«CONTESTACIÓN» SIN CISMA

EN LA IGLESIA MEDIEVAL

M.‑D. Chenu

«Herejías: la palabra es cómoda y ya está consagrada, pero hoy día es tan equívoca como lo era en la cristiandad medieval». Tal es el juicio de un hombre cualificado por su conocimiento de la Edad Media occidental, M. L. Génicot, profesor de la Universidad de Lovaina[1]. Estas palabras, más que un juicio, encierran una constatación: la ambigüedad del término es la expresión de la ambigüe­dad de las situaciones.

En lugar de dedicarnos a especular abstractamente sobre las nociones de herejía, dogma, ortodoxia, observaremos los hechos, los comportamientos del pueblo de Dios constituido en Iglesia durante el período crítico de los siglos xii y xiii; pues la Iglesia en acto es un lugar teológico cuya densidad concreta no desautoriza ciertamente los criterios teóricos, sino que confiere a las categorías jurídicas y autoritarias cierto relativismo, conforme tanto con la realidad social del hombre como con la verdad del evangelio.

El hecho de que hayamos elegido este período de la Iglesia ‑aproximadamente los años 1130‑1215‑ se debe a que la muta­ción llevada a cabo entonces no procedía de una reforma moral por vía de autoritarismo, como sucedió en tiempos de Gregorio VII, sino que tenía su origen en una sacudida evangélica del pueblo cristiano en y por su solidaridad con una evolución económica­ política de la sociedad. El resurgir del evangelio guarda una gran relación con la transformación del hombre. La connaturalidad, si cabe expresarse de este modo, de esta transformación y de este re­ surgimiento va precisamente a proporcionarnos, con los documentos, los contextos objetivos y los criterios subjetivos de lo que se denomina con el nombre de «herejías».

Con esto tendremos una documentación sólida sobre un período muy caracterizado para poder observar y criticar, en los comportamientos pastorales y en las formulaciones teológicas, las tendencias, las tensiones, las divergencias y las afinidades, las insa­tisfacciones críticas, las marginaciones, los integrismos larvados, las herejías contenidas, las tradiciones y los resurgimientos, los conta­gios y las agresividades, los contrapuntos sutiles que, más o menos conscientemente, trabajan el subsuelo de las comunidades eclesiales, ya muy diferentes entre sí, y reducidas entonces por la fermenta­ción de las diferencias de opiniones en el terreno de lo cultural, espiritual y religioso.

Durante ese período, además, hacen estragos ciertas herejías explícitas, conscientes, organizadas, reconocidas y denunciadas como tales por la gran comunidad, pueblo y jerarcas: en el siglo xii, el catarismo, «herejías del mal», con su dualismo maniqueo, oculto tras la capa de un fervor evangélico, no sólo ejerce su influjo sobre una clientela y en un campo determinado, sino que también ex­tiende su influjo seductor más allá de sus propios partidarios con­fesionales y consigue infiltraciones sospechosas en el rebaño de los fieles. No nos proponemos trazar en este trabajo la tipología de una herejía propiamente dicha; sin embargo> es necesario tener muy presente esta ruptura explícita de la unidad de la fe para poder trazar la geografía de las tensiones y de las fronteras y observar de cerca las contaminaciones que las alimentan. La herejía, al menos en su fase primera, antes de constituirse en nueva ortodoxia, no es algo monolítico, como tampoco lo es la comunidad sobre la que se cierne. Y, por consiguiente, tampoco es monolítica la ortodoxia: las aspiraciones y los fervores de la herejía la estimulan, la penetran al mismo tiempo que la amenazan; también se ve obnubilada por las opciones políticas más legítimas. ¿Son herejes los gibelinos con­tra el papa en Italia? ¿Lo son los tolosanos, adversarios de los cruzados de Monfort en Francia? ¿Es hereje Arnaldo de Brescia, que organiza la comuna de Roma contra los pontífices que han convertido el evangelio en poder? Hay motivos para atribuir un valor relativo a los catálogos de los heresiólogos y sus definiciones, abstractas y tendenciosas a la vez. La contestación en la Iglesia siempre es ambigua; sin embargo, precisamente con sus eferves­cencias malsanas comporta reflexiones que son signo de buena sa­lud. El teólogo a quien la escolástica no ha desarraigado del evangelio considera, más todavía que el sociólogo, el contorno de las aspiraciones y mentalidades con una atención inmensa, por debajo de las «fronteras» de la herejía.

Teniendo en cuenta que el móvil de nuestra investigación es la preocupación por descubrir las servidumbres y desequilibrios de la fe, no nos ajustaremos ‑para desgracia de los historiadores ­a la continuidad cronológica de los acontecimientos espirituales y eclesiales ni a su diversidad geográfica; pasaremos después, libres ya de tener que señalar las evoluciones, a separar las zonas neurál­gicas de las ambigüedades, de las tensiones, de la diversidad de opiniones que dieron pie a la contestación interna, tanto en el cam­po de lo doctrinal como en lo institucional y en las conductas colectivas.

I. MOVIMIENTOS POPULARES

Primera comprobación: estos diversos tipos de toma de con­ciencia y despertar crítico se ponen de manifiesto en los medios populares más en forma de comportamientos que en formulaciones: desde Etienne de Muret a Francisco de Asís, con Norberto el Pre­mostratense o Pedro Valdés, tanto en Milán como en Lyon, entre los patarinos como entre los «humillados», los nuevos profetas no se dirigen directamente a los clérigos. Resulta difícil precisar el im­pacto social de sus conjuros, pero debieron de afectar a la gente sencilla de las ciudades, a los burgueses, jornaleros y menestrales, vagabundos, adeptos de familia, nobles evolucionados; en cualquier hipótesis, sería abusivo reducir las conmociones a conflictos de clase tanto entre los católicos como entre los cátaros, ya que la fermen­tación del evangelio penetra por todas partes. Lo decisivo es el

llamamiento a una población hasta entonces inerte en su conciencia cristiana y como masa amorfa. La Reforma gregoriana había hecho ciertamente un llamamiento a los fieles contra los clérigos prevaricadores; pero, por esto mismo, por su lucha contra los abusos, ten­día a una rehabilitación del sacerdocio y proclamaba la función del sacerdote; la jerarquía no sólo estaba investida del poder de gober­nar en favor del bien común de la sociedad cristiana, sino también del poder de santificar. De este modo, se produce una separación cada vez más honda entre jerarquía y pueblo en una Iglesia «cleri­cal» que actúa por vía de autoridad.

Ahora bien, esta gente sencilla va emergiendo con una conciencia más viva, y desbordando las insignificantes comunidades locales, empieza a advertir a través de los múltiples cambios económicos su solidaridad global. De este modo, llega a formarse una capa hu­mana apta para movimientos populares, caldo de cultivo de semi­marginados de los cuadros jerárquicos. Entre estas gentes se va desarrollando cierta mentalidad anticlerical que, a veces, llega a discutir el edificio doctrinal tradicional, particularmente sus estruc­turas sacramentales, como ocurría en el caso de Pedro Valdés, ex­comulgado en 1184, y el de Amaury de Béne (t 1206), apoyado en una metafísica de corte panteísta; no obstante, lo más frecuente es que se trate de un resentimiento agresivo que no desemboca en la opción (= herejía) por una doctrina contraria a la enseñanza de la Iglesia. Enrique de Lausana, vagabundo apostólico, ataca el poder sacramental de los sacerdotes indignos y la moral conyugal oficial. Hay otros que desprecian las virtudes monásticas por el hecho de estar enfeudadas en sus propias estructuras. La gran ma­yoría acusa a la Iglesia de no estar a la altura de su misión y denun­cia, a veces en términos demagógicos, su incapacidad y su indigni­dad. Se rechaza el dogma de los sacerdotes, se cede a la tentación de un evangelismo superficial; pero estas formas de comportamien­to no están cimentadas en una teología disidente. Entre el gran número de predicadores que hay, destaca la figura de Tanchelm, animador de la comunidad teocrática de Amberes (ca. 1130), acu­sado de gravísimos errores; pero en realidad no es más que un reformador inhábil en la forma de recurrir a los laicos y a las mu­jeres. Eón de Etoile (Odo de Stella + ca 1148) vistas sus extravagancias, parece más un desquiciado psicológico hereje, facilitando con ello el triunfo de la ortodoxia rígida de san Bernardo.

II‑ CONDICIONES SOCIOECONÓMICAS

El segundo tipo de componentes de esta ebullición lo constitu­yen las condiciones socioeconómicas que afectarán a las estructuras de la sociedad y producirán una serie de fisuras en el orden esta­blecido: motivo más que suficiente para correr el riesgo de ser acu­sados de herejía contra una religión que había sacralizado este orden providencial. Una vez que los marcos y los valores del feudalismo pierdan su principal razón de ser y en lugar de ayudar al hombre lo esclavicen, el pueblo cristiano se hará solidario en todas partes de los levantamientos que van buscando la liberación: se conseguirá arrancar a los señores cartas de libertad, incluso cuando esos señores son prelados que disfrutan del beneficio de la sumisión de los siervos que están a su servicio. En cualquier caso, lo que se pone en entredicho es la inteligencia general de la Iglesia con los orga­nismos feudales, tanto en las alianzas y rivalidades de los príncipes como en las condiciones económicas y en la gestión de las administraciones. De este modo, la rebelión de las nuevas clases sociales y la redacción de las cartas de liberación encuentran en general el favor y el apoyo de los movimientos evangélicos y de los «pobres de Cristo». La historia de estos acontecimientos no tiene interrupción: desde la conquista de la independencia de las ciudades lombardas, en 1183, con la paz de Leganno, donde las milicias «burguesas» que habían penetrado a través de la Patavia vencieron al emperador, hasta la redacción de la carta de Bérgamo por el prior de los dominicos, Guala, alrededor del año 1230, y la de Milán con el concurso de Pedro de Verona, también dominico.

Las interacciones son muy intrincadas y confusas: implican la violación del juramento, nudo sacralizador de las relaciones feudales y acto fundamental de la sociedad antigua. Se impugna el valor del mismo no sólo por el hecho de la evolución de las relaciones sociales, sino en nombre del evangelio, lo cual es motivo de que las autori­dades de la Iglesia lancen sanciones, excomuniones y calificaciones de herejía. Esta mezcla de feudalismo decadente y de insurrección política compromete a los grandes potentados, tanto los poderes de los reyes y príncipes como los poderes de los pontífices. Así, los barones y los burgueses, en rebeldía contra el rey de Inglaterra, Juan Sin Tierra, al que consiguen arrancar la «Carta Magna» (1215), caen bajo la excomunión de Inocencio III después de un conflicto pro­longado y amargo. Robert Grosseteste, obispo de Lincoln, justa­mente célebre tanto por su ascendiente cultural como por su poder jerárquico, declara hereje a su adversario, el dominico Jean de Saint‑Gilles (obsérvese que estos personajes pertenecen a las nuevas órdenes religiosas), a quien él y sus compañeros consideran hereje, y le intima a que se aplique a sí mismo la definición formal de herejía, que parece haber olvidado a pesar de ser maestro en teología.

En realidad, según su misma etimología, la noción de herejía puede extenderse, más allá de las confesiones religiosas propiamen­te dichas, hasta las ideologías, que, siendo profanas por su objeto y alcance, exigen un compromiso total del ser humano, la entrega a una causa, con el absolutismo que implica todo destino supremo. Así es el asentimiento profundo y apasionado a una concepción política del mundo, y más todavía si esto sucede en el interior de una colectividad estrictamente uniformada, donde el individuo, so pena de romper con ella, encuentra los medios y los fines de su compromiso. Adhesión totalitaria, llevada hasta el extremo de una sacralización, frente a la cual una discrepancia, una desviación, una «opción», puede ser considerada, en el sentido amplio, pero etimo­lógicamente homogéneo, como una «herejía» ante una «ortodoxia».

Por debajo de estos comportamientos políticos, la totalidad de la vida corriente se encontraba determinada y proporcionaba un campo humano propicio a las denuncias religiosas. La intensa urba­nización facilitaba, en efecto, con la emancipación de los «burgue­ses» una toma de conciencia de la autonomía y las libertades. «El aire de la ciudad hace libre», rezaba un proverbio de aquel tiempo. De hecho, en las ciudades es donde estos «reformadores» encuen­tran su clientela para la herejía, al mismo tiempo que el urbanismo viene a confirmar el arcaísmo de las estructuras socioeconómicas, aunque todavía continuaran siendo eficaces en el mundo rural. La ciudad es la expresión de una determinada concepción de la socie­dad: las nuevas ciudades construidas fuera del castrum feudal. Los cistercienses habían sido los impulsores de la evolución sensacional de la agricultura; no obstante, san Bernardo maldecía las ciudades y sus escuelas; el monje Ruperto de Deutz, ante el crecimiento de las ciudades de Renania, recordaba que Caín había sido el primer constructor de una ciudad. Arnaldo de Brescia (t 1155), promotor de la comuna revolucionaria de Roma como contestación a una iglesia de poderes, había sido discípulo de Abelardo, que a su vez fue un destacado producto cultural de la civilización urbana. Las universidades, verdaderas «comunas culturales», tras haber arran­cado su independencia a los poderes políticos (París 1228), se con­vertirán en la sede de la nueva teología elaborada por las órdenes mendicantes y muy distante de la teología monástica, que respondía a la concepción del mundo feudal. Jacques de Vitry (estudiante en París el año 1187) denunciará de modo violento a las comunas como lugar de pestilencia herética, lo mismo que Etienne de Tour­nai, por entonces abad de Santa Genoveva de París (ca. 1180), re­chazaba la vulgarización de la teología en las plazas públicas fuera de los muros monásticos.

A esto hay que añadir que el desarrollo de la economía de mercado, alimentada por la eclosión de la productividad, imposible en el sistema de estancamiento feudal, provoca una movilidad de las capas altas de la sociedad, tanto en las culturales como en las finan­cieras, movilidad propicia a la difusión de las herejías y que yace en el interior de la nueva economía. Por lo demás, no se trata únicamente de la facilidad de encuentros, de intercambios, de proselitismo, explotados por los nuevos apóstoles en discusiones popu­lares, como lo fueron los debates de Domingo de Guzmán con los albigenses, sino también y sobre todo de actitudes mentales que van adoptando en lo sucesivo, frente a las rígidas estructuras eclesiásticas, hombres acostumbrados a desplazarse frecuentemente y abier­tos a horizontes más amplios. El dinamismo social, típico de la sociedad urbana, favorece efectivamente la formación de actitudes de oposición frente a la rigidez y formalismo crecientes de la mentalidad, cada vez más jurídica, que impera en los ambientes curiales y en la mayor parte de la jerarquía eclesiástica. Es la justificación sociológica de las herejías en la misma medida en que la fe va to­mando consistencia y expresión en una cultura.

III. LA «BUENA NOTICIA» PARA LOS POBRES

La denominación que se atribuyen a sí mismos estos profetas sospechosos es quizá lo que mejor los define, tanto eclesiástica como sociológicamente. Se autotitulan «pobres de Cristo». La po­breza evangélica constituye el resorte místico y económico de esta revolución. El caso más significativo a este respecto, además de otros muchos, es el de Francisco de Asís, no sólo por la virulencia de su fermento evangélico, sino por el absolutismo sociológico de su criterio. A tal extremo llegó, ya es de sobra conocido, que sus discípulos se dividieron unos contra otros, los «espirituales» contra los «Conventuales», como consecuencia de un radicalismo que no quería establecer ninguna clase de pactos con la institución, la cle­ricalización, la codificación y el saber. Su concepción consistía en hacerse solidarios de los marginados, rechazados por la persecución a zonas subterráneas. Historia tan significativa como dolorosa.

Lo que se pone en cuestión es el evangelio, pero entiéndase bien, el evangelio en su estado puro, es decir ' tomado como refe­rencia absoluta, en su misma literalidad, sin ninguna clase de glosa, más allá de toda regla, fuese la de san Benito o san Agustín, que pudiera embotar en sus superestructuras la espontaneidad intrépida de los profetas. El retorno a las fuentes, el recurso a la vida primi­tiva de la comunidad de Jerusalén (Act 2), el mito de los apóstoles (una de las sectas tenía el nombre de Ordo Apostolorum), el re­chazo de la donación de Constantino, que comprometió a la Iglesia, constituyen otros tantos elementos cuyo recuerdo es claramente sub­versivo. La lectura directa del evangelio por los laicos en lengua popular, sin duda alguna, ofrece la ocasión de atacar a los clérigos; sin embargo, más en lo hondo y más allá de toda reivindicación. constituye un redescubrimiento del cristianismo, definido como una vida encarnada en la que Cristo es proclamado como único Señor.

Los pobres, por el hecho de ser testigos virulentos del evange­lio, son temidos, y verdaderamente temibles, tanto en la Iglesia como en la sociedad. La Iglesia se preocupa constantemente en re­cuperarlos, dispuesta a concederles el derecho de predicar, contra el beneplácito de los jerarcas establecidos. Resultaba imposible des­lindar las fronteras de la disidencia, de la herejía, para perseguir a los contestatarios, las más de las veces tan ambiguos.

El beneficio, no sólo de orden moral, sino constitucional ' de este anuncio de la palabra de Dios es la fraternidad, única ley cate­górica del evangelio. San Francisco es el heraldo perfecto de dicha fraternidad: vuelve a crear la imagen y la vocación de hermano; por ello fue uno de los que, en aquellos momentos, cambiaron la histo­ria con una irresistible popularidad evangélica. Hasta nosotros ha llegado su luz mística y apostólica; sin embargo, interesa también discernir las causas y los riesgos en la transformación económica de la sociedad. La aparición de nuevas técnicas provocó, al transformar los modos de producción, un trauma Psicológico en un n que las relaciones sociales feudales mantenían desde hacía cuatro siglos la jerarquía sacral de un paternalismo bienhechor, en que el ideal consistía en llegar a ser el hombre de un hombre. La ética del trabajo se desplaza, al surgir el gusto por la iniciativa y aparecer la abundancia, hacia la promoción del hombre en el seno de comunidades horizontales. No es casualidad que Francisco fuera hijo de un rico comerciante de Asís, lo mismo que sucedió con Pe­dro Valdés en Lyon. En esta coyuntura los mendicantes llegan a ser, aunque parezca paradójico, los confidentes y los garantes de las clases nuevas en una economía de progreso y beneficio.

Siguiendo la lógica de esta fraternidad, por desgracia amorti­guada demasiado rápidamente por la oligarquía burguesa de las ciudades, va a desaparecer la división de la humanidad en tres or­dines: los oratores, los bellatores y los laboratores. Adalbero de Laón había estilizado la fórmula de esta división en tiempos de Hugo Capeto, después del año 1000. Los cristianos forman un cuer­po único; pero la sociedad está establecida en tres estamentos: los sacerdotes, los caballeros y los campesinos; estos últimos no poseen nada que no sea fruto de su trabajo y fatiga, y gracias a ellos pueden mantenerse la función religiosa y la función militar. Sacralización general de la sociedad, donde la palabra ordo, que es un vocablo de tipo religioso, cubre tanto lo espiritual como lo temporal. Este tipo de sociedad se ve disuelto con la rehabilitación del trabajo y la construcción del mundo: los estados de vida, status, sustituyen a los ordines, y los nuevos apóstoles consideran las profesiones de carácter productivo como vocaciones dignas de salvación. Los gre­mios serán por excelencia fraternitates, fraternidades juradas, in­cluida la de los comerciantes, hasta entonces tenidos por malditos. Constituyen la clientela ideal de las nuevas órdenes religiosas, con gran desagrado por parte del clero tradicional, tanto parroquial como monástico. San Bernardo exaltaba el ideal caballeresco, cris­tianizando en provecho del poder sacerdotal la fuerza de los gue­rreros; para Francisco y sus compañeros, los pobres son los más aptos para entender el misterio del Reino.

La vida terrena de Cristo polariza en su amor, su pobreza y sus sufrimientos la fe y el fervor de los creyentes. Ciertamente Dios sigue siendo el Padre, y Francisco le llama siempre el Todopoderoso. Tomás de Aquino construye su Suma Teológica sobre el esque­ma de la creación, emanación y retorno. Sin embargo, con la huma­nización de Dios y del mensaje de Cristo la referencia al Creador ya no comporta una realidad objetiva y eterna, querida por Dios, en una providencia cuya ordenación hace imposible una revolución social. La santidad no consiste en aceptar con sumisión esa concep­ción del mundo, sino, muy al contrario, en cooperar en la construc­ción del mismo de acuerdo con la condición profana de la vocación. La economía cristiana se introduce en la historia ' y el tiempo entra a formar parte del objeto de la teología en lugar de ser una degra­dación de la eternidad. En el fondo de las conciencias y en la am­bigüedad de las mentalidades lo que hay es una contestación socio­económica y espiritual a la vez. El cristianismo se ha desprendido de su función de ideología del régimen feudal, y la hierocracia del Antiguo Testamento deja de ser, a través de la alegoría, el modelo del pueblo de Dios.

IV‑ EL REINO DEL ESPÍRITU

El reino del Espíritu se impone a merced de este despertar, estas esperanzas, este mesianismo. La edad de oro ya no se sitúa en el pasado, y el retorno a la vita apostólica pone en marcha la nueva creación de acuerdo con la promesa de Cristo, que envía al Espíritu. El deterioro de la Iglesia no es más que la provocación a un apo­calipsis, y los profetas anuncian la inminencia del Reino, lo mismo que Cristo lo había anunciado. Ha sonado la hora undécima. Ima­ginación un tanto ambigua porque, por una parte, equivale a decir que el tiempo es breve, relativizándose con ello todos los compor­tamientos humanos, incluso los de la Iglesia instituida; Por otra, se pone de relieve la consumación de los designios de Dios. Espe­ranza legítima, pero que se presta tanto a las ilusiones de los milenarismos populares como a las reformas necesarias. Todo lo cual puede dislocar, junto con las instituciones, los mismos espíritus.

Joaquín de Fiore presenta una expresión sistemática de esas aspiraciones escatológicas en su concepción de las tres edades de la historia de la salvación y en el anuncio de los nuevos profetas que van a inaugurar la era del Espíritu. El entendimiento con los nuevos grupos, especialmente con los franciscanos espirituales, asegurado de antemano. Su historia ya es conocida: se sitúa en la frontera de la herejía. Gerardo París, fue el editor de las tres primeras obras de Joaquín, como «introducción al evangelio eterno». El tiempo de los signos y de lis imágenes está cumplido: he aquí que la nueva Iglesia se acerca. Herejía manifiesta, por su intento de liquidar la Iglesia de Cristo, que todavía proclamará Pedro Juan Olivi (t 1298); herejía que alimentará de manera confusa los brotes de una concepción revolu­cionaria de la historia. Sin embargo, más acá de estas elucubracio­nes, la perspectiva escatológica relativiza oportunamente el estatuto jurídico de la Iglesia terrestre y sensibiliza la economía en el des­arrollo de la historia, lo cual es poner los cimientos de una contestación al mismo tiempo que alimentar una crítica de la sociedad. De igual modo que resulta insensato analizar la fe al margen de sus condicionamientos culturales, también carece de significación definir la herejía al margen de sus raíces sociológicas '.

[Traducción: J. JOSÉ DEL MORAL]

M‑‑D. CHENU

 


 


[1]   Génicot, Le XIII‑ siècle ed Opée, (París 1968) 266.