La Misión en Contexto en América Latina.

cambios en el contexto que condicionan la misión de hoy

 

 

José María VIGIL

 

 

 

 

 

Publicación en papel: Misiones Extranjeras 182-183 (junio 2001) 160-169

 

 

La nueva problemática a la que debe enfrentarse la Misión en AL es demasiado amplia como para reflejarla y comentarla en unas pocas páginas. Lo que aquí anotaré será simplemente una panorámica esquemática, y unas sugerencias de soluciones o nuevos planteamientos a adoptar.

Aclararé diciendo que por “Misión” estamos entendiendo en este texto la “gran Misión cristiana”, el quehacer de los seguidores de Jesús en su más abarcador sentido. La tarea “misionera-misional” es una concreción de aquella “gran Misión” y por ella está condicionada. Su abordaje más particularizado -que aquí no pretendemos- necesitaría ulteriores especificaciones.

Agruparé los desafíos de la Misión hoy en AL en cinco frentes, más por metodología que por sugerir que en la realidad sean de ese modo separables.

 

 

1. Cambios socioeconómicos

¿Qué cambios se han dado en AL en el campo socioeconómico que puedan afectar a la Misión? Diríamos que, ante todo, hay un cambio fundamental que, visto más a fondo, representa una simple continuidad de la situación anterior. Me refiero a tan proclamada “globalización” o mundialización de la economía. Esa sería la gran novedad. Si hace 30 años el problema era la “dependencia” y el “desarrollismo”, hoy estos problemas han derivado en globalización y exclusión. El elenco de los elementos que componen el fenómeno es muy conocido:

-         concentración de la riqueza y profundización de la pobreza con el establecimiento e implantación creciente del neoliberalismo;

-         mercado llamado “libre”, que queda –cada vez más- en manos de las grandes corporaciones multinacionales, y expulsa a los pequeños y medianos empresarios, y a los microproductores (al final el mercado libre va a ser simplemente oligopólico);

-         disminución creciente de la oferta de trabajo por efecto de la automatización y las nuevas tecnologías, aumento del desempleo, crecimiento exorbitado de la economía informal (en AL más del 50%), aumento de la población “excluida”;

-         pervivencia y crecimiento de la deuda externa, llegando al extremo de que hay países en el Continente que pagan más por el servicio de la deuda que a todos los funcionarios del Estado (el año 2000 y su jubileo no han resuelto la crisis de la deuda, apenas la han suavizado para algún caso más desesperado)…

Como se ve, los nombres son nuevos, pero las realidades profundas no parecen distintas. La “figura” o “formación” económica ha cambiado de aspecto, pero estructuralmente, el “fenómeno humano” ahí presente es el mismo -a la luz de la ética y de la fe- que el que se daba en el capitalismo clásico, pero renovado y profundizado ahora por la hegemonía neoliberal, por la ausencia de contraparte (el socialismo) y por la dimensión mundializada con la que ha llegado a abarcar todo el “sistema-mundo”.

Se trata de una injusticia masiva que genera procesos cada vez más amplios de exclusión de personas y pueblos, que pasan a ser poblaciones que no cuentan, sencillamente excluidas. Como decimos, estructuralmente, el fenómeno humano que late debajo de toda esa figura o formación socioeconómica, leído como una radiografía hecha a la luz fe la justicia/injusticia, evoca con encomiable fidelidad la misma perseverante opresión de los pobres que arranca de los remotos tiempos bíblicos. La actual “figura” económica no ha hecho sino radicalizar la situación en su contenido suavizándola en su apariencia.

La Misión sigue teniendo pues ahí, ante sí, fundamentalmente, la misma realidad humana ante la que se enfrentaron los profetas y los misioneros profetas. El mundo neoliberal es muy nuevo (“neo”, moderno y hasta postmoderno), pero a la vez muy viejo y poco original. Por eso, la Misión no tiene en este campo socioeconómico mucho que improvisar ni inventar: simplemente debe aquí ser fiel a sí misma y a su herencia profética. Nos referimos, claro está, al nivel de lo fundamental; las mediaciones concretas son las que cambian, en un nivel más superficial.

 

 

2. Cambios psicológicos y culturales

La situación psicológica del Continente es radicalmente distinta –aquí sí- a la de hace 30 años. Aquellos eran los años de efervescencia política y de renovación social, de esperanza utópica y militancia revolucionaria. Tomando como referencia el símbolo europeo del cambio de época, José María Mardones ha dicho con frase lapidaria: “la caída del Muro de Berlín indica el fin de una política entendida como promesa de liberación; el fin de la visión teológica de la política; nos hallamos ante el fin del mesianismo político y religioso” (Neoliberalismo y religión, Verbo Divino, Estella, 1998, pág. 45).

El fenómeno del que Mardones quiere levantar acta es fundamentalmente cultural, pero tiene una correspondencia directa con un fenómeno psicológico social colectivo. (En otra parte he sostenido la tesis de que en AL la militancia atraviesa una “depresión psicológica” colectiva (cfr “Aunque es de noche. Hipótesis psicoteológicas sobre la hora espiritual de América Latina en los 90”, Envío, Managua 1996; Acción Cultural Cristiana, Madrid 2000; ediciones también en Colombia y São Paulo).

La última década del siglo XX asentó el “desfallecimiento utópico”, la desesperanza y una profunda depresión psicológica en los militantes. Diríamos que en esta hora, lo cultural y lo psicológico se refuerzan mutuamente, y en sentido negativo precisamente.

Aunque lo que “fracasó” con el muro de Berlín no fue, al fin y al cabo, sino el experimento bolchevique, uno más en la larga historia de intentos por construir una sociedad más fraterna, el caso es que la atmósfera utópica y mesiánica en que todos aquellos intentos militantes y esperanzados se desarrollaron, ha desaparecido en muchos sectores y en la sociedad como conjunto cultural. Ya no es posible, para muchos, pensar el mundo en coordenadas de transformación histórica y liberación. La conciencia de fracaso de los intentos revolucionarios realizados en los últimos tiempos, han calado profundamente en el subconsciente colectivo de la sociedad. Se ha perdido la “inocencia idealista”, y la sociedad ha quedado vacunada contra todo planteamiento utópico-mesiánico; el ciudadano moderno actual neoliberal se “ruboriza” ante la sola presencia de una utopía mesiánico-escatológica, o se sonríe benévolamente. Se ha hecho escéptico, pragmático, incrédulo ante las utopías, vuelto hacia el aquí y ahora sin concesión alguna para devaneos mesiánicos.

El “pensamiento único” dominante inculca la inviabilidad de todo cambio, la imposibilidad de encontrar una alternativa, el convencimiento de estar en “el mejor de los mundos posibles”, el “final de la historia”, con la consiguiente desesperanza de parte de los otrora militantes de la transformación social y la liberación de los pobres.

¿Cómo predicar, en ese contexto, la Buena Noticia, el Proyecto de Dios, la Utopía del Reino, el Sueño de Jesús… y llecar a cabo así la Misión?

Casaldáliga, al recibir el doctorado honoris causa (“Passionis Causa” dijo él) por la Universidad Federal de Campinas, São Paulo, en octubre de 2000, hablando en su discurso de “La Pasión por la Utopía”, decía: se trata de…“una pasión escandalosamente desactualizada, en esta hora de pragmatismos, de productividad, de mercantilismo total, de posmodernidad escarmentada. Pero que es, con otra palabra, la pasión de la Esperanza; y, en cristiano, la pasión por el Reino que es la pasión de Dios y de su Cristo. Una pasión que, en primera y última instancia, coincide con la mejor pasión de la Humanidad misma, cuando ella quiere ser plenamente humana, auténticamente viva y definitivamente feliz”.

Esa “Pasión por el Reino” (¿cabría otra definición mejor de la Misión?) está globalizadamente expatriada en este mundo neoliberal y posmoderno actual, en este contexto psicológico y cultural actual. Tan expatriada como el genuino Evangelio. Y como la Misión, la que se remite al Jesús real. Por eso cunden los sucedáneos: religiones sin Dios, salvaciones sin escatología, cristianismos light, liberaciones que no van mucho más allá dela autoestima…

La Misión, la Misión cristiana, sin adulteraciones ni acomodamientos, será siempre Utopía y Proyecto, Pasión y Mística, lucha y contemplación, compromiso y gratuidad más allá del pragmatismo funcional, el desfallecimiento utópico o el fin de todos los mesianismos…

Sí, es un contexto, como decíamos, radicalmente distinto al de hace 30 años en AL. Pero es nuestra Hora, y es un Kairós. Un kairós del revés en el mundo, pero kairós real para la Misión, y a nosotros nos toca vivir esta “Hora”.

 

 

3. Cambios en la religiosidad

El imparable crecimiento de la urbanización, la citada hegemonía cultural de la ideología neoliberal y la revolución de las comunicaciones, que difunden todos estos valores hasta en los rincones más apartados del Continente, acaban en la práctica con el “mundo rural” clásico, y las formas religiosas típicas del mundo agrario y premoderno ceden ante el influjo creciente del mundo secularizado moderno y posmoderno. La “religiosidad popular” latinoamericana, que se había mantenido incólume en comparación con el secularismo del mundo europeo y norteamericano, va retrocediendo inexorablemente ante la transformación constante que los medios de comunicación van provocando en la sociedad entera. La Misión en América Latina no puede desconocer este contexto de transformación de la religiosidad que se viene produciendo en el primer mundo, transformación que ya no es aquí algo “exótico”, sino que está sintiéndose cada vez con más fuerza y parece que llega para quedarse. ¿Cuáles serían los rasgos de esa transformación?

Las descripciones sobre la transformación de la religiosidad por influjo de la extensión de la secularización y la mentalidad “moderna” son ya muy conocidas y recurrentes. Tal vez no hace falta que describamos una vez más el individualismo hacia el que tiende la nueva religiosidad, el primado del sujeto y de la emoción o “vivencia” religiosa, la desinstitucionalización, la pertenencia flexible o difusa respecto a las Iglesias, la moral más personalizada y pasada por el filtro de la propia decisión o experiencia personal, el eclecticismo de tradiciones y de prácticas, el pragmatismo en la concepción de la salvación, la aparición de nuevas problemáticas (ecología por ejemplo)… Eso es bien sabido, y en ese nivel de transformaciones la Misión en AL ya se está enfrentando a problemas que antes creyó que eran primermundistas y que nunca iban a ser nuestros… Tal supuesto ya nadie lo asume.

Dejando aparte esa transformación –yo diría que superficial- de la religiosidad, creo importante llamar la atención sobre otra transformación más profunda. Como he escrito en otro lugar, cada vez es más frecuente entre los observadores la evocación de la mutación civilizacional que Jaspers denominó “cambio del tiempo eje”, que abarcó aproximadamente unos 500 años, entre el 800 y el 200 a.C., y que introdujo en la conciencia humana una ruptura radical, a partir de la cual se operó una profunda inflexión en el curso de la historia y de la civilización tal como hoy día las conocemos (Carlos Palácio).

La secularización, entendida como ese proceso que comenzó en la edad moderna, con ser grave, no es, tal vez, la causa última de la crisis que experimentamos. Para Pánikar, la secularidad actual indicaría que “el pasado período de 6.000 años está siendo sustituido progresivamente por otras formas de conciencia. A mi entender, la conciencia histórica, o el mito de la historia, ha empezado a ser sustituido kairológicamente (no cronológicamente) por la conciencia transhistórica. Quizá nos estamos enfrentando a otro ‘periodo axial’”.

Todo parece abonar la hipótesis de que nuestra época está viviendo un cambio religioso que no se agota en la reelaboración de la tradición, como ha ocurrido permanentemente a lo largo de la historia religiosa de la humanidad, sino que autorizaría la afirmación de que se trata de un cambio en el horizonte mismo en que se inscriben las tradiciones y en el sentido que se las atribuye. Es decir, forzaría a reconocer una verdadera “metamorfosis de lo sagrado” (cfr J. Martín Velasco, “Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo”, Sal Terrae, Santander 1998; Torres Queiruga, “¿Somos los últimos cristianos… premodernos?, Qüestions de vida cristiana 190 (1998) 22-28).

La crisis de la religión en los países occidentales de tradición cristiana es un hecho unánimemente reconocido. Y, afortunadamente, cada vez se es más consciente de la envergadura y la profundidad epocal que la crisis reviste… Ya no se trata de una época de cambios, ni siquiera de un cambio de época, sino de una “mutación epocal”, o sea, de la llegada de una época nueva que inaugura a su vez una nueva (diferente) era de épocas por venir, una era de ésas que se miden por milenios…

¿Puede la Misión no sentirse profundamente sacudida por este contexto de transformación más que profunda? ¿Puede considerar que ella es autónoma, que tiene en sí misma el capital revelado del cuyas rentas vivir? ¿Puede por tanto “repetir lo de siempre” o considerar que las acomodaciones serán sólo accidentales, porque lo sustancial es perenne o inmutable? ¿No tendrá que estar dispuesta la Misión a pasar por la purificación humilde del abandono de sus seguridades dogmáticas o reveladas, y recrearse caminando senderos que eran impensables dentro del concepto clásico de Misión? ¿Le espera a la Misión una transformación simplemente accidental o verdaderamente sustancial?

Preguntas demasiado graves, para las que nadie tiene respuesta. ¿La tendremos dentro de 100 años? Tal vez el ciclo del período epocal a que nos referimos sea aún más largo. ¿Conseguiremos mientras hacernos conscientes de lo que estamos atravesando y sobrellevar con humildad y confianza la inseguridad y la falta de caminos que ello va a conllevar para la Misión?

 

 

4. Cambios teológicos.

Ya hace años que Ratzinger declaraba que la Teología de la Liberación (TL) ya no era problema, y que el problema lo pasaba a ser el relativismo de la Teología del Pluralismo religioso (TP). Para Ratzinger la TL ya se acabó, y la TP viene a ocupar su lugar y a prolongar su presencia (¡y sus problemas!). Lo expresa paladinamente en CELAM, “Fe y teología en América Latina”, Celam, colección “Documentos Celam” nº 148, Bogotá octubre 1997, pág 17.

El Congreso de Teología organizado por la SOTER en julio del 2000 en Belo Horizonte, Brasil, con alcance continental, reveló que de ninguna manera la TL se acabó (cfr mi reseña, en lo que toca a la opción por los pobres, en “Sarça ardente”, Paulinas/SOTER, São Paulo 2000, págs. 297-308). La mayor parte de los teólogos pensantes latinoamericanos -excepto pues los que por oficio o por relación económica están controlados en su libertad teológica- siguen pensando y sintiendo en el espíritu de la TL. Tal vez están “vencidos”, en una Iglesia que sienten enferma y privada de libertad teológica y profética, pero no están “convencidos” en absoluto. Las Instrucciones sobre la TL dadas por el ex-Santo Oficio fueron cualquier cosa menos diálogo y persuasión o discernimiento.

La TP, por su parte, diríamos que apenas está llegando a AL. La teología del Continente ha estado absorbida por otras batallas. Son muchos los cristianos latinoamericanos –incluso teólogos- que recién ahora están descubriendo con sorpresa que la TP lleva casi cuatro décadas caminando... El “macroecumenismo” de la TL había tomado ya posiciones que podríamos denominar de “inclusivismo abierto”, pero a la luz de los desarrollos teológicos actuales, deberá examinar la posibilidad de hacer un nuevo discernimiento y precisar también nuevas expresiones y avances. Todo lo que en esta rama ha aportado el mundo anglosajón va a enriquecer las posiciones tomadas hasta ahora respecto a las religiones indígenas y afro sobre todo, pero también respecto a nuevos movimientos religiosos en el Continente.

Quisiera llamar la atención del llamado que hace tiempo ya hacía Paul Knitter (en “The Myth of Christian Uniqueness. Toward a Pluralistic Theology of Religions, Maryknoll, New York 1998, pág. 178-200) sobre la necesidad de que dialoguen los teólogos de la liberación y los del pluralismo religioso (pág. 178). Han estado incomunicados -dice él- y es bueno que dialoguen, porque los pobres necesitan “no sólo religión, sino religiones” (179). El diálogo de las religiones no va a poder ir por otro camino que el de volver a lo fundamental: reencontrarse en el núcleo de la religión misma. En ese sentido, la TL, con su núcleo fundamental de la opción por los pobres (OP) se evidencia como llamada a hacer una aportación sustancial a ese diálogo de religiones. Unas religiones descubrieron a Dios por los caminos de la naturaleza, otras por los caminos de la interioridad de la conciencia… la judeocristiana lo percibió en el imperativo ineludible de amor-justicia, que modernamente ha resucitado y tomado cuerpo en la TL y su opción por los pobres. Ése es núcleo de la fe cristiana, núcleo que ésta ha de aportar como nuestro mejor don al diálogo mundial de religiones.

En concreto pues, la TL está ahí presente, como hace 30 años, pero en un contexto muy diferente, y con una tarea semejante pero a la vez más callada, más a largo alcance, como fruto de la necesidad de “mirar lejos”. Por otra parte, un nuevo protagonista -no antagonista, sino tal vez coprotagonista-, la TP, invita al diálogo y a seguir avanzando por nuevos planteamientos.

 

¿Qué implicaciones tiene todo esto para la Misión cristiana?

En un primer aspecto, la misión va a seguir siendo sustancialmente la misma, como no podría ser de otra manera. Se trata de “vivir y luchar por la Causa de Jesús”, ¡el Reino!, buena noticia para todos los injusticiados, y llamado a construir el Reino y a poner a la Iglesia al servicio de ese Reino. La situación de AL sigue clamando objetivamente la necesidad de la predicación de la Buena Noticia a los pobres. Este cometido habrá de realizarlo la Misión sabiendo que no cuenta ahora con la complicidad del ambiente militante efervescente y utópico de las pasadas décadas, sino con la ausencia alienada de las masas y la depresión desesperanzada de los militantes. Si en otro tiempo la esperanza (simplemente humana y social, pero esperanza al fin y al cabo) podía ser dada por supuesta, porque estaba en el ambiente, hoy la Misión ha de comenzar por suscitarla en unos destinatarios que han abdicado de ella.

La situación de los pobres es, por lo demás, igual o peor que la de hace 30 años, por lo que todo lo que sabemos del imperativo de justicia y de praxis de transformación social y de sus consecuencias de denuncia profética, mantiene su vigencia, aunque haya de contar con que van a ser recibidas en un ambiente general de escepticismo y desesperanza. ¿Qué queda de la opción por los pobres? Quedan los pobres y queda Dios, respondía Casaldáliga. Y mientras haya pobres y haya Dios, habrá una Buena Noticia suya para ellos, y estará ahí la Misión de decir/hacer esa Buena Noticia. Esa “Misión fundamental” permanece.

Ahora bien, hay aspectos menores o laterales que han de ser relativizados, o incluso han de desaparecer. Algunos, por temor al relativismo, acaban absolutizando lo que no es absoluto, lo que es realmente relativo, y sobre todo relacional. El eclesiocentrismo –sin duda, en mi opinión- la [cripto]herejía más difundida de la historia, no ha de ser relativizado, sino que ha de desaparecer. He ahí la que quizá es la principal conversión que aguarda todavía a la Misión. La Misión ha de tener claro ya de una vez para siempre que su objetivo primordial no es la Iglesia misma, sino el Reino. “Sólo el Reino es absoluto, todo lo demás es relativo” (Evangelii Nuntiandi 8). “Todo” lo demás. Evidentemente, el Reinocentrismo es el gran redecubrimiento evangélico y cristológico, y “la gran conversión pendiente”, y por eso es que registra tantas resistencias.

La Misión, como toda la vivencia eclesial de estos dos pasados milenios, ha sido vivida, pensada y expresada en un contexto mental de unicidad cristiana. Casi se puede decir que no hay un texto cristiano que no refleje esa cerrazón a “nuestro pequeño mundo”. Las demás religiones no existían; en el mundo sólo estábamos Dios (el nuestro, claro) y nosotros. Ocupábamos toda la cosmovisión... Ha llegado la hora en que esto es insostenible, y aunque en algunos campos eclesiales se podría prolongar la permanencia en aquel fanal incomunicado, en el campo de la Misión eso es sencillamente imposible. Una Misión encerrada en una visión cristiana autocentrada y cerrada, es sencillamente una negación de sí misma. Esa “Misión abierta”, centrada en el Reino (de Dios, del Dios de todos los nombres, no de una Iglesia que tuviera su exclusiva) y abierta a todas sus presencias, está por hacer: hay que formularla con la pasión por el Reino y la creatividad e intuición de los profetas. Lástima que no están recibiendo apoyo precisamente de donde podrían esperarlo.

Por ahí van los desafíos eclesiales a la Misión.

 

 

5. Cambios eclesiales

Hace 30 años no podíamos imaginar cómo iba a evolucionar la situación interna de la Iglesia. Con el paso de los años, en el largo pontificado de Juan Pablo II, la irresolución de problemas se han ido acumulando, y la situación se ha convertido en un pesado fardo que dificulta la Misión. A veces, en la pastoral juvenil, en la pastoral misionera de adultos  o, simplemente, en la catequesis infantil, resulta difícil o hasta casi imposible trasmitir el mensaje central cristiano, ante la efervescencia de la crítica por las dificultades domésticas intraeclesiales no resueltas, a saber: el permanente centralismo curial, la minusvaloración de la colegialidad episcopal, la depreciación y finalmente sofocamiento de la tradición eclesial latinoamericana (Medellín, Puebla…), el inmovilismo en las condiciones de admisión al ministerio eclesiástico, los nombramientos episcopales en una línea conservadora impuesta autoritariamente desde Roma contra la voluntad del Pueblo de Dios, una moral sexual que no es aceptada por el Pueblo de Dios (magisterio non receptus), la enervada intransigencia frente a los divorciados y vueltos a casar y otras situaciones irregulares, la marginación y desaprovechamiento de los sacerdotes que abandonaron el ministerio, negación del celibato opcional, el mantenimiento de tal vez la mitad de los fieles católicos sin eucaristía por la negativa a abolir la discutible vinculación disciplinar entre sacerdocio y celibato (en Brasil concretamente, el 70% de las celebraciones dominicales no tienen presencia de ministro ordenado), la clamorosa marginación de la mujer respecto a su participación en cualquier instancia de decisión y de poder en la Iglesia son otros tantos obstáculos para un ambiente mínimamente sereno que posibilite la Misión.

La enumeración aquí presentada es sólo inicial; podría alargarse generosamente, y podría avalarse con un sin fin de bibliografía de peso, porque ya constituye un verdadero “clamor” para quien no sea sordo.

Se trata pues de una crisis que afecta a la Misión “desde dentro”, desde su centro, desde su propio hogar, de allí de donde le debieran venir sólo energías y facilidades potenciadoras. En esta situación, siendo ya, lamentablemente, y tan vieja –de varias décadas-, es nuevo que comience a ser elencada en el inventario de los condicionamientos de la Misión. Nunca en el pasado se había tematizado la posibilidad de que la Iglesia-institución misma fuese uno de los obstáculos mayores a la Misión… “Tiempos veredes”…

El tema es tan doloroso, que durante las décadas en que se ha ido desarrollando, los agentes de la Misión, los teólogos, y los cristianos en general, han preferido el silencio y el apartamiento de la mirada, antes que “tomar el toro por los cuernos” y plantear la situación con veracidad y sinceridad, sin miedos cobardes que a la postre no son sino infidelidad a la Causa y falso amor a la Iglesia. Llega el momento en que esa “Misión en crisis desde dentro” ha de convertirse también en “Misión hacia adentro”: la Misión no sólo tiene que construir el Reino fuera, ad extra, ad gentes, sino también dentro, ad intra, ad fideles, en la Iglesia.

Al llegar la Iglesia latinoamericana a ser más de la mitad de la Iglesia católica universal (al ser ya la Iglesia hispana más de la mitad de la Iglesia católica de EEUU de América), parece que llega la hora de que un mínimo de sentido de responsabilidad hacia la Iglesia universal exige tomar en serio esta situación y tratar de remediarla. Se trataría simplemente de ser consecuentemente “católicos”, preocupados responsablemente de la catolicidad.

Como decía el poeta, hay que “saber esperar / sabiendo al mismo tiempo forzar / las hora de aquella urgencia / que no permite esperar” (Casaldáliga). Crece por toda la Iglesia la conciencia de esa urgencia que no permite esperar, un clamor que vuelve a decir: “No tengan miedo, abran las puertas a Cristo”, den paso a una reforma; no nos detengamos en el viejo milenio, entremos en un nuevo tiempo de diálogo que afronte los desafíos y aventure nuevas respuestas a los problemas pendientes y los bloqueos acumulados. Ha sonado la Hora de forzar –suaviter et fortiter- esa reforma por la que ya gritan hasta las “piedras muertas” de los templos, reforma cuyos mínimos podríamos aquí evocar, sin pretender ahora mucha exactitud:

-         profunda reforma de la forma del ejercicio del Primado de Roma, en la línea misma de lo ya insinuado por la Ut Unum Sint de Juan Pablo II, y reforma general de la Curia;

-         participación de las iglesias locales en el nombramiento de sus obispos; y paso de la elección del papa a las conferencias episcopales;

-         aceptación real de la democracia al interior de la Iglesia (“porque la Iglesia no es una democracia, sino mucho más”);

-         superación de la división actual de clérigos/laicos;

-         participación plena de la mujer en la Iglesia;

-         renovación moral y visión positiva de la sexualidad;

-         libertad y estímulo para los teólogos, de cara a dialogar con los cambios culturales más profundos instalados irreversiblemente en nuestro mundo…

-         inculturación

-         diálogo religioso y “inreligionación” (Torres Queiruga) en la convivencia con las demás religiones.

-         evisión del status de “estado soberano” del Vaticano, etc.

En definitiva, al comienzo del tercer milenio, la “Misión hacia adentro” es una nueva dimensión de la Misión. En AL y en todo el mundo.