realidad social. Conque mayor sea su indignación ética por la injusticia y deshumanización que encierra, mayor es su «hambre y sed del Reino».

La resignación es rechazada de plano porque, ni esta realidad presente (sea cual sea) es la «mejor posible» (siempre es posible y necesaria otra mejor), ni tampoco para los hombres es «imposible» cambiarla (la propia promesa de Cristo así nos lo asegura). Es Cristo, Señor de la Historia, quien va construyendo el Reino aquí y ahora, y lo hace junto con nosotros. Su Espíritu nos garantiza la fuerza para ello.

«Radicalidad revolucionaria» no implica falta de paciencia histórica, ni implica inmediatismo, ni tampoco implica no asumir las limitaciones personales e históricas que se nos imponen. Como vimos antes, es imprescindible asumir la «im-potencia» de transformar la realidad total, pero ello no significa en modo alguno renunciar a transformarla.

Vivir en una realidad que no es el «Reino» realizado, implica desarrollar una verdadera estrategia vital que haga posible un Proyecto de Vida coherente, en medio de una realidad personal y social que en gran medida se le contrapone.

Una «estrategia» para el Proyecto de Vida.

En el camino de la autenticidad hay muchas dificultades, pero es un camino ciertamente transitable, ya que de lo contrario la felicidad sería imposible, y no solamente todo nuestro ser se revela frente a tal suposición, sino que además la propia experiencia histórica está llena de testimonios (muchas veces silenciosos) de personas que en su autenticidad, y a pesar de muy serias y reales dificultades, fueron realmente felices.

No obstante lo recién afirmado, la experiencia personal en la vida concreta nos hace ser un tanto escépticos acerca de las verdaderas posibilidades que tenemos de alcanzar la felicidad, es decir, de realizarnos como personas. Ese escepticismo nace de la percepción que tenemos sobre la aparente imposibilidad de vivir en verdadera autenticidad.

Si ya parece como nada fácil el descubrir los propios valores y el elaborar un proyecto de vida coherente, mucho más difícil nos aparece el poder llevar coherentemente ese proyecto de vida a la práctica cotidiana. En muchísimas oportunidades nos damos cuenta de que estamos actuando incoherentemente, y así entra en crisis nuestra autenticidad ante nosotros mismos.

Hay dos elementos en los que de alguna manera podemos resumir el cúmulo de dificultades que se nos oponen en el momento de recorrer el camino que sinceramente nos habíamos trazado (nuestro proyecto de vida).

Por un lado, la falta de voluntad personal para asumir siempre las actitudes que consideramos correctas. Muchas veces nos resulta más fácil y más cómodo asumir una actitud que conscientemente consideramos incoherente con nuestras propias opciones de fondo, y nos falta la fuerza interior, la voluntad, la decisión, y la autodisciplina necesarias para actuar correctamente[6].

Por otro lado, los condicionamientos materiales y sociales, que en muchos momentos nos constriñen a asumir actitudes y criterios que van contra nuestra propia conciencia. Sobre todo la sociedad, en sus diferentes niveles y aspectos, nos va empujando y hasta exigiendo asumir como propios, valores y conductas que van contra nuestra recta conciencia y/o nuestra propia escala de valores.

En la mayoría de los casos nos resulta sumamente difícil distinguir a cual de los dos niveles pertenece el problema, ya que como verdaderos «hijos» de nuestra sociedad tenemos introyectadas esas estructuras negativas. El resultado es, sin embargo, muy claro: percepción de vivir una permanente incoherencia, imposibilidad de alcanzar el ideal propuesto, la frustración en áreas concretas de la vida, la percepción de una real falta de libertad para ser dueño de la propia vida, etc.

No es difícil en estas circunstancias el llegar a percibir a la sociedad y a los otros, como verdaderos «enemigos» de la propia realización. No es difícil caer en la resignación simplificadora de considerar imposible la propia autenticidad por culpa de los «demás». Si bien eso no es objetivamente cierto, lo que sí es cierto es que el intentar vivir en una real coherencia consigo mismo lleva, en algunos casos, a pagar unos «costos» desproporcionados o imposibles de asumir con las propias fuerzas.

Frente a una realidad que se contrapone a una vida en coherencia evangélica, estamos llamados a desarrollar esa «estrategia vital» de que hablábamos anteriormente. Sin embargo, esa estrategia para ser éticamente válida, debe incluir una serie de condiciones importantes.

De la reproducción del sistema a su transformación.

Antes de entrar en las condiciones concretas, parece importante describir sucintamente las diferentes actitudes que puede desarrollar la persona frente a una realidad social en principio adversa. Lo sintetizaré en cuatro actitudes básicas.

La primera, la «asimilación al sistema». Es el intento de racionalizar la situación en una actitud netamente pragmática. La persona acepta el «sistema» como lo realmente verdadero, considerando lo demás como «ilusiones» o «idealismos». Así abandona sus propios ideales, asume como válidas las «reglas de juego» de la sociedad, y trata de ser un «triunfador».

Ya que se ha renunciado a tener un ideal-utopía alternativo a la sociedad-persona tal como en la actualidad se le presentan, de lo que se trata es de aprovechar al máximo el propio sistema, triunfando en el mismo.

Esta actitud implica de hecho el abandono de todo proyecto personal de vida, el abandono de los propios valores éticos (pragmatismo ético), e implica también el dejar que sea la sociedad (a través de los medios de comunicación social, las situaciones que de hecho le presenta, etc.) la que lo lleve por el camino que ella quiera. El pragmatismo ético, en el sentido aquí descrito, implica la total despersonalización ética de la persona por propia voluntad.

La segunda actitud es la «mediocrización personal». La persona se niega a abandonar los propios ideales, pero percibe a la sociedad como intrínsecamente negativa y opuesta a su realización plena.

La persona pierde entonces toda esperanza de realización real (estado de permanente desesperanza), va transando en sus valores, se van aceptando como inevitables situaciones y actitudes contrarias a la propia conciencia, y se rebaja definitivamente el propio horizonte de realización.

La persona cae así en una mediocrización consciente del propio proyecto de vida. En algunos casos se da un fenómeno que podríamos llamar de «doble personalidad moral», ya que la persona se proyecta auténticamente sólo a un nivel de su vida, mientras que en los restantes niveles «se sobrevive como sea». Bastante típico es el caso de quien centra su moralidad en lo familiar (fidelidad conyugal, padre/madre cariñoso y responsable, etc.), pero que en el mundo laboral o en el político usa el lema: «la selva es la selva».

También pude ser que el rebajamiento sea parejo en todos los ámbitos, y que la persona se vaya dejando resbalar por una pendiente de progresiva conciencia de «indignidad». En este sentido, muchas veces se escuchan frases como por ejemplo: «se nota que es joven, ya va a descubrir lo que es la vida en algún momento». Nostalgias, vivas o pretendidamente olvidadas, de cuando uno se podía mirar fijo en el espejo y sentirse contento con uno mismo.

La tercera, consiste en la «evasión de la realidad». En este caso, la persona hace una dicotomía entre la vida real y la «vida interior» (espiritual, intelectual, etc.), proyectando a este segundo nivel la propia realización. Vive la vida real como si nada tuviese que ver con su realización personal o con su eticidad personal.

Esta actitud supone un encerrarse en un «globo de cristal» ideológico, que le impida ver o conocer nada que le «perturbe» la paz interior. Esto genera una ignorancia culpable, una deformación de toda la realidad, incluida la personal, un intimismo espiritualista o intelectualista, y una indiferencia de hecho (tal vez no de «sentimiento») hacia los demás.

Una variante de esta actitud sería la «radicalidad antisistémica», que pretende automarginarse de los mecanismos sociales hasta tanto el sistema no cambie (para no ser «cómplice» del sistema), y que en realidad es también un intento de evasión, dado que la automarginación total es absolutamente irreal.

Finalmente, la cuarta actitud es el «compromiso[7] ético social». Aquí la persona asume el conflicto y la tensión permanentes que genera la incompatibilidad entre la propia escala de valores y la que la sociedad le constriñe a seguir.

La persona busca cambiar la sociedad para que promueva los valores considerados verdaderos y, simultáneamente, lucha por vivir la mayor coherencia posible en sus circunstancias concretas. Esto implica que, para ser viable, todo proyecto de vida necesita tener una «estrategia» de realización, tanto a nivel de las resistencias interiores como de las resistencias sociales.

De las cuatro actitudes básicas que hemos presentado, podemos sintetizar en dos las únicas posturas posibles frente a cualquier sistema social: a) El mantenimiento y reproducción del sistema (actitudes de: asimilación, mediocrización-apatía, y evasión), o b) la transformación del sistema (actitud de compromiso ético).



[1]Eso es esencialmente lo que hacen los diferentes paradigmas explicativos de la realidad a todo nivel: paradigmas políticos, químicos, religiosos, sicológicos, matemáticos, etc. Cada uno pretende explicar la realidad, incluso globalmente, pero siempre a partir de una simplificación y reducción que es válida pero que no se puede ignorar.

[2]En modo alguno estoy sosteniendo la imposibilidad de la «objetividad», sino únicamente afirmo que la objetividad siempre es relativa porque siempre es «situada».

[3]Todo «límite» es siempre una «im-potencia».

[4]¡¡¡ OJO !!! => revisar la frase y poner cita (?).

[5]Esto ya fue tratado con más detalle al ver el tema del «desarrollo».

[6]Influye también en este punto la propia historia de claudicaciones que hayamos tenido frente a situaciones semejantes. La personalidad ética se fortalece según la persona va exigiéndose coherencia en sus opciones y actitudes permanentes, y se debilita según la persona va relajándose en su autoexigencia. La fortaleza de la personalidad ética se construye trabajosamente, pero a su vez impulsa en un dinamismo que permite cada vez con mayor facilidad enfrentar las tentaciones de incoherencia. A su vez, el permanente debilitamiento de la personalidad ética lleva a una dinámica de falta de autoconfianza progresiva que hace cada vez más difícil asumir posturas coherentes.

[7]El término «compromiso», aquí tiene tanto el sentido de «comprometerse socialmente» (asumir un empeño de lucha fuerte en terreno de conflicto social), como sobre todo, el sentido de «llegar a un compromiso» (alcanzar una solución aceptable, que no siendo la ideal es, sin embargo, la mejor posible en el caso concreto). Ambos sentidos no solamente no son contradictorios, sino que se exigen mutuamente.