EVANGELIO Y EVANGELIOS

Jesús Peláez

Universidad de Córdoba

 

La palabra “evangelio”, que significa “buena noticia”, es traducción del vocablo griego euangelion, formado por el prefijo eu (bueno, favorable, feliz, dichoso) y la raíz angell- (traer un mensaje, notificar algo de parte de alguien). En el Nuevo Testamento son tres las palabras que remiten a esta raíz: evangelio, evangelizar y evangelista, que aparecen respectivamente 76, 54 y 3 veces.

 El término euangelion (evangelio) se usa 76 veces en el NT, de las que 60 en los escritos paulinos, ninguna en los evangelios de Lucas y Juan ni en las cartas de Tito, Hebreos, Santiago, 2 Pedro, Juan y Judas.

Esta palabra es de origen persa y aparece desde Homero (Odisea, XIV, 152.166; s. VIII a.C.) con el significado de “propina o recompensa” dada al mensajero que trae la buena noticia de una victoria militar o simplemente una buena noticia de carácter político o personal, que produce felicidad y alegría en los destinatarios.

En griego clásico, euangelion (evangelio) se usa en plural (euangelia) para designar los sacrificios de acción de gracias a los dioses por una buena noticia (gr. euangelia thyein, ofrecer buenas noticias; cf. Aristófanes, Caballeros 656).

En textos contemporáneos a los evangelios y en contexto religioso se indica también con esta palabra la aparición de un “hombre divino”, cuya venida es acogida con alegría. Así se refiere Flavio Filóstrato a Apolonio de Tiana (Vida de Apolonio de Tiana, I, 28); designa también los oráculos o anuncios de algún acontecimiento futuro (cf. Plutarco, Sartorio, 11,7-8; Flavio Josefo, Guerra judía, III, 10, 6, 503) o el anuncio de una victoria o suceso militar (Plutarco, Pompeyo 41,4; Foción 23,6; Flavio Josefo, Guerra judía, IV, 656.2).

En el culto al emperador, “evangelio” designaba la buena noticia de su nacimiento, mayoría de edad, advenimiento al trono e incluso sus discursos y acciones, portadores de paz y felicidad para sus destinatarios. La inscripción de Priene (105,40) del año 9 a. C. celebra el aniversario del nacimiento de Augusto como una fecha “que ha traído al mundo los euangelia o buenas noticias, y su nacimiento como comienzo de una nueva era. La muerte de Domiciano es anunciada también por los mensajeros a la multitud como “evangelio” (Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, VIII, 26-27).

La Versión de los LXX usa dos veces en plural esta palabra con el sentido de “buena noticia”. Así en el libro segundo de Samuel (4,10) dice David: “Si al que me anunció ‘ha muerto Saúl’ creyendo darme una buena noticia (gr. euangelizómenos), lo agarré y lo ajusticié en Sicelag, pagándole así las buenas noticias (gr. euangelia; hbr. besorah), con cuánta más razón cuando unos malvados han asesinado a un inocente -se refiere a Isbaal, hijo de Saúl-, en su casa y en su cama, vengaré la sangre que habéis derramado, extirpándoos de la tierra”. En 2 Sm 18,20.27 y 2 Re 7,9 aparece el sustantivo abstracto euangelía con el significado de “buena noticia”; en 2 Sam 18,22 aparece, sin embargo, con el sentido clásico de “propina recibida por una buena noticia”.

Del sustantivo euangelion deriva el verbo euangelízomai (evangelizar) que se usa ya en Aristófanes (Caballeros 643) con el significado de “dar o pregonar una buena noticia o anunciar un oráculo”. Así aparece también en Isaías (40, 9): “Súbete a un monte alto, heraldo de Sión (lit.: “el que da la buena noticia a Sión”; gr. ho euangelizómenos). La versión de los LXX utiliza el mismo verbo euangelízomai para traducir el hebreo basser, forma intensiva de basar, que aparece frecuentemente en participio mebasser (gr. euangelizómenos el que anuncia buenas noticias, mensajero o heraldo); este verbo se usa principalmente en los Salmos (40,10; 68,12; 96,2) y especialmente en el segundo Isaías (52,7) para expresar la victoria de Dios sobre el mundo y la proclamación de su soberanía: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz (euangelizoménou akoên eirênês; hbr. mebasser), que trae la buena noticia (gr. euangelizómenos ágathá; hbr. mebasser), que pregona la victoria! Que dice a Sión: ‘Tu Dios es rey’”. Con la llegada de este Dios-rey y su ascenso al trono comenzaría en la ciudad santa de Jerusalén una nueva era de paz, justicia y salvación a la humanidad.

En castellano tenemos la palabra “albricias”, de origen árabe y de la misma raíz del verbo hebreo basar (dar -alegrarse con- una buena noticia).

El verbo “evangelizar” aparece 54 veces en el NT, de las que una sola vez en Mateo, 25 en Lucas-Hechos, 21 en las cartas paulinas, 2 en Hebreos, 3 en la primera carta de Pedro y 2 en el Apocalipsis (en este último caso en voz activa, euangelízô; no voz media, como en el resto). Este verbo no aparece en Marcos que utiliza, sin embargo, en siete ocasiones el sustantivo euangelion. En Juan no aparecen ni el verbo ni el sustantivo.

En el judaísmo tardío recurre también la imagen del mensajero que trae buenas noticias, aludiendo a un profeta desconocido, al precursor del Mesías o al Mesías mismo. Este mensajero viene para anunciar la salvación escatológica o de los últimos tiempos (Peshitta R 36 l62a). En los textos de Qumrán (IQH 18, 14) la designación del mensajero como “mensajero de la buena noticia” recuerda claramente a Is 61, 1-2: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor...”, texto aducido por Jesús que se identifica con ese mensajero de la buena noticia a los pobres en Lc 4,18-19.

En la cueva 11 de Qumrán ha salido a la luz un manuscrito con trece fragmentos donde aparecen unidos Is 61,1-2 y 52,7 referidos a la figura escatológica de Melquisedec, personaje propuesto por el texto de Qumrán como el proclamador del jubileo, del año de gracia y de condonación de deudas, presentado como liberador (11QMelq 4-6); este texto concluye identificando a Melquisedec con el mesías sacerdotal y real (11QMelq15-19). De este modo puede verse cómo el evangelista ha centrado las expectativas mesiánicas en Jesús al poner en su boca el texto de Isaías, interpretado en Qumrán en clave mesiánica. Jesús, sin embargo, no se identifica en los evangelios con la imagen de un mesías real político-nacionalista en la línea de David, sino más bien con la del siervo sufriente de Isaías (53,1-13).

Finalmente, el término euangelistês “evangelista”, aparece sólo tres veces en el NT, referido a los predicadores cristianos que anuncian la buena noticia de Jesús, como distintos de los apóstoles (Hch 21,8; Ef 4,11; 2 Tim 4,5).

Con la palabra evangelio, en singular, se designa, por lo común, “la buena noticia del reino o reinado de Dios anunciada por Jesús”. Desde el siglo II de nuestra era con esta palabra, en plural, se indica tanto la predicación oral del evangelio como su puesta por escrito en formato de libro o códice (Ireneo de Lión, Adversus Haereses III, I, 1.8; cf. II,11,7) o sólo el texto escrito de los cuatro libros llamados evangelios (Justino, Apologia, I, 56,3). No se ha conservado ninguna copia de los evangelios en formato de rollo. Las copias más antiguas conservadas de estos libros no llevan nombre de autor y, cuando comienzan a llevarlo, éste se indica con la preposición griega katá que puede designar al autor de esas obras o la tradición proveniente de éste, pudiendo traducirse la expresión por “evangelio según (la tradición de) o de (=escrito por) Marcos, Mateo, Lucas o Juan”.

De los cuatro evangelios, el de Lucas constituía originariamente una sola obra que muy pronto se presentaría en dos volúmenes separados: Evangelio y Hechos de los Apóstoles. De este modo puede considerarse la obra de Lucas el evangelio más completo, pues contiene no sólo la fase de la vida de Jesús del nacimiento a la ascensión, sino también la de la expansión de su buena noticia mediante la predicación de los primeros cristianos desde Jerusalén hasta Roma. En el evangelio de Lucas es Jesús quien anuncia el evangelio; en los Hechos son sus seguidores los que anuncian la buena nueva de Jesús o a Jesús como buena nueva. Estudios de carácter literario han probado la unidad estructural de estas dos obras, hasta el punto de que hay autores modernos que prefieren reunir de nuevo bajo el mismo epígrafe de “evangelio” la doble obra lucana.

El evangelio como género literario peculiar está claramente delimitado como tal desde Justino (s. II). Con frecuencia suele afirmarse de este género literario que no guarda estricta analogía con ningún otro del resto de la literatura antigua y que carece de precedente en la historia de ésta, si bien se acepta que el material evangélico encuentra ciertos paralelos en la tradición religiosa de diversas épocas y lugares, en los que se han agrupado y conservado palabras y acciones de hombres preclaros dentro del círculo de sus seguidores. Esta cuestión merece ser estudiada. Por una parte debe afirmarse que las diferencias de los evangelios con las biografías de la antigüedad helenística contrastan claramente: la persona de los autores de los evangelios es, en realidad, desconocida, y la vida de Jesús, héroe del relato evangélico, no es descrita biográficamente, como suelen hacerlo Plutarco o Suetonio en sus obras. En los evangelios, los acontecimientos de la vida del protagonista se narran desde la óptica de la fe; de ellos interesa más su obra, enseñanza, pasión, muerte y resurrección que sus coordenadas biográficas. En el evangelio de Lucas, el más helenista de los cuatro, se percibe cierto desarrollo biográfico, pues éste antepone a su obra un prólogo, además de la narración del nacimiento (e infancia) y la genealogía de Jesús. Mateo, por su parte, presenta también la genealogía y la narración del nacimiento (e infancia), que son ignoradas por Marcos y Juan.

Dentro del judaísmo no bíblico, el género literario más cercano al evangélico es la colección de tradiciones sobre los dichos y experiencias de los rabinos del tratado Abot, de la Misná. No hay, por tanto, obras en la literatura antigua con posibilidad de ser comparadas rigurosa y estrictamente con los evangelios. La literatura griega contemporánea de los evangelios ofrece prácticamente un único ejemplo de “vida y dichos” de un hombre histórico semidivinizado: la Vida de Apolonio de Tiana de Flavio Filóstrato, escrita en el siglo III; pero esta obra presenta claras influencias de los evangelios cristianos. Para encontrar un paralelo más estrecho a los evangelios hay que remitirse tal vez a las Vidas de los profetas del Antiguo Testamento, subgénero biográfico bíblico en el que, en contraposición con la biografía helenística típica, la función y el oficio o encomienda del profeta priman sobre los datos puramente biográficos. Este parangón puede establecerse especialmente entre la obra de Lucas y los ciclos veterotestamentarios de Elías y Eliseo descritos en los libros primero y segundo de los Reyes. Lucas aplica a Jesús determinados hechos y milagros de estos ciclos: resurrección del hijo de la viuda de Sarepta del ciclo de Elías (1Re 1,17-24), del hijo de la sunamita del ciclo de Eliseo (2Re 4,27-37) y resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17); ascensión de Elías (2Re 2,1-12) y ascensión de Jesús (Lc 24,50-53; Hch 1,9-11); reparto de panes del ciclo de Eliseo (2 Re 4,42-44) y reparto de panes del evangelio de Lucas (9,11-17), etc. Pero, al mismo tiempo, junto con el modelo de las vidas de los profetas debe tenerse en cuenta el parentesco del evangelio con diversas narraciones de la historiografía helenística más inmediata del pasado de Israel como 1 y 2 Macabeos y algunas secciones del Liber Antiquitatum Biblicarum del Pseudo Filón. Del lejano oriente pueden ofrecer cierto paralelo con el género literario evangélico las Vidas de Buda de la antigua tradición pali, que refieren una sucesión de hechos, milagros y dichos de estructura parecida a la de los evangelios sinópticos.

Los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan formaron desde el principio parte del canon o lista de libros considerados como inspirados por las comunidades cristianas primitivas. Desde finales del siglo II, éstas designaron con la denominación de Nuevo Testamento diferentes escritos que se leían en las asambleas cristianas, al tiempo que otorgaban a los textos canónicos recibidos de la sinagoga el título de Antiguo Testamento. Tales textos cristianos, originados a partir de la primera mitad del siglo I d.C., fueron situados en el II, junto a los escritos recibidos del judaísmo, como una segunda colección de textos sagrados. El número de libros que componía esta lista o canon no fue fijo en un principio, pues la autenticidad de algunos de ellos suscitó la discusión muy pronto; así sucedió con los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Santiago, Judas, 2 Pedro, 2 y 3 de Juan y Apocalipsis. A partir del siglo V fueron aceptados en las iglesias de Occidente los veintisiete escritos que hoy forman el canon o lista de libros del NT, encabezando siempre la lista. El canon 24 del sínodo de Cartago (a. 397) enumera los libros canónicos en estos términos: “Además de las escrituras que son canónicas no se lea nada en la Iglesia bajo el nombre de divina escritura. Las escrituras canónicas son las siguientes... (sigue el número de los libros que componen el AT). Los del Nuevo Testamento son: los Evangelios, cuatro libros; los Hechos de los Apóstoles, un libro; etc. …”. En las iglesias orientales de lengua griega hubo que esperar al siglo XII para que cesasen las dudas sobre la canonicidad del Apocalipsis y de algunas cartas canónicas.

La relación más antigua de estos escritos canónicos del NT llegada hasta nosotros es el canon de Muratori, traducción latina del siglo VIII de un documento griego primitivo compuesto por un personaje desconocido quizá hacia el año 200. En esta lista se indican los libros que debían considerarse sagrados en Roma, la principal iglesia de la cristiandad, y cuáles no. Este canon o lista fue descubierto y publicado en 1740 por el medievalista y erudito italiano Ludovico Antonio Muratori, a quien debe su nombre. Se trata de un pergamino de 67 páginas, conservado hoy en la Biblioteca Ambrosiana de Milán que contiene diversos tratados de autores eclesiásticos del siglo IV y V. El canon como tal comienza en el folio 10 y tiene en total unas 85 líneas. El comienzo falta, pero es prácticamente cierto que hablaba del evangelio de Mateo. El texto indica que en aquel tiempo eran ya recibidos en Roma (es decir, “canónicos”) cuatro evangelios, los Hechos de los Apóstoles, trece epístolas de Pablo (sin la carta a los Hebreos), primera y segunda de Juan, la carta de Judas y dos apocalipsis, el de Juan y el de Pedro. En total veintitrés escritos. De los veintisiete que componen el actual canon del NT faltan Hebreos, Santiago, 3 Juan y 1-2 Pedro. El autor añade, además, como “recibida” o “santificada” la Sabiduría de Salomón. Respecto a los cuatro evangelios, indica que están de acuerdo entre sí, porque han sido escritos bajo la guía del “único y principal Espíritu”.

Los cuatro evangelios son obras de autoría personal en las que cada evangelista ha presentado de forma diversa, si bien con muchos puntos de contacto comunes en estructura y contenido, el núcleo del mensaje de Jesús, de su vida y obras desde el nacimiento e infancia (Mateo y Lucas) e inicio de la vida de predicador ambulante (Marcos y Juan) hasta la resurrección (Marcos), diversas apariciones (Mateo, Lucas y Juan) y ascensión (Lucas, Hechos). Los puntos de contacto son mayores entre los tres evangelios sinópticos, a saber los de Mateo, Marcos y Lucas, así llamados por tener una visión o esquema narrativo bastante similar.

De los cuatro evangelios, el de Marcos no refiere las apariciones de Jesús a sus discípulos, sino solamente el anuncio de la resurrección. La obra terminaba originariamente en el v. 8 del capitulo 16 con esta frase: “Las mujeres salieron huyendo del sepulcro del temblor y el espanto que les entró, y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían” (16,1-8). A este final, ya desde muy antiguo –probablemente en el siglo II- se añadió un apéndice o final largo (Mc 16,9-20), recogiendo elementos de los otros evangelios: aparición a María Magdalena (Jn 20,11-18), a los de Emaús (Lc 24,13-35) y a los once (Lc 24,36-39), así como el mandato de misión universal (Mt 28, 16-20) y la ascensión (Lc 24,50-53). Este apéndice no está recogido por los mejores manuscritos (Vaticano y Sinaítico); Eusebio y Jerónimo atestiguan que faltaba ya en los manuscritos a los que tuvieron acceso, pero es ciertamente atestiguado por numerosos manuscritos antiguos, por lo que las ediciones críticas del Nuevo Testamento, así como las traducciones modernas suelen recogerlo. Uno de los manuscritos (el Freerianus, designado con la letra W), que transmite también el final largo, intercaló entre los vv. 14-15, como comentario al v. 14, el fragmento siguiente cuya fecha de composición es indeterminada y que no se encuentra en las traducciones ordinarias de Marcos: “<Este siglo de iniquidad y de incredulidad está bajo el dominio de Satán, que no deja que lo que está bajo el yugo de los espíritus impuros reciba la verdad y el poder de Dios; manifiesta, pues, ya desde ahora tu justicia>. Esto es lo que decían a Cristo y Cristo les respondió: <El término de los años del poder de Satán se ha cumplido, pero otras cosas terribles se acercan. Y yo he sido entregado a la muerte por los que pecaron, para que se conviertan a la verdad, y no pequen más, a fin de que hereden la gloria espiritual e incorruptible de justicia que está en el cielo…>”. A este apéndice se le añadió otro más corto con un léxico totalmente extraño al de Marcos, denominado final breve que dice así: “Han anunciado en compendio todo lo que se prescribió a Pedro y sus compañeros. Después de esto, Jesús mismo envió por medio de ellos, de oriente a occidente, el sagrado e incorruptible pregón de la salvación definitiva. Amén”. Este final breve es transmitido por algunos códices mayúsculos (L, y otros).

Estos añadidos al final del evangelio de Marcos explican lo difícil de aceptar que resultó a los copistas del texto de Marcos el final original (16,8) según el cual las mujeres no comunicaron a nadie la noticia de la resurrección, debido al miedo que tenían. De donde muchos han supuesto que el final original se perdió y el actual final largo (Mc 16,9-20) fue redactado para colmar dicha laguna. De este apéndice se encuentran algunas reminiscencias en Taciano e Ireneo; no es seguro que Justino Mártir (Apol I.45) haga alusión al v. 20 del final primitivo. Sin embargo, este final de evangelio (Mc 16,8) concuerda con la estructura y el núcleo de ese evangelio en el que se muestra que los seguidores israelitas de Jesús siguen apegados a los ideales judíos, defendiendo el privilegio de Israel y se les invita a salir de Jerusalén, capital del sistema judío, para comenzar la misión universal a partir de Galilea. El mensaje de la resurrección se transmitirá, no obstante, a través de otros seguidores no israelitas, entre los que se encuentra el evangelista Marcos, representados en el relato de la pasión por figuras como Simón de Cirene (15,21) y, a lo largo del evangelio por Leví (2,14) y otros personajes procedentes de círculos de Israel homologados a los paganos.

La disciplina de la crítica histórica o de fuentes, nacida en el siglo XIX, partió de la creencia de que los libros bíblicos en su forma actual merecían poca confianza como fuentes históricas, al no ser claros respecto a la cuestión de su autoría y estar cargados de tensiones y contradicciones, razón por la que resulta difícil la reconstrucción histórica de los acontecimientos subyacentes a estos textos. Resultado último de las investigaciones de esta disciplina en el campo de los evangelios sinópticos fue la elaboración de la teoría de las dos fuentes como hipótesis para explicar el origen y formación de los evangelios sinópticos. Según esta, Mateo y Lucas escribieron sus respectivos evangelios a partir del evangelio de Marcos y otra fuente común a los dos, designada con la letra Q (del alemán Quelle, fuente); aunque los autores no se ponen de acuerdo en si esta fuente circuló en una o dos versiones distintas -QMt y QLc- o en si fue meramente oral o llegó a consignarse alguna vez por escrito. Esta fuente habría aportado fundamentalmente el material de logia o dichos y discursos de Jesús no hallados en el evangelio de Marcos y que se encuentra en Mateo y Lucas, cuando éstos coinciden. A estas dos fuentes (Mc y Q), Mateo y Lucas añadieron también algunos materiales propios. La teoría de las dos fuentes se ha propuesto a lo largo de la historia de diversos modos, y sigue siendo en sus puntos principales una buena hipótesis para una explicación global del origen y formación de los sinópticos. Su ventaja respecto a las demás consiste en ser la explicación más sencilla y operativa en conjunto para comparar unos textos sinópticos con otros y explicar las mutuas dependencias.

Para resolver el problema sinóptico se han propuesto muchas otras hipótesis a lo largo del tiempo. Podemos citar tres: en primer lugar, la que, siguiendo una tradición antigua que se remonta a Papías, defendía la prioridad de Mateo, según la cual habría que ver en Marcos un resumen del evangelio de Mateo y en Lucas una composición realizada sobre la base de Marcos y Mateo; en segundo lugar, la hipótesis de los fragmentos, para la que existieron en primer lugar compilaciones individuales de material evangélico más antiguo, “fragmentos”, que fueron reunidos por cada evangelista de diferente manera al confeccionar sus obras; en tercer lugar, la hipótesis del evangelio primitivo, en la que la semejanza y disparidad de los tres primeros evangelios, e incluso del cuarto, se debe a que los autores de los evangelios seleccionaron para sus escritos materiales diferentes en cada caso, tomados de un evangelio primitivo, hoy perdido. Con posterioridad han surgido otras hipótesis como intento de superar la clásica teoría de las dos fuentes. Una de las últimas es la propuesta por Benoit-Boismard, la más compleja, por cuanto ha tratado de reunir o integrar más o menos todas las hipótesis existentes, pero, a nuestro juicio, muy poco práctica. Esta teoría ha sido simplificada por B. Rolland y su novedad estriba en la utilización metodológica no sólo de las partes comunes a los tres evangelistas, sino también la de aquellas que son comunes solamente a Mt-Mc o solamente a Mc-Lc, explicándolas como dos fuentes diversas, muy cercanas entre sí; se trataría de una especie de dos pre-evangelios que Rolland llama respectivamente helenista (las partes comunes a Mc-Mt) y paulino (las partes comunes a Mc-Lc). Éstas, junto con la fuente Q, constituirían las tres fuentes principales de los tres evangelistas en sus partes comunes.

La investigación sobre el origen de los evangelios ha sido objeto de la crítica histórica y ha seguido un largo proceso que ha ido de la “crítica de las fuentes” (de finales del s. XVIII al XIX) a la de “las formas” o “análisis histórico de géneros” (iniciada por H. Gunkel en el estudio del Antiguo Testamento y formulada de modo claro por M. Dibelius y R. Bultmann en la primera mitad del siglo XX) hasta llegar a lacrítica de la redacción”. Cada una de ellas tiene su peculiar visión sobre la formación de los evangelios. La primera, la crítica de las fuentes (en alemán Traditionsgeschichte) pretendía reconstruir la génesis de estas obras teniendo en cuenta las probables fuentes en las que se basan para poder llegar de este modo a descubrir al Jesús de la historia como contrapuesto al Cristo de la fe expresado en los evangelios; la segunda, la crítica de las formas (en alemán Formsgeschichte) consideraba que los evangelios no eran obras unitarias, sino colecciones de pequeñas unidades, reunidas por los evangelistas y transmitidas en una forma literaria original, reflejo del momento de la vida de la comunidad (en alemán Sitz in Leben o situación vital de la comunidad) en la que surgen; la tercera, la crítica de la redacción (en alemán, Redaktionsgeschichte) según la cual los evangelios han seguido un proceso más o menos largo antes de llegar al estado en que los encontramos hoy que va de la tradición oral que transmite colecciones de dichos o hechos de Jesús a manera de hojas volantes escritas hasta la fijación por escrito del relato de la pasión, de noticias de apariciones y de ulteriores colecciones de dichos o hechos de Jesús, como pasos previos a la redacción definitiva de estas obras. Sin embargo, para los autores de la escuela de la crítica de la redacción (que surgen hacia los años cincuenta del siglo pasado) los evangelios no se explican por el simple ensamblamiento o unión de todas esas unidades literarias previas, sino por la mano de un redactor con personalidad propia, que supo unir todos esos materiales y modelarlos en forma de obra literaria de autoría personal con arreglo a sus concepciones peculiares sobre el mensaje de Jesús, a su teología y a la de su comunidad. Esta afirmación resulta hoy ya tan evidente que no puede ponerse en duda. Lo que, dicho de otra forma, equivale a afirmar que, para reconstruir la historia o génesis de los evangelios, no basta con remontarse a Jesús (como hizo la crítica literaria y de fuentes) o a la comunidad (como intentó la crítica de formas, descubriendo las pequeñas unidades que luego configurarían el evangelio y que sirvieron para la liturgia, la catequesis, la polémica con los adversarios, etc. en aquellas comunidades primitivas), sino que hay que llegar a los evangelistas, como verdaderos autores que, sin romper con el Jesús de la historia ni con la comunidad desde y para la que escribían, re-escribieron y re-crearon las tradiciones o textos recibidos a la luz de la experiencia de fe de aquellas comunidades, intentando ser fieles, por una parte, al mensaje originario de Jesús y, por otra, adaptarlo a las nuevas circunstancias de la evangelización. Pioneros de esta escuela fueron en su día especialmente Bornkamm, Marxen, Conzelmann y Käseman que llevaron a los autores posteriores (entre los que destaca, sin duda, J. Jeremias) no sólo a mirar los evangelios como obras unitarias, sino también a iniciar un movimiento de vuelta al Jesús histórico, haciendo ver que, a pesar de que las perspectivas de cada evangelista sean muy diferentes, sin embargo todos ellos muestran un fuerte interés en describir los dichos y hechos del Jesús terreno o prepascual, surgiendo, a partir de entonces, toda una criteriología –siempre cuestionada y cuestionable- para determinar cuáles son los auténticos dichos y hechos (ipsissima verba et facta) del Jesús de la historia. Tal vez el cometido de la exégesis moderna deba ser, de ahora en adelante, unir los tres polos de la investigación y marcar la continuidad que hay entre el Jesús de la historia (crítica de fuentes), la comunidad (crítica de formas) y los evangelistas (como verdaderos autores en el sentido moderno de la palabra), venciendo de este modo el puro historicismo de la primera escuela, el sociologismo de la segunda, para reivindicar con la tercera la peculiaridad y originalidad de cada uno de esos escritos que llamamos “evangelios”.

El lector moderno de los evangelios se debate entre dos polos: la historia que subyace en estos textos y que le preocupa vivamente -por no considerarlo en principio puro mito o invención de los primeros cristianos- y la teología o concepción que cada evangelista tiene al presentar al Jesús de la historia y su doctrina. Aunque tal vez no sea ésta la óptica correcta para situarse ante estas obras que combinan de modo admirable historia y teología sin que, por ahora, se haya encontrado el bisturí que pueda separar con absoluta seguridad en el texto la una de la otra. Ciertamente los evangelios no son una biografía histórica del personaje de Jesús de Nazaret, aunque contienen datos que remiten al Jesús de la historia, pero tampoco son pura teología o interpretación desconectada completamente de la realidad histórica de Jesús y de la de sus primeros seguidores. Estos dos polos, historia y teología, admirablemente combinados explican, al mismo tiempo, la coincidencia básica en el núcleo del mensaje de Jesús presentado por los cuatro evangelistas y las diferencias de óptica de cada uno de ellos al adaptar ese mensaje a las nuevas circunstancias.

De la lectura de los cuatro evangelios se deduce que el núcleo del mensaje o buena nueva de Jesús consiste en el anuncio de la nueva realidad –formulada por cada uno de modo diverso- del reino-reinado del Dios-amor, cimentado básicamente en el mandato positivo del amor mutuo que debe practicarse, llegado el caso, hasta con los enemigos y hasta la muerte, si esta fuese necesaria para afirmar los valores del reino. El amor mutuo no será posible sin la triple renuncia a la ambición de poder, de dinero y de honores, fundamentos del orden mundano injusto.

La expresión reino-reinado de Dios o de los cielos ha sido malinterpretada con frecuencia identificándola con el reino de Dios en el más allá (reino de los cielos) o con el cielo mismo donde Dios, según las expectativas fariseos, “pondría los puntos sobre las íes” del comportamiento humano, pagando a cada uno según sus obras. Sin embargo, una lectura libre de prejuicios de los textos evangélicos muestra cómo estos inciden directamente en el más acá de la comunidad cristiana inserta en el mundo y presentan lo que podríamos llamar con palabras modernas “una alternativa de sociedad” o, mejor, las pautas de una “sociedad alternativa” que se hacen visibles en la comunidad cristiana en la que se manifiesta el reinado de Dios. A los miembros de esta sociedad se les garantiza que quien dé la adhesión a Jesús y a su estilo de vida, esto es, quien crea en él, tiene ya desde ahora la vida definitiva, plenamente manifestada en Jesús al romper la barrera de la muerte y dejarse ver vivo a los suyos tras la resurrección.

De modo que ser cristiano según los evangelios consiste en dar testimonio en la vida de la resurrección de Jesús, poniendo en práctica su escala de valores e intentando crear un mundo nuevo dentro de este viejo mundo dominado por el mal. Jesús es el mensajero o anunciador de la proximidad del reinado de Dios que exige una respuesta radical por parte de sus oyentes. Este anuncio del reinado de Dios es característico del Jesús de la historia, pues después de su resurrección el contenido del kerygma o predicación cristiana no será ya el reino de Dios, sino el anuncio de Jesucristo, crucificado por nuestros pecados, resucitado según las Escrituras al día tercero y constituido y revelado por Dios como hijo suyo.

El anuncio del reino de Dios es un mensaje de alegría y dicha especialmente para los pobres u otros asimilados a éstos (los que sufren, los sometidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que prestan ayuda, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los que viven perseguidos por su fidelidad), como se expresa en el sermón de la montaña (Mt 5,3-12). El evangelista Lucas, por su parte, junto a cuatro bienaventuranzas (los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los odiados por los hombres) añade otras tantas lamentaciones contra los ricos (Lc 6,20-26), que se desentienden del dolor de los pobres, y a los que, al excluirse del reino de Dios por no abandonar su riqueza, se les anuncia un futuro de miseria y lamentos.

La solución a la pobreza que padece la humanidad tiene su mejor salida en esta sociedad alternativa, que los evangelistas denominan como reino de un Dios, cuyo reinado se hace visible en la comunidad cristiana que pone en práctica las bienaventuranzas. Esta comunidad de seguidores de Jesús acoge en su seno, como Jesús lo hizo, a los pecadores y excluidos del pueblo: mujeres, niños y enfermos de toda clase, principales destinatarios del anuncio de la buena noticia: “No sienten necesidad de médico los que son fuertes, sino los que se encuentran mal. Más que justos, he venido a llamar pecadores” (Mc 2,17), palabras de Jesús que no están desprovistas de ironía hacia los fariseos letrados que se consideran “justos” y se escandalizan de su actitud de acogida hacia quienes se sienten social y religiosamente rechazados. Esta actitud de acogida de Jesús y de sus seguidores aparece reflejada de modo destacado en las parábolas, género literario utilizado solamente por Jesús en el Nuevo Testamento, y que debe característico del Jesús histórico. Las parábolas de la oveja perdida (Mt 18,12-14; Lc 15,4-7; Ev. de Tomás 107) y de la dracma (Lc 15,6-10), las del hijo pródigo (15,11-32), de los invitados a la boda (Mt 22,1-13; Lc 14,16-24; Ev. de Tomás 64), del samaritano (Lc 10,30-37) y del fariseo y el recaudador son expresión de esta actitud acogedora de Jesús y los suyos hacia los excluidos del sistema judío.

Aunque este mensaje es común a todos los evangelios, cada uno de ellos presenta un perfil de Jesús bien diferenciado.

Así Mateo, que se dirige a una comunidad de lengua griega y de mayoría judía creyente, presenta a Jesús como el Mesías enviado por Dios o nuevo Moisés, para lo que recurre constantemente a las antiguas escrituras, consideradas como profecía de la nueva realidad que se manifiesta en Jesús. Mateo no utiliza, como veremos que hace Marcos, la palabra evangelio de modo absoluto, sino que siempre añade alguna aclaración o precisión como «evangelio del reino» (4, 23; 9, 35; 24,14) o «este evangelio» (26, 13; cf. también, 24, 14). Jesús y el evangelio no se identifican en Mateo, siendo aquél más bien el que proclama (gr. keryssein, de donde el término técnico kerygma para designar la predicación del evangelio en la comunidad cristiana primitiva) el evangelio especialmente con su enseñanza; serán los discípulos los que tendrán que anunciar la buena noticia de Jesús en el mundo entero, identificando en este caso al evangelio con Jesús mismo (Mt 24, 14; 26, 13).

Marcos, que escribe para cristianos no provenientes del judaísmo, muestra a Jesús como el Hijo del hombre, esto es, aquel en quien se realiza la plenitud humana; esta figura del Hijo del hombre es bien distinta de la imagen del mesías que predominaba en tiempos de Jesús, como restaurador de la hegemonía de Israel sobre los demás pueblos de la tierra. Marcos insiste especialmente en la universalidad de un reino que rompe las fronteras estrechas del pueblo judío. Este evangelista suele utilizar la palabra “evangelio” de modo absoluto (gr. to euangelion, expresión que recurre seis de las ocho veces que la utiliza, si incluimos la cita de 16,15) o determinada por el genitivo “de Dios” (Mc 1,14) o “de Jesús Mesías” (Mc 1,1), dando a entender que sus destinatarios comprenden perfectamente su significado y alcance. Marcos es, por lo demás, el único de los cuatro evangelistas que pone la palabra evangelio al comienzo de su obra que se abre con estas palabras: “Orígenes de la buena noticia de Jesús, Mesías, hijo de Dios”, identificando a Jesús con la buena noticia que nos trae. Esta buena noticia es la obra salvadora de Jesús para el individuo y para la sociedad humana, el reinado de Dios (1,14-15), aunque, al mismo tiempo, es la persona de Jesús mismo que establece ese reinado.

Lucas, que presenta a Jesús como salvador, sigue básicamente el esquema de Marcos, con muchos datos nuevos, unos comunes a Mateo –provenientes de la fuente de logia denominada Q - y otros propios. En este evangelio, Jerusalén ocupa el punto central, desde donde, en palabras de Simeón (Lc 2,32), Jesús será mostrado como “luz que es revelación para las naciones” (término que designa a las naciones paganas)” manifestada en Israel (“y gloria de tu pueblo Israel”).

Llama la atención que la palabra evangelio no aparezca en el evangelio de Lucas y sólo dos veces en el libro de los Hechos: en 15,7 donde Pedro afirma que “Dios lo escogió para que los paganos oyeran de mi boca el mensaje del evangelio y creyeran” y en 20,24 donde es Pablo quien considera que su servicio a la causa de Jesús consiste en “dar testimonio de la buena noticia del favor de Dios”, una buena noticia que él ha anunciado por igual a judíos y paganos, al afirmar (20,21) que “ha instado lo mismo a judíos que a griegos al arrepentimiento que lleva a Dios y a dar la adhesión a nuestro señor Jesús”. Evangelio se identifica, por tanto, en Lucas con la predicación de la buena nueva por parte de Pedro y Pablo. No obstante, Lucas utiliza frecuentemente en su obra el término “evangelizar” muy en línea con el sentido helenístico de “predicar o anunciar una buena noticia que trae paz y felicidad” a sus destinatarios. Este verbo aparece 25 veces en la obra de Lucas, de las que 10 en el evangelio y 15 en los Hechos de los apóstoles, de un total de 53 en el NT. Unas veces ese evangelista no precisa en qué consiste la buena noticia, otras tiene por complemento el reinado de Dios (Lc 4,43; 8,16,16; Hch 8,12); otras es Cristo Jesús (Hch 5,42;8,35; 11,20) y su resurrección (Hch 17,18) o el mensaje del Señor (ton logon, Hch 8,4; 15,35) o la paz por medio de Cristo Jesús (Hch 10,36) o la promesa hecha a los padres y cumplida en la resurrección de Jesús (Hch 13,32).

El cuarto evangelio presenta -con una estructura muy peculiar y diferenciada de los restantes evangelios y un lenguaje de alto contenido simbólico- a un Jesús que, desde el principio, muestra el designio o proyecto de Dios que culmina la creación del hombre comunicándole su Espíritu. Esa nueva creación se ve asediada constantemente por la tiniebla, que equivale al orden humano injusto. De ahí la necesidad de un salvador o Mesías que haga salir al hombre de la esclavitud en que se encuentra y culmine en él la obra creadora, llevándolo a ser hijo de Dios. Este es el núcleo del evangelio de Juan en el que no aparecen nunca las palabras evangelio o evangelizar, que son sustituidas por el verbo martyrein dar testimonio (75 veces en el NT de las que 33 en el cuarto evangelio, 10 en las cartas de Juan y 4 en el Apocalipsis) y el sustantivo martyría testimonio (37 veces en el NT repartidas de este modo: 13 en el evangelio de Juan, 10 en las cartas de Juan y 9 en el Apocalipsis).

En Pablo la palabra “evangelio” se ha convertido en un término crucial. Llama la atención el abundante uso que hace de éste en sus cartas (52 veces), hasta el punto de que algunos consideran que incluso Marcos, el más antiguo de los evangelistas, tomó esta palabra del léxico de Pablo. Más bien hay que pensar que este término designó desde muy pronto en las comunidades cristianas primitivas el contenido del mensaje de Jesús y que, tanto Marcos como Pablo, lo debieron tomar del uso común del mismo por parte de estas comunidades para designar la buena noticia de Jesús y del reino. Sin embargo, en Pablo, a diferencia de los evangelistas, el evangelio no se expresa ya en clave narrativa, mediante la transmisión de palabras, discursos o narraciones relativas a Jesús, sino a manera de formulación teológica conceptual. Mientras Marcos, los sinópticos y, en buena medida, Juan muestran “la buena nueva de Jesús” presentando al “Jesús que anuncia la buena nueva con palabras y obras”, en Pablo éstas han pasado a un segundo término junto con todos los elementos de la vida del Jesús histórico, para convertir su evangelio en la formulación teológica central de toda su teología, a saber, que “por la muerte y la resurrección de Jesús Dios ha brindado ya la salvación al mundo, de modo que ya no hay dos mundos, judíos o paganos, sino uno solo gracias a Cristo Jesús”, como afirma en la carta a los Gálatas (3,28): “Ya no hay más judío ni griego; esclavo ni libre, varón o hembra, pues vosotros hacéis todos uno, mediante el Mesías Jesús; y, si sois del Mesías, sois por consiguiente descendencia de Abrahán, herederos conforme a la promesa”. El evangelio, según Pablo, se opone a la Ley, representando éste lo nuevo y aquélla lo antiguo, al igual que, en vida de Jesús, éste opone el amor (lo nuevo) a aquélla (lo antiguo). En Pablo las expresiones “evangelio de Dios” o “de Cristo” tienen un doble significado difícil de precisar en cada momento, pues designan tanto “la buena noticia que Dios trae a través de Jesús” o “a Jesús como buena noticia de salvación para todos, judíos o paganos”. Allí donde se anuncia la buena noticia del evangelio, ésta se convierte en “fuerza de Dios para salvar a todo el que cree, primero al judío, pero también al no judío, pues por su medio se está revelando la amnistía que Dios concede única y exclusivamente por la fe, como dice la Escritura (Hab 2, 24): “El que se rehabilita por la fe, vivirá” (Rom 1, 16). El cristiano debe vivir a la altura de esta buena noticia del Mesías, siendo fiel a ella (Flp 1, 27), experimentando y colmando de este modo su esperanza de salvación (Rom 1, 16; 1 Cor 15, 2; Col 1, 5.23).

Este evangelio tiene ya en Pablo como destinatarios no sólo a los judíos, sino también a los paganos o gentiles, de los que él se siente apóstol cuando afirma al comienzo de la carta a los Romanos: “Esta buena noticia, prometida ya por sus Profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo que, por línea carnal, nació de la estirpe de David y, por línea de Espíritu santificador, fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza a partir de su resurrección de la muerte; Jesús, Mesías, Señor nuestro. A través de él hemos recibido el don de ser apóstol, para que en todos los pueblos haya una respuesta de fe en honor de su nombre” (Rom 1, 1-5; Gál 1, 16). De este modo la buena noticia del evangelio sale de las fronteras limitadas del Israel histórico, “haciendo que los paganos alabasen a Dios por su misericordia” (Rom 15, 9), no sin haber mostrado Pablo, antes de establecerse en Roma, constante resistencia a considerar que la salvación de Dios se ofrece a todos por igual y que Dios no hace acepción de personas, como aparece claro a lo largo del libro de los Hechos, donde Pablo anuncia habitualmente el evangelio en primer lugar a los judíos y, en segunda instancia, cuando es rechazado por éstos, a los paganos. Así afirma que se siente “en deuda con griegos y extranjeros, con instruidos e ignorantes; de ahí mi afán por exponeros la buena noticia también a vosotros los de Roma. Porque yo no me acobardo de anunciar la buena noticia, fuerza de Dios para salvar a todo el que cree, primero al judío, pero también al no judío…” (Rom 1, 14-16).

De modo más tajante expresa Pablo su claro convencimiento de la universalidad del evangelio al final del libro de los Hechos, que representa el culmen de su conversión al universalismo de Jesús, cuando, dirigiéndose a los judíos, debido al rechazo que el evangelio ha sufrido por parte de éstos a lo largo de su viaje desde Cesarea a Roma, proclama lo siguiente: “Con razón dijo el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías: ‘Ve a ese pueblo y dile: Por mucho que oigáis no entenderéis, por mucho que miréis no veréis, porque está embotada la mente de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos: para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con la mente, ni convertirse para que yo los cure’ (Is 6,9). Por tanto, enteraos bien de que esta salvación se ha destinado a los paganos; ellos sí escucharán” (Hch 28,25-28). El mismo convencimiento muestra ya en la carta a los Gálatas al afirmar que “se le ha confiado anunciar la buena noticia a los paganos como a Pedro a los judíos, pues aquel que capacitó a Pedro para la misión de los judíos me capacitó a mí para los paganos” (Gál 2,7-8; cf Gál 1,15-16).

Asociados con evangelio y evangelizar aparecen en el Nuevo Testamento verbos como keryssein anunciar, katangellein proclamar, lalein ton logon hablar, contar el mensaje, didaskein enseñar, didakhé enseñanza, didaskalía doctrina, paradidónai transmitir, homologein confesar y martyrein testimoniar.

Fuera de los Evangelios, los Hechos de los apóstoles y las Cartas de Pablo el término “evangelio” se atenúa hasta casi desaparecer. Las pocas apariciones de esta palabra se encuentran en la carta a los Hebreos (4,2-6) donde se habla de la buena noticia recibida a la que hay que hacer caso para entrar en la nueva tierra prometida. En esta línea se encuentra igualmente la primera carta de Pedro, donde se muestra cómo el evangelio está en la base del proceso de salvación y se exhorta a vivir según las exigencias de la fe, avisando de las consecuencias de la mala conducta. La fe o adhesión al mensaje de Dios libera del pasado y hace capaz al cristiano de amar a los demás. Esta no es una semilla humana, sino divina, que comunica vida y “esa es la palabra que os anunciaron” (1 Pe 1,25).

Para el autor del libro del Apocalipsis, por último, obra en la que el término “evangelio” aparece una sola vez, este coincide con el mensaje de Dios como anuncio decisivo de salvación en la historia: “una buena noticia permanente para anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, raza, lengua y pueblo” (Ap 14,6).

Los autores de los primeros escritos cristianos, como acabamos de ver, dieron un significado nuevo y específico al término evangelio y sus derivados, al identificarlo no ya con la propina o recompensa dada al mensajero que trae la buena noticia de una victoria de carácter militar o de ámbito político (el nacimiento del emperador) o personal, ni con los sacrificios de acción de gracias a los dioses por una buena noticia, ni con los oráculos o anuncios de algún acontecimiento futuro, ni con la aparición de un hombre divino, como se hacía en el mundo griego helenístico, sino con la buena noticia del reinado de Dios, anunciado por Jesús y el anuncio, por parte de sus seguidores, de la buena nueva de la muerte y resurrección de Jesús a todos y, muy especial, a los oprimidos de cualquier clase, llevando así a cumplimiento las antiguas promesas de salvación expresadas por los profetas. Jesús y su evangelio o el evangelio de Jesús se convierten de este modo en el referente vital de los grupos o comunidades cristianas, cuyo objetivo era la escucha y puesta en práctica de esta buena noticia y el anuncio de la misma hasta los confines del mundo entonces conocido.

Junto a los cuatro evangelios canónicos surgieron en las comunidades cristianas primitivas los evangelios apócrifos (lit.: escondido aparte, sustraído a la vista, secreto) que intentan colmar las lagunas que presentan los evangelios canónicos, centrándose principalmente en la infancia y la pasión de Jesús. Los apócrifos reflejan la teología popular del tiempo y delatan con frecuencia tendencias gnósticas. Algunos de ellos están datados en torno al siglo II, entre los que destacan el Evangelio de Tomás, el Evangelio de los Nazarenos y los de los Hebreos, los Egipcios y los Ebionitas, así como el de Pedro o el Protoevangelio de Santiago. Otros como la Dormición de María, la Historia de José el Carpintero y el Evangelio árabe de la infancia están datados a partir del siglo IV. Esta literatura evangélica apócrifa, que contiene en rarísimas ocasiones palabras auténticas de Jesús, es muy interesante, no obstante, para la reconstrucción de la evolución del pensamiento cristiano en los primeros siglos del cristianismo, mostrándose éste desde los inicios como un movimiento sumamente plural. La iglesia primitiva, sin embargo, no aceptó estos libros como literatura inspirada y, por esto, no quedaron incluidos en el canon o lista de libros del Nuevo Testamento.

Bibliografía: U. Becker, “Evangelio” en L. Coenen, E. Beyreuther, H. Bietenhard, Theologisches Begriffslexikon zum Neuen Testament, Brockhaus 1971 (trad. española, Sígueme, Salamanca 1980); R. Fabris, “Vangelo” y R. Fusco, “Vangeli” en P. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda, Nuovo Dizionario di Teologia Biblica, Paoline, Milán 1988; A. Piñero - J. Peláez, Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos, El Almendro, Córdoba 1995; J. Mateos- L. A. Schökel, Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 21987.

 

Jesús Peláez

Universidad de Córdoba