Para comprender

LA ECLESIOLOGÍA DESDE

AMÉRICA LATINA

Víctor Codina

EDITORIAL VERBO DIVINO

Avda. de Pamplona, 41 31200 ESTELLA (Navarra) – España 1990

Prólogo

Desde hace unos 15 años vengo enseñando eclesiología en diversos centros teológicos, facultades e instituciones para la formación permanente de Europa y América latina y he tenido como alumnos a seminaristas, sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos, catequistas y animadores de comunidades de base.

Estas páginas quieren resumir lo más esencial de dichos cursos y tienen una finalidad más pedagógica y práctica que de investigación científica. No podemos dejar la eclesiología a unos pocos especialistas, como si el resto del pueblo tuviera que privarse de esta atmósfera comunitaria, de esta matriz eclesial de nuestra fe.

Esto explica el que hayamos omitido citas eruditas no necesarias, y en cambio hayamos introducido al final de cada capítulo algunos textos significativos para la lectura y comprensión del tema, y hayamos añadido una bibliografía selecta en lengua castellana después de cada sección.

El lenguaje y el nivel pretende ser accesible al lector con cultura media, de modo que sirva realmente de iniciación a la eclesiología, a la eclesiología latinoamericana y a la eclesiología desde América latina. Su lectura tanto se dirige al lector latinoamericano como al español que desea conocer la eclesiología latinoamericana.

Desde el corazón geográfico de América latina, desde Bolivia, han sido pensadas y escritas estas páginas. Todos los conocimientos y experiencias anteriores han sido reformulados desde este majestuoso escenario de cordilleras nevadas, altiplanos inmensos, valles fértiles, llanos tropicales, donde vive un pueblo heredero de culturas milenarias, creyente, sencillo, bueno y sufrido, que merecería un futuro y unas condiciones de vida mejores que las actuales.

Después de 500 años, vuelven las carabelas. Y América latina ofrece a Europa, a España, el testimonio de su fe, el clamor de sus pobres, un nuevo estilo de ser Iglesia, la sangre de sus mártires, su esperanza. Por todo ello, este libro no es meramente académico, es también testimonio, denuncia, profecía y buena noticia. El fruto de su lectura no debería ser solamente el conocer y amar más a la Iglesia, sino también el decidirse a caminar con ella y en ella hacia el reino de Dios.

Cochabamba (Bolivia), 18 de diciembre de 1989.

1

Introducción metodológica

1. Aclaraciones previas

Estas páginas se orientan a ayudar a comprender la eclesiología latinoamericana o, mejor, desde América latina. Pero la misma expresión de eclesiología latinoamericana requiere una cierta explicación y delimitación.

En América latina hay muchas eclesiologías vigentes, como luego explicaremos con más detalle. Hay una eclesiología tradicional, que sigue la línea anterior al Vaticano II. Hay una eclesiología más o menos moderna y europeizante, en la línea de Vaticano II. Hay una eclesiología liberadora, en la línea de Medellín y Puebla, que desea acompañar al pueblo pobre en su caminar hacia el reino. Como reacción a ésta, ha surgido una eclesiología antiliberadora que, con diferentes nombres, toma postura frente a la eclesiología que llamamos liberadora.

Nosotros queremos aproximarnos a la comprensión de la eclesiología latinoamericana liberadora, ya que es la más novedosa y profética, la que ha suscitado más polémicas y conflictos y la que despierta mayor esperanza en el pueblo pobre y humilde de América latina.

Creemos que el interés por esta eclesiología latinoamericana liberadora se da tanto en América latina, como fuera de ella.

Pero muchas veces, por muchos motivos, no es fácil tener una visión cabal de esta nueva eclesiología, íntimamente ligada a la realidad eclesial de América latina y a la situación sociopolítica imperante.

Algunos, ante lo latinoamericano liberador, sienten de entrada una alergia instintiva, ya que les suena a marxismo recocinado y a guerrilla con metralletas y uniformes verde oliva.

Otros sienten, por el contrario, una gran admiración por esta corriente eclesial, y por todo lo que viene de Latinoamérica, pero muchas veces con un sentido poco crítico y poco realista.

Algunos creen que toda América latina, de México al Cabo de Hornos, está tejida de comunidades de base, de obispos profetas, de cristianos militantes, de místicos y teólogos de la liberación, y que en esta Iglesia se hace realidad la utopía de la Iglesia primitiva.

Otros miran hacia la Iglesia latinoamericana con esperanza, porque creen que, por fin, surge una Iglesia que se va desprender de la Iglesia institucional, de Roma, y se va a crear una Iglesia del pueblo, pobre, revolucionaria, profética.

Otros ven en esta eclesiología una plataforma muy útil para el cambio social, y por esto se interesan por ella.

Es posible que estas páginas desconcierten a unos y a otros, pues la realidad es más compleja de lo que algunos creen y la eclesiología latinoamericana no se puede catalogar con etiquetas progresistas europeas, aunque ciertamente tampoco con etiquetas conservadoras. No es marxismo recocinado, no es una Iglesia paralela a la romana, ni una simple plataforma para la revolución, pero tampoco es una eclesiología utópica, ni el reino de Dios en la tierra, sino que participa de la condición eclesial de todos los tiempos, Iglesia santa y pecadora, llamada continuamente a la conversión.

Antes de comenzar este estudio sobre la eclesiología latinoamericana, hay que tratar sobre el método que se va a utilizar. Los métodos nunca son neutros, hay una relación estrecha entre el método y el tema que se trata. ¿Qué método vamos a usar para estudiar la eclesiología latinoamericana?

2. Prioridad de la Iglesia sobre la eclesiología

Toda eclesiología reflexiona sobre la Iglesia, sobre la praxis eclesial. No podemos confundir o identificar la eclesiología con la Iglesia. Lo importante no es la eclesiología, sino la Iglesia, misterio y obra de Dios en el mundo. La eclesiología es una simple reflexión sobre la Iglesia.

En nuestro caso, la eclesiología latinoamericana presupone la Iglesia latinoamericana, una nueva experiencia eclesial, surgida en las últimas décadas en América latina. Sin Iglesia no hay eclesiología, sin una nueva praxis eclesial no hay una nueva eclesiología.

Además, el fin de la eclesiología es ayudar a la Iglesia. Si reflexionamos sobre la Iglesia, no es por una simple curiosidad intelectual, ni para quedarnos encerrados en un bello discurso teórico, sino porque la eclesiología tiene una finalidad práctica: ayudar a la Iglesia a ser fiel tanto a sus orígenes como a su misión en la historia. La eclesiología debe, por una parte, volver a las fuentes bíblicas y patrísticas de la Iglesia y, por otra, debe intentar responder a los signos de los tiempos La eclesiología se orienta a la Iglesia. De ahí que toda auténtica eclesiología sea profética, crítica y pastoral.

También la eclesiología latinoamericana se orienta a la praxis eclesial, a ayudar a la Iglesia de América a ser más fiel al Señor y al pueblo latinoamericano. Comprender la eclesiología latinoamericana, en última instancia, se ordena a la vida y praxis eclesial, tanto de Latinoamérica, como de las demás Iglesias locales que se pueden sentir interpeladas por ella.

3. Sentido eclesial

Hablar de eclesiología latinoamericana supone hablar de una eclesiología parcial, referida a una Iglesia geográfica y a un momento histórico concreto.

Para algunos, el solo hablar de esta parcialidad es ya sospechoso, pues la eclesiología parecería que debe ser de la Iglesia universal, no de una Iglesia local.

A lo largo de estas páginas, fundamentaremos la legitimidad de esta parcialidad, que corresponde a una teología de la Iglesia local, que tiene raíces bíblicas, patrísticas, tradicionales y del magisterio.

Pero, en todo caso queremos afirmar ya que esta eclesiología se siente en comunión con la Iglesia católica y universal, no es una eclesiología separacionista ni sectaria, sino que siente con la Iglesia.

Por ello, esta misma aproximación a esta eclesiología la queremos hacer desde la Iglesia, en la Iglesia, con la Iglesia, no sólo local, sino universal. La Iglesia local (latinoamericana) sólo tiene sentido en comunidad con las demás Iglesias locales, en comunión entre todas ellas y con Roma. La eclesiología latinoamericana es un capítulo de la eclesiología universal o católica.

Por todo ello, reflexionamos como bautizados, desde dentro de la Iglesia, no desde fuera de ella y mucho menos por encima de ella. No somos unos simples científicos que miran la Iglesia como objeto de investigación sociológica o histórica. La Iglesia puede ser objeto de la sociología o de la historia, puede incluso usar de las ciencias sociales en su reflexión, pero, en última instancia, la eclesiología es una reflexión sobre la Iglesia desde la fe, con amor, en esperanza.

4. Método histórico

Tenemos el riesgo de pensar en la Iglesia con categorías esencialistas, abstractas, metafísicas, supratemporales, como si la Iglesia pudiese existir al margen del espacio y del tiempo. La Iglesia está ubicada en el tiempo, en la historia y en la geografía concreta, tiene una historia, se desarrolla, está en proceso, hasta el día del Señor.

También la eclesiología ha de ser histórica, ha de reconocer que está situada en el tiempo y que ha ido cambiando en función de las necesidades de cada momento, de la cultura, de los cambios históricos. No existe «una eclesiología», sino una pluralidad de eclesiologías a través de la historia, e incluso en un mismo momento histórico.

Por esto podemos hablar de una eclesiología concreta (latinoamericana) que reflexiona desde un estilo peculiar (liberador), en comunión con las demás eclesiologías del pasado y del presente.

La historia de la Iglesia pertenece a la Iglesia y a la eclesiología: «Con ello queremos indicar a priori que la historia de la Iglesia pertenece al ser de la iglesia y por ello debe ser introducida en la reflexión teológica de la Iglesia. Esta intuición ha sido más o menos asimilada en la cristología. Al Cristo total, al Cristo de la fe pertenece la historia de Jesús; de ahí el significado estrictamente teológico del Jesús histórico para la eclesiología: a la reflexión sobre la esencia de la Iglesia le pertenece como elemento intrínseco la historia de la Iglesia. La esencia de la Iglesia no existe sino en cuanto se historiza. De ahí que la reflexión eclesiológica sin esa historización no sólo sería idealista y triunfalista por una parte y con grave peligro de irrelevancia por otra, sino que no sería teológica. Una Iglesia sin historia no puede ser objeto de una eclesiología cristiana. Por ello, lo que ocurre en la Iglesia y lo que ocurre de novedoso puede y debe ser a priori fuente de conocimiento teológico» (J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología. Santander 1981, 17).

Esta metodología histórica comporta dos elementos:

* Una preocupación constante por conocer la evolución de la Iglesia y de la eclesiología en la historia. De ahí que nuestro método sea histórico.

No se trata de elaborar una historia de la Iglesia, sino de reflexionar teológicamente sobre la Iglesia en su evolución histórica. No podemos comprender la eclesiología latinoamericana al margen de la historia del pasado y del presente. Sería totalmente ingenuo querer comprender la eclesiología latinoamericana comenzando por el hoy. Para comprenderla, hemos de recorrer un largo proceso histórico que va del Antiguo Testamento a nuestros días. Es un largo recorrido, pero inevitable. Precisamente porque la eclesiología latinoamericana no es una secta, necesita entroncarse con la historia de la Iglesia y de la eclesiología.

* Una preocupación por reflexionar crítica y evangélicamente sobre las diversas eclesiologías en orden a buscar cuál es la eclesiología concreta que hoy pueda orientar la praxis eclesial, en concreto para la Iglesia latinoamericana. Todo ello se materializa en nuestro mismo temario, que va recorriendo diversos momentos especialmente significativos de la historia de la Iglesia y de la eclesiología: la eclesiología bíblica (del Antiguo y del Nuevo Testamento), la eclesiología patrística, medieval, de la reforma y contrarreforma, la de los concilios Vaticano I y Vaticano II, las eclesiologías del posconcilio, hasta llegar, finalmente, a la eclesiología de la liberación.

Esto no supone de ninguna forma caer en una especie de culturalismo eclesiológico o de relativismo histórico, como si todas las eclesiologías fueran igualmente válidas y en el fondo igualmente irrelevantes. Se trata más bien de buscar las constantes eclesiológicas de toda la historia y la fundamentación profunda para comprender mejor la eclesiología latinoamericana.

5. Desde los pobres

Esta eclesiología latinoamericana es mucho más que un capítulo de la historia de la eclesiología, el último y más reciente capítulo.

Es una forma de leer la eclesiología del pasado desde la perspectiva latinoamericana, que es la de los pobres. Esto la distingue de otras eclesiologías del pasado y del presente.

La eclesiología latinoamericana cree que la teología no puede ser neutral, ni situarse por encima de los conflictos históricos existentes, sino que debe optar por la lectura de la realidad desde los desheredados de la historia.

Nosotros nos aproximaremos a esta eclesiología latinoamericana desde los pobres, que es la perspectiva desde la cual esta eclesiología ha surgido. Los pobres constituyen la mayor parte del mundo de hoy, y en concreto del Tercer mundo, al cual pertenece América latina.

Pero hay otro motivo más teológico para hacer esta opción. A la luz del evangelio, de la praxis de Jesús, de su opción por los pobres, de su predicación sobre el reino de Dios, se descubre una clara parcialidad de Dios por los pobres, de forma que ellos son no sólo los destinatarios privilegiados del reino, sino el lugar donde la revelación es captada con mayor profundidad. Formulado de forma más teológica, los pobres son el lugar teológico privilegiado para la teología, y en concreto para la eclesiología. Son el signo de los tiempos hoy día más relevante, ya que el ansia de liberación es un signo claro del Espíritu.

Esto va a suponer varias cosas:

·       Una predisposición a ver la Iglesia y la eclesiología desde los desheredados de la historia. Esto obliga a preguntarse continuamente cuál es la preocupación de la Iglesia por los pobres, cómo les anuncia el reino, cómo es buena nueva para ellos.

Este será también un criterio para evaluar las diversas eclesiologías a lo largo de la historia.

·       Un interés no sólo por las eclesiologías dominantes, sino también por las eclesiologías más proféticas, a veces subterráneas y poco conocidas, que afloran a lo largo de la historia. Esto nos ayudará a comprender también mejor las actuales eclesiologías del Tercer mundo, y en concreto la latinoamericana.

Queremos ser desde el comienzo honestos y sinceros: la eclesiología latinoamericana quiere ser una eclesiología desde los pobres y de los pobres. Precisamente por ello puede ser católica y universal. Precisamente por esto será una eclesiología conflictiva y signo de contradicción. Eclesiología desde América latina

Sin casi darnos cuenta, hemos ido pasando de una aproximación a la Eclesiología latinoamericana, entendida como una eclesiología regional y parcial de una Iglesia local, a algo más abarcante: a hacer una eclesiología desde América latina. América latina no es sólo un lugar geográfico al cual nos acercamos con interés y curiosidad, sino un lugar teológico desde el cual se puede hacer eclesiología.

·       El método para acercarnos a la eclesiología latinoamericana, que hemos ido describiendo (eclesial, histórico, desde los pobres), es, en el fondo, el mismo método de la eclesiología latinoamericana. Y este método es un método teológico que va más allá de la teología latinoamericana. Gracias a él podemos elaborar una eclesiología desde los pobres, configurando así una Iglesia de los pobres.

Este libro no es pues ni una historia de la Iglesia latinoamericana, ni un tratado sobre la teología de la liberación, sino una iniciación a la eclesiología latinoamericana y a una eclesiología desde América latina. O dicho más claramente, este libro quiere ser, tal vez de forma pretenciosa, un acercamiento a la eclesiología latinoamericana y un ensayo de eclesiología latinoamericana, un intento de una eclesiología desde los pobres, en orden a configurar una Iglesia de los pobres, sueño de Juan XIII, retomado por Juan Pablo II (Laborem exercens, 8; Sollicitudo rei socialis, 39).

Desde esta Iglesia, a la que amamos, que nos ha dado la vida en el bautismo, santa y pecadora, obra del Espíritu y herida por nuestros pecados, desde esta Iglesia queremos hacer nuestra Eclesiología. Quisiéramos que ésta fuera lúcida sin cinismo, creyente sin ingenuidades, crítica y cariñosa, seria y esperanzada, liberadora y misericordiosa, desde los pobres y católica, profética y en comunión jerárquica y eclesial.

Quienes buscan en la eclesiología un simple canto de alabanzas y glorias del pasado, o los que desean una eclesiología apologética, quedarán decepcionados. También resultarán desengañados los que vean en la Iglesia un simple conflicto de fuerzas intrahistóricas, tejido de poder y ambición, una confirmación de la teoría de la lucha de clases. Tampoco quedarán satisfechos los que se acercan a la eclesiología en busca de armónicas síntesis doctrinales, como un lugar de refugio intelectual, o incluso religioso, en la lucha de cada día. Nuestra eclesiología, hecha desde América latina, huele a polvo y al sudor del pueblo, está salpicada por la sangre de los mártires y desea más bien confirmar a todos aquellos que, o son pobres, o han hecho la opción por ellos. Quisiéramos que estos pobres fueran los reales protagonistas de esta eclesiología, aunque no pueden ser sus destinatarios, pues, de los pobres, muchos apenas saben leer y los que saben no tienen tiempo ni plata para muchas lecturas.

Podemos acabar esta introducción metodológica con unas palabras del papa Juan XXIII: «Hoy más que nunca (ciertamente más que en siglos precedentes) estamos llamados al servicio del hombre como tal, no sólo de los católicos. A defender sobre todo y en todas partes los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia católica. Las condiciones actuales, las investigaciones de los últimos años, nos han llevado a realidades nuevas, tal como dije en el discurso de apertura del concilio. No es que haya cambiado el evangelio: somos nosotros los que hemos comenzado a comprenderlo mejor. Quien ha tenido la suerte de una vida larga, se encontró al comienzo de este siglo frente a nuevas tareas sociales, y quien -como yo- ha estado 20 años en oriente y 8 en Francia y se ha encontrado en el cruce de diversas culturas y tradiciones, sabe que ha llegado el momento de discernir los signos de los tiempos, de aferrarse a la oportunidad de mirar siempre hacia adelante» (J. Alberigo, Giovanni XXIII. Brescia 1978, 494).

LA PARÁBOLA DE LA PUERTA

1. En el pueblo había una casa. Era llamada la Casa del Pueblo. Era antigua y muy bien construida, tenía una puerta grande y hermosa que daba a la calle, por donde todo el pueblo pasaba. La casa formaba parte de la vida del pueblo, gracias a aquella puerta que unía la casa a la calle, la calle a la casa. Era una plaza alegre donde la vida del pueblo se desarrollaba, donde todo se discutía, donde el pueblo se encontraba. La puerta estaba abierta día y noche. Su umbral estaba gastado por el paso del tiempo. Mucha gente, todo el mundo pasaba por allí.

2. Un día llegaron al pueblo dos estudiosos. Venían de fuera, no conocían la casa. Solamente habían oído hablar de su belleza y antigüedad. Venían para ver. Eran doctores que sabían apreciar las cosas antiguas. Visitaron la casa y se percataron de su gran valor. Pidieron permiso para quedarse allí a estudiar. Encontraron una puerta lateral, por allí entraban y salían para estudiar, pues no querían ser estorbados por el barullo del pueblo que pasaba por la puerta de enfrente o principal.

El pueblo, al entrar a la casa, los veía con grandes libros y máquinas complicadas. La gente humilde se les acercaba en silencio, para no estorbarlos. Sentía por ellos gran admiración: ¡Están estudiando la belleza y la historia de nuestra casa! ¡Son doctores!

3. Los estudios avanzaban y descubrieron cosas que el pueblo no conocía. Rasparon algunas paredes y descubrieron pinturas antiguas que representaban la historia del pueblo, hicieron excavaciones y reconstruyeron la historia de la casa, hasta ahora desconocida.

El pueblo no conocía el pasado de su vida, ni de su casa, porque tenía el pasado dentro de él, detrás de los ojos con los que todo lo miraba...

Por la noche, mezclados con el pueblo, los estudiosos contaban sus descubrimientos. En el pueblo crecía la admiración hacia la casa y hacia ellos. Les contaron que personas del exterior habían hablado y escrito en contra de aquella casa. Ellos habían venido precisamente para estudiar y defender la casa del pueblo. Escribían artículos en lengua extranjera, publicados en grandes ciudades que el pueblo no conocía. El pueblo incluso comenzó a conocer los nombres de aquellos malvados que criticaban su casa.

4. El tiempo fue pasando, y el pueblo cuando estaba en la casa se callaba. Una casa tan rica y noble, tan discutida y comentada en el mundo entero, merecía respeto. Era diferente de la vida que bullía por la calle. Tenían que respetarla más, no era lugar para charlar y bailar. Algunos ya no entraban por la puerta principal, preferían el silencio de la puerta lateral, donde trabajaban los estudiosos.

5. Así, poco a poco, la casa del pueblo dejó de ser del pueblo. Todo el pueblo prefirió la casa de los doctores. Allí recibía un libro, que era como una guía, donde se explicaban las maravillas de la casa. El pueblo se convenció de que era un ignorante. Los doctores sí conocían las cosas del pueblo mejor que el pueblo mismo.

6. Poco a poco, la puerta de enfrente cayó en olvido y una tempestad de viento la cerró, pero nadie se dio cuenta.

Sólo quedó una estrecha rendija. Creció la maleza y las hierbas cubrieron la entrada por falta de paso. El aspecto de la calle cambió, se convirtió en una calle triste y desierta, un callejón sin salida, sin los encuentros populares. El pueblo entraba en la casa por la puerta lateral y miraba extasiado tanta riqueza que no conocía. La casa se volvió oscura por falta de la luz que llegaba por la calle. La suplieron con lámparas y velas, pero la luz artificial modificaba los colores.

7. El tiempo fue pasando. Disminuyó el flujo del pueblo que visitaba la casa por la puerta lateral de los doctores. Sólo el pueblo más culto continuaba frecuentando la casa, se reunía y discutía sobre la casa con ilustres visitantes extranjeros. El pueblo sufrido, en cambio, pasaba por la calle desierta, no se interesaba por las cosas antiguas, ni por las discusiones de los doctores Vivía su vida, pero parecía que le faltaba algo y no sabía qué.

8. Los doctores continuaban sus estudios y descubrimientos, fundaron una escuela para educar a los niños en la historia del pasado. Pero uno de los doctores comenzó a notar la falta creciente de interés en la gente, la misma vida del pueblo era menos alegre, más individualista, sin encuentros o con encuentros programados que no conseguían unir al pueblo. Algo fallaba, y se interrogaba por qué el pueblo no acudía a ellos, cuando ellos descubrían y defendían las cosas de la casa para el pueblo. En cambio, el otro doctor ni se dio cuenta de ello, pues estaba absorto en sus investigaciones. Por el contrario, se quejaba de las distracciones y de la superficialidad de su colega, exigiéndole mayor rigor en su estudio del pasado y menor atención al pueblo de la calle.

9. Cierta noche, un viejo mendigo, sin casa, en busca de abrigo, a través de los matorrales, encontró la rendija y por ella entró en la casa. Volvió a la noche siguiente, con otros mendigos. De tanto pasar, la maleza se secó, apareció un caminito, y un día todos los mendigos, empujando, abrieron la puerta de nuevo. La casa se iluminó, y el pueblo se alegró mucho.

10. El descubrimiento corrió de boca en boca de la gente humilde. Al final, todo el pueblo se enteró. Cuando por la mañana el reloj marcaba la hora de abrir la puerta lateral, los encargados de la limpieza se encontraron que dentro de la casa ya había gente que reía y no había pagado para entrar. Se sentían de nuevo en su casa, en la Casa del Pueblo.

El hecho llegó a los doctores. Uno de ellos dijo: -¿Cómo es posible tanta ignorancia? Van a profanar nuestra casa, después de tantos años de esfuerzos. El otro le contestó: -¡La casa no es tuya!

11. Este, al anochecer, se ocultó en un rincón de la casa y vio al pueblo entrar, sin permiso, bailar y cantar. Le gustó tanto esta alegría, que entró en el ruedo y bailó la noche entera, cosa que hacía mucho tiempo que no realizaba. Nunca se había sentido tan feliz.

Descubrió entonces que todo el estudio era para el pueblo, para que el pueblo se alegrase. El error estaba en la puerta lateral, que desvió al pueblo de la puerta principal, separó la casa de la calle y volvió a la casa extraña al pueblo, sombría, y convirtió a la calle en desierta y triste, en un callejón sin salida.

También él comenzó a entrar en la casa por la puerta principal, mezclándose con el pueblo, como uno más del pueblo.

12. Entrando por la puerta de enfrente, comenzó a conocer la riqueza y belleza de la casa desde un ángulo nuevo. Comenzó a estudiar sus libros con ojos nuevos y descubrió cosas que su colega no sospechaba. Enseñaba al pueblo con alegría y crecía en el pueblo el gusto por la vida. Y se decía: Ante el pueblo sufrido, uno no habla, olvida las ideas del pueblo culto, se vuelve humilde y comienza a pensar...

Capítulos futuros de esta historia todavía por escribir

En el futuro se espera que aparezca la puerta de enfrente y se abran las dos batientes de par en par y se devuelva al pueblo lo que es suyo.

Se espera que cambie el aspecto de la calle y que la luz penetre en la Casa del Pueblo.

Se espera que se cierre la puerta lateral, para que todos, estudiosos y visitantes, junto al pueblo culto y al pueblo sufrido, puedan saborear la alegría de la casa de todos.

Se espera que la entrada esté al frente y los estudiosos entren por ella mezclados con el pueblo. Se espera que haya estudios profundos sobre la belleza de la Casa del Pueblo, pero que sean hechos a luz de la calle y de la alegría del pueblo.

El único problema está en aquel estudioso que se enojó, pues consideraba la casa como suya. El pueblo decidió hablarle y decirle: -¡Sin nosotros, la casa no habría surgido; sin nosotros, usted no habría nacido!

Esta es la parábola de la puerta, Describe la historia de la explicación de la Biblia al pueblo.

Carlos Mesters, Por tras das palavras. Petrópolis 1985, 13-19 (resumen)

 

Lecturas

Mysterium salutis, IV-1. Madrid 1973.

R. Velasco,       La eclesiología en su historia. Valencia 1976.

H. Küng,            La Iglesia. Barcelona 1969.

1. Riudor,          Iglesia de Dios, Iglesia de los hombres. Santander 1972-1974, 2 vols.

K. Rahner,         Curso fundamental sobre la fe. Madrid 1979, 375-462.

K. Rahner,         Cambio estructural en la Iglesia. Madrid 1974.

H. de Lubac,      Meditación sobre la Iglesia. Bilbao 1959.

Y. Congar,         Eclesiología desde S. Agustín a nuestros días. Madrid 1976.

J. A. Estrada,    Iglesia, ¿institución o carisma? Salamanca 1984.

J. A. Estrada,    La Iglesia, ¿identidad o cambio? Madrid 1985.

J. A. Estrada,    Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios. Salamanca 1988.

R. Aguirre,         Del movimiento de Jesús a la Iglesia. Bilbao 1987.

B. Forte,            Laicado y laicidad. Salamanca 1986.

J. M. R. Tillard, El obispo de Roma. Santander 1986.

C. Floristán,      J. J. Tamayo (ed.), El Vaticano II, 20 años después. Madrid 1985.

G. Lohfink,        La Iglesia que Jesús quería. Bilbao 1986.

R. Brown,          Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron. Bilbao 1986.

Ch. Duquoc,      Iglesias provisionales. Madrid 1986.

J. Espeja,          La Iglesia, memoria y profecía. Salamanca 1983. J. Hernández Alonso, La nueva creación. Salamanca 1983.

J. Sobrino,        Resurrección de la verdadera Iglesia. Santander 1981.

J. L. Segundo,   Esa comunidad llamada Iglesia. Buenos Aires 1981.

E. Hoornaert,    La memoria del pueblo cristiano. Madrid 1986.

L. Boff,              Eclesiogénesis. Santander 1982.

L. Boff,              Iglesia, carisma y poder. Santander 1982. L. Boff, Y la Iglesia se hizo pueblo. Santander 1987.

R. Muñoz,          Nueva conciencia eclesial en América latina. Salamanca 1974.

R. Muñoz,          Iglesia en el Pueblo. Lima 1983.

A. Quiroz,          Eclesiología en la teología latinoamericana de la liberación. Salamanca 1983.

I. Ellacuría,        Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Santander 1984.

P. Richard,        La fuerza espiritual de la Iglesia de los pobres. San José 1988.

H. Assmann,      La Iglesia electrónica y su impacto en América latina. San José 1987.

J. de Santa Ana, Ecumenismo y liberación. Madrid 1987.

C. Mesters,       Una Iglesia que nace del pueblo. Lima 1978.

A. Parra,           Hacer Iglesia desde la realidad de América latina. Bogotá 1988.

V. Codina,         Renacer a la solidaridad. Santander 1982. V. Codina, Seguir a Jesús hoy. Salamanca 1988.

V. Codina,         De la modernidad a la solidaridad. Lima 1985.

V. Codina,         ¿Qué es la Iglesia? Oruro 1986, Buenos Aires 1988.

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Eclesiología bíblica

1. La Iglesia en el Antiguo Testamento

Sólo de forma analógica se puede hablar de eclesiología del Antiguo Testamento. Como dice el Vaticano II, la Iglesia se halla en el Antiguo Testamento como preparación y figura (LG 2; 6), se inserta e injerta en el Antiguo Testamento (LG 16, nota 4). Sin embargo nos interesa conocer, brevemente, tanto las formas históricas y contingentes que la Iglesia adquirió en el Antiguo Testamento, como sus constantes permanentes. No vamos a hacer una historia de Israel, sino tan sólo queremos destacar algunos momentos teológicos más importantes de cara a una eclesiología, teniendo en cuenta la perspectiva de los pobres.

a) Tres imágenes del pueblo de Dios

En la evolución histórica de Israel podemos distinguir tres momentos que configuran diversas imágenes del pueblo de Dios.

• Pueblo de Dios

Israel es el pueblo de Dios (laos), escogido de entre las naciones paganas (goyim, ethne). El plan de Dios, expresado de forma poética en los relatos de la creación (Gn 1-2), es crear una comunión cósmica (entre la humanidad y la naturaleza), una comunión humana (simbolizada en la comunión entre la primera pareja) y una comunión divina (entre la humanidad y Dios). Este proyecto original de Dios se rompe por el pecado (Gn 3), que produce la muerte humana (Caín y Abel: Gn 4), cósmica (el diluvio: Gn 6-9) y social (Babel: Gn 11). Este plan se reinicia por la vocación de Abrahán (Gn 12), que será el padre de un pueblo nuevo por la fe, el germen de Israel.

En la historia y teología de Israel juega un papel fundamental el éxodo (Ex 3; 8, 16-19; 9, 10): Dios escucha el clamor del pueblo israelita, esclavizado en Egipto, y lo libera. Es la pascua. Este es el hecho fundante de la identidad de Israel, raíz del pacto, fundamento de su fe, de su culto, esperanza de su salvación futura, de su memoria comunitaria, lo que justifica el cumplimiento de la ley, el motivo de constituir la asamblea (qahal) de Dios.

Este hecho está ligado estrechamente a la opresión política y social del pueblo, es simultáneamente político y religioso. Dios salva a un pueblo pobre y esclavo. Este tema se irá desarrollando en un contexto nómada, peregrino, en una simple federación tribal, y tendrá su lugar simbólico en la tienda y el arca de la alianza. Según W. Brueggemann, la tradición mosaica reivindica la creación de una comunidad alternativa, crítica y dinámica, en ruptura con la vida del imperio faraónico, y ligada a un Dios trascendente, Yahvé, incompatible con el imperio.

El tema del éxodo, de importancia capital para Israel, desde América latina ha sido revalorizado y retomado con fuerza como una clave hermenéutica importante para leer la Biblia e interpretar la historia presente, hasta tal punto que algunos han acusado a la teología latinoamericana de recaer en el Antiguo Testamento. Pero tal vez lo que debería, por el contrario, asombrar es que el éxodo haya sido olvidado o excesivamente espiritualizado en la teología y eclesiología clásicas durante muchos siglos, convirtiendo lo que fue una liberación, a la vez sociopolítica y religiosa, en mero símbolo de la liberación interior de la esclavitud del pecado, o en un acontecimiento puramente litúrgico. No deja de ser un tanto sorprendente que el mismo Vaticano II, al hablar de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios (Lumen gentium, II), ni tan sólo cite el éxodo como punto de partida.

• Reino de David

Esta noción teológica nace en el contexto monárquico, en el paso de una confederación tribal y nómada a un estado territorial, dinástico, más secularizado y clasista. Es el tiempo de David, Salomón y los reyes.

El centro teológico es Sión, Jerusalén, la ciudad santa, el templo, que constituye como el símbolo del pueblo de Dios: es un lugar seguro, alto, fuerte, inexpugnable, centro patriótico, religioso y materno del pueblo.

Sin embargo, esta configuración histórica es algo extraño al ser del pueblo, es una etapa transitoria entre la federación tribal y el posexilio. Permanecerá como ideal mesiánico futuro (el mesías será hijo de David, rey de Israel...), pero al mismo tiempo constituye como una permanente tentación para Israel y para la Iglesia. Es la tentación del poder teocrático, de confundir e identificar el poder de Dios con el de sus representantes, de querer imitar a los reinos vecinos mundanizándose y cayendo en el riesgo de idolatría, es la tentación de convertir la comunidad en templo y estructura material (N. Lohfink, La tentación davídica de la Iglesia: Selecciones de Teología 73 [1980] 75-79).

De hecho, es un tiempo de corrupción y pecado: cuando el pueblo se olvida de la alianza y de la práctica de la justicia, cae en la idolatría del dinero y del poder; sin recordar que fue un pueblo esclavo, liberado por Yahvé, introduce la esclavitud en su seno. La monarquía, con su economía de abundancia para el rey y el grupo palaciego (1 Re 4, 20-23), crea una política opresora para el pueblo (1 Re 5, 15-18; 9, 15-22) y fomenta una religión de inmanencia (1 Re 8, 12-13), manipuladora de Yahvé al servicio de los intereses de la monarquía. La mentalidad administrativa suple a la mosaica basada en la trascendencia del misterio de Dios; la religión se convierte en religión oficial, insensible al dolor del pueblo, muy lejos de la búsqueda de una sociedad alternativa. Las ambiciones personales y tensiones grupales hacen que el pueblo se divida entre el reino del sur (Judá) y el del norte (Israel): es la primera gran división, preanuncio de las futuras divisiones de la Iglesia.

Los profetas en vano alzan su voz contra la injusticia y el rompimiento de la alianza, contra el olvido del éxodo. Frente a la abundancia y la codicia, los profetas recuerdan la pobreza del pueblo; frente al racionalismo administrativo y pragmático de la corte, recuerdan la dimensión de la trascendencia y el misterio; frente al orden y la ley, recuerdan la prioridad del sufrimiento del pueblo; frente al optimismo del presente, recuerdan el futuro y el clamor del pueblo; frente a la insensibilidad de la corte, le recuerdan el dolor de la mayoría.

Pero el pueblo es de dura cerviz, y el exilio, predicho por los profetas, es la amarga consecuencia de haber abandonado al Dios del éxodo.

En América latina hoy día surge de nuevo la voz de los profetas que, con acentos bíblicos, denuncia la injusticia y anuncia el reino de Dios a una sociedad y a una Iglesia que ha olvidado sus más elementales bases de fraternidad y solidaridad. Las invectivas críticas de los profetas de Israel frente a la corte real se prolongan y actualizan en las críticas del Tercer mundo a los países ricos del norte y a los sectores opulentos del Tercer mundo.

Las homilías dominicales de monseñor Romero en la catedral de San Salvador son un modelo de predicación profética. También su trágica muerte, mientras celebraba la eucaristía, participó de la suerte de muchos profetas, el martirio. Los asesinos de Romero también asesinaron a los seis jesuitas de El Salvador, porque sus voces y sus vidas eran proféticas.

• El resto de Israel

·       El pueblo va al exilio y cautiverio, aunque en realidad fueron sobre todo los grandes (reyes, notables, jefes, hombres de valor) quienes por sus pecados fueron al exilio (2 Re 24, 12). El exilio supuso una dispersión en medio de pueblos paganos y extranjeros, de cultura refinada, lejos de Jerusalén, sin templo, ni sacerdotes, ni reyes. Es tiempo de purificación, de conversión, de añoranza de Sión, de apertura a otros pueblos. La vuelta a la tierra prometida es vivida como un nuevo éxodo, obra de Dios, que no olvida a su pueblo y es fiel a sus promesas. Se recopilan las Escrituras, se reúnen en sinagogas, se vuelve a proclamar la ley, el pueblo reza los salmos en sus asambleas.

·       Desde este momento, Israel aparece no tanto como un pueblo importante políticamente, cuanto como un resto, un pueblo religioso de pobres y creyentes (anawim), supervivientes humillados, pero llenos de confianza en Yahvé, su Dios. Este resto es el verdadero Israel, el retoño y la semilla, el pequeño rebaño, del cual brotará el mesías futuro (Sof 3, 12).

·       El pueblo judío, a lo largo de su historia, ha vivido momentos de exilio, cautiverio y exterminio. Auschwitz es un símbolo de este trágico destino. También el pueblo de América latina vive en situación de exilio y cautiverio. Mientras Europa hoy día visita con horror Auschwitz, y los teólogos se preguntan cómo hacer teología después de Auschwitz, América latina vive todavía en Auschwitz:

¿Cómo

hablar de Dios

después de Auschwitz?,

os preguntáis vosotros,

ahí, al otro lado del mar, en la abundancia.

¿Cómo

hablar de Dios

dentro de Auschwitz?,

se preguntan aquí los compañeros,

cargados de razón, de llanto y sangre, metidos en la muerte

diaria

de millones...

Pedro Casaldáliga

b) Constantes teológicas (eclesiológicas) de Israel

• Vinculación especial con Yahvé liberador

El acontecimiento del éxodo es algo definitivo para Israel. Yahvé lo ha creado, formado, adoptado, rescatado, redimido, liberado de Egipto. Y todo ello gratuitamente, por gracia y misericordia de Dios, compadecido de sus sufrimientos y de su clamor. Yahvé es el Dios liberador, clemente, compasivo, que salva y libera, optando por los pobres, en contra de los poderosos (Faraón).

Israel es el pueblo de Yahvé, su propiedad y porción, su heredad. Una serie de imágenes bíblicas insisten en este tema. Israel es la viña, el rebaño, el hijo, el primogénito, la novia, la esposa de Yahvé (LG 6).

Con este pueblo establece Yahvé su alianza (berit), con el fin de formar una comunidad de vida y de destino, en íntima unión de conocimiento y amor. La causa de Dios es la causa del pueblo, y viceversa. Dios es su Dios e Israel su pueblo. Y Dios va a ser fiel (hesed) a esta alianza.

Fruto de esta comunión es la presencia de Yahvé en el pueblo: Israel es el santuario de Yahvé, Dios mora en medio de su pueblo, es el Emmanuel (Diosconnosotros). Esta presencia de Dios en medio de su pueblo se materializa en la nube, la tienda, la tierra prometida, el templo, y se actualiza a través del culto. Allí se manifiesta la gloria de Yahvé (kabod) y la salvación (shalom). La gloria de Yahvé acompañará a los exiliados en su destierro. Podemos decir que la vivencia religiosa más fuerte para Israel no es simplemente la afirmación de la existencia de Yahvé, sino la convicción de que Dios camina con su pueblo.

Esta vinculación de Israel con Yahvé es fruto de la misericordia de Dios, que salva gratuitamente, escogiendo al más pequeño y humillado de los pueblos. Se insinúa ya aquí la ley de la marginalidad, de la que luego trataremos.

América latina vive profundamente esta experiencia del Dios liberador. La lectura del éxodo en las comunidades de base resulta iluminadora para el pueblo. También para el pueblo latinoamericano es fuerte la vivencia de que Dios camina con él.

Ciertamente existe el riesgo de caer en lo que C. Boff llama el calco hermenéutico, que consiste en querer sacar conclusiones y paralelismos excesivamente rápidos e ingenuos entre el éxodo y el presente, pero es innegable que el pueblo oprimido de hoy sintoniza con la experiencia del Dios liberador, que opta por los pobres y camina con su pueblo. Los mandamientos son vistos como instrumentos que Dios concede al pueblo, para que no vuelva a caer en la esclavitud y viva fraternalmente.

• Personalidad corporativa

Este tema, estudiado desde hace años por los biblistas y teólogos (de Fraine, Robinson..), señala que Israel constituye una comunidad solidaria. El objeto de la elección divina es la comunidad, el pueblo, y en ella, y a través de ella, los individuos alcanzan la salvación. La exclusión de la comunidad (excomunión) es la muerte del individuo. Estamos lejos del individualismo moderno, fruto de la ilustración y del liberalismo.

Los dones a los individuos son para el bien de toda la comunidad, tanto los dones jerárquicos (sacerdotes, levitas, sumo sacerdote, rey), como los carismáticos (jueces, nazireos, profetas). Todos ellos son suscitados por el Espíritu de Yahvé de en medio del pueblo y para el pueblo. El pueblo entero, incluidos sus miembros muertos y sus futuros descendientes, actúa como un todo, como una persona, y esto mediante alguno de sus miembros que está llamado a representar al pueblo y en cuya misma vida se juega vicariamente el destino del pueblo (por ejemplo el rey, y sobre todo el misterio-so siervo de Yahvé). La comunidad se comporta como un yo-grande y se personifica en un individuo, aunque éste siga siendo una persona particular e individual. La comunidad es siervo, esposo, hijo, pueblo de Yahvé, es como un yo al que se puede llamar indistintamente tú y vosotros-ustedes. La comunidad en los salmos reza muchas veces en singular: es el yo del pueblo.

También hay conexión con el pasado (Adán, Abrahán, Jacob) y el futuro (el mesías esperado). Hay una solidaridad del pueblo tanto en la gracia como en el pecado, desde el pasado al futuro. Jesús será, simultáneamente, una persona individual, descendiente de David, la comunidad de Israel (el siervo de Yahvé, el resto de Israel, el pueblo nuevo) y la Iglesia (su cuerpo de resucitado que incorpora a los fieles a su personalidad corporativa).

En América latina, esta dimensión corporativa del pueblo se capta mejor que en otros lugares, ya que en muchas de sus comunidades y tradiciones se mantiene un estrecho sentido de solidaridad. También se percibe con claridad el sentido de corresponsabilidad en el bien y en el mal. El pecado colectivo del mundo carga hoy sobre los hombros débiles de los pobres del mundo, como cargó en otro tiempo sobre las espaldas de los pobres de Israel. El Tercer mundo es el nuevo siervo de Yahvé. También las nuevas experiencias de solidaridad y comunión tienen una repercusión positiva para todo el mundo.

• Misión entre los pueblos

Israel vive una tensión dialéctica entre la elección y la misión.

Por una parte, es el pueblo elegido, separado, santificado, segregado del resto de los pueblos, no precisamente por ser un pueblo grande y famoso, sino precisamente al revés, por ser pequeño y despreciable (el gusanillo de Israel...). Yahvé pacta con él, lucha con él contra sus enemigos, que son los enemigos de Yahvé.

Pero, por otra parte, Israel es escogido para una misión, para manifestar a todos los pueblos la gloria de Yahvé. Es un instrumento de salvación para los demás pueblos, es mediador profético, regio y sacerdotal de la salvación. Con el tiempo, Israel irá tomando conciencia progresiva de esta misión universal: Yahvé es el salvador de todos los pueblos, Israel tiene una función universal, destacada por los profetas (Jeremías, Déutero Isaías), y que culminará en el día escatológico del Señor, cuando todas las naciones se congregarán en Jerusalén (Is 25; Ap 21).

En esta dialéctica entre elección y misión hay riesgos por ambos extremos. Si sólo se acentúa la elección, hay peligro de un encerramiento autosuficiente, alejado del mundo, haciendo del pueblo un ghetto. Pero si se acentúa tanto la misión universal que se olvida la elección particular, el riesgo es el de perder su identidad como pueblo, su papel específico de mediador y de luz para todos los pueblos.

• Tensión escatológica hacia la utopía del reino

El reino de Dios, la soberanía absoluta y divina de Yahvé sobre toda la creación y toda la humanidad, no se identifica con Israel, aunque Israel sea un signo de este reinado de Dios y el rey davídico su representante. Este reino se va realizando por la fuerza liberadora de Yahvé, a partir del éxodo.

La característica más propia de este reino es el derecho y la justicia (mispat wesedeqah), atributos divinos que se deben realizar en la humanidad, sobre todo para con el pobre, el huérfano y la viuda. Los jueces y reyes deberían ser un modelo de derecho y justicia. Los profetas criticarán duramente la injusticia del tiempo de la monarquía. El mesías prometido será quien realice perfectamente este ideal: el Espíritu de Yahvé descenderá sobre él para hacer justicia a los pobres y oprimidos (Is 61; Lc 4).

Pero este reino, en su plenitud, es escatológico, futuro. Un día se reunirán los dispersos, la tierra será para todos, de las armas se harán arados, no habrá lágrimas ni muerte, los pobres comerán en la mesa del reino y los ricos pasarán hambre (Zac, Dn, Is...).

En Jesús y la Iglesia se iniciará esta utopía, la Iglesia es el Israel de Dios (Gál 6, 16), el resto, la descendencia de Abrahán, la nueva Jerusalén. Pero tampoco ella es el reino, sino un signo e instrumento de él, que debe luchar por el establecimiento del derecho y la justicia entre las naciones y por la defensa de los pobres.

En América latina, el tema del reino (o reinado) de Dios es fundamental, pues señala el horizonte último al que camina la Iglesia con toda la humanidad. Pero este reino no es solamente interior (salvación de mi alma), ni puramente apocalíptico (la resurrección de la carne en el último día), sino que tiene ya aquí una incidencia histórica, el reino debe estar ya presente, aunque sea de forma parcial y simbólica.

Y la señal clara de la presencia histórica del reino aquí es la justicia y liberación, sobre todo con los que sufren la injusticia y la opresión, los pobres.

• La ley de la marginalidad

Otra constante de la historia de Israel es lo que ha sido llamado (C. Mesters) la ley de la marginalidad. Dios actúa en la historia de salvación desde el margen, la frontera, la periferia. Dios utiliza siempre medios pobres y desproporcionados. De Abrahán, que era un pagano, hace el padre de todos los creyentes. De Israel, un pueblo esclavo y desconocido, forma un pueblo elegido para ser luz de todas las naciones. David, un pastor joven que derrota a Goliat, se convierte en rey de su pueblo y figura del mesías. Héroes (Isaac, Sansón, Samuel, Juan Bautista) nacen de mujeres estériles. Los pobres de Yahvé serán la semilla del nuevo pueblo, el siervo de Yahvé, figura simultáneamente del pueblo y del mesías, será instrumento de salvación para todos. El mismo Jesús nacerá de una mujer virgen, humillada y desconocida.

Este proceder de Dios rompe todos nuestros esquemas racionalistas y materialistas. Sólo Dios es el que salva, nadie se puede gloriar de la salvación, todo es gracia y misericordia.

No es casual que esta ley de la marginalidad se destaque en América latina. También este continente, pobre y cristiano en su gran mayoría, se siente por una parte marginado y por otra parte lleno de Dios, viviendo un momento especial de gracia, un kairós, llamado a evangelizar a otros y a profetizar precisamente desde su pobreza y pequeñez. Como María, América latina engrandece al Señor porque está haciendo cosas grandes en su pueblo y mostrándole su misericordia.

• Un pueblo oprimido y sufrido

El pueblo de Israel es un pueblo pobre y oprimido. Todo el Antiguo Testamento es un clamor que sube al cielo:

·       los gemidos del pueblo esclavizado en Egipto (Ex 3, 7);

·       los gemidos del pueblo que se lamenta a Dios en los salmos (Sal 130);

·       los sufrimientos del pueblo por los ataques de los imperios vecinos, de Asiria, Babilonia, Persia, Grecia, Roma (Sal 129);

·       el clamor del pueblo, oprimido por sus mismos reyes y gobernantes (Miq 3, 3).

Hay más de 16 raíces hebreas para referirse a la opresión: verse machacado, aplastado, pisoteado (Sal 94, 5; Am 2, 7; 5, 11), ser abrumado por la carga (Ex 1, 11; Is 9, 3), ser engañado por los ricos (Neh 5, 1-5; Miq 2, 1-2, 8-10; Am 8, 5-6; Jr 22, 13), ser víctima de una violencia cruel y asesina (Sal 94, 6; Jr 22, 17), estar rodeado de animales salvajes -leones, osos, lobos, perros...- dispuestos a despedazarlos (Sal 10, 7-10; Ez 22, 25.27; Is 56, 9-57, 4).

Estos opresores son los malvados, los ricos, altaneros, tiranos, mentirosos, idólatras, enemigos (Miq 2, 1-2; Am 3, 10; Jr 50, 37; Sof 3, 1-11; Sal 5, 9-10). La opresión es humillante, destroza a la persona (Is 53, 3; Sal 6). Pero Dios se pone del lado de los pobres (Sal 7, 3; Prov 14, 31). El exilio es interpretado por los profetas precisamente como castigo a los opresores del pueblo.

Pero este sufrimiento es un problema para el pueblo, que no acaba de comprender el sufrimiento del inocente. Job es el ejemplo clásico del hombre justo que sufre inocentemente. Los teólogos amigos acusan a Job (Job 5, 27; 18, 1-30), como Faraón acusaba a los israelitas de perezosos (Ex 5, 11-18). Pero sólo lentamente se descubre que este sufrimiento no es castigo y que tiene un sentido: es una vocación, para dar testimonio de Dios y, a través de su sufrimiento, salvar al mundo de su pecado. Es la vocación del siervo de Yahvé (Is 52, 13-53, 12), con-vertido en leproso, despreciado, humillado, desfigurado. El siervo es el pueblo de Israel, figura del mesías crucificado.

Todas esas reflexiones tienen un especial interés para los pobres de América latina y del Tercer mundo, pueblo crucificado injustamente, que redime el pecado del mundo, sin que él mismo se dé cuenta. Y sólo desde este lugar teológico se puede comprender esta dimensión de Israel, a veces tan ignorada.

Podemos concluir estas reflexiones sobre el Antiguo Testamento con unas palabras de Tomás de Aquino: «Y así, los antiguos patriarcas pertenecían al mismo cuerpo de la Iglesia al que nosotros pertenecemos» (Suma Teológica, III, q. 8, a. 3, ad 3).

NO FRENARÉ MI LENGUA

En América latina no es posible hacer teología sin tener en cuenta la situación de los últimos de la historia; esto implica exclamar en un momento como Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».

Esa comunión de dolor implica vigilancia y solidaridad. «Jesús estará en agonía hasta el fin de mundo, no se puede dormir durante este tiempo», decía Pascal. El empeño por aliviar el sufrimiento humano y sobre todo por eliminar sus causas en la medida de lo posible es una obligación del seguidor de Jesús, de aquel que ha tomado sobre sí su yugo suave y su carga ligera. Ello supone tener una auténtica compasión humana, así como una cierta inteligencia de la historia humana y de sus condicionamientos (cf. el esfuerzo de los documentos de Medellín y Puebla por comprender las causas de la presente situación de injusticia que se vive en América latina); se requiere también la firme y testaruda voluntad de estar presente allí donde la injusticia maltrata a un inocente, pese a quien pesare.

El sufrimiento humano, cualesquiera que sean sus causas -sociales, personales u otras-, es una gran cuestión para el discurso teológico. Con fina sensibilidad humana e histórica, J. B. Metz ha llamado la atención a la teología contemporánea, europea en particular, sobre lo que significa hablar de Dios después de Auschwitz. En efecto, el horrendo holocausto de millones de judíos plantea un inevitable desafío a la conciencia cristiana y una censura inapelable al silencio de muchos cristianos frente a ese espantoso hecho. Es obligado por eso preguntarse: ¿Cómo hablar de Dios sin referencia a nuestro tiempo? Es más, ¿cómo hacerlo sin tener en cuenta situaciones como la mencionada, en las que, ante la hondura del dolor humano, Dios parece ausentarse?

Cabe anotar sin embargo que, a partir de América latina, nuestra pregunta no es exactamente: ¿cómo hacer teología después de Auschwitz? Porque en este continente seguimos viviendo, y a diario, la violación de los derechos humanos, el asesinato, la tortura que rechazamos en el holocausto judío de hace cuarenta años. Se trata para nosotros de encontrar un lenguaje sobre Dios en medio del hambre de pan de millones de seres humanos, la humillación de razas consideradas inferiores, la injusticia social hecha sistema, la persistente y alta mortalidad infantil, los desaparecidos, los privados de libertad, los sufrimientos de pueblos que luchan por el derecho a la vida, los exiliados y refugiados, el terrorismo de diverso signo, las fosas comunes de cadáveres de Ayacucho. No es un tiempo pasado, es desgraciadamente un cruel presente, un tenebroso túnel en el que aún no se ve salida.

Por eso desde el Perú, pero tal vez simbólicamente en todo el continente latinoamericano, habría que decir: ¿Cómo hacer teología durante Ayacucho? ¿Cómo hablar del Dios de la vida cuando se asesina masiva y cruelmente en el «rincón de los muertos»? (eso es lo que significa la voz quechua Ayacucho). ¿Cómo anunciar el amor de Dios en medio de tan profundo desprecio por la vida humana? ¿Cómo proclamar la resurrección del Señor allí donde reina la muerte, en particular la de niños, mujeres, pobres e indígenas, de los «insignificantes» de nuestra sociedad?

Estas son nuestras preguntas y nuestro reto. Job señala una pauta a través de su vehemente protesta, su descubrimiento del compromiso concreto con todo pobre y con todo el que sufre injustamente, su enfrentamiento con Dios y a través del reconocimiento de la gratuidad de su proyecto sobre la historia humana. Nos toca hacer nuestro propio itinerario en las condiciones presentes del dolor y la esperanza del pueblo pobre de América latina, analizar su relación con la necesaria eficacia histórica y sobre todo confrontarla nuevamente con la palabra de Dios. Eso es lo que han hecho, por ejemplo, aquellos que en estos últimos años han sido asesinados por su testimonio de fe y su solidaridad con los más pobres y desvalidos; aquellos que se conocen como los «mártires latinoamericanos».

«No frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, se quejará mi alma entristecida», decía Job en lo más hondo de su desgracia (Job 7, 11). Los pobres y oprimidos de América latina tampoco pueden callarse; para ellos, «el día se levanta como un lamento que brota de lo profundo del corazón».

Gustavo Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job. Lima 1986, 220-224.

 

Lecturas

N. Flüglister,      Estructuras de la eclesiología veterotestamentaria, en Mysterium salutis, IV-I. Madrid 1973, 30-105.

R. Vaux,            Instituciones del Antiguo Testamento. Barcelona 1964.

G. von Rad,       Teología del Antiguo Testamento, I-II. Salamanca 1969.

W. Eichrodt,      Teología del Antiguo Testamento, 1-II. Madrid 1975.

Y. Congar,         Un pueblo mesiánico. Madrid 1976.

E. Charpentier, Para leer el Antiguo Testamento. Estella 1985.

X. Pikaza,          Para leer la historia del Pueblo de Dios. Estella '1990.

W. Brueggemann, La imaginación profética. Santander 1986.

J. L. Sicre,        Los dioses olvidados. Madrid 1979.

R. de Sivatte,    Dios camina con su pueblo. Santander 1984.

N. Lohfink,         La tentación davídica de la Iglesia: Selecciones de Teología 73 (1980) 75-79.

C. Mesters,       Libro de la Alianza. Cuenca (Ecuador) 1988. C. Mesters, Hacemos camino al andar. La Paz.

C. Mesters,       La misión del pueblo que sufre. Madrid 1983. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job. Lima 1986.

2. El paso del Jesús histórico a la Iglesia

¿Qué relación existe entre Jesús y la Iglesia? ¿En qué sentido se afirma que Jesús fundó la Iglesia?

Esta cuestión, que propiamente no es dogmática, sino histórico-crítica, es relativamente moderna. No se halla ni en el tiempo de los padres de la Iglesia ni en la época medieval. Es un problema ligado a la exégesis moderna. Dogmáticamente es claro que la Iglesia es la Iglesia de Jesús, es su cuerpo, su esposa, está edificada sobre la piedra angular que es Cristo (Ef 2, 20; Ap 21, 14).

Pero la pregunta sobre el origen de la Iglesia es importante, pues en la génesis de la Iglesia se esconde su modo de ser.

Es importante, concretamente, para comprender la eclesiología latinoamericana, verdadera eclesiogénesis.

Podemos distinguir en este tema tres posturas claramente definidas.

a) Postura clásica

Afirma una continuidad sin ruptura entre el Jesús histórico y la Iglesia. Jesús fundó una institución religiosa nueva, con sus jefes (Mc 3, 7), con Pedro a la cabeza (Mt 16), con los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, con encargo misionero de ir a todas las naciones (Mt 28).

En esta perspectiva, la Iglesia es la prolongación de la encarnación de Jesús, una sociedad con una estructura divina, estática, intocable. Cristo, al fundar la Iglesia, creó una nueva institución religiosa, bien organizada y equipada estructuralmente.

Sin embargo, esta postura tradicional tiene muchas dificultades para poder ser hoy admitida:

·       Los evangelios no son narraciones simplemente historicistas, sino teológicas, es decir, no son una copia fiel de lo que sucedió, sino que tienen un carácter de reflexión eclesial para las Iglesias. En todos los temas sobre los orígenes, los evangelios (como también sucede, por ejemplo, en el Génesis), tienen un marcado carácter simbólico. Es lo que se llama género literario etiológico o de orígenes.

·       La palabra iglesia (ekklesía) sólo aparece tres veces en todos los evangelios (en Mt 16, 18 y 18, 17) y 20 veces en los Hechos; en cambio, la expresión el reino de Dios aparece más de 100 veces en los evangelios, lo cual implica que Jesús predicó sobre el reino de Dios y su cercanía más que sobre la Iglesia.

·       Jesús no fundó una especie de secta aparte, como eran los esenios de Qumrán, sino que se dirigió a todo Israel, al que vino a reunir y congregar. De ahí su preocupación primaria por las ovejas de Israel (Mt 10, 5-6), lo cual explica las dificultades de la Iglesia primitiva para abrirse a los gentiles.

·       Los doce constituyen un símbolo de las doce tribus de Israel, serán los jueces escatológicos de Israel, y las promesas a Pedro sobre la Iglesia (Mt 16, 19s) tienen un marcado sentido simbólico y etiológico, a la luz de la pascua.

·       Los mismos sacramentos del bautismo y la eucaristía tienen en su origen un marcado significado escatológico, de conversión al verdadero Israel y de participación del banquete escatológico del reino, y sólo después de la pascua adquieren sentido eclesial.

·       Difícilmente podría Jesús pensar en la Iglesia, si estaba convencido de que la escatología irrumpiría definitivamente con él (Mc 13), como opina la exégesis moderna.

·       Lentamente, Jesús tuvo conciencia de que su plan de instaurar el reino durante su vida iba a fracasar: la llamada crisis de Galilea, el rechazo del sector dirigente y de amplios sectores del pueblo le llevaron a la pasión, a la cruz y a la dispersión de sus discípulos.

Por todos estos motivos, la postura de que Jesús fundó una institución religiosa en su tiempo, a la que llamó Iglesia, no parece tener sólida fundamentación histórica. Sin embargo, en esta postura hay una serie de valores que luego intentaremos recoger.

b) Postura rupturista

Esta posición señala la total discontinuidad entre Jesús y la Iglesia. La formulación más radical de esta tesis es la del modernista Loisy: «Jesús predicó el reino, y vino la Iglesia». Para esta postura, la Iglesia nace de la fe pascual, pero sin conexión con el Jesús histórico (Bultmann). Jesús no fundó la Iglesia, ésta nació al margen o tal vez incluso en contra de lo que Jesús quería.

Esta postura va en contra de la convicción eclesial mantenida durante siglos por la tradición cristiana de que hay una estrecha relación entre la Iglesia y Jesús. Es una postura racionalista y liberal, que desemboca en el fideísmo. Sin embargo, como en todo error, hay también aquí intuiciones válidas.

c) Postura dialéctica

Afirma que hay entre Jesús y la Iglesia una continuidad discontinua, o una discontinuidad continua. Esta posición, defendida no sólo por algunos biblistas y teólogos protestantes, sino también por autores católicos (los exegetas R. Schnackenburg, J. Blank, A. Vótgle, N. Lohfink, y los dogmáticos E. Peterson, H. Küng, J. Ratzinger, L. Boff), sostiene que hay una íntima y profunda relación entre la Iglesia y Jesús, pero esta relación tiene un carácter procesual, es progresiva.

Entre el Jesús histórico y la Iglesia hay una profunda ruptura, la provocada por el misterio de la muerte y resurrección de Jesús y la venida del Espíritu. Es después de pascua-pentecostés cuando los doce se convierten en apóstoles, de los cuales Pedro es el fundamento; el bautismo pasa a ser sacramento eclesial de incorporación a la comunidad de Jesús; la eucaristía es alimento pascual de la comunidad eclesial; la Iglesia predica a Jesús como centro del reino y convoca a la nueva comunidad como comunidad del reino de Dios. Más aún, el rechazo de Israel (simbolizado por la muerte de Esteban y la destrucción del templo) marcará decisivamente la apertura de la Iglesia a los gentiles y el paso al universalismo.

Esta postura es la que subyace a las afirmaciones tradicionales de que la Iglesia nace en pentecostés, o incluso en la lectura patrística del misterio de la sangre y del agua que brotan del costado de Cristo crucificado: el agua simboliza el bautismo, la sangre la eucaristía, sacramento de la futura Iglesia pascual.

Pero esta Iglesia pascual y pentecostal está íntimamente enlazada con Jesús, con su predicación, con su estilo de vida, con su anonadamiento (kénosis), con su opción por los marginados, con su plan de congregar el nuevo Israel, con su grupo de discípulos, de forma que la Iglesia debe referirse siempre al Jesús histórico. Por esto los evangelios nacieron después de los escritos paulinos, como una exigencia de conocer la vida del Jesús histórico para fundamentar la comunidad eclesial naciente como comunidad de Jesús.

En esta perspectiva, la fundación de la Iglesia tiene un carácter eminentemente teológico (se fundamenta en Jesús) y dinámico-procesual: es un proceso, una génesis, que comienza con el Jesús histórico y pasa por la cruz y la resurrección, hasta llegar a pentecostés.

El Vaticano II también prefiere evitar la palabra fundación, y dice textualmente: «El Señor dio comienzo (initium fecit) a su Iglesia predicando la buena noticia, es decir, la llegada del reino de Dios» (LG 5).

Todo ello tiene consecuencias importantes para la vida eclesial. Hay mucha diferencia en concebir la Iglesia desde el comienzo como algo estático, ahistórico, fundada de forma fija y perenne, o concebirla como algo histórico y dinámico, que tiene su prehistoria en el Antiguo Testamento, enlaza con la comunidad reunida por el Jesús histórico, que se manifiesta como tal después de pascua-pentecostés y se abre a los gentiles, despegándose del judaísmo. El mismo primado romano se fundamenta en un hecho histórico y contingente, como es el martirio de Pedro y Pablo en Roma. Ciertas formas de inmovilismo eclesial están ligadas a una visión fixista del origen de la Iglesia.

Por otra parte, la postura rupturista también tiene funestas consecuencias: si la Iglesia se desliga de Jesús, no sabemos cuál es el estilo propio de la vida eclesial, caemos en la más peligrosa arbitrariedad, pues al margen del seguimiento de Jesús, todo sería posible en la Iglesia.

La visión dialéctica es más conforme con la historia de salvación: Dios actúa en la historia, pero respetando las libertades y entrando en el juego humano. La Iglesia es obra de Dios, pero a través de la historia, del rechazo judío, del fracaso de Cristo de instaurar definitivamnte su reino, de la conversión de los gentiles. Esta es la manera de actuar de Dios: respeto a la libertad humana y escribir recto con renglones torcidos, como dirá Agustín.

Esta postura mantiene un doble principio en la Iglesia: el principio cristológico y el principio pneumático. La Iglesia no procede únicamente del Jesús histórico sin referencia al Espíritu, ni procede del Espíritu sin referencia al Jesús histórico. Y ambos actúan en la historia humana concreta y contingente.

Esto significa que la Iglesia debe ser fiel a las opciones y estilo del Jesús histórico (la pobreza, la compasión por los marginados, la predicación del reino, el agrupar discípulos, la oración al Padre, la cruz) y que, si se olvidase de ello, dejaría de ser su memorial en la historia. Pero, por otra parte, debe también dejarse llevar por el Espíritu de Jesús, fiarse de él, confiar en su presencia, sabiendo que el Espíritu es mayor que la Iglesia y actúa donde quiere y como quiere, creando siempre algo nuevo.

d) Conclusión

La afirmación de que Jesús fundó la Iglesia, aun siendo correcta y expresar algo muy válido, puede resultar ambigua si no se explica bien:

·       Dice demasiado, porque no es históricamente verificable y proyecta indebidamente en el tiempo prepascual la teología pospascual de la comunidad primitiva, tal como ha quedado plasmada en la Escritura.

·       Dice demasiado poco, pues minimiza la visión de la Iglesia y su relación con Jesús, reduciendo la Iglesia a un hecho prepascual y prepneumático.

Hoy se prefiere decir que Jesús es el fundamento de la Iglesia, o que la Iglesia tiene una eclesiogénesis que va desde el Jesús histórico hasta pentecostés.

Esta visión permite algo muy importante: que la Iglesia no se centre en sí misma, sino que se abra a las exigencias del reino, que es el horizonte al que debe orientarse la Iglesia. Ella misma es, como luego veremos, sacramento del reino de Dios.

En último término, escribe R. Aguirre, «el problema no es si Jesús fundó la iglesia, sino cómo tiene que ser la Iglesia si quiere estar fundada en Jesús» (R. Aguirre, La Iglesia de Jerusalén. Bilbao 1989, 41).

Podemos concluir con un texto de Leonardo Boff: «De lo expuesto se desprende que la Iglesia nace del conjunto del acontecimiento cristológico, desempeñando una especial función la resurrección y la actuación del Espíritu Santo, que estuvo presente en la decisión de los apóstoles. Ahora podemos comprender mejor la afirmación de nuestra fe de que Jesús fundó la Iglesia (...).

Hoy, cuando entrevemos la posibilidad de una reinvención de la Iglesia, reflexiones de este tipo se nos presentan como sorprendentemente liberadoras. Oxigenan la atmósfera teológico-pastoral para intentar lo aún no experimentado. Si con el papa Pablo VI reconocemos en el origen de las comunidades de base la presencia del Espíritu (Discurso de clausura del sínodo de 1974), entonces debemos acompañar atentamente y acoger el surgir de una nueva forma de presencia de la Iglesia en medio de los hombres, con servicios nuevos y con tareas y estilos nuevos con respecto a los servicios antiguos y tradicionales» (L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia. Santander 1982, 94-95).

Lecturas

N. Lohfink, ¿Fundó Jesús una Iglesia?: Selecciones de Teología 87 (1983) 179-186.

J. Blank,      El Jesús histórico y la Iglesia: Selecciones de Teología 46 (1973) 93-95.

K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe. Madrid 1979, 375-462.

L. Boff,        Eclesiogénesis. Santander 1982.

J. L. Sicre, Jesús y la Iglesia. Madrid 1983.

G. Theissen,    Sociología del movimiento de Jesús. Santander 1979.

R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana. Bilbao 1987.

R. Aguirre, La Iglesia de Jerusalén. Bilbao 1989.

3. Eclesiología del Nuevo Testamento

Toda eclesiología debe fundamentarse en el Nuevo Testamento. Pero el Nuevo Testamento nos ofrece por un lado una serie de rasgos fundamentales y constantes, pero por otra parte una gran pluralidad de eclesiologías.

De cara a la eclesiología, y en concreto de cara a la comprensión de la eclesiología latinoamericana que está surgiendo, es importante mirar a la Iglesia del Nuevo Testamento. Pero tampoco aquí nuestra mirada será neutra: vamos a leerlo desde los pobres.

a) Rasgos fundamentales de la vida eclesial del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento presupone la existencia de una comunidad nueva: el Nuevo Testamento nace de la Iglesia y se dirige a ella. La misma inspiración bíblica tiene un marcado carácter eclesial (como afirma K. Rahner). A través del Nuevo Testamento, eminentemente teológico, descubrimos algunos de los rasgos fundamentales de la historia de la primitiva Iglesia.

Los discípulos se reúnen de nuevo después de pascua, superado el escándalo de la cruz y la dispersión. La reunión de los dispersos es ya fruto del Resucitado. La Iglesia es un acontecimiento pascual, nace de la fe de pascua. El Dios que resucita a Jesús es el que crea la comunidad eclesial, reuniendo a un grupo de hombres dispersos, humillados, derrotados, vencidos, acobardados.

Esta comunidad nueva mantiene su continuidad con el grupo formado por el Jesús histórico, los doce, con la predicación y la práctica mesiánica de Jesús. Pero la novedad de esta comunidad proviene de lo alto, de la efusión del Espíritu, don escatológico del Resucitado, que crea una comunidad que trasciende los límites de toda sociología religiosa. Es una comunidad escatológica y pneumática. El Espíritu, señor y dador de la vida, también ahora hace nacer la vida de la muerte y de la nada... La Iglesia nace por la fuerza del Espíritu, y nace de un pueblo insignificante y pobre. Pentecostés es una nueva creación, es el Antibabel, que produce la comunión, contraria a la confusión de lenguas de Babel.

Esta comunidad proclama la palabra, anuncia el reino y a Jesús, el mediador y centro del reino de Dios. Los discursos de Pedro en los Hechos, después de pentecostés, representan un cambio de perspectiva respecto al judaísmo y al tiempo de Jesús: se anuncia el kerigma, es decir, la muerte y la resurrección de Jesús y el perdón de los pecados por medio del bautismo. El bautismo introduce a esta nueva comunidad, y la eucaristía es su centro: la fracción del pan.

Esta comunidad aparece estructurada según un orden y una constitución: los doce no sólo son el símbolo de las doce tribus de Israel, ni únicamente un signo de los doce jueces de Israel, sino doce apóstoles, con el poder de atar y desatar, y entre ellos Pedro ocupa un lugar privilegiado, primacial. Existen otros muchos carismas o dones, al servicio de la comunidad, que deben ser armonizados por los servicios de gobierno o dirección.

Una lectura de los textos primitivos desde una hermenéutica no machista descubre la importancia de la mujer en la Iglesia primitiva. Frente al androcentrismo judío ambiental (por ejemplo en la liturgia, en la circuncisión, el templo...), Jesús predica un reino universal que hace a las mujeres sujetos iguales (Mc 10, 11), evita textos antifeministas (Ecl 7, 25-35; Sab 12, 2; 22, 3), rompe estructuras patriarcales (Mc 3, 31-35), invierte las relaciones mundanas (Mc 10, 42-45). Hay mujeres entre los discípulos de Jesús (Mc 5, 23-34), en la pasión y la pascua. Le siguen mujeres (Mc 15, 40) y son testigos de su muerte (Mc 15, 47) y de su resurrección (Mc 16, 1-8). Se aparece primero a las mujeres (Mt, Jn), y María Magdalena tiene en la Iglesia primitiva una importancia semejante a la de Pedro. También en la Iglesia primitiva aparecen mujeres (Hch 17, 4.12; Col 4, 15; 1 Cor 16, 19; Rom 16, 3.5; Hch 16, 15; FIp 4, 2-3), pero en escritos posteriores del mismo Nuevo Testamento (Pastorales, 1 Pe) aparece una visión más patriarcal. Los evangelios son una instancia crítica para repensar este tema eclesial hoy día (R. Aguirre, La mujer en el cristianismo primitivo, en Del movimiento de Jesús a la Iglesia. Bilbao 1986, 165-197).

Podemos ver en la Iglesia primitiva una comunidad pluralista y viva. Hay diferencias entre las diversas Iglesias, libertad dentro de una fe común. Jerusalén es una Iglesia judeocristiana que se va desligando de las instituciones judías y vive en armonía y sencillez, dentro de su pobreza, sus tensiones internas y sus persecuciones externas. La Iglesia de Antioquía es la primera comunidad cristiana de judíos y gentiles (Hch 11; Gál 2), donde los seguidores de Jesús son llamados por vez primera cristianos. La Iglesia de Corinto es gentílico-cristiana, con carismáticos, graves tensiones internas, vicios paganos no superados. Su vida está centrada en el bautismo y la eucaristía, en comunión con la Iglesia de Jerusalén, de la que la colecta para los pobres es un signo.

La Iglesia aparece como misionera, abierta a los gentiles, en un universalismo mesiánico nuevo que no debió ser fácil de aceptar al comienzo. Esto crea tensiones y dudas entre los mismos apóstoles, entre Pedro y Pablo. Desde el comienzo, la Iglesia no es una secta. Es una sociedad de contraste que, frente al mundo, ofrece un modelo alternativo (Lohfink), pero de forma dinámica, como fermento de la sociedad de su tiempo.

Lo nuclear de esta comunidad es la dimensión de comunión (koinonía) con el Señor y con los hermanos, con especial sensibilidad hacia los pobres. Es la comunidad nueva del reino escatológico de Dios, es la comunidad de Dios, la Iglesia de Dios, comunión entre las diversas Iglesias, Iglesia de Iglesias. Realiza el plan original de comunión, de fraternidad, de derecho y justicia para con los pobres. Los sumarios de los Hechos sobre la comunidad de Jerusalén son como una descripción utópica y simbólica del reino de Dios.

b). Pluralismo eclesiológico en el Nuevo Testamento

Uno de los temas que más se han estudiado últimamente es el de la variedad de eclesiologías en el Nuevo Testamento. Este descubrimiento rompe el monolitismo eclesiológico que hasta hace poco algunos parecían profesar acerca del Nuevo Testamento y abre la puerta a una legítima pluralidad de eclesiologías en nuestros días.

A quienes se maravillan de la existencia de una eclesiología latinoamericana, conviene recordarles que no sólo ha existido una eclesiología africana y una eclesiología oriental, sino que en el mismo Nuevo Testamento hay diversas eclesiologías.

Siguiendo a R. Brown (Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron. Bilbao 1986), podemos afirmar que la mayor parte del Nuevo Testamento fue escrito después de la muerte del último apóstol conocido. A excepción de las cartas indiscutiblemente paulinas (Tesalonicenses, Gálatas, Corintios, Romanos, Filipenses, Filemón), el resto del Nuevo Testamento se escribe en el último tercio del siglo I, cuando los apóstoles ya habían muerto. Muchas veces escriben utilizando los nombres de apóstoles para gozar de mayor autoridad.

Esto supuesto, y sin pretender agotar un tema que cada día aparece más rico en consecuencias, enumeremos las principales eclesiologías del Nuevo Testamento.

• Escritos de Pablo

Tres son las grandes imágenes paulinas sobre la Iglesia: pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu.

– Pueblo de Dios

Ve a la Iglesia como prolongación de Israel, el pueblo de Dios del Antiguo Testamento, injertado en el noble olivo de Israel (Rom 11), del linaje de Abrahán (Gál 3; Rom 4), Israel según el Espíritu (Rom 9, 6; 1 Cor 10, 18), la Jerusalén de arriba (Gál 4, 6), el Israel de Dios (Gál 6, 16).

La Iglesia es la legítima heredera de Israel, el pueblo de la nueva alianza (1 Cor 11, 25), a quien ha pasado la bendición de Abrahán. A este pueblo se entra por la fe y el bautismo (Gál 3, 14.16.29; Rom 4, 11-17), no por la ley, ni por la circuncisión. Su centro es la eucaristía, celebrada en la Iglesia local o doméstica (1 Cor 1, 2; Rom 16, 16), pero en comunión con las demás Iglesias locales (1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1), y formando la Iglesia universal (1 Cor 10, 32). Es un único pueblo, presente en cada comunidad concreta local.

Lentamente se va dando una emancipación del pueblo judío, de sus leyes y costumbres, buscando siempre la concordia con la Iglesia de Jerusalén (a través, por ejemplo, de la colecta), sin escindir la Iglesia judeocristiana de la gentílica. El mismo proceso personal paulino de apertura a los gentiles es lento. Pablo establece, por una parte, la legitimidad histórica del pueblo de Dios por su conexión con Israel, pero, por otra, su novedad escatológica. Este concepto de pueblo de Dios es histórico y dinámico, y en su misma elaboración se inscribe la misma biografía paulina.

– Cuerpo de Cristo

Esta imagen es la más típicamente paulina. No debe entenderse simplemente como una metáfora social (a partir del cuerpo social de la sociedad), sino con todo su gran realismo. El cuerpo, en el mundo semítico, es la expresión de toda la persona, es la persona encarnada y en su relación con los demás. Pero, además de ello, el cuerpo debe verse a la luz del principio de la personalidad corporativa de Israel. Cristo resucitado es el nuevo Adán, que incorpora a su cuerpo glorioso la nueva humanidad, el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Cristo es persona individual, pero también colectiva, su cuerpo es su cuerpo glorioso y la Iglesia. La Iglesia es Cristo viviente en forma de comunidad, es su cuerpo total.

En 1 Corintios y Romanos, la noción de cuerpo está ligada a la comunidad local, a la que uno se incorpora por el bautismo (1 Cor 12, 13; Rom 6) y que celebra la eucaristía (1 Cor 10). Todos formamos un mismo cuerpo, aunque tengamos diferentes dones y carismas (1 Cor 12; Rom 12).

Hay una mutua implicación entre el cuerpo de Cristo en la eucaristía y en la Iglesia. La comunión fraternal y eclesial de los cristianos es constitutivo esencial de la cena del Señor, y la cena forma el cuerpo eclesial. Sin amor (sobre todo a los pobres) no hay cuerpo eucarístico del Señor, ni cuerpo eclesial (1 Cor 11, 20). El cuerpo eclesial del Señor es el del crucificado que ha sido resucitado por el Padre. El cuerpo de Cristo es el cuerpo del Resucitado que por el Espíritu incorpora a sí y transfigura el cosmos y toda la humanidad. Es tarea del cristiano hacer que la vida y la comunión (koinonía) que vienen del nuevo Adán superen la muerte y la desunión que viene del viejo Adán mundano. Sólo el Espíritu puede realizar esta comunión plena.

– Templo del Espíritu

En la Iglesia se realizan las promesas escatológicas de los profetas (Ez 36). El Espíritu hace de la Iglesia una realidad pneumática (Rom 8; Gál 3), gracias al Espíritu vivificante del Resucitado (1 Cor 15, 45). La Iglesia es morada y templo del Espíritu, lugar de su presencia dinámica, como lo pudo ser en el Antiguo Testamento el templo de Jerusalén (1 Cor 3, 16; 2 Cor 6). El Espíritu es quien reparte los carismas (1 Cor 12; Rom 12), santifica la Iglesia (1 Cor 6, 19), le da la libertad (de la ley, del pecado y de la muerte), pues es Espíritu de libertad (Rom 8, 2-11), y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17).

• Tradición paulina de las pastorales (1 y 2 Tim; Tit)

Corresponden a un momento menos misionero y más pastoral, típico de la transición del período apostólico al posterior. La imagen central es la de la Iglesia como casa de Dios (1 Tim 3, 5.15), es decir, una casa de familia, una imagen doméstica, ligada al orden, administración, disciplina, economía, subrayando la diferencia entre dirigentes y súbditos, con una gran preocupación doctrinal por la fidelidad a la ortodoxia, al depósito de la fe, frente a las incipientes herejías.

Esta imagen enlaza con la del templo o edificio, pero aquí el sentido es menos dinámico y más doméstico y estático: casa bien cimentada, ordenada, basada en la columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15). Al buen orden doméstico corresponden los oficios eclesiásticos. Timoteo y Tito, que participan de la autoridad del apóstol, deben comunicarla a otros dirigentes para las Iglesias locales, por medio de la imposición de las manos, rito que confiere el Espíritu. La tarea principal del dirigente es la predicación, la doctrina sana, frente a los errores y desviaciones heréticas.

Es falso ver en las pastorales una decadencia del primitivo cristianismo (que estaría en el origen del catolicismo romano), frente al auténtico carismatismo de la Reforma. Corresponden a un momento necesario de la evolución eclesial, aunque no se puede negar que en ellas se aminora la tensión escatológica y se agudizan las virtudes domésticas del orden y la disciplina. Lo que no es correcto es elaborar una eclesiología teniendo solamente como base las pastorales.

* Tradición paulina de Colosenses y Efesios

Aunque aparecen también aspectos institucionales y doctrinales, el centro recae en una visión más amplia de la Iglesia como cuerpo de Cristo y esposa. Las dimensiones más locales del cuerpo de Cristo, típicas de las cartas paulinas (Cor y Rom), se amplían ahora a la Iglesia universal, cuerpo de Cristo, del que Cristo es la cabeza (Col 1, 18.24; Ef 1, 22-23; 5, 25). Cristo es el Señor del cuerpo (Ef 4, 4-5). El cuerpo es una realidad en crecimiento que vive la vida del Señor (Col 1, 2.19; Ef 4, 12-13.15-16). La relación Cristo-Iglesia es amorosa, esponsalicia (Ef 5, 21-23), familiar (Ef 5, 25.29). La santidad es la nota más importante de la Iglesia, que anticipa de algún modo el reino en su vida eclesial y cristiana (Col 2, 12; Ef 2, 6).

* Tradición paulina de Lucas y Hechos

Se sitúa a la Iglesia en la historia de salvación, entre el tiempo de Jesús (evangelio) y la segunda venida del Señor. Es el tiempo de la Iglesia (Hch 1, 8). En ella se cumplen los planes de Dios y su acción salvífica con Israel. Por esto el centro de la salvación está en Jerusalén. El agente escatológico de la salvación en este tiempo de la Iglesia es el Espíritu, que prolonga la acción mesiánica de Jesús. Jesús fue ungido por el Espíritu para liberar a los pobres y cautivos (Lc 4), y pasó por el mundo haciendo el bien y liberando de la opresión (Hch 10, 38). Este Espíritu es el que ahora irrumpe sobre los apóstoles y sobre todo el pueblo de Dios (Hch 2), el que, después del rechazo de los dirigentes judíos (Hch 5-7), lanza a Pablo a los gentiles. Es el Espíritu quien fecunda la predicación y la misión, hace crecer la Iglesia, le da alegría en medio de las persecuciones y martirio, la incita a la oración, le reparte carismas, la congrega en la unidad, le hace realizar signos como los de Jesús.

En esta Iglesia hay una estructura: los doce son constituidos apóstoles y Pedro es el encargado de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22, 24-27). El centro vital de esta comunidad es la eucaristía, anticipación mesiánica del banquete del reino, estrechamente ligada a la solidaridad con los pobres. Por esto en la comunidad primitiva de Jerusalén se intentan superar las divisiones económicas, preludiando así los tiempos escatológicos anunciados por los profetas (Hch 2, 42-46; 4, 32-35). El Espíritu es siempre liberador.

*  Tradición petrina de 1 Pedro

Esta carta está dirigida a una Iglesia que vive en situación de diáspora, marginación, exilio, aislamiento y ostracismo, considerada como una secta extraña. Por esto se insiste en la categoría eclesial de pueblo de Dios: ellos son un linaje escogido, un sacerdocio santo (1 Pe 2, 9-10) que, como el pueblo del éxodo, han pasado de las tinieblas a la luz, de no ser pueblo a ser pueblo. Ha sido el Señor quien les ha llamado a la fe, al bautismo, a ser pueblo de Dios, mediante la acción de su gracia. En medio de las dificultades hay que mantener firme la esperanza en la promesa escatológica de salvación.

* La tradición de la comunidad de Mateo

Este evangelio, dirigido a una comunidad judeogentil, es el único que emplea la palabra Iglesia (ekklesía) tres veces (Mt 16, 18; 18, 17), traducción griega del hebreo qahal, asamblea convocada por Yahvé (Dt 33, 2; Neh 31, 1; Miq 2, 5; Jue 20, 2). Es la Iglesia de Jesús, ligada estrechamente al Señor, que estará con ella hasta el final de los tiempos, sin dejar que las fuerzas del infierno prevalezcan sobre ella (Mt 16, 19; Mt 28, 20).

Esta Iglesia es el verdadero Israel, que abraza ahora a judíos y gentiles. El reino ha sido arrebatado a los pérfidos viñadores y entregado a un pueblo nuevo. Esta Iglesia es una comunidad de salvación, dentro de la cual los doce tienen una función especial, y de entre ellos, Pedro, la roca, tiene la misión de atar y desatar, y posee las llaves del reino (Mt 16, 19). Pero esta comunidad debe vivir los valores de Jesús, la prioridad de los pequeños y los débiles, la atención a los pecadores, el perdón, la no violencia, la paciencia escatológica (Mt 18). Hay que estar precavidos frente a la hipocresía y fariseísmo de los dirigentes (Mt 23). Hay una vocación universal a todos los pueblos (Mt 28). La suprema ley es el amor, sobre todo a los pobres y desvalidos, con los que se identifica Jesús, haciendo de ellos el test escatológico en el día del juicio (Mt 25). Los pobres son el siervo de Yahvé doliente, y en ellos está Jesús.

• La tradición del discípulo amado: evangelio y cartas de Juan

Su preocupación principal es más cristológica que eclesiológica, pero sin embargo aparecen dos grandes temas eclesiales: el rebaño (Jn 10; 21) y la vid y los sarmientos (Jn 15). Hay una clara insistencia en el amor y servicio fraterno (Jn 17, 23). El principio vital de la comunidad es el mismo Jesús, verdadero pan, luz, puerta, pastor, vid... La postura esencial del creyente es el discipulado, siguiendo el ejemplo del discípulo amado. Hay también apertura a samaritanos y paganos. La presencia futura del Espíritu es la que actualizará la vida de Jesús en su comunidad, por la fe y el amor. El Espíritu es defensor y fuente de fortaleza, alegría y victoria final (Jn 16) frente al mundo.

En las cartas se repiten los temas de la fe, el amor, la comunión, siempre ligados al Jesús histórico, que constituye el verdadero criterio para discernir los espíritus (1 Jn 4).

• La carta a los Hebreos

Posee ciertos paralelismos con Juan y Pablo, pero notables puntos diferentes (su postura frente al judaísmo, las tentaciones de Jesús, su clamor al Padre...). Frente a una comunidad que añora la solemnidad litúrgica del templo, el autor le recuerda que el sacerdocio antiguo ha quedado abolido por el nuevo y único sacerdote, Jesús, que realiza el sacrificio existencial de su vida al Padre por todos.

El Hijo, sumo sacerdote, lleno de debilidad y misericordia (Heb 5), y semejante en todo a sus hermanos menos en el pecado, conduce a sus hermanos a la tierra prometida, al descanso, al monte Sión, al santuario del cielo. El pueblo tiene ya abierta, una vez por todas, la puerta al trono de la gracia, pero se halla todavía en situación de peregrinación, viviendo en fe y esperanza. En este caminar, el Israel del Antiguo Testamento puede ser un modelo y prototipo de esperanza en las promesas eternas.

• La carta de Santiago

De carácter judeocristiano, insiste en la necesidad de poner la fe en práctica (1, 19-27; 2, 14-26), en la exigencia de conversión y de oración (5, 16-20), en la espera paciente de la venida del Señor. Pero lo más notable es la clara afirmación de la prioridad de los pobres en el reino y en la Iglesia, y las amenazas a los ricos (1, 27; 2, 1-7.15-17; 4, 10.13-16; 5, 1-6).

• Apocalipsis

Este escrito, difícil y enigmático, es una esperanza y un consuelo para una Iglesia que vive en situación de persecución por el imperio. Hoy de nuevo vuelve a ser leído y releído por las comunidades pobres y perseguidas de América Latina, y aumentan los comentarios populares a este texto (por ejemplo los de C. Mesters, J. Saravia...). Hay una serie de imágenes eclesiológicas de gran fuerza:

·       el Israel escatológico con los 144.000 sellados, doce tribus y un pueblo inmenso de redimidos (Ap 7),

·       la mujer, rival del dragón, rodeada de doce estrellas, que va al desierto y engendra y defiende a su hijo (Ap 12);

·       la esposa del Cordero, unida a Cristo en las bodas eternas (Ap 19);

·       la nueva Jerusalén, reino escatológico de Dios, nueva creación, meta del plan de Dios, que ha triunfado de la Bestia y de Babilonia (Ap 21).

La Iglesia aparece en el Apocalipsis como Iglesia de Cristo, redimida por su sangre, actualmente perseguida y martirizada, pero que triunfará de todos sus enemigos.

c) Rasgos esenciales de la eclesiología del Nuevo Testamento

Este pluralismo eclesiológico podría dejar la impresión de que cada comunidad posee su propia eclesiología, que nada hay común entre las diferentes Iglesias. Cada comunidad acentúa aquellos aspectos que para su contexto son más necesarios, pero aunque haya énfasis diversos, no hay contradicciones, las diferencias enriquecen -si no se absolutizan- y conducen a un verdadero ecumenismo.

Ciertamente habría el peligro de unilateralismo si solamente se rescatasen algunos rasgos aislados. Así, las pastorales, desgajadas del conjunto, podrían conducir a un excesivo conservadurismo; los Hechos, Colosenses y Efesios podrían llevar a un cierto triunfalismo; Juan, a un individualismo gnosticista; Mateo, a un juridicismo; Corintios, a un carismatismo...

Sin embargo, de la síntesis conjunta de todos los textos se puede obtener una imagen unitaria de la Iglesia, más allá de las diversas eclesiologías. Aun con riesgo de empobrecer la rica variedad de elementos, proponemos algunos rasgos constantes en las eclesiologías del Nuevo Testamento:

* Comunitariedad.

La Iglesia es constitutiva de la existencia cristiana: sólo en el seno de la comunidad creyente existe fe en Cristo y unión con él. Un cristianismo individualista es impensable en el Nuevo Testamento. Es el Dios Trinitario quien llama y convoca a la comunidad, y en ella las personas deben responder a la llamada de Dios. La fe es teologal en su contenido, pero es eclesial en su forma.

- Radical igualdad y fraternidad eclesial.

Todos los bautizados forman el pueblo de Dios y son hermanos. El Nuevo Testamento no favorece el clericalismo.

* Pluralidad carismática y organicidad estructural.

En la Iglesia, todos lo hacen todo, pero de forma diferente; todos son responsables, pero algunos tienen una función peculiar respecto a la comunidad. Hay diversos servicios y carismas. Hay funciones de dirección y gobierno que son constitutivas del ser eclesial. El Nuevo Testamento va en contra de la anarquía carismática y del monopolio jerárquico.

* Responsabilidad personal.

El individuo tiene su propia función eclesial irrenunciable, y de cada uno depende que la Iglesia sea lo que debe ser. Todo don es una tarea. El Nuevo Testamento no propicia ninguna masificación.

* Encarnación e historicidad.

La Iglesia se realiza en el tiempo y en el espacio, debe encarnarse en cada lugar y cultura, es peregrina hasta llegar a la escatología. No puede instalarse como si hubiera llegado ya el reino.

- Cristocentrismo.

La Iglesia es de Jesús, su Señor resucitado, es el cuerpo de Cristo que la va edificando y dinamizando. El es su cabeza, su piedra fundamental. El Nuevo Testamento no favorece una identificación entre Iglesia y jerarquía.

* Kénosis.

El Resucitado es el Crucificado, la Iglesia sigue a su Señor en humildad, pobreza, tentación, cruz, en medio del pecado y continua necesidad de conversión, en medio de persecuciones y martirios. Pero espera contra toda esperanza. El Nuevo Testamento está muy lejos de un triunfalismo eclesiástico, sino que, por el contrario, alienta una Iglesia pobre, mesiánica y martirial.

* Pneumática.

La Iglesia es la Iglesia del Espíritu, que la hace nacer y crecer, está en ella de forma privilegiada, pero no se agota en ella, sino que el Espíritu es libre. El Nuevo Testamento está en contra de una identificación del Espíritu con la Iglesia.

* Apertura al reino.

La Iglesia no es el reino, se orienta hacia él, hacia la utopía de Dios, hacia la nueva creación de una humanidad justa y reconciliada. Su misión es anunciar este reino y transfigurar la historia en la dirección del reino. Esto va en contra de todo eclesiocentrismo.

* Los pobres deben ocupar un lugar privilegiado en la Iglesia.

Ellos son los primeros llamados al reino y a la Iglesia, los que deben sentirse en la Iglesia como en su casa, los que deben ser objeto de la solidaridad eclesial, el tribunal supremo para toda la humanidad. Siempre que la Iglesia ha sido realmente evangélica, los pobres han ocupado este lugar. Esto va contra todo espiritualismo desencarnado, contra toda mundanización eclesial.

En conclusión, el Nuevo Testamento nos presenta una eclesiología de comunión, con la misión de anunciar y realizar el reino de Dios en el mundo, comenzando por aquellos lugares y personas donde el reino es negado: los pobres y oprimidos. Y todo ello siguiendo el camino de Jesús, muerto y resucitado, y dejándose conducir por su Espíritu de vida y de libertad. La Iglesia es la imagen visible de la Trinidad en la historia, una semilla del reino, que es el plan trinitario de Dios para el mundo.

La eclesiología latinoamericana, siguiendo al mismo Nuevo Testamento, intentará rescatar y acentuar algunos elementos que tal vez en otros momentos habían quedado como más olvidados y que en América latina son hoy esenciales: la dimensión comunitaria de la fe, la solidaridad con los pobres, la confianza en el Espíritu, el seguimiento del Jesús pobre, la aceptación de la cruz y el martirio, la unión entre el culto y la vida, la orientación de la Iglesia al reino, la necesidad de responder a los problemas de hoy, la esperanza en el triunfo de la justicia y de la vida sobre la muerte.

LA LUCHA ENTRE EL DRAGÓN Y LA MUJER

Siempre cuando veo a los niños con sus ojos grandes, mirando el mundo, pienso en el capítulo 12 del Apocalipsis, donde habla del dragón que quiere devorar al niño que va a nacer de la mujer.

Una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, grita en dolores de parto, porque llegó la hora de dar a luz. Delante de ella, un dragón inmenso, la antigua serpiente, está dispuesto para devorar al niño que ahora va a nacer.

Humanamente hablando, quien va a ganar esta lucha es el dragón. Pero no por ello la mujer deja de dar a luz. Es dando a luz como ella vence el poder mayor del dragón.

La mujer, en el momento de engendrar, se encuentra totalmente indefensa, enteramente entregada a dar vida nueva al otro. El parto es, al mismo tiempo, el momento de su mayor debilidad y de su mayor fuerza. Juntos, ella y el niño, vencen al dragón. Su debilidad es más fuerte que el poder organizado. Generando hijos, la mujer mantiene la esperanza de la humanidad contra el poder destructor del dragón.

Como ya dije, Herodes ha perdido hoy su nombre, el dragón se volvió invisible, pero ambos continúan matando a los niños, matando la vida nueva que nace en el corazón de tantos. La gente percibe esto aquí en el campo (...). No por eso las mujeres dejan de dar a luz. Herodes, ni siquiera matando consigue vencer la vida.

No sé si todo eso es poesía, pero para mí es lo que está aconteciendo en el mundo: la lucha entre el dragón y la mujer, entre Herodes y los niños, indefensos entre la muerte y la vida, entre la cruz y la resurrección, entre el bien y el mal. El mal no va a ganar, porque la resistencia del bien es mayor y más fuerte, a largo plazo. Todo esto era y es para mí fuente de fe, de esperanza, y quiera Dios sea también una fuente de mayor donación y amor.

C. Mesters, Seis dias nos poroes da humanidade. Petrópolis 1985, 55-57.

RECUPERACIÓN DEL REINO DE DIOS

La Iglesia es algo esencial en la fe cristiana. No es lo más esencial, como algunos quieren hacernos ver, cometiendo con ello un grave error teológico; pero sin la Iglesia, con su misterio inseparable de la historia, la fe no es todo lo que debiera ser. Una y otra vez hay que recuperar la Iglesia de sus lacras históricas para que realmente se ponga al servicio del reino de Dios que predicó Jesús. Por eso el tema clásico «Iglesia y reino de Dios» es un tema central para la autocomprensión de la Iglesia y de su misión, así como su transformación permanente. No es un tema puramente académico. Porque si el reino de Dios no puede concebirse adecuadamente al margen de la Iglesia que ayuda a realizarlo, mucho menos puede concebirse la Iglesia cristiana al margen del reino de Dios. Podrá ser difícil encontrar el equilibrio adecuado entre las cosas del reino y las cosas de la Iglesia, pero este equilibrio no podrá encontrarse si, ante todo, no se da prioridad al reino sobre la Iglesia, negando toda fácil identificación y si, derivadamente, no se pone al reino en relación con la Iglesia, una vez que se ha puesto a ésta en relación con aquél (...).

La necesaria institucionalización secular de la Iglesia sólo evitará la mundanización secularista si se da una permanente conversión de la Iglesia al reino (...). El reino no busca anular a la Iglesia, tan sólo la sitúa en su lugar adecuado, porque la Iglesia ha de subordinarse a Cristo, y Cristo fue enviado por el Padre a implantar en la historia el reino para que, recapituladas en él todas las cosas (Ef 1, 10), sea posible que Dios sea todo para todos (1 Cor 15, 28). Sólo desde el reino, tal como fue predicado por Jesús, puede entenderse por qué la Iglesia ha de ser una Iglesia de los pobres, si ha de cumplir con su misión, si ha de ser santa, perfecta y sin mancha, a imagen y semejanza del propio Jesús.

Ignacio Ellacuría, Conversión de la Iglesia al reino de Dios. Santander 1984, 7-8.

(Ellacuría fue asesinado el 16 de noviembre de 1989 en San Salvador).

 

Bibliografía

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Iglesia misterio

Llamamos Iglesia misterio a la eclesiología de los primeros siglos de la Iglesia. Corresponde a la época patrística, es decir, a los cuatro primeros siglos de la Iglesia, pero muchas de las estructuras eclesiológicas de estos primeros siglos perduran hasta el siglo XI. Como veremos, es una eclesiología de comunión, sumamente rica, muy ligada a los orígenes bíblicos de la Iglesia, y muchas de sus intuiciones y estructuras han inspirado la eclesiología del Vaticano II.

Creemos que esta eclesiología patrística ilumina la eclesiología que está naciendo en América latina y tiene con ella más de un punto de contacto.

1. Situación socio-política

Para comprender mejor esta eclesiología, hay que recordar una serie de elementos sociopolíticos típicos de la Iglesia primitiva:

·       Es una Iglesia minoritaria y nueva, una tercera raza (tertium genus), diferente del judaísmo y de los cultos paganos. Se caracteriza por vivir en una atmósfera de alegría, expansión misionera, dinamismo. Se siente como una pequeña grey en medio de las grandes religiones de la época. Vive el espíritu de la compasión y la misericordia en un mundo que sólo valora el poder y la autoridad...

·       Es una Iglesia predominantemente urbana, lo cual la hace más visible y temible, a pesar de su escaso número de cristianos, y se suele reunir en la casa de alguna familia cristiana (Iglesia doméstica).

·       Es una Iglesia de sectores populares, pero no sólo de marginados, ya que pronto hubo gente de sectores medios e incluso altos. El texto polémico y despectivo de Celso, que llama a los cristianos ignorantes, cerrados, incultos, almas viles y ruines, esclavos, mujeres, niños, tejedores de lana, zapateros, curtidores, albañiles, cerrajeros, gente grosera y sucia (Contra Celsum, 37, 73, 108), debe completarse con otros.

·       Es una Iglesia que pronto se siente atacada por los judíos, por los filósofos paganos y por las autoridades estatales, que ven en ella un peligro por su fe antiidolátrica y por su negativa a colaborar en el culto imperial; los primeros cristianos son considerados «ateos» del dios oficial del imperio. La consecuencia de todo ello son las persecuciones y el martirio de los tres primeros siglos.

·       Es una Iglesia con controversias internas, y en lucha contra las incipientes herejías (judaizantes, gnósticos, montanistas, maniqueos, herejías trinitarias y cristológicas...).

·       Es una Iglesia que se va organizando internamente y se va consolidando en su estructura jerárquica: episcopado monárquico, sínodos regionales, preeminencia del obispo de Roma, concilios ecuménicos...

·       Es una Iglesia con dos elementos clave típicos de esta época primitiva: el bautismo de adultos y el martirio. El bautismo va precedido por el catecumenado, y las persecuciones crean nuevos problemas, como el de los que apostatan de su fe (los llamados lapsi).

·       Es una Iglesia que pronto deja de ser una «secta» y se convierte en «Iglesia» (según la terminología de la sociología religiosa de Max Weber y Troeltsch), es decir, deja de ser un grupo cerrado y limitado al mundo judío, para abrirse a los demás pueblos, razas, culturas y religiones.

La situación sociopolítica de América latina es muy diferente de la de la Iglesia primitiva, pero se dan también en ella alegría y novedad, un sentido fuertemente comunitario, y vive también persecución y martirio, pero este martirio viene normalmente no de paganos, sino de manos de otros cristianos que consideran que, al matar, están defendiendo la civilización cristiana occidental y dan gloria a Dios.

2. Iglesia, misterio de koinonía

La iglesia es vista como misterio. La palabra misterio no significa simplemente algo oculto, sino algo que forma parte del plan de Dios, de la revelación de Dios hecha en Cristo. La Iglesia forma parte de la historia de salvación, de la historia trinitaria de Dios con el mundo.

Frente a una visión de muchos contemporáneos, para quienes la Iglesia es una realidad meramente humana y sociopolítica, los cristianos de los primeros siglos estaban convencidos de que la Iglesia era algo más profundo que tenía que ver con el misterio de Dios, de Cristo y de la salvación. Esta concepción ha sido retomada por el Vaticano II en su constitución sobre la Iglesia (LG I).

Profundizando un poco más sobre esta dimensión de misterio, podemos afirmar que el centro de esta eclesiología primitiva es la idea de koinonía o comunión.

Bíblicamente, koinonía o comunión tiene tres dimensiones inseparables:

·       Comunión con el Padre por el Hijo Jesús, en el Espíritu (2 Cor 13, 13; 1 Jn 1...).

·       Comunión con los hermanos en la fe, que culmina en la eucaristía, comunión con Cristo y con la Iglesia (Gál 2, 9-10; 1 Cor 10, 16...).

·       Comunión solidaria con los pobres, expresada bíblicamente con la expresión de la colecta que se organiza para los pobres (2 Cor 9, 13; Rom 15, 26) y con la comunidad de bienes de la Iglesia de Jerusalén (Hch 2, 42.44; 4, 32).

Retomando esta perspectiva bíblica, la Iglesia primitiva se concibe como koinonía, sacramento de comunión, en estas tres dimensiones:

·       Comunión con el Padre por Jesús en el Espíritu, comunión que se expresa en la unidad de fe, y cuyo término es la divinización del cristiano. En el símbolo o credo se expresa por medio de la afirmación de que la Iglesia es una y santa.

·       Comunión eclesial, que se materializa por la comunión sobre todo en la eucaristía, pero que se manifiesta en la comunión con los hermanos, con las demás Iglesias, con el obispo, especialmente con el de Roma, que preside la comunión en la caridad. La expresión «comunión de los santos» significa tanto la comunión sacramental como la fraterna, incluso con los hermanos ya difuntos. En el credo, las notas de católica y apostólica expresan esta dimensión. La excomunión excluía precisamente de esta comunión eclesial.

·       Comunión solidaria con los pobres. Existía el principio de que la comunión en lo espiritual comportaba la comunión temporal. Con el tiempo, esto llevará a una visión de la función social de la propiedad. Frente a la noción romana de que las cosas privadas son propias y exclusivas (privata ut propria), los padres de la Iglesia de estos siglos introducen la dimensión social de la propiedad (privata sunt communia). Para ellos, el hacer de los bienes una apropiación indebida en su uso exclusivo constituye un robo. Todo esto hallará su expresión litúrgica en la eucaristía, como veremos luego.

En realidad, el modelo de koinonía perfecta, el misterio último es la Trinidad, de la cual la Iglesia es imagen e icono. La Trinidad es un misterio de comunión interpersonal, de amor, de solidaridad mutua, de interrelación (pericoresis). Es la misma y renueva constantemente, como el Vaticano II ha expresado (LG 4). Esto significa que la Iglesia no es simplemente una realidad sociológica y mundana como otras, sino que posee en su interior un gran misterio de fe. Muchas crisis ante la Iglesia provienen de que no se cree que ella sea objeto de una acción peculiar del Espíritu de Jesús.

Esta era la convicción de la Iglesia primitiva, y por esto introdujo la Iglesia en el credo, junto al Espíritu.

En la Tradición apostólica de Hipólito, hallamos, según el parecer de los especialistas (P. Nautin, H de Lubac...), la primera conexión entre Iglesia y Espíritu: «Creo en el Espíritu Santo en la santa Iglesia».

El Espíritu es quien santifica la Iglesia, es el que da el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable. La primitiva Iglesia veía a la Trinidad en función de nuestra vida cristiana, y en concreto veía en el Espíritu el dador de toda vida. Por esto proclama su fe en el Padre creador, en el Hijo salvador y en el Espíritu vivificador, el cual actúa sobre todo en la Iglesia y a través de ella. El Espíritu florece en la Iglesia.

La Iglesia latinoamericana vive hoy una profunda irrupción del Espíritu, un kairós de gracia. No es extraño que esto se exprese también a nivel eclesial (comunidades de base, martirio, etc...). La eclesiología latinoamericana no nace únicamente de los libros, sino de la vida y de la sangre de sus mártires.

Trinidad la que ha reunido y congregado la Iglesia, a su imagen y semejanza, en una nueva creación. Jesús ha venido a reunir el pueblo de Dios disperso, y pentecostés es el comienzo de esta nueva creación, sobre la que aletea el Espíritu como en el Génesis...

El Vaticano II, citando un texto de Cipriano, afirma que la Iglesia se manifiesta «como una muchedumbre reunida en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4).

La teología latinoamericana de la liberación ve en la Trinidad un modelo de comunión y de liberación para la sociedad y la Iglesia (L. Boff, y las comunidades de base de Brasil, en su reciente encuentro en la ciudad de Trinidad, tenían como eslogan: «La Trinidad es la mejor comunidad».

3. Iglesia del Espíritu

Concretamente, en estos primeros siglos la Iglesia aparece especialmente ligada al Espíritu. El credo primitivo, de origen bautismal, posee una estructura trinitaria, en estrecha relación con la liturgia bautismal. En este credo se profesa la fe en el Padre, en Jesucristo y en el Espíritu Santo. Luego se hace mención de la Iglesia, del perdón de los pecados, de la resurrección de la carne y de la vida eterna.

Una traducción incorrecta del texto griego y latino del credo al castellano ha hecho creer a muchos que en el credo se afirma en el mismo nivel nuestra fe en el Padre, en Jesucristo, en el Espíritu, en la Iglesia, en el perdón de los pecados, etc. En realidad sólo profesamos nuestra fe en Dios, y por esto la estructura del credo es trinitaria (y bautismal). La Iglesia no constituye una cuarta persona de la Trinidad.

Si la Iglesia entra en el credo, es en el capítulo de la profesión de fe en el Espíritu, ya que el Espíritu actúa de forma especial en la Iglesia, del mismo modo que el Espíritu es quien realiza el misterio del perdón, la resurrección de la carne y la vida perdurable, pues es Espíritu de comunión y de vida.

La consecuencia de todo ello no es minusvalorar la Iglesia, sino mostrar la estrecha conexión existente entre ella y el Espíritu: es obra del Espíritu, el cual la vivifica y no la abandona nunca, la santifica

4. Simbolismos patrísticos

En los padres se da una prioridad de la Iglesia sobre la eclesiología. En vano buscaremos en ellos una eclesiología sistemática. Su eclesiología es sobre todo simbólica, enlazando tanto con símbolos bíblicos como con símbolos humanos y populares.

Entre los símbolos exclusivamente bíblicos, destacan los de pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu, la mujer vestida del sol del Apocalipsis, la nueva Jerusalén, etc. Pero junto a éstos, hallamos una serie de símbolos más elaborados, que utilizan, juntamente con tema bíblico, otros temas culturales y populares. Destaquemos los más importantes:

• Anciana:

La Iglesia es una anciana (Hermas), ya que viene de los orígenes, es la Iglesia de Adán, de Abel (Agustín), desde la creación del mundo, que ya se halla prefigurada en el Antiguo Testamento.

Este simbolismo destaca toda la preexistencia y la prehistoria de la Iglesia, incluyendo en este concepto de Iglesia a todos los justos que se han salvado desde el justo Abel hasta el final de los tiempos.

• Iglesia Eva-María:

Este simbolismo une las dos figuras bíblicas, que tienen en común el ser madres de vida, con el tema de los dos Adanes, el primer Adán de cuyo costado nace Eva y el segundo Adán que es Cristo:

·       La Iglesia es la nueva Eva, engendrada del costado del nuevo Adán, Cristo, dormido en la cruz; es la Iglesia esposa.

·       La Iglesia es la nueva Eva que engendra a la vida; pero así como la antigua Eva dio vida al mundo, pero fue una vida que llevó a la muerte, la nueva Eva engendra a la vida definitiva; es la Iglesia madre.

·       Hay un paralelismo entre Eva, la Iglesia y María, que se expresa muchas veces en las inscripciones de los baptisterios: la Iglesia da la vida por el bautismo a los fieles cristianos, como María dio a luz a Jesús.

Así la Iglesia aparece como esposa y madre, esposa frente al esposo Cristo, y madre que engendra por los sacramentos. La primera imagen es más laical, la segunda más jerárquica.

·       • Iglesia luna: la luna, en el mundo helénico y en muchas culturas, posee tres notas que se aplican a la Iglesia:

·       Brilla por luz ajena, del sol: también la Iglesia es una comunidad relativa a Cristo, que brilla con la luz de Cristo, verdadero sol, luz de todas la naciones (Lumen gentium).

·       Muere ante el sol, se oculta para que el sol brille: dimensión transitoria y provisional de la Iglesia, que cesará cuando el reino de Dios llegue a plenitud definitiva y Dios sea todo en todos.

·       Engendra y da fuerza (por ejemplo las mareas, la fertilidad en la generación...): dimensión dinámica y engendradora de la Iglesia.

* Iglesia nave:

Es la imagen patrística más usada, de raigambre clásica y pagana (Ulises...) y bíblica (el arca de Noé, donde hay salvación), la barca de Pedro (Mc 4, 38; Lc 5, 3s; Mt 8, 26; Jn 21...)

Esta imagen se elabora en forma casi alegórica, como ha estudiado con profundidad Hugo Rahner:

·       El mar proceloso es el mundo, el pecado, la muerte, el mal.

·       La nave es la Iglesia, que atraviesa el mar del mundo.

·       El piloto es Cristo que rige la nave de la Iglesia; luego aparece como subpiloto el obispo y más tarde el papa.

·       El mástil es la cruz, antena salvadora.

·       La vela blanca que la hace avanzar es el Espíritu.

·       El puerto es la escatología, la plenitud del reino, adonde se dirige la nave de la Iglesia.

·       Es una nave segura; aunque se tambalee, no se hunde (fluctuat sed non mergitur): se insinúa lo que luego se elaborará en torno a indefectibilidad e infalibilidad de la Iglesia.

·       Es una nave donde, como en el arca de Noé, hay animales puros e impuros (como afirma Agustín, frente al puritanismo de los donatistas...).

·       Salirse de esta barca es caer en el mar: este es el sentido primigenio del axioma: «Fuera de la Iglesia no hay salvación» (extra ecclesiam, nulla salus), que surge (por ejemplo en Orígenes y Cipriano) no para hablar de la salvación de los gentiles que no han conocido la Iglesia, sino para precaver a los cristianos de abandonar la nave de la Iglesia, cayendo en cismas y herejías.

• Casta meretrix:

Los padres aplican a la Iglesia una serie de imágenes que muestran que no sólo Israel en el Antiguo Testamento, sino la Iglesia del Nuevo Testamento es santa y pecadora, casta y prostituta (casta meretrix):

·       Eva pecó, la herejía es una prostitución, un juntarse con ídolos.

·       Se aplica a la Iglesia el adulterio de Israel, del que hablan los profetas (Dt 13, 13; Is 1, 21; Jr 4, 29-31).

·       Rajab, la ramera, que es modelo de fe (Jos 2, 1-21; 6, 17. 22-25; Mt 1, 5).

·       El matrimonio de Oseas con la prostituta (Os 2)

·       Tamar, que elige como marido a Judá, bajo la imagen de una prostituta (Gn 38 y Mt 1, 3).

·       Babilonia, cuyo espíritu entra en la Iglesia (Jr 50-51; Ap 17-19).

El tema de la prostitución de la Iglesia y de su cautividad babilónica no es sólo luterano, es patrístico y medieval. H. U. von Balthasar lo ha elaborado teológicamente, y en el Vaticano II se halla una expresión semejante: «La Iglesia, al abrazar en su seno a los pecadores, es simultáneamente santa y necesitada de purificación (sancta et purificanda)» (LG 8, 3).

Este tema tiene gran importancia espiritual y pastoral: la Iglesia es siempre Iglesia de pecadores; la Iglesia de los pobres es también la Iglesia de los pecadores. En LG 8 se unen los dos temas. Es una ilusión y una herejía querer una Iglesia de sólo santos. Pero esta Iglesia de pecadores es, misteriosamente, una Iglesia santa, por la fuerza del Espíritu. El pecado no revela nunca la esencia más profunda de la Iglesia, ni el pecado llegará a ahogar la gracia de Dios. La Iglesia no volverá a ser una sinagoga judaica. Este tema se enlaza con el de la presencia del Espíritu en la Iglesia.

De este modo, los padres de la Iglesia nos ofrecen una eclesiología simbólica de gran riqueza y profundidad, y que al mismo tiempo es un modelo de inculturación y de eclesiología popular.

En las comunidades de base y grupos populares de América latina, en encuentros cristianos y liturgias, está surgiendo una rica simbología eclesial. Se utilizan sobre todo símbolos fuertemente comunitarios (familia, fiesta, banquete, colmena, hormiguero, racimo...), vitales (la tierra madre que da vida, engendra, alimenta) y dinámicos (peregrinación, marcha, caminar, romper cadenas...). Pero tal vez uno de los símbolos más queridos es el de María, venerada en la piedad popular a través de santuarios (Guadalupe, Copacabana, Aparecida, Luján...). María simboliza la cercanía y el rostro materno de Dios, la vida, el amor a los pobres, la misericordia, la defensa de los derechos de los pequeños, la protectora de los indígenas frente a sus exterminadores. Es símbolo de la Iglesia de los pobres.5. Problemas y tensiones eclesiales

Siempre tenemos el peligro de idealizar a la Iglesia primitiva, como si en ella no hubiera habido problemas, pecados, tensiones y contradicciones. Sin embargo, la realidad fue muy diferente de lo que a veces pensamos. Sin ánimo de exclusividad, enumeremos algunas de las tensiones más frecuentes de la Iglesia de los primeros siglos:

·       Tensión comunión-organización: simbolizada por la tensión entre oriente y Roma, o por la disputa sobre rebautizantes entre Cipriano de Cartago y Esteban, el papa de Roma. Por un lado están los que tienen una visión más espiritual y comunitaria de la Iglesia, y por otro los defensores de la organización y la tradición. Ambos elementos son necesarios, pero existe una tensión entre estos dos polos. Oriente es más sensible a la comunión, occidente a la organización.

·       Tensión ley-evangelio: simbolizada por la polémica entre Hipólito y Calixto. Hipólito acusa al papa Calixto, ex-esclavo, de ser demasiado laxo, perdonar pecados, ordenar a hombres casados varias veces, mantener en el ministerio a curas casados, permitir el matrimonio de conciencia entre esclavos (a los que la ley romana no concedía matrimonio, sino sólo contubernium). El papa Calixto prefiere invocar la misericordia evangélica.

·       Tensión carisma-institución: la Iglesia primitiva considera que tanto carisma como institución pertenecen al ser eclesial. Pero la herejía del montanismo, con su defensa exagerada de lo carismático, provocó una crisis. El montanismo, invocando el carisma, fomentaba una religiosidad extática, rigorista, sectaria y antijerárquica. La Iglesia reaccionó duramente en contra del montanismo, y desde entonces comenzó a nacer una sospecha anticarismática, que se puede decir que ha durado hasta el Vaticano II, que ha vuelto a hablar de carismas (LG 12).

·       Tensión Iglesia local-universal: por ejemplo la controversia sobre la fecha de la pascua entre Roma y oriente en tiempos del papa Víctor, con amenaza de excomulgar a las Iglesias de oriente por parte de Roma, medida que fue criticada por Ireneo de Lyón. Con el tiempo, Roma pasa a ser no sólo punto de referencia eclesial, sino centro uniformador...

·       Tensión Iglesia visible-invisible: simbolizada por la polémica entre Agustín y los donatistas. Estos querían una iglesia de sólo santos y puros. Agustín dice que en la Iglesia hay como dos estadios, uno terreno en el que hay pecadores y otro celeste de santidad y pureza. No son dos Iglesias, sino dos estadios de la única Iglesia. El hecho de estar en la Iglesia visible no es garantía de salvación. Estamos en tiempo de mezcla entre trigo y cizaña, todavía no ha llegado la cosecha. En el arca de Noé, como hemos visto, había animales puros e impuros...

·       El giro constantiniano: introduce una nueva problemática, como luego veremos más ampliamente. La Iglesia pasa a ocupar el lugar que en Roma tenía la religión oficial; el papa llegará a ser el sumo pontífice, y la fe cristiana un asunto de Estado. El emperador convoca concilios y castiga a herejes. El Estado favorece a la Iglesia oficial y ésta sacraliza el Estado. Estamos ante un problema de grandes consecuencias para el futuro.

De este modo, la Iglesia primitiva aparece con todo su realismo de luces y sombras, pero, a pesar de todos sus problemas, mantiene el deseo de ser ante todo una Iglesia de comunión. Para ello arbitró no sólo una teología de la koinonía, sino unas estructuras de comunión.

A nadie puede extrañar que también la Iglesia y la eclesiología emergente en América latina tenga problemas y suscite dificultades, incomprensiones y tensiones. Tal vez en muchos puntos se asemeje a la eclesiología oriental y africana, muy sensible a la comunión, a la vida, a lo local, al pueblo. Pero también aquí las diferencias y tensiones no rompen el deseo de comunión y unidad universal. La acogida popular de América latina al papa en sus viajes es un signo de profunda unidad eclesial.

6. Estructuras de comunión

No basta profesar una teología adecuada, si no se establecen mediaciones para que estos principios teóricos se apliquen. La Iglesia primitiva halló estructuras para realizar la comunión que profesaba en su eclesiología. Veamos algunas formas concretas a través de las cuales se materializaba esta eclesiología de koinonía o comunión.

a) Iglesia local

Ha existido un significativo silencio eclesiológico sobre este tema en toda la eclesiología oficial, hasta el Vaticano II. La Iglesia era vista como sociedad universal, centralizada en Roma, «un rebaño bajo un único pastor” (unus grex sub uno pastore: Vaticano I), de la cual institución las Iglesias particulares eran únicamente partes; la Iglesia era como una gran diócesis, a cuya cabeza estaba el papa.

Sin embargo, éste no fue el sentir de la Iglesia primitiva que, fiel a la tradición bíblica, elaboró una teoría y una praxis de la Iglesia particular o local.

• Tradición bíblica

La Iglesia de Dios, para la Escritura, está localizada en una:

Ciudad:

Tesalónica (1 Tes 1, 1; 2 Tes 1, 1), Corinto (1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1), Laodicea (Col 4, 16), Jerusalén, Antioquía, Cesarea (Hch 5, 1-8; 11, 22), Éfeso (Hch 20, 28: «Iglesia de Dios»).

Región:

Asia, Galacia, Macedonia, Judea.

Comunidad doméstica:

Por ejemplo la casa de Prisca y Áquila (Rom 16, 5).

El primer lugar de reuniones de las comunidades cristianas fue la casa-vivienda (oikia) y su núcleo es la casa-familia (oikos). En ella participan gentes de diferente condición social. Pablo busca la conversión de algún paterfamilias para que haga de su casa lugar de reunión y plataforma misionera. La idea de que el cristianismo primitivo fue sólo de esclavos no corresponde a la realidad histórica. Áquila, Prisca, Lidia, Filemón, Crispo, Gayo eran de posición social buena. El paterfamilias fácilmente será el líder de la nueva comunidad.

El cristianismo crece desde la casa-vivienda (oikia), pues aunque aspira a la fraternidad universal, no tiene acceso a la vida pública. La opción por la comunidad-casa es una opción realista y concreta, viable, preludio de las CEBs actuales.

Digamos, para concluir este apartado, que la casa como Iglesia doméstica es más amplio que familia (cf. LG 11) y, por otra parte, ayuda a comprender temas bíblicos como edificio de Dios (Gál 2, 18; Ef 2, 20; 2 Cor 10, 8), familia de Dios (Rom 8, 14; Gál 4, 4), etc. (R. Aguirre, La casa como estructura base del cristianismo primitivo: las Iglesias domésticas. DDB, Bilbao 1987).

Sólo más tarde se llega a la noción de Iglesia universal, que es la comunión de las Iglesias locales (Ef 4, 1-6; Rom 16, 12. 23; Col 1, 24). También la Iglesia de Roma es una Iglesia local, aunque tenga la primacía sobre las demás Iglesias (Ireneo, Ignacio).

• Tradición primitiva

Mantiene esta visión bíblica y establece un estrecho vínculo entre Iglesia y eucaristía:

·       «Nuestra doctrina está conforme con la eucaristía» (Ireneo).

·       La iglesia local aparece como reunida en eucaristía bajo el obispo (Ignacio).

·       La eucaristía es la presencia del cuerpo eclesial (Agustín).

·       Cipriano elabora una eclesiología eucarística, típica de la eclesiología oriental, con la que concuerda la eclesiología africana en muchos puntos.

La Iglesia local goza de autonomía, se reúne regionalmente, mantiene diversidad de prácticas dentro de la unidad de la fe: «Es legítimo, manteniendo el vínculo de la comunión, sentir de forma diversa» («Licet, salvo iure communionis, diversum sentire»: Agustín, De Bap. III, 3, 5). Dentro de las sedes locales, Roma goza de una primacía especial.

El Vaticano II recuperará esta tradición. Se ha dicho (K. Rahner) que este redescubrimiento de la Iglesia local o particular es el mayor aporte del Vaticano II. Enumeremos algunas de las dimensiones de Iglesia local que el Vaticano II señala:

·       Dimensión litúrgica: la Iglesia local es la que se reúne en la celebración eucarística, sobre todo bajo la presidencia del obispo local (SC 37, 38, 41; 42).

·       Dimensión jerárquico-episcopal: la Iglesia local es la que preside un obispo, la porción del pueblo de Dios que se le ha encomendado. La Iglesia local no es una mera sucursal de la Iglesia universal (LG 23, 26, 27, 28). Coherentemente con esto, se afirma la sacramentalidad del episcopado (LG 21).

·       Dimensión ecuménica: se reconoce la existencia de las Iglesias del oriente como Iglesias locales de tradición apostólica, con su propia liturgia y espiritualidad (UR 15-17; OE 2-11). Todo esto tiene consecuencias ecuménicas de cara a otras Iglesias. Algunos teólogos serios (Bouyer, Ratzinger, Dulles, Congar) se preguntan si se puede imponer a otra Iglesia las determinaciones, incluso dogmáticas, en cuya formulación esta Iglesia no ha participado y que no están de acuerdo a sus tradiciones.

·       Dimensión colegial: se afirma la colegialidad episcopal de las Iglesias locales y de sus pastores bajo el papa. Esto se pone de manifiesto en los concilios ecuménicos, sínodos y conferencias episcopales (CD 11, 36, 37, 38).

·       Dimensión misionera y cultural: cada Iglesia local es misionera, pero sobre todo las Iglesias locales en zonas de misión deben hacer un esfuerzo de inculturación del evangelio en sus zonas (AG 19-22).

Después del Vaticano II, esta teología de la Iglesia local se concretará en América latina y se ampliará a las CEBs en Medellín (Pastoral de conjunto 10) y Puebla (629, 641, 643). Por otro lado, se insistirá en la necesidad de una opción preferencial por los pobres (Puebla 1134-1165), como una consecuencia de encarnación en una Iglesia local. La eclesiología latinoamericana sólo es comprensible desde la aceptación teológica de la Iglesia local o particular.

Pero, como hemos visto, la Iglesia local no agota toda la eclesialidad, ni toda la catolicidad. Hay otras Iglesias locales, con las que se está en comunión, bajo la presidencia de la Iglesia de Roma. Esto nos lleva a ver cómo se vivió y formuló el papado en la Iglesia primitiva.

b) Primado romano

En primer lugar, llama poderosamente la atención, cuando se estudia la Iglesia primitiva con nuestra actual mentalidad sobre el papado, la escasez de datos históricos que existen en los documentos primitivos: tenemos referencias al papa en la carta de Clemente Romano, en las controversias del papa Víctor I con las Iglesias de oriente sobre la fecha de la pascua y las del papa Esteban con Cipriano sobre el tema de los rebautizantes; Ireneo habla de la «gran importancia» («potentior principalitas») de Roma, e Ignacio de que Roma «preside en la caridad»; poseemos testimonios de los viajes de Policarpo, Hegesipo, Ireneo, Abercio a Roma; los concilios de Nicea (c. 6), Éfeso, Calcedonia, aluden a la primacía romana. Roma es punto de referencia obligada en momentos de conflicto, sea pastoral o doctrinal. Roma goza de una innegable primacía.

Si quisiéramos, en forma breve y sintética, exponer el origen y sentido de esta primacía romana, podríamos establecer las siguientes tesis, de acuerdo con J. M. R. Tillard (El obispo de Roma. Santander 1986):

·       Existe una primacía de la Iglesia de Roma, ligada a la sede romana (no directamente a su obispo que se asienta en ella) y que hará que su obispo goce de esta primacía.

·       Esta primacía de la sede romana se fundamenta en Pedro y Pablo: la importancia principal (potentior principalitas) de Roma nace sobre todo no de motivos políticos (capital del imperio), sino del martirio de Pedro y Pablo, fundamento de la Iglesia romana. Hay un fundamento apostólico en la primacía romana, ligado a Pedro que representa la fe y la tradición, y a Pablo que simboliza el carisma y la misión. Ambos fundaron la Iglesia romana con el testimonio de su martirio.

·       Se pasa de la primacía de la sede a la de su obispo. Los sucesores de Lino (en realidad, éste fue el primer obispo de Roma, después del apóstol Pedro ) gozan de esta primacía

·       El obispo de Roma es el vicario de Pedro en la Iglesia de Pedro y Pablo. Más que sucesor de Pedro (Pedro, en algunos aspectos, no tiene sucesores), es vicario de Pedro, que actualiza la autoridad de Pedro que habla a través del obispo de Roma; es el memorial de algo único (ephapax), hace las veces de Pedro en la Iglesia. Otras denominaciones sobre el papado, como veremos luego, son medievales. Para Tertuliano, el vicario de Cristo no es el papa, sino el Espíritu.

·       La preeminencia de la Iglesia de Roma está ligada al liderazgo de Pedro entre los apóstoles, claramente atestiguado en la Escritura (Mt 16; Jn 21; Lc 22; 1 Cor 15, 3-5): él es el primero (protos), sobre cuya fe se fundamenta la Iglesia. Pero él es también piedra de escándalo, pecador, al que el Señor confía el encargo de pastorear su rebaño. El misterio de la Iglesia santa y pecadora se halla ya en el mismo Pedro.

Hay una prioridad de la praxis histórica sobre la fundamentación teórico-bíblica. Formulado de otra forma, la exégesis de los textos sobre el primado de Pedro no se puede separar de la tradición de la Iglesia sobre la experiencia y realidad de dicho primado.

Este no es más que un caso ejemplar de lo que significa leer la Escritura desde la fe y la tradición de la Iglesia.

Todo esto fue vivido por la Iglesia primitiva de forma más vivencial que teórica, pero al mismo tiempo de forma real y profunda, de manera que es el fundamento de la posterior tradición eclesial sobre este tema. La Iglesia, movida por el Espíritu, percibe que la primacía de Roma, aunque no sea de institución del Señor como la primacía de Pedro, sin embargo pertenece al designio de Dios sobre su pueblo, y que Dios no sólo lo permite, sino que lo quiere. Por lo menos desde el siglo III, se admite este hecho como querido por Dios. Este es un caso claro de la importancia de lo histórico en la Iglesia y en la eclesiología.

* La tarea del obispo de Roma en la Iglesia primitiva es principalmente la de vigilancia, liderazgo, personalidad simbólica (recordemos la personalidad corporativa bíblica), que se expresa también simbólicamente (roca, llaves, pastoreo...). Es el servidor de la comunión y el símbolo eficaz de la unidad eclesial.

Tiene el deber de intervenir con su palabra cuando lo requiera la fe eclesial (magisterio, infalibilidad ex catedra), ya que debe confirmar la fe de los hermanos. Deberá tomar decisiones para salvaguardar la comunión eclesial, cuando esté en peligro la unidad de la Iglesia.

* A estas tareas, el tiempo ha ido sobreañadiendo al papado otras dimensiones jurídicas, históricas, teológicas (centralización, primado de occidente, teología romana, suplencia histórica y política en occidente, poder temporal, influjo del ultramontanismo del siglo XIX). Por esto la Iglesia primitiva permanece siempre como un punto clave de referencia para este difícil tema, de tanta trascendencia eclesial y ecuménica.

Paradójicamente, hoy día el papado, en vez de ser el símbolo de unidad eclesial, es el mayor obstáculo para la unión de las Iglesias, como afirmó Pablo VI (AAS 159 [1967] 498). Como escribe Ratzinger, no se puede considerar que la configuración del primado de los siglos XIX y XX sea la única posible, necesaria para todos los cristianos. Roma no debe exigir al oriente más doctrina sobre el primado que la enseñada y formulada en el primer milenio (J. A. Estrada, Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios. Salamanca 1988, 112).

c) Descentralización eclesial

Estamos tan acostumbrados a una Iglesia centralizada, que nos puede parecer extraño ver que el primer milenio vivió una pluralidad eclesiológica, teológica, litúrgica. Veamos algunas de sus expresiones más típicas:

* Hay autonomía de parte de las Iglesias locales no sólo de oriente (Alejandría, Antioquía...), sino también de occidente (África, Hispania, Galias).

Hay asambleas, sínodos y concilios regionales que se celebran sin intervención romana.

Hay pluralidad de teologías entre occidente y oriente, y en éste entre diversas escuelas (antioquena y alejandrina...).

Dentro de las Iglesias locales, la vida religiosa (el monacato) goza de gran autonomía, estima y libertad; los mismos obispos son los que la favorecen y alaban: san Atanasio, obispo de Alejandría, escribe la vida de Antonio el Copto, y el papa Gregorio Magno la de Benito.

El centralismo que conocemos data del s XI, y está más ligado a una teología romana y a una visión medieval del papado que a la teología del primado petrino, que durante siglos pudo vivir con otro estilo de gobierno más descentralizado. Este proceso de centralización será una de las causas de la separación de la Iglesia oriental.

Todo lo dicho ayuda a comprender la legitimidad de una Iglesia, de una teología y eclesiología latinoamericanas. Este hecho sólo puede resultar extraño para quien ignore la eclesiología patrística y primitiva.

d) Elección episcopal

Hasta el siglo XIII, la elección episcopal se realiza por toda la comunidad local. Los testimonios son abundantísimos y revelan lo habitual de dicha praxis:

* Los textos primitivos (Didajé, Clemente, Hipólito, Cipriano) hablan de la necesidad del sufragio de toda la comunidad para la elección del obispo.

Incluso los papas insisten en ello: «Que no se imponga al pueblo un obispo que él no desea» (Celestino, s. V). «Quien debe presidir a todos, debe ser elegido por todos» (san León). «Que no se ordene a un obispo contra el parecer de los cristianos y sin que lo hayan pedido expresamente» (san León).

Son muchos los casos en que el obispo es ordenado coaccionado por la petición del pueblo, en contra de su propio deseo personal (coactus, invitus): Ambrosio, Agustín, Gregorio Magno, Basilio...

La iglesia local elegía el candidato, daba testimonio de su fe; el obispo era consagrado por tres obispos, y así era aceptado luego por el pueblo. El Espíritu estaba presente en todo el proceso.

Se prohíben las «ordinationes absolutae», es decir, sin comunidad local concreta. La praxis actual de dar a los obispos auxiliares diócesis ya no existentes refleja, de forma exclusivamente jurídica, esta eclesiología primitiva.

Esta participación eclesial en la elección del obispo no es solamente una costumbre venerable, sino una pieza clave de la eclesiología de comunión. Circunstancias históricas condujeron a dejar esta praxis: la intromisión de los príncipes y señores en la designación de los obispos hizo que Roma se reservara ese derecho, pero esta medida limitativa comportará de hecho una pérdida de comunión eclesial, un eclipse de la dimensión pneumatológica de la eclesiología, y un reforzamiento de la dimensión meramente jurídica de la Iglesia. Hoy las circunstancias han cambiado y se podría pensar en volver a la tradición más primitiva, en vigor durante doce siglos.

e) La recepción

Entendemos por recepción la participación activa de la Iglesia en aceptar determinaciones que el mismo cuerpo eclesial no se ha dado. Es como un proceso de asimilación vital por parte del organismo eclesial de realidades y normas emanadas de instancias superiores. No es la simple obediencia, sino la aceptación vital.

La recepción ha desaparecido de la eclesiología, pero fue una realidad en el primer milenio. Recién ahora se redescubre, gracias a una investigación histórica y eclesiológica (por ejemplo de Y. Congar y Al. Grillmeier).

Durante el primer milenio:

·       por recepción se reciben los concilios, tanto regionales como universales;

·       por recepción se aceptó el canon;

·       por recepción se recibieron prácticas litúrgicas y se canonizaron santos;

·       por recepción se aceptaron normas disciplinares;

Lo contrario de la recepción es la contestación: significa que hay un rechazo eclesial a algo que no ha sido bien mandado, no ha sido bien expresado o no ha sido dicho en el momento oportuno. Se ponen como ejemplos actuales de falta de recepción las críticas que surgieron en torno a Veterum sapientia (encíclica de Juan XXIII sobre el uso del latín) y a Humanae vitae (encíclica de Pablo VI sobre el control de natalidad). Pero se podrían poner otros ejemplos.

Lo que subyace a la teoría y praxis de la recepción es una eclesiología del Espíritu Santo que actúa en todo el cuerpo eclesial. Todo el pueblo tiene el instinto de fe, el pueblo de bautizados no es mera' mente pasivo (LG 12, 1).

El pueblo latinoamericano que va a rezar con devoción al sepulcro de monseñor Romero, manifiesta el convencimiento de que su obispo mártir es santo, aun antes de que la Iglesia se haya pronunciado oficialmente sobre ello. Está actuando el instinto de la fe.

La recepción desaparece al estructurarse otro tipo de eclesiología en el s XI.

f) La eucaristía, lugar de comunión

Hasta el siglo XI, la eucaristía es vista como el sacramento eclesial, y se puede resumir la relación entre Iglesia y eucaristía en el axioma que propone de Lubac para describir el primer milenio: «La iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia». En todo este tiempo no hay controversias eucarísticas. La primera controversia es del siglo XI. La Iglesia es el verdadero cuerpo de Cristo, y la eucaristía es el cuerpo místico de Cristo.

En la eucaristía confluyen una serie de elementos que hacen de ella el centro de la Iglesia:

·       La penitencia pública: era la forma de apartar de la Iglesia a los que habían pecado públicamente y de reconciliarlos con la Iglesia después de la etapa penitencial. El caso más conocido es el de Teodosio, que, después de la matanza de Tesalónica, fue excluido de la eucaristía por Ambrosio: «No puedo ofrecer la eucaristía si tú estás presente» («Oferre non audeo sacrificium si volueris assistere»). Teodosio hizo penitencia y sólo después de haber sido reconciliado con la Iglesia (la paz con la Iglesia), pudo participar nuevamente de la eucaristía.

·       Las ofrendas de los fieles, atestiguadas desde el origen de la Iglesia, eran una forma de unir la eucaristía con la comunicación de bienes. Así se sustentaban pobres, viudas, centros de asistencia, etc. Pero no se aceptan las ofrendas de los que públicamente son causantes de injusticias.

·       La predicación patrística: durante la eucaristía se desenvuelve una gran enseñanza de los padres: denuncia profética de la injusticia social de la época, anuncio del plan de Dios, del destino universal de los bienes y exhortación a la praxis pastoral de la limosna, concebida como compartir los bienes.

Una serie de principios regulan esta enseñanza social de los padres de la Iglesia:

·       La necesidad de comunicar con el necesitado y de no tener lo propio como algo exclusivo (Didajé, Bernabé, Hermas...).

·       La atención al necesitado (Didajé, Doctrina de los doce apóstoles...).

·       La exigencia de que la participación en los bienes espirituales del altar se extienda también a los materiales (Bernabé, Doctrina de los doce apóstoles).

·       La idea de la paternidad de Dios, que quiere que todos participen de sus dones (Didajé, Hermas...).

·       El peligro de las riquezas (Hermas, Clemente...).

·       El ideal de una vida sobria (Clemente, Orígenes, Tertuliano...).

·       La necesidad de usar bien de las riquezas para salvarse (Clemente...).

Pero lentamente decrece el fervor primitivo, como sucedió con Israel. Entonces surgen los grandes profetas de la justicia y la fraternidad. Basilio habla de la dramática situación de un padre de familia que, para no dejar morir de hambre a sus hijos, tiene que llevar a vender al mercado a uno de ellos. Crisóstomo describe la miserable situación de los pobres que acaba de ver en la calle al ir al templo, o denuncia la vida dura de los jornaleros del campo. Pero esta pobreza no es casual. Jerónimo será contundente: «Todo rico o es ladrón o heredero de ladrones». Los ricos se han apoderado injustamente de las riquezas que eran para todos. Por esto, dirá Ambrosio, al dar limosna al pobre no se hace más que devolverle lo que es suyo. Los ricos no se salvarán si no se convierten.

Junto a esta postura de denuncia añaden una doctrina sobre el fin universal de todos los bienes. Poseer en exclusividad los bienes, es un robo. Por esto proponen la comunicación de bienes. Y al no ver otra alternativa social diferente, exhortan a la limosna. La enseñanza social de Juan Pablo II sobre la hipoteca social que grava la propiedad privada (Puebla 1224, 1281) es más tradicional de lo que algunos pueden pensar.

* Eucaristía y esclavitud:

La Iglesia primitiva no llegó a abolir la esclavitud, seguramente por falta de condiciones socio estructurales para ello, pero bautizó a los esclavos, los admitió al matrimonio y a la eucaristía, defendió su dignidad, y con el tiempo exhortó a la manumisión de esclavos que tenía lugar por pascua en la eucaristía.

De este modo, la eclesiología de comunión, que nace en la Trinidad, desemboca en la eucaristía, sacramento de comunión, y se abre a la comunión interhumana. Todo este proceso es fruto de una pneumatología muy viva.

Pero esta eclesiología, precisamente por defender la comunión y sobre todo la comunión con los pobres, sufrirá persecuciones y martirio. Este es el destino de toda eclesiología verdaderamente evangélica.

Este capítulo eclesiológico es sumamente inspirador y rico para la Iglesia de todos los tiempos. La eclesiología latinoamericana, como hemos ido viendo, tiene muchos puntos de convergencia con esta eclesiología patrística. Tal vez las eucaristías dominicales de monseñor Romero y su última eucaristía martirial pueden ser una síntesis de esta eclesiología latinoamericana, de su profetismo y de su persecución por el reino de Dios y su justicia.

Pero todavía hay muchos aspectos eclesiológicos de la época patrística que aún no se han actualizado y que permanecen como un reto para la Iglesia de hoy.

TIENE QUE VENCER EL AMOR

«Quiero admirar y darle gracias al Señor, porque en Uds., pueblo de Dios, comunidades religiosas, comunidades eclesiales de base, gente humilde, campesinos, ¡cuántos dones del Espíritu! Si yo fuera un celoso como los personajes del evangelio y de la primera lectura de hoy (Nm 11, 25-29; Mc 9, 37-42.46-47), diría: «¡Prohíbasele, que no hable, que no diga nada, sólo yo obispo puedo hablar!».

No, yo tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su pueblo; y entonces, sí, recibir del pueblo y analizarlo y, junto con el pueblo, hacerlo construcción de la Iglesia.

Así tenemos que construir nuestra Iglesia, respetando el carisma jerárquico del que discierne, del que unifica, del que lleva a la unidad los diversos carismas variados; y los jerarcas, los sacerdotes, respetando lo mucho que en el pueblo de Dios deposita el Espíritu. Porque muchas veces sucede lo que deseó Moisés «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!».

Yo creo que en nuestra arquidiócesis está pasando esto: es el pueblo que está recibiendo el Espíritu de Dios. Yo cuando visito las comunidades, las respeto y trato de orientar la mucha riqueza espiritual que yo encuentro hasta en la gente más humilde y sencilla.

Esta construcción y armonía es lo que el Señor nos pide.

Monseñor Oscar Romero, Homilía en la catedral de San Salvador 30 de septiembre de 1979.

En la recopilación de James R. Brockman, Tiene que vencer el amor. Lima 1988, 187.

UNA REALIDAD MARTIRIAL

La entrega puede llegar hasta la muerte física. Con razón se ha escrito que en toda espiritualidad hay siempre una dimensión martirial. Esta es una dominante en la experiencia espiritual que se da hoy entre nosotros. « La fe nos hace comprender, escriben los obispos guatemaltecos, que la Iglesia de Guatemala está viviendo una hora de gracia y positiva esperanza. La persecución ha sido siempre señal evidente de la fidelidad a Cristo y a su evangelio. La sangre de nuestros mártires será semilla de nuevos y numerosos cristianos, y nos consuela el constatar que estamos aportando nuestra parte de sufrimiento a lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1, 24) para la redención del mundo» (...).

Con todo, la admiración y el respeto por el martirio no puede hacer olvidar la crueldad que rodea ese hecho, y por tanto el rechazo que deben producir las condiciones que dan lugar a esos asesinatos. El martirio es algo que se encuentra, pero que no se busca. Nos parece profundamente sana y cristiana la afirmación de Luis Espinal: «El pueblo no tiene vocación de mártir. Cuando el pueblo cae en el combate, lo hace sencillamente, cae sin poses (...). No hay que dar la vida muriendo, sino trabajando. Fuera los eslóganes que dan culto a la muerte (...). La revolución necesita hombres lúcidos y conscientes; realistas, pero con ideal. Y si un día les toca dar la vida, lo harán con la sencillez de quien cumple una tarea más, y sin gestos melodramáticos».

El texto adquiere mayor relieve si pensamos que Luis Espinal fue asesinado poco después de escribir esas sencillas y hondas líneas.

G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Lima 1983, 175-176.

Lecturas

A. Hamman,     La vida cotidiana de los primeros cristianos. Madrid 1985.

Th. Camelot,    La doctrina sobre la Iglesia. La época de los Padres hasta san Agustín, en Eclesiología, Historia de los dogmas, tomo III, 3 a-b. Madrid 1978.

H. U. von Balthasar,        Casta meretriz, en Sponsa Verbi. Madrid 1966, 239-366.

J. M. R. Tillard,        El obispo de Roma. Santander 1986.

J. M. R. Tillard,        La intervención de la comunidad en las decisiones de la Iglesia: Concilium 77 (1972).

J. M. R. Tillard,        Iglesia local y elección de obispos: Concilium 157.

Y. Congar, La recepción como realidad eclesiológica: Concilium 77 (1972) 57-85.

R. Sierra,    Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia. Madrid 1967.

J. Leuridán,     Justicia y explotación en la tradición antigua. Lima 1973.

G. Múgica, Los pobres en los Padres de la Iglesia. Lima 1973.

J. Vives,     ¿Es la propiedad un robo?, en Fe y justicia. Salamanca 1981, 173-213.

E. Hoornaert,   La memoria del pueblo cristiano. Madrid 1986.

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Eclesiología medieval de cristiandad

Incluimos bajo este título el modelo eclesiológico que surge desde la época constantiniana (s. IV) hasta el surgimiento de la Reforma (s. XVI). Es una larga época, cuya influencia se prolongará más allá del s. XVI, llegando hasta el umbral del Vaticano II. Si en este capítulo nos centramos en la cristiandad medieval, es porque esta época forma un bloque homogéneo de características claras, sin cuya comprensión difícilmente podríamos entender los períodos posteriores.

Se ha dicho, con razón, que el origen de la cristiandad no es tanto la ideología de Constantino o de Eusebio de Cesarea, cuanto el hecho histórico de que la Europa medieval surgiera culturalmente de moldes eclesiales. Es una inculturación por configuración. Europa resultó ser globalmente cristiana tanto en sus instituciones y costumbres como por su referencia a su globalidad geográfica. Es toda una civilización fecundada por la Iglesia: es la Europa de las catedrales y de las sumas teológicas.

Al final de esta época, los «descubrimientos» geográficos abren la cristiandad medieval a nuevos mundos. En esta perspectiva misionera se inscribe la evangelización de América, de la que trataremos también en este período, aunque se sitúe ya entre la Iglesia medieval y la época moderna.

1. Condicionamientos políticos y sociohistóricos

Es imposible comprender la evolución eclesial y eclesiológica sin tener en cuenta los cambios socio-políticos e históricos que la acompañaron. Enumeremos los principales:

a) El giro constantiniano

En el siglo IV, la Iglesia pasa de una situación de persecución y martirio, de ser una Iglesia de catacumbas, una pequeña grey en medio del gran imperio romano, casi desconocida o considerada como una secta judía, a ser una «religión lícita» (Constantino), «legítima» (Teodosio), coextensiva del imperio, convertida en religión «oficial» del Estado. Es el inicio de lo que se llamará modernamente «nacional-catolicismo», o maridaje entre Iglesia y Estado.

La Iglesia adquiere rango imperial, es Iglesia-imperio, es una Iglesia «señora y dominadora», la trasposición histórica del reino escatológico de Dios en la tierra. De Iglesia confesante se pasa a una Iglesia masiva, del bautismo de adultos, preparado por los años de catecumenado, se pasa al bautismo generalizado de niños. La iniciación cristiana introduce no sólo en la Iglesia, sino en la sociedad civil masivamente cristiana. Los templos basilicales sustituyen a las catacumbas.

Sociológicamente, la comunidad cristiana pasa de «secta» a «Iglesia». Con razón los cristianos de aquel tiempo creían soñar. Pero aquel sueño no dejaba de ser muy peligroso... El monacato, como luego veremos, es la respuesta profética a esta situación ambigua de cristiandad.

b) Caída del imperio romano occidental

La invasión de los pueblos llamados bárbaros del norte, con la consiguiente caída del imperio romano occidental, creó en la Iglesia latina una situación totalmente nueva. Los papas han de asumir el rol que antes desempeñó el emperador, y gracias a ellos se logró evitar que el caos y la barbarie acabasen con toda la civilización existente. Un nuevo fenómeno se da con los bautizos masivos de los pueblos germánicos: la creación de Iglesias nacionales o étnicas (Iglesia de francos, de visigodos..), con una notable inculturación de la fe y un gran espíritu misionero. La Europa occidental es la gran «república cristiana», nacen los incipientes Estados Pontificios, y el papa León, al coronar a Carlomagno en el 800, inicia una línea de acción que los orientales llaman papacesarismo, contrapuesta al cesaropapismo de la Iglesia oriental, en la que los emperadores intervienen en la Iglesia. Frente a esta actitud de los sumos pontífices, surge, como 'luego veremos, una fuerte oposición y resistencia episcopal.

c) El feudalismo

Una nueva situación se crea a medida que avanza el tiempo, y los señores feudales comienzan a amenazar la libertad de la Iglesia. Hay corrupción eclesial, simonía en la compraventa de cargos y episcopados, los emperadores Otones deponen a papas y obispos, y por todas partes surge el clamor de una reforma. Cluny, el monasterio francés de los monjes negros, inicia una reforma que llegará a Roma con el acceso al pontificado romano del antiguo monje de Cluny, Gilberto, el futuro papa Gregorio VII.

Gregorio VII inicia una fuerte reforma eclesial, la llamada reforma gregoriana, en una lucha por defender la libertad de la Iglesia, pero el precio de esta reforma es un gran centralismo romano. La Iglesia se convierte en una gran abadía, bajo el control papal. Se ha dicho, con razón, que el gran cambio de la Iglesia patrística de comunión a la Iglesia de cristiandad se da propiamente en el año 1000, con Gregorio VII. Otro doloroso costo de esta centralización gregoriana es la separación del oriente en 1054. Oriente ya no se siente a gusto en una Iglesia fuertemente centralizada y uniforme.

d) Paso de la baja a la alta Edad Media

Los siglos XII y XIII marcan un gran cambio social y político. El feudalismo entra en crisis frente al surgimiento de la cultura urbana y asociativa, nacen los burgos, las villas francas, las comunas, la nueva clase burguesa que deja la guerra por el comercio. Surgen las universidades y una ciencia empírica y positiva. El derecho romano y el redescubrimiento del aristotelismo generan un estilo nuevo de pensar, analítico y dialéctico. Se inicia una cierta secularización del pensamiento, y de nuevo los príncipes y señores laicos se enfrentan al papado. Los papas de estos siglos concentran más aún su poder espiritual y temporal, que llega a su culmen con Inocencio III y Bonifacio VIII. Es lo que se llama la teocracia pontificia.

También aquí surge una reacción fuerte, esta vez de parte de movimientos laicales y seculares, muchos de los cuales derivarán en herejías, pero entre los que se incluyen también los mendicantes.

2. La comunidad cristiana

Al comienzo de este período pervive aún la herencia de la época patrística, más conservada de forma repetitiva (recopilación de textos...) que creadora. Todavía la Ecclesia designa a la comunidad de los creyentes, más que a la institución o a la jerarquía. Esta comunidad puede ser la asamblea eucarística local, o la Iglesia católica extendida por todo el mundo, o la misma ciudad de Dios futura. Su sujeto es el «nosotros» y su vínculo de unidad es el Espíritu.

El texto de Mt 16, 19 se entiende de forma simbólica y corporativa, es decir, Pedro personifica a toda la Iglesia, es toda la Iglesia la que ha recibido el poder de las llaves y el perdón (por ejemplo en escritos de Beda, Isidoro...).

La eucaristía tiene como sujeto a la comunidad, la cual, a través del ministro y los circunstantes, participa del único sacerdocio de Cristo.

Los concilios provinciales o regionales son la expresión de una Iglesia que actúa de forma comunitaria. Los concilios españoles (s. VI), francos (s. VII), francogermanos (s. VIII y IX), son mixtos. En ellos participan laicos, y el consentimiento (consensus) de todos juega un papel importante: el concilio tiene autoridad y la asistencia del Espíritu en cuanto traduce el sentir de toda la Iglesia. Las decisiones conciliares no le sobrevienen a la Iglesia desde fuera, sino que son fruto de la misma comunidad eclesial.

Pero lentamente se va operando un cambio. La Ecclesia pasa a significar el pueblo cristiano, la sociedad cristiana, la sociedad política formada por todos los bautizados. Hay una tendencia a ver en la Iglesia, tal cual se da ahora, la realización del reino de Dios anunciado por Jesús, un cuerpo bajo una cabeza, el papa, que representa a Cristo.

El paso siguiente es la identificación de Iglesia con el sacerdocio, con la jerarquía, y la identificación de pueblo con los laicos, operándose una división radical de funciones. Lo sagrado está en manos del sacerdocio, lo temporal en manos de los laicos; los negocios eclesiásticos están en manos del clero, los negocios seculares en manos de los laicos. Se distingue la Iglesia (que es el clero), de la república cristiana que son los laicos: son los dos lados de un mismo cuerpo.

Finalmente se llega a una situación de mayor separación: dos cabezas de dos cuerpos. Por un lado, el poder temporal del Estado, que es sociedad perfecta, y por otro, la Iglesia que tiene poder espiritual, pero también una cierta potestad indirecta en lo temporal, dada la subordinación de lo temporal y creado a lo espiritual que la Iglesia representa.

La consecuencia de este proceso es que Iglesia pasa a significar claramente jerarquía, sobre todo papal, con poder y autoridad suma. Los laicos están en situación de inferioridad eclesial, son sujetos pasivos de la Iglesia y también del príncipe. Se comprende que la reacción de los movimientos laicales sea a la vez eclesial y política, y que en ambos casos tenga una fuerte impronta comunitaria.

Así, la Iglesia ha pasado de ser comunidad a ser la república cristiana y luego la jerarquía clerical. Los laicos están sujetos a la Iglesia, es decir, a la jerarquía. Desde esta postura, se comprende que los primeros tratados de eclesiología sean tratados de la jerarquía, sobre todo papal, frente a los laicos, sobre todo al emperador. La Iglesia está teológicamente escindida.

3. Evolución del primado romano

Podemos distinguir en esta evolución varias etapas:

a) De los siglos V al VIII

Se va perfilando la idea del papado monárquico: Roma es la cabeza, y el obispo de Roma es el vicario de Pedro. Esta doctrina queda ejemplificada en los papas León Magno y Gregorio Magno.

Pero fácilmente de la idea del papa cabeza se pasa a la del papa fuente y origen de toda autoridad eclesial.

Por otra parte, dado el doble principio de autoridad, el eclesiástico y el civil-imperial, ambos puestos por Dios, se establece una división de funciones: el emperador vela por las cosas temporales, los obispos por la religión y la fe. Pero el emperador como creyente depende de la Iglesia, lo cual produce de hecho una sujeción no sólo personal, sino de su poder a la Iglesia, la cual se va convirtiendo en un poder sagrado (hierocracia). Roma no está sujeta al juicio de nadie (papa Gelasio), y su centralidad de cabeza y fuente se extiende a lo civil. El poder imperial se concibe como una función ministerial al servicio de la Iglesia.

b) Siglos IX y X

Se mantiene el doble principio de autoridad, ambos dentro de la Iglesia, de tal modo que Carlomagno y sus sucesores son rectores de la Iglesia. De hecho, Carlomagno gobierna la Iglesia, no sólo en lo disciplinar, sino en lo doctrinal y, por ejemplo, decreta pena de muerte a los que rechacen el bautismo. El emperador representa a Dios, el sacerdocio a Cristo. El papa es vicario de Cristo (Juan VIII). El papa es quien consagra al emperador y lo constituye en su función imperial, pero el emperador deberá defender la Iglesia romana. El papa está por encima de todo.

c) La reforma gregoriana (s. XI)

Es la gran revolución eclesiológica en la Iglesia católica. Gregorio VII, salido de Cluny, inicia una reforma que tiene varios aspectos:

·       Una revalorización de la Iglesia romana, centro y fuente de toda la Iglesia. Fuera de ella, sólo existen conciliábulos de herejes o conventículos de cismáticos. Roma es la concreción de la voluntad de Dios. Obedecer a Roma es obedecer a Dios. Dentro de la Iglesia romana, los cardenales ocupan un puesto clave. La sede romana es indefectible en la fe. Todo se centra en la persona del papa, y el texto de Mt 16, 19 es interpretado exclusivamente como referido a Pedro y a sus sucesores.

·       Esta reforma lleva aneja una clericalización de la Iglesia. La libertad de la Iglesia frente al poder del emperador o del príncipe se consigue con un fortalecimiento de lo clerical y con una concepción de la Iglesia como sociedad perfecta. Se pierde el concepto de Iglesia pueblo de Dios, ya que la Iglesia designa al clero. El papa elige a los obispos como vicarios suyos, y los cardenales eligen al papa.

·       De este proceso de clericalización nace un creciente enfrentamiento con el poder temporal. La Iglesia es un poder frente a otros poderes. No sólo los obispos, sino también el poder temporal dependen del papa, que tiene la facultad de atar y desatar.

·       La consecuencia de todo ello es la centralización eclesial, la romanización. Todo depende de Roma, la Iglesia es una inmensa diócesis, en la que los obispos son los vicarios del papa. Uniformidad litúrgica, consolidación de la curia romana, burocracia de los cardenales, aparición de los legados papales, son signos de esta centralización gregoriana.

En resumen, la Iglesia se convierte en una corporación social, en la que lo canónico adquiere gran importancia, pasando así de una visión sacramental a otra más jurídica de la Iglesia.

d) Del siglo XII al XIV

En el s. XII, el papa (Inocencio III) posee la plenitud de la potestad, el emperador es vicario del papa y éste vicario de Cristo, con plenos poderes y magisterio absoluto. El papa también tiene poder temporal, ya que posee las llaves de lo espiritual y de lo temporal.

Esta doctrina de la plenitud de la potestad culminará en Bonifacio VIII (bula Unam sanctam, de 1302). Se inicia la doctrina de la inerrancia papal, pero al mismo tiempo se llega al grado máximo de secularización y mundanización del poder papal.

En conclusión, de la eclesiología de comunión, en la que el papa simboliza la unidad eclesial, se pasa a la eclesiología de la autoridad y del poder, en la que el papa es la fuente y el origen de todo poder eclesial y temporal.

De la Iglesia verdadero cuerpo de Cristo, se pasa a la Iglesia corporación social y sociedad perfecta, jurídica y canónica.

Del papa vicario de Pedro, se pasa al papa vicario de Cristo.

De Cristo cabeza de la Iglesia, se pasa al papa cabeza de la Iglesia.

Del papa presidente de la comunión eclesial, se pasa al papa mediador sacerdotal entre Dios y los hombres, pontífice supremo.

De Roma cátedra de Pedro y Pablo, se pasa a Roma fuente y centro unificador de toda la Iglesia.

4. Evolución eucarístico-sacramental

Al comienzo de la época medieval, la Iglesia todavía está centrada en la eucaristía, que se concibe como algo comunitario, Iglesia, pueblo de Dios, familia, pueblo sacerdotal, dentro de una visión eucarística pneumática, donde el Espíritu es el que consagra los dones y la comunidad en cuerpo de Cristo. La Iglesia es el verdadero cuerpo de Cristo, mientras que la eucaristía es el cuerpo místico de Cristo. En la celebración eucarística todavía se mantiene la praxis patrística de la ofrenda de los fieles, la excomunión y reconciliación de los pecadores y la participación de todos.

A partir del s. VIII, el pueblo ya no entiende la misa en latín, desaparecen las ofrendas, surgen las misas llamadas privadas, la Iglesia significa solamente el clero, nacen las primeras controversias eucarísticas sobre la presencia real, y la eucaristía pasa a designar el verdadero cuerpo de Cristo, mientras que la Iglesia es ahora el cuerpo místico de Cristo. La Iglesia es una realidad más jurídica y menos sacramental, y la eucaristía menos eclesial, más ligada a la potestad sacerdotal y al carácter del sacerdote, que actúa en persona de Cristo. El ministerio se define no ya con relación a la Iglesia, sino con relación al poder de consagrar y realizar la eucaristía. Aparecen las ordenaciones llamadas absolutas, es decir, sin tener una comunidad real. El orden y la jurisdicción se separan, y la jurisdicción se antepone al orden sacramental. El papa actúa no tanto como obispo de Roma cuanto como jefe universal con jurisdicción plena.

También los sacramentos evolucionan en un sentido más jurídico y menos eclesial. El aristotelismo ofrece elementos para una reflexión sistemática sobre los sacramentos desde las categorías de causa y efecto, materia y forma. Los sacramentos son instrumentos de gracia, ligados a los méritos de Cristo, y que producen la gracia de modo eficaz. Los aspectos simbólicos, personales y comunitarios de los sacramentos pasan a segundo plano. La sacramentología está unida a la cristología, pero no a la eclesiología. Los sacramentos son algo exclusivo del clero, mientras que los laicos asisten pasivamente a su administración (ya no se puede hablar de celebración). El tratado sobre los sacramentos se construye sobre el modelo del bautismo de los niños.

5. La eclesiología

La eclesiología de la época patrística era simbólica, como ya hemos visto. La Iglesia se contemplaba dentro de una visión global, dentro de la cristología y pneumatología, dentro del misterio sacramental de salvación. Era una eclesiología estrechamente ligada a una teología bíblica, comunitaria, eucarística y sapiencial

En torno al segundo milenio se realiza el cambio que de Lubac ha calificado como el paso del símbolo a la dialéctica.

De una visión sintética, de comunión total y sacramental, sensible a la tipología y a la profecía, se pasa a una concepción lógica, en la que las categorías aristotélicas comienzan a entrar en juego (sustancia, accidente, causa, efecto, instrumento...).

Una consecuencia de todo ello es que la pneumatología se eclipsa. Desde el siglo XII, en toda la teología escolástica, la Iglesia se incluye dentro del tratado del Verbo encarnado, unida al misterio de Cristo cabeza. La humanidad de Cristo es instrumento de la divinidad, causa eficiente de gracia para todo el cuerpo eclesial. La Iglesia es instrumento de Cristo para la humanidad, los sacramentos instrumentos de Cristo y de la Iglesia en manos del sacerdocio. El sacerdocio es como el eje de esta visión, y se constituye como en mediador entre Cristo y los hombres, entre el Cristo cabeza y el pueblo fiel. Desde esta concepción se comprende que el papa sea visto como vicario de Cristo en la Iglesia. Hay como un progresivo descenso escalonado de gracia que parte de Dios hacia Cristo, de Cristo al papa, de éste al clero, del clero a los fieles.

En realidad, la eclesiología como tratado independiente no aparece hasta los siglos XIII-XIV. La eclesiología nace como respuesta apologética a los ataques contra el papa de parte del emperador y príncipes temporales. Los primeros tratados de eclesiología son una defensa del poder del papa frente al poder del emperador, tratan de la potestad papal y eclesiástica frente a la civil. Sus mismos títulos son elocuentes: Sobre la potestad del sumo pontífice, Sobre la potestad eclesiástica, Sobre la potestad regia y papal, Sobre el poder del papa...

Toda la eclesiología del futuro estará marcada por este origen de los primeros tratados: será una eclesiología centrada en el papa y la jerarquía, con un acento fuertemente jurídico, jerárquico, apologético. El Espíritu Santo queda como limitado e incluso subordinado a la jerarquía, y en concreto al papa. Estamos muy lejos de la eclesiología del primer milenio.

6. Contestación eclesial

Esta evolución eclesial y eclesiológica no se realizó sin oposición. A cada uno de estos pasos hacia una eclesiología de poder, se sucedió una reacción profética, suscitada por el Espíritu, que recordaba a la Iglesia las dimensiones más evangélicas del servicio, la comunión, la preocupación por la pobreza y los pobres, el interés por los laicos. Formulado en términos de la eclesiología del primer milenio, la contestación nace de la falta de recepción eclesial. Esta contestación, en algunos casos llegó a rupturas, en otros a herejías, en otros la misma Iglesia tuvo la sabiduría de aceptarla humildemente como movimientos proféticos y críticos.

Veamos algunos de estos casos de contestación eclesial.

a) El monacato

Esta sería la reacción profética al constantinismo del siglo IV. Ya en tiempo de las persecuciones, muchos cristianos huyeron al desierto. Pero fue en torno al siglo IV cuando se dio un movimiento masivo, de cristianos que iban al desierto a vivir la radicalidad de la vida cristiana. Ellos decían que iban al desierto a ser cristianos, a salvarse, a imitar la vida de los apóstoles, a prolongar la vida de la Jerusalén primitiva, de la que la Iglesia posterior se había apartado. Otros hablaban de ir al desierto a luchar contra el demonio. Tras formulaciones diversas, y a veces ideologizadas, se expresaba el deseo de una vida cristiana en continuidad con la de los mártires: los monjes son los sucesores de los mártires, que quieren vivir el martirio incruento de una vida de oración, penitencia, trabajo, ascesis, castidad, humildad, sujeción.

No es este el lugar para narrar la historia y vicisitudes del monacato, su diversidad de formas, su papel jugado cuando la caída del imperio romano y en la evangelización de Europa, las continuas reformas de la vida monástica. No nos interesa hacer historia del monacato ni de la Iglesia, sino mostrar cómo el Espíritu va completando y corrigiendo proféticamente las sucesivas opciones eclesiológicas del pueblo de Dios. El monacato pertenece, dialécticamente, a la eclesiología de cristiandad.

b) Resistencia comunitaria y separación del oriente

Los progresivos pasos hacia la centralización eclesial, y en concreto hacia la absolutización del primado romano en tiempo de Gregorio VII, provocaron una fuerte reacción eclesial de parte de obispos, teólogos y canonistas. Se le reprocha de innovar en materia de disciplina eclesiástica y despreciar cánones y costumbres. Liemar de Bremen dice que el papa trata a los obispos como un propietario a sus granjeros. Un caso fuera de serie es el del llamado Anónimo normando, sumamente crítico frente al papa y a su visión de Iglesia reducida a los clérigos. Aboga en favor de una Iglesia pueblo cristiano, asamblea de fieles cristianos que habitan juntos en la casa de Dios, gracias a la unidad de fe, de esperanza y de caridad. Pero junto a estas críticas de la postura romana, se advierte una visión de la supremacía regia sobre el papa, que hace pensar en posturas como las de Ockham o Marsilio de Padua, del siglo XIV.

Pero seguramente la reacción más dolorosa y de mayores consecuencias para la eclesiología fue la separación de la Iglesia de oriente, que se consumó en el año 1054, es decir, a comienzos del segundo milenio.

Sin duda contribuyeron a ello motivaciones extrateológicas de orden político (la tensión entre Roma y Constantinopla, entre el imperio romano-germánico y el imperio bizantino), y de orden cultural (los latinos con sensibilidad jurídica y pragmática, frente a los orientales más simbólicos y místicos). Pero hay también otros motivos teológicos y eclesiales.

Dejando de lado las disputas teológicas (sobre el Filioque, la epíclesis, el purgatorio, los panes ácimos...) y centrándonos en lo estrictamente eclesiológico, podemos constatar que las diversas concepciones eclesiológicas de oriente y de occidente, que hasta el siglo XI habían convivido, a partir de esta fecha tienden a separarse y a excluirse mutuamente.

El oriente, fiel a la tradición más patrística, tiene un concepto de Iglesia como misterio, el cielo sobre la tierra, Iglesia litúrgica, que va realizando la divinización del hombre y la transfiguración del mundo. Esta comunidad, nacida en el bautismo y centrada en la eucaristía, acentúa la comunión y su dimensión pneumática, más que el poder y el lado jurídico. Para ella, el emperador (basileus) representa a Dios en la tierra, es ministro eclesial y por esto interviene en la Iglesia, en concilios y problemas doctrinales. Esta eclesiología de comunión, típica de oriente, se expresa también en la dimensión de comunión entre las Iglesias locales y en la doctrina de la pentarquía o de los cinco patriarcados (Roma, Constantinopla, Jerusalén, Alejandría y Antioquía), con una clara primacía del obispo de Roma.

Cuando la eclesiología latina centraliza de forma absoluta el poder romano, el oriente se siente incómodo y extraño. Critica que el papa se llame cabeza de la Iglesia, critica su omnímodo poder y su mundanización secular, así como todo el desarrollo eclesiástico de cardenales, nuncios y curia romana.

Esta separación condujo a que tanto Roma como el oriente extremasen sus diferencias. La eclesiología latina acentúa todavía más lo jurídico y político, mientras que la oriental acentúa su dimensión litúrgica y mística, un tanto alejada de la historia. Hasta el Vaticano II, no ha sido posible entablar un diálogo y acercamiento en profundidad entre las dos Iglesias y las dos eclesiologías.

c) Movimientos laicales y populares de los siglos XI al XIII

Otra reacción ante el centralismo, clericalización y mundanización eclesial, es la aparición de una serie de movimientos, la mayoría de ellos laicales y populares, que insisten en volver a la pobreza evangélica, a la comunidad, a la palabra de Dios, al laicado. Tienen un fuerte carácter de componente espiritual, escatológico y muchas veces antisacramental y antieclesiástico. Algunos derivaron en auténticas herejías. Citemos a los cátaros, valdenses, albigenses, los humillados, los pobres de Dios. El movimiento espiritual y milenarista de Joaquín de Fiore, que preconizaba la llegada de la era del Espíritu, tuvo también un gran influjo en toda la Edad Media.

Los mendicantes –franciscanos y dominicos– pertenecen a estos movimientos y coinciden con muchas de sus aspiraciones hacia una Iglesia más pobre, comunitaria y evangélica, pero se diferencian de ellos por mantener claramente su vinculación y obediencia a Roma. Aprobados por el papa, son un claro ejemplo de una profecía que une la dimensión critica y la fidelidad a la Iglesia y al papa.

d) Conciliarismo

Es la reacción natural contra una concepción monárquica y poco colegial de la Iglesia. Los obispos, frente a la monarquía papal, tienden a afirmar la autoridad del concilio y su supremacía sobre el papa.

Históricamente, el conciliarismo está ligado a Constanza y Basilea. En el siglo de Bonifacio VII, la cristiandad se escinde en dos papas (1378) y hasta tres papas (1409). El es cisma de occidente, que tiene repercusiones eclesiológicas: la sede romana pierde cohesión, la unidad de la fe ya no se concibe como ligada al papa, Cristo aparece como el único rector infalible de la Iglesia, la Iglesia aparece unida aunque los papas estén divididos, la obediencia de la fe se distancia de la obediencia al papa, los fieles se hallan desconcertados sin saber a quién obedecer

El concilio de Pisa (1409), reunido para deponer a dos papas como herejes y culpables, y el de Constanza (1414-1418), reunido para hacer renunciar a los otros dos y deponer al indigno Juan XXIII por cismático y nombrar a Martín V, no son un atentado a la autoridad papal, sino un remedio de urgencia en una grave situación eclesial: la tradición confería, en esta situación extrema, autoridad inmediata de Cristo al concilio. Fruto de esta situación es el decreto Haec sacrosancta que expresa la mentalidad de Constanza: no quiere cambiar la estructura de la Iglesia, sino responder a problemas en caso de urgencia. Constanza es un caso límite, que no representa la eclesiología integral, y que el teólogo Congar ha comparado con otro caso límite, la eclesiología del Vaticano I: ambos son dos polos opuestos de un movimiento pendular eclesial.

Pero lo que en Constanza era la superioridad del concilio sobre un pseudo-papa en un caso de extrema emergencia eclesial, en Basilea (1431-1439) se convertirá en principio jurídico y eclesial permanente, afirmando como tesis eclesiológica la superioridad del concilio sobre el papa. Este es el origen del conciliarismo, error eclesiológico que incluso interpreta a Constanza de forma extrapolada.

El conciliarismo tiene de positivo el recuperar para la eclesiología la teología de la Iglesia como comunidad, comunión, congregación de los fieles, colegialidad, pueblo de Dios, infalible en su fe, dependiente de Cristo, es decir, una Iglesia que no se reduce al papa ni al clero. Pero lo hace de forma abusiva, olvidando la teología del primado de Pedro. Por otra parte, la sombra del conciliarismo se cernirá sobre la Iglesia durante muchos siglos, y hará que exista un cierto temor en afirmar la autoridad episcopal y colegial, por miedo a ser interpretada de forma conciliarista.

En el umbral entre la Edad Media y la moderna, surge la más grave contestación eclesial, la Reforma. Pero ésta merece un capítulo aparte.

7. Evangelización de América latina

La evangelización de América latina constituye un ejemplo claro de la eclesiología de cristiandad medieval. Aunque el llamado descubrimiento de América inaugura la época moderna, tanto la conquista como, sobre todo, la evangelización corresponden al modelo eclesiológico de cristiandad medieval.

El contexto socioeclesial de la conquista y de la evangelización no es fácil de descubrir, pues hay intereses ideológicos que dominan la historia y la eclesiología de esta época. La historia oficial que se escribe es la de los conquistadores, y no es casual que Felipe II prohíba en 1568 que se escriba sobre las cualidades de los indios. Obras favorables a los indios son censuradas y solamente publicadas más tarde. Esto es lo que sucedió con escritos de Las Casas, Sahagún, Mendoza,..También se prohíben obras que cuestionen la conquista, se censuran las cartas de los obispos a Roma, y Carlos V prohíbe a los obispos de América asistir al concilio de Trento, con la excusa de que no es bueno dejar sin pastor las sedes episcopales durante tanto tiempo, aunque la motivación real es seguramente otra: el miedo a que en Roma se conozca la cruda realidad de la conquista y de la evangelización, y el papa intervenga directamente. La literatura oficial alaba la evangelización como algo inaudito, y así López de Gómara dice que, después de la creación del mundo y de la redención de Nuestro Señor Jesucristo, la evangelización del nuevo mundo es la gesta más notable de toda la historia.

La conquista de América debe comprenderse como prolongación del espíritu de cruzada que pervive todavía al final de la reconquista española. El descubrimiento de América es vivido en España como un premio a la reconquista. En la evangelización de América latina se entremezclan motivaciones muy diferentes, desde el deseo político de Castilla de fortalecer su hegemonía reforzando el catolicismo desgajado en Europa, hasta el deseo de realizar las utopías milenaristas de algunas corrientes franciscanas.

La eclesiología subyacente tanto a la conquista como a la evangelización del nuevo mundo es la de cristiandad. Sus contenidos, sus métodos, sus agentes, sus motivaciones, están dentro de la órbita de la eclesiología medieval y del concepto de orbe cristiano.

El procedimiento intimidatorio del requerimiento, por el cual se obligaba a los indígenas a abrazar la fe si no querían ser tenidos como rebeldes y enemigos del rey; la teoría y práctica del Patronato real, por el cual Roma concedía a los Reyes de España y de Portugal las tierras descubiertas con tal que las evangelizaran; la división de los territorios descubiertos entre España y Portugal por parte del papa; la introducción más tarde del tribunal de la Inquisición, la guerra santa, la destrucción de las religiones y culturas indígenas como idolátricas y fruto del demonio, son algunos elementos que señalan la pervivencia de la eclesiología de cristiandad en toda esta primera etapa de conquista y evangelización: la Iglesia es la única arca de salvación; fuera de ella no es posible alcanzar la salud; toda religión no cristiana es obra del demonio; el papa, como vicario de Cristo y de Dios, es señor de todo el orbe creado.

La bula del papa Alejandro VI (de la familia Borja) Inter coetera (1493) traduce bien esta mentalidad: «La fe católica y la religión cristiana sea exaltada y en todas partes ampliada y dilatada; procúrese la salvación de las almas; sométanse las naciones y sean ellas reducidas a la fe».

La evangelización estuvo unida a la conquista, la cruz a la espada, el misionero al conquistador, el anuncio del Dios Padre y de Jesús Salvador a la privación de la libertad, de la cultura, de los bienes, y en muchos casos de la propia vida.

La conquista y evangelización de América constituye un modelo de cristiandad colonial, basada en un modelo simbiótico de evangelización: la expansión política y geográfica del reino hispánico-cristiano se ordena a la evangelización de América, y el desarrollo de la misión facilita la consolidación política del reino hispánico. Se trata de un mesianismo temporal. Los militares aseguran con la fuerza la conversión, los misioneros persuaden a los indígenas a que acepten la dominación política.

Es una evangelización colonizadora, en un orbe cristiano que une a conquistadores y misioneros. El Estado es misionero, pues los papas conceden los territorios descubiertos y conquistados con la condición de que los evangelicen, y los misioneros son funcionarios reales. Las misiones son del rey y los misioneros agregan miembros a la Iglesia y a la corona. Es una conquista espiritual, sagrada. Los misioneros son conquistadores a lo divino, María es la conquistadora. Tras todas estas legitimaciones religiosas se esconde un deseo de expansión imperial y mercantil, el deseo de riquezas y de oro.

Casaldáliga ha expresado con fuerza la ambigüedad de esta evangelización en un soneto Al misionero anónimo:

Quizás no daba más tu teología,

del Reino y de un imperio servidor,

salvar y conquistar la paganía,

cruzado entre las armas y el Amor.

La espada tu Evangelio desmentía,

los yelmos apagaban tu fervor,

¡la mucha sangre de tu Eucaristía

no era sólo la sangre del Señor!

¿Pudo la Pascua hacernos gente esclava?

¿Qué nueva libertad nos liberaba

en las violentas aguas del Bautismo?

¿Qué paz traían tus atadas manos?

¿Hacía de verdad hijos y hermanos

el Padre Nuestro de tu catecismo?

No es este el lugar para hacer una historia o una valoración de la conquista y de la evangelización. Puebla habla de las luces y sombras de la evangelización (Puebla 6 y 10), pero que, a pesar de todo, la fe arraigó y dio frutos en América (Puebla 7-10). Intentemos ahora descubrir las líneas eclesiológicas que en esta misión se entrecruzaron.

Podemos distinguir como tres teorías teológicas y eclesiológicas sobre la evangelización:

a) Postura esclavista

Su representante más significativo es Ginés de Sepúlveda, teólogo y consejero de Carlos V, inspirado más en Aristóteles que en el evangelio. Para él, como para muchos otros, los indios eran seres inferiores, idólatras, viciosos, que practicaban sacrificios humanos, prácticas sexuales aberrantes, y no tenían propiedad privada. Por otra parte, estos indios sufrían el señorío injusto de los caciques y señores incas o aztecas. Por todo ello, era legítimo conquistarlos para civilizarlos y evangelizarlos, en una como guerra santa, ya que, como dice Oviedo, la pólvora de los cañones contra estos idólatras es como incienso para Dios. La conquista es un mal necesario para su evangelización.

El caso de los negros es aún más triste, como Puebla recuerda (Puebla 8 nota), ya que se justificaba su esclavitud con el hecho de ser bautizados y hechos hijos de Dios, y no mereció la suficiente atención evangelizadora y liberadora de parte de la Iglesia.

b) Postura centrista

Representada por el gran teólogo y jurista de Salamanca, Francisco de Vitoria. Rechaza el que los indios sean inferiores a otros hombres, niega el derecho del papa de repartir el mundo entre los conquistadores, aunque sea para evangelizarlos, rechaza el derecho a la conquista, y critica el que se les fuerce a abrazar la fe. Pero si los indios se niegan a que se les predique la fe, se les puede conquistar en una guerra justa. Con esta cláusula, el gran iniciador del derecho de gentes e internacional Vitoria, a pesar de toda su gran clarividencia en tantos puntos, abre la puerta a la conquista y a la guerra contra los indígenas, con la excusa de que niegan a los misioneros el derecho a predicar la fe.

c) Postura liberadora

Una serie de obispos y misioneros defendieron una evangelización libre y no violenta, criticaron la conquista y los abusos de los conquistadores y encomenderos, defendieron a los indios, en quienes veían la imagen de Cristo azotado y crucificado. Para ellos, los idólatras eran los conquistadores, ya que su verdadero Dios era el oro, no los indios que, antes que ser infieles, eran pobres y oprimidos injustamente. Señalemos algunos de los representantes más significativos de esta línea liberadora:

·       El proyecto alternativo de los llamados «doce apóstoles» en México: consistía en el proyecto de doce franciscanos de ir por delante de los conquistadores y establecer reinos cristianos nuevos y autónomos, dependientes del rey y del papa, pero no de los conquistadores, ya que estaban convencidos de que evangelización y dominación eran irreconciliables.

·       La profecía colectiva de los dominicos de La Española (Santo Domingo), que se expresó en el sermón de adviento de fray Antonio de Montesinos, que denunciaba los abusos y crueldad de los españoles, les acusaba de hallarse en pecado mortal y les amenazaba con negarles la absolución.

·       La profética postura de Bartolomé de Las Casas, cura encomendero que, a raíz del sermón de Montesinos, cambió de conducta e, ingresado en la orden dominicana, se constituyó en el gran defensor de los indios y gran crítico de la conquista y del método de evangelización forzada. Sus disputas con Ginés de Sepúlveda en la corte del rey, aunque aparentemente triunfaron, en la práctica poco sirvieron para cambiar la práctica de los encomenderos. Su figura, tenida por la historia oficial como la de un loco, paranoico y exagerado, se rehabilita hoy en América latina como la de un gran profeta evangélico de la liberación.

·       Los defensores de los negros, como los jesuitas Miguel García y Gonzalo Leite en Brasil, que acabaron siendo expulsados de la colonia, el primero por ser demasiado escrupuloso, el segundo por inquieto y subversivo. Siglos más tarde, recogerán esta antorcha Alonso Sandoval y Pedro Claver, en Cartagena de Indias.

·       Las reducciones jesuíticas en el siglo XVII, que entre los guaraníes del Paraguay (pero también en otras zonas de las actuales Argentina, Uruguay, Brasil y Bolivia) intentarán realizar otro proyecto alternativo de sociedad, donde el trabajo común, la organización, la vida cristiana floreciente, el cultivo de la lengua y cultura guaraní han quedado, aun en medio de sus limitaciones y dificultades, como un modelo insólito de evangelización liberadora e inculturada.

Aunque oficialmente, y a nivel de leyes, la postura de Ginés de Sepúlveda no se admitió, en la práctica fue la línea que prevaleció. La postura de Vitoria, a pesar de su buena voluntad, como suele ocurrir con este tipo de posturas, se decantó hacia la justificación de la conquista y de la línea dura. La línea llamada liberadora, o lascasiana, aunque minoritaria, significó la contestación profética a la eclesiología de la conquista y de la evangelización forzada.

Puebla hace alusión a ella con elogio, citando, entre otros, a Bartolomé de Las Casas, Antonio de Valdivieso, Juan del Valle, Antonio de Montesinos, Julián Garcés, Vasco de Quiroga, Juan de Zumárraga, Manuel Nóbrega, José de Anchieta, y las misiones franciscanas, agustinas, dominicas, jesuitas y mercedarias (Puebla 8-9).

Acabemos este apartado con otro soneto de Casaldáliga A Bartolomé de Las Casas:

Los Pobres te han jugado la partida

de una Iglesia mayor, de un Dios más cierto:

contra el bautismo sobre el indio muerto,

el bautismo primero de la vida.

Encomendero de la Buena Nueva,

la Corte y Salamanca has emplazado.

Y ese tu corazón apasionado

quinientos años de testigo lleva.

Quinientos años van a ser, vidente,

y hoy más que nunca ruge el Continente

como un volcán de heridas y de brasas.

¡Vuelve a enseñarnos a evangelizar,

libre de carabelas todo el mar,

santo padre de América, Las Casas!

8. Valoración de la eclesiología de cristiandad

Acabemos este capítulo con una breve valoración crítica de la eclesiología medieval de cristiandad.

Es difícil, a varios siglos de distancia, emitir un juicio eclesiológico objetivo y sereno sobre un modelo eclesial que está marcado por un momento social, político y cultural, muy diferente del contemporáneo.

Si no queremos caer en anacronismos, hemos de reconocer que la eclesiología de cristiandad tuvo una serie de aspectos positivos para toda la eclesiología subsiguiente.

Ante todo, es un momento en el cual la Iglesia toma muy en serio su encarnación en la realidad de su tiempo, tanto a nivel social y político como cultural. Gracias a esta inserción en su tiempo, la Iglesia pasó de ser -sociológicamente- secta, a ser –sociológicamente- Iglesia y católica. Indudablemente, este cambio tuvo su precio. El precio de este paso es la pérdida de fuerza mística, de espíritu martirial, de radicalidad. La Iglesia se volvió masiva, y todo el mundo conocido era cristiano. El descubrimiento de otros territorios lleva consigo la necesidad de incorporarlos al orbe católico civilizado. Evangelizar es occidentalizar, civilizar.

Precisamente por este afán de responder a las exigencias de su tiempo, la Iglesia (en concreto la jerarquía y el papado) hubo de realizar una serie de suplencias civiles y sociales en momentos críticos, como por ejemplo en la invasión de los pueblos germánicos y la caída subsiguiente del imperio romano. También la Iglesia tuvo que defender su libertad frente a los ataques y pretensiones de los príncipes y señores feudales, pero el costo de esta libertad fue el centralismo romano y la uniformidad de gobierno, teológica, litúrgica, cultural.

A consecuencia de todas estas situaciones y toma de posturas, la eclesiología ganó en estructuración jurídica y se articuló en torno al tema del poder (potestas), pero perdió en su dimensión de comunión. Hay un deterioro progresivo de dimensiones escatológicas, evangélicas y místicas, que se mantienen a nivel interior y en movimientos populares, pero no a nivel eclesiológico. Se da también una mundanización secular, un cierto triunfalismo religioso y temporal, sumamente ambiguo, sobre todo una vez pasado el tiempo de suplencia, que tal vez lo justificó. Hay una gran lección que se desprende de esta época: la eclesiología tiene el riesgo de justificar teológicamente la forma eclesial histórica predominante, en vez de ser una instancia crítica y profética a la luz del evangelio.

La Iglesia actuó más como integración social que como innovación evangélica, más como fuerza cimentadora que como fermento profético de la sociedad y búsqueda de un modelo alternativo de otro estilo de comunidad. Esta eclesiología del poder trajo serias consecuencias para la comunidad eclesial.

A nivel interno, la Iglesia y la eclesiología se escinden en dos grupos: la Iglesia clerical, que se considera «la Iglesia», y los laicos. Nace una desconfianza ante lo laical, que de hecho es lo temporal, lo secular, y que conducirá a una postura de radical desconfianza ante el mundo moderno, que nacerá de este sector laical que a veces tomará una postura anticlerical. La Iglesia no abandona una postura excesivamente paternal o maternal ante la sociedad que va surgiendo, muchas veces a sus espaldas.

Pero hay otro precio doloroso y trágico de esta eclesiología de cristiandad, anclada en el triunfalismo del poder clerical: la separación del oriente, el desgarrón de la Reforma, ambos sucesos estrechamente ligados al mantenimiento de esta eclesiología.

Sin embargo, una serie de movimientos proféticos, muchas veces contestatarios y anticlericales, mantuvieron despierto el espíritu de reforma y el deseo de volver al evangelio. A veces, la Iglesia los escuchó e integró en su perspectiva eclesial y eclesiológica, pero otras veces los desoyó, provocando futuros cismas.

Si la Iglesia hubiera aceptado las interpelaciones y las críticas de los movimientos populares medievales, tal vez se hubiera ahorrado la escisión de la Reforma.

La Iglesia necesitará llegar al Vaticano II para superar esta eclesiología de cristiandad. Ni la Reforma, ni el Vaticano I serán capaces de volver a la eclesiología patrística del primer milenio.

A nivel latinoamericano, el desastre de la evangelización, unida a la conquista, produjo una especie de esquizofrenia eclesial que aún perdura en el continente: la fe predicada por los misioneros se contradecía con la praxis de los conquistadores. Todavía hoy en América latina, la fe parece ser más una cuestión doctrinal y ritual que vital y liberadora. Esto explica que todos se llamen cristianos, aun aquellos que oprimen a sus hermanos menores. La urgencia de una nueva evangelización se explica por la historia del pasado. La eclesiología liberadora, que surgirá en nuestros días, quiere ser una respuesta eclesial a esta gran interpelación histórica y se sitúa en continuidad con la corriente profética y liberadora de la primera evangelización.

SAN FRANCISCO DE ASÍS,

ABOGADO DE LA OPCIÓN POR LOS POBRES

Lo que más perceptiblemente caracteriza a la Iglesia latinoamericana es, sin lugar a dudas, la opción preferencial y solidaria por los pobres y en contra de su pobreza. Hay en el pueblo pobre una profunda fe, la cual, además de garantizar la dimensión suprema de la promesa de salvación eterna, significa una fortísima motivación de contestación contra la injusta realidad padecida por los pobres, así como de liberación hacia formas de convivencia más participativas y más generadoras de vida. Se ha difundido ampliamente la conciencia de que ya no bastan las soluciones tradicionales derivadas de la fe cristiana: socorrer paternalísticamente al pobre Lázaro y convertir al rico epulón en un rico bueno. Es preciso ir más allá de las reformas sociales, aun cuando éstas deban ser constantemente conquistadas; urge caminar hacia la liberación de este tipo de sociedad, en orden a lograr una sociedad más circular e igualitaria. Este proyecto debe partir de aquellos sectores más interesados en los cambios histórico-sociales: los oprimidos y sus aliados. La centralidad del pobre es fundamental para una práctica y una comprensión correctas de la liberación.

En este contexto sobresale la figura de san Francisco de Asís, que en América latina ha llegado a convertirse en un arquetipo del alma popular. Se le representa de mil formas y se ha dado su nombre a un sinfín de lugares, ciudades e iglesias. En él ven los cristianos latinoamericanos, sobre todo, al «Poverello», a aquel que amó a los pobres y se hizo uno de ellos. En realidad, san Francisco de Asís se constituye en patrono o abogado de la opción preferencial por los pobres. Nadie se ha tomado jamás tan en serio, en la historia de la Iglesia, la solidaridad, más aún, la identificación con los pobres y con Cristo pobre. Merece la pena contemplar su vida y su ejemplo para enriquecer las intuiciones de la Iglesia latinoamericana (y de la Iglesia mundial) acerca de su misión liberadora en medio de los pobres y desde los pobres, junto a todos los hombres (...).

La intención originaria de Francisco no fue crear una orden que añadir a las muchas ya existentes, sino vivir lo que todo bautizado está llamado a realizar: el seguimiento de Cristo en el espíritu del evangelio. Las fraternidades cristianas de la primera generación eran una especie de comunidades cristianas de base, pues se localizaban en los medios populares y vivían una religiosidad popular. Una forma eminente de concretar nuestra opción por los pobres se encuentra, por tanto, en las comunidades cristianas de base, en permitir que los pobres se constituyan en Iglesia en la medida en que se reúnen, escuchan la palabra, se organizan comunitariamente e iluminan sus prácticas con el evangelio. De este modo, el pueblo se hace pueblo de Dios. Nuestra presencia entre ellos no debe ser como agentes de la Iglesia venidos de la gran tradición (institución), sino, sobre todo, como agentes del evangelio. Evidentemente no se trata de crear una iglesita (ecclesiola) dentro de la Iglesia (Ecclesia) -nada más contrario al espíritu de san Francisco, que pretendía una obediencia estricta a la «sancta mater ecclesia romana»-, sino de actualizar la libertad contenida en el evangelio.

L. Boff, San Francisco de Asís, abogado de la opción por los pobres, en... Y la Iglesia se hizo pueblo. Santander 1986, 187-205.

DIOS O EL ORO EN LAS INDIAS

Diecinueve años hacía ya que los habitantes de las llamadas Indias occidentales padecían la ocupación, el maltrato, la explotación y la muerte en manos de los que, desde su punto de vista, el europeo, se consideraban los descubridores de estas tierras. Ellos trataban a los indios como «si fueran animales sin provecho, después de muertos solamente pesándoles de que se les muriesen, por la falta que en las minas de oro y en las otras granjerías les hacían», porque sólo buscaban «hacerse ricos con la sangre de aquellos míseros». La consideración de «la triste vida y aspérrimo cautiverio de que la gente natural de esa isla padecía» llevó a los religiosos dominicos de La Española (actual Santo Domingo) a «juntar el derecho con el hecho». Es decir, los condujo a unir la reflexión al conocimiento de la situación y a confrontar esa opresión con la «ley de Cristo».

Pero ligar el derecho con el hecho no será para ellos entretenimiento, sino motivo para decidirse -«después de encomendarse a Dios»- a «predicarlo en los púlpitos públicos» (...).

Conscientes los dominicos de la gravedad del asunto, elaboran y firman todos el sermón que habría de pronunciar fray Antón de Montesinos, gran predicador y «aspérrimo en reprender vicios». Escogieron el cuarto domingo de adviento (1511) y tomaron como punto de partida la frase de Juan Bautista: «soy la voz que clama en el desierto» e invitaron a todos los notables de la isla, entre los cuales estaba el almirante Diego Colón. El contenido del sermón sólo lo conocemos por la versión de Bartolomé de Las Casas, y aunque éste haya puesto tal vez -veinte o más años después- algo de lo suyo en ello, lo fundamental es auténtico (...).

Los textos son conocidos. Pero dada su importancia y su influencia en la teología de nuestro fraile, vale la pena volver sobre ellos. Las Casas refiere que, en consonancia con el texto evangélico correspondiente, el predicador comenzó por hablar «de la esterilidad del desierto de las conciencias» de los allí presentes. Montesinos afirma entonces ser la voz que clama en ese desierto.

Reproducimos lo que fray Bartolomé menciona a modo de citas literales: «Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo».

Muchos de los grandes temas que se discutirán ásperamente durante más de medio siglo están germinalmente presentes en este texto.

G. Gutiérrez, Dios o el oro en las Indias. Siglo XVI. Lima 1989, 27-30. A LAS

TRES CARABELAS

Palomas de la fiebre de Moguer,

tan dulces en la boca vuestros nombres,

niñas las tres violadas por los hombres

del oro y de la sangre y del poder.

Calzabais horizonte y aventura,

volviéndole la página a la Historia.

Pero al azar de vuestra trayectoria

la mar se inundaría de amargura.

El grito de Pinzón hirió la tierra

y el vuelo del quetzal dejó varado

y puso a la subasta nuestra suerte.

Palomas mensajeras de la guerra,

detrás de vuestros sueños han llegado

todas las carabelas de la muerte.

Pedro Casaldáliga, Todavía estas palabras. Estella 1989, 14.

Lecturas

Y. Congar, Eclesiología desde S. Agustín hasta nuestros días. Madrid 1976.

J. Comby,   Para leer la historia de la Iglesia. Estella 1986.

E. Dussel,   El Episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres. México 1979.

V. Codina,   Opción por los pobres en la Cristiandad Colonial, en Seguir a Jesús hoy. Salamanca 1988, 235-256.

E. Vilanova,     Historia de la teología cristiana, I. Barcelona 1987.

J. A. Estrada, Un caso histórico de movimientos por una Iglesia popular: movimientos populares de los siglos XI y XII: Estudios Eclesiásticos 65 (1979) 171-200.

M. Mollat,    Pobres, humildes y miserables en la Edad Media. México 1988.

J. Domínguez, Movimientos colectivistas y proféticos en la historia de la Iglesia. Bilbao 1976.

F. Mires,     En nombre de la Cruz. San José 1986.

G. Gutiérrez,    Dios o el oro en las Indias. S. XVI, Lima 1989.

5

Reforma y Contrarreforma

El teólogo católico J. B. Metz dice que del Tercer Mundo, en concreto de América latina, está surgiendo una Nueva Reforma en la Iglesia. Pero en realidad la Reforma ¿no fue un movimiento más bien ligado a la burguesía? ¿Qué relación puede haber entre la eclesiología de América latina y la Reforma? Pero, por otra parte, ¿hay elementos de la Reforma que han sido o pueden ser asumidos por la eclesiología de América latina? ¿No se inspiran algunos teólogos de la liberación en teólogos protestantes como Barth, Bonhoeffer o Moltmann? ¿No está surgiendo dentro de la Iglesia latinoamericana un nuevo ecumenismo entre la Iglesia católica y las Iglesias históricas de la Reforma? ¿Es posible que desde Latinoamérica se comprendan mejor algunos aspectos de la Reforma?

Este capítulo se orienta a clarificar algunos de estos puntos y a ver la Reforma con ojos nuevos.

1. Antecedentes socio-eclesiales

Desde los siglos XIV y XV se percibe en toda Europa un ardiente deseo de cambio, motivado por una, aguda sensación de crisis total. Algo se acaba, algo está naciendo. Se vive una sensación de inseguridad y angustia en lo que Huizinga llama el otoño de la Edad Media. Esta angustia y crisis afecta a todos los ámbitos: a la sociedad, la economía, el arte, el imperio, la Iglesia. Los marcos tradicionales de referencia se disuelven.

Veamos más en concreto algunos elementos de esta ruptura del mundo antiguo y de la emergencia de lo nuevo, típica del siglo XVI.

a) Ruptura y decadencia del mundo medieval

Existe una crisis política, sobre todo en Alemania, debida a la división y enfrentamiento entre príncipes electores, nobles, obispos príncipes, y el emperador (Maximiliano). Es un mundo de ambiciones e intereses contrapuestos, de filias y fobias. La Iglesia muchas veces es utilizada en provecho de los poderosos.

Añadamos a todo ello las luchas por la hegemonía en Europa entre Francia y España, y las amenazas constantes del ataque de los turcos.

A nivel eclesial se vive también una sensación de crisis, que viene de lejos: la separación del oriente en 1054; el cisma de occidente hasta el concilio de Constanza en 1417; el conciliarismo subsiguiente; la mundanización de los papas del Renacimiento: Alejandro VI (Borja), Julio II (Royere), León X (Médicas); la ignorancia y relajación del bajo clero, que constituye una especie de proletariado espiritual y la mundanización del alto clero, casi siempre de la nobleza y muchas veces nombrado más por criterios políticos y económicos que pastorales, con prácticas simoníacas y preocupación por las prebendas.

La teología también se halla en un momento de decadencia: escolasticismo estéril, el nominalismo de Ockham, la rutina, el alejamiento de la Biblia, el relativismo y subjetivismo general. Hay falta total de claridad dogmática y de seguridad en temas como la Iglesia, los sacramentos, la eucaristía.

La espiritualidad también está marcada por una práctica devocional intensa (devociones a patronos, misas, peregrinaciones, reliquias), pero enfermiza, animada por una atmósfera de obsesión por el pecado y miedo a la condenación eterna, temor al demonio, recurso a las brujas, supersticiones populares, todo ello fruto de ignorancia bíblica y poco cultivo pastoral. La banalización de las indulgencias y los abusos litúrgicos que el mismo Trento describirá de forma dramática son consecuencia de todo ello. Añadamos a esta situación las guerras, pestes y la pobreza generalizada que el pueblo sufre. Por otra parte, movimientos apocalípticos y milenaristas despiertan en el pueblo una esperanza que nunca llega.

b) Emergencia de un mundo nuevo

Desde diferentes ángulos se asiste al nacimiento de algo nuevo, de lo que se llamará más tarde la modernidad: hay descubrimientos científicos y culturales de gran trascendencia, como la brújula para la navegación y la imprenta para la difusión de ideas; gracias a los avances en la navegación, se bordea África y se llega a América; a nivel humanístico, el Renacimiento marca un deseo de volver a la antigüedad clásica, con un sentido vivo de la libertad y de la conciencia personal; las nacionalidades y los reyes absolutos comienzan a ofrecer nuevas posibilidades políticas; emerge la clase social de la burguesía, la cual va jugar un papel fundamental en el mundo moderno, hasta tal punto que la modernidad será inseparable de esta nueva clase social emergente.

A nivel eclesial, por todas partes surge el deseo de reforma, incluso los concilios de Florencia y el V de Letrán hablan de reforma en la cabeza y en los miembros de la Iglesia; hay una búsqueda de espiritualidad más profunda, de interioridad y de devoción (la devotio moderna, la mística renana...).

La Reforma, podemos concluir, no es un fenómeno exclusivamente protestante, sino que es un movimiento generalizado en toda la cristiandad de fines de la Edad Media, y que abarca lo religioso, lo político, lo cultural, lo social, lo económico y lo espiritual. Pero en este movimiento tan polifacético, lo religioso juega un papel fundamental y, en concreto, el deseo de reformar la Iglesia.

2. Lutero

En esta situación crítica y convulsa, la figura de Martín Lutero (1483-1546) actúa como catalizador y genio de la Reforma.

Ha habido una gran evolución, dentro del campo católico, en la valoración de Lutero. Se ha pasado de una visión negativa, que contemplaba en Lutero al heresiarca, al hombre sensual y orgulloso, prepotente y testarudo (Eck, Cochlaeus, entre los autores antiguos, y Denifle, Grisar y Maritain entre los más modernos), a una visión más serena y equilibrada que ve en Lutero al hombre profundamente religioso que intentó reaccionar ante las crisis de su tiempo, aunque quedó como limitado por los condicionamientos de su época y por sus errores personales (Lortz, Pesch, Congar...). El cardenal Willebrands afirmó en 1970 en Evian, ante la Federación Luterana, que Lutero era una personalidad profundamente religiosa que había buscado con sinceridad y abnegación el mensaje del evangelio, y llegó a llamarle «nuestro maestro común».

Para comprender a Lutero, hay que tener en cuenta una serie de rasgos típicos de su personalidad espiritual y teológica:

·       Su personalismo relacional y existencial, por el que todo lo contempla desde su conciencia subjetiva (pro me), desde su relación con Dios (coram Deo). Lutero no es un escolástico esencialista y abstracto que hable de las cosas fríamente, sino un hombre apasionadamente religioso que no habla de la salvación en general, sino de su salvación, que no habla de la misericordia de Dios en abstracto, sino de cómo hallar a un Dios misericordioso, en concreto para él.

·       El carácter teologal de su reflexión: todo lo mira desde Dios, desde la palabra de Dios, y esto sobre todo al hablar de la justificación y del pecado.

·       Su concentración cristológica y soteriológica: todo se centra en Cristo, mi Salvador y mi Redentor. Otras dimensiones, por ejemplo las eclesiales y sacramentales, giran en torno al polo cristológico.

·       Su sentido de la paradoja, lo cual hace que su lenguaje sea unión de términos opuestos o incluso contradictorios, muy diferente de la visión escolástica, mucho más sintética y equilibrada. Lutero habla en forma dialéctica del ser simultáneamente justo y pecador, de los dos reinos, de la ley y el evangelio, de la libertad sierva y del servicio libre, de la Iglesia visible e invisible.

Las afirmaciones y protestas de Lutero se pueden resumir en estos puntos:

·       Frente a una teología escolástica decadente, Lutero proclama la prioridad absoluta de la Escritura (sola scriptura).

·       Frente al exceso de mediaciones y a los abusos en la devoción a santos, reliquias e indulgencias, Lutero proclama la prioridad absoluta de Cristo (solo Christo).

·       Frente a la excesiva confianza en las buenas obras y en los méritos, Lutero quiere reafirmar que sólo Dios salva, que sólo Dios justifica, que el justo vive de la fe y que es Dios, con su justicia, el único que nos hace justos (sola gratia, sola fide).

·       Frente a la confusión eclesiástico-temporal entre Estado e Iglesia, entre lo político y lo espiritual, Lutero afirma la doctrina de los dos reinos, lo cual favorece la libertad del cristiano y la acción de los laicos en el mundo.

Como resume Congar, Lutero frente a los católicos que decían «¡Iglesia, Iglesia!», grita «¡evangelio, evangelio!», y frente a los entusiastas que gritaban « ¡Espíritu, Espíritu!», Lutero exclama «¡Escritura, Escritura!».

Pero Lutero quedó prendido en las redes medievales de su época, que no logró superar. Entre los límites y aspectos negativos de su pensamiento, notemos:

·       Pesimismo radical sobre el hombre, el mundo y las fuerzas del pecado y el mal, con un miedo casi patológico a la condenación, lo cual es típicamente medieval.

·       Esto conlleva una visión insuficiente sobre la creación y la encarnación, todo lo cual repercutirá en su postura negativa y relativizadora de las mediaciones (Iglesia, sacramentos, santos, símbolos, imágenes..), así como en su concepción negativa sobre la filosofía, las ciencias y sobre su uso en la teología.

·       Individualismo existencial, pietista, con poco sentido comunitario y al mismo tiempo un dualismo entre lo profano y lo sagrado, que puede desembocar en una visión espiritualista y alienante ante el mundo y la historia, ya que la Iglesia parece abdicar de decir su palabra sobre el mundo, que queda en competencia exclusiva de los señores temporales.

·       Ruptura eclesial con la Iglesia romana, aunque en sus comienzos Lutero no pensó jamás en crear una Iglesia separada; por otra parte, para resistir a los excesos de los radicales de izquierda dentro de su propio campo (Münster y los anabaptistas), Lutero no tiene más remedio que acudir a los príncipes seculares.

De hecho, su movimiento fue capitalizado más por la clase emergente burguesa que por los sectores populares,- que más bien siguieron el ala más radical del protestantismo.

Sin embargo, a pesar de estas deficiencias, Lutero aporta una serie de elementos muy válidos a la Iglesia católica, también a la de nuestros días. Notemos alguno de ellos:

·       Fuerte sentido de la trascendencia, de la gratuidad, del misterio y de la soberanía de Dios y de la absoluta libertad divina.

·       Concentración cristológica, ya que Cristo es el único Señor, el único Redentor, el único Mediador entre Dios y la humanidad.

·       Teología de la cruz, y exigencia de la conversión, frente a la tentación de triunfalismo, típica del catolicismo romano, más propicio a una teología de la gloria.

·       Sentido de la reforma, de la necesidad de una continua conversión de la Iglesia al evangelio, a la Escritura, a Cristo;

·       Respeto a la conciencia y libertad personal, frente a una visión más masificadora y con peligro de manipular las conciencias.

Sin embargo, Lutero no fue entendido en su tiempo. Hay muchas razones que explican esta incomprensión, que llevó a la ruptura.

Por una parte, se vivía en un clima de cansancio ante herejías, errores y cismas medievales; todavía estaba fresco el recuerdo de personajes como Huss y Savonarola, que provocaron gran agitación en la comunidad cristiana. En el fondo, los papas estaban más preocupados por lo político (el peligro turco) y por el humanismo renacentista (sobre todo León X) que por lo profundamente religioso.

Cuando Lutero promulgó sus 95 tesis contra las indulgencias, el papado se sintió amenazado y percibió que detrás de estas tesis había un ataque frontal a la Iglesia romana.

La doctrina de Lutero, seguramente en gran parte por su forma de expresión paradójica, dialéctica, extremosa, se percibió como algo desconcertante, no compatible con la tradición, y que atacaba también a todo el orden social y político existente. No se captó en Lutero al hombre profundamente religioso y místico, profeta, movido por el Espíritu, sino que sólo se vio en él al hereje que, de forma grosera y desafiante, quemaba la bula de excomunión.

Hubo también un miedo de las consecuencias escandalosas que se podrían seguir de esta doctrina, tanto a nivel sociopolítico como religioso y pastoral: divisiones, guerras, abandono de la vida religiosa y del ministerio, vacío religioso, etc.

El Vaticano II, después de más de cuatro siglos, ha recogido algunas de las interpelaciones de Lutero: el sentido de la reforma, la supremacía de la palabra, el sacerdocio de los fieles, la centralidad de Cristo en la Iglesia, la exigencia de una renovación litúrgica (lengua del pueblo, comunión bajo las dos especies...), revaloración del bautismo como fuente de toda la vida cristiana, fundamentación bíblica y bautismal de la vida religiosa... Sin embargo, muchos elementos de la teología de la cruz serán más recogidos y comprendidos desde América latina, un continente crucificado.

Ha sido necesario un largo proceso para la recepción católica de Lutero. Ha habido incluso tentativas, después del Vaticano II, para revisar la excomunión a Lutero de 1521, como se hizo con la Iglesia Ortodoxa, pero Pablo VI, en 1971, no lo creyó factible por el momento.

3. Eclesiología luterana

La eclesiología luterana se ha de situar dentro de los grandes temas típicamente luteranos de la reforma: sólo la gracia, sólo la Escritura, sólo la fe, y dentro de su propia experiencia espiritual: la salvación por la fe, la inmediatez de la relación de la persona con Dios, el encuentro con la palabra, la concentración cristológica y soteriológica, la teología de la cruz, la acción del Espíritu sin mediación de instituciones, etc.

Podemos ver en esta eclesiología luterana diversas etapas cronológicas:

a) Vuelta a las fuentes (De libertate christiana)

Lutero no desea fundar una Iglesia nueva, sino volver a las fuentes de la Escritura y de los padres. De no haber habido conflicto y ruptura con Roma, el luteranismo hubiera sido un movimiento espiritual que propiciaba el retorno a la eclesiología tradicional patrística.

b) Iglesia oculta (De captivitate babylonica)

Lutero, frente a una Iglesia que se define por ritos, leyes, autoridades externas, sacerdocio y papa, opta por una Iglesia escondida, sólo conocida por la fe, Iglesia de justos, misteriosa, de alguna forma invisible, espiritual. Admite algunos ritos visibles como signos manifestativos de la fe (bautismo, cena del Señor, predicación del evangelio), pero que pierden la densidad sacramental de la tradición. Para él, lo que en la Iglesia es propiamente Iglesia (la fe...) no es visible, y lo que es visible (ritos, ceremonias...) no es Iglesia.

c) Iglesia en poder de los príncipes (Carta a la nobleza alemana)

Para evitar el caos reinante, Lutero no halla otra solución que acudir a los príncipes alemanes. La Iglesia queda así sometida a los laicos, lo cual corresponde a la idea medieval del príncipe cristiano como ungido por Dios.

d) Iglesia independiente (1542-1544)

La consagración de obispos señala el inicio de la Iglesia luterana. Estos no son sucesores de los apóstoles, sino superintendentes o inspectores eclesiásticos. Hay en Lutero una permanente vacilación en torno al ministerio, debida a la interpretación radical del sacerdocio de los fieles, a la corrupción del episcopado medieval y a la entrega del poder a los príncipes seculares.

En la Confesión de Augsburgo se dice que la verdadera Iglesia se halla donde se predica la palabra de Dios auténtica, y los sacramentos del evangelio son rectamente interpretados. La Iglesia no es sólo la comunidad de las cosas y signos exteriores, sino primariamente una comunidad de fe y del Espíritu Santo en el corazón de los fieles. Es el cuerpo de Cristo, que Cristo renueva, santifica y dirige con su Espíritu.

Podemos resumir que, para Lutero, la Iglesia o, mejor, la comunidad cristiana está unida a la humanidad de Cristo, es una creación del evangelio, es comunidad de fe, congregación de los santos y creyentes, oculta los ojos de los hombres, pero presente donde se predica la palabra. La Iglesia es necesaria para la salvación, ya que para encontrar a Cristo hay que pertenecer a la asamblea de los creyentes. Para Lutero, la Iglesia es su castillo, su fortaleza, su morada.

4. Otras Iglesias y eclesiologías de la Reforma

Sería totalmente incompleto el panorama de la Reforma si no dijéramos algo, aunque sea de forma breve y esquemática, de otras Iglesias y eclesiologías de la Reforma.

a) La Reforma helvética

En Suiza nace un potente impulso reformador, íntimamente ligado a la situación local helvética y con identidad propia, muy diversa de la reforma luterana de Alemania.

Zwinglio (1484-1531), reformador de Zurich, es todavía medieval en muchas de sus actitudes: religiosidad interior y moralista, que ve en Cristo más a un modelo que a un salvador; la Iglesia local es la dimensión religiosa de la comunidad civil, y la Iglesia universal es la fraternidad de Iglesias o comunidades locales; la cena del Señor es la fiesta social de la comunidad eclesial, que tiene su fundamento en la común aceptación del evangelio, ya que los sacramentos son solamente palabras en acción, sin presencia real de la gracia o del Señor. La Iglesia visible se identifica con la ciudad cristiana. Zwinglio es el reformador de la sociedad, contando para ello con la fuerza de Cristo y la potencia del Espíritu.

Calvino (1509-1564) es la gran personalidad de le reforma suiza, el gran reformador que, desde Ginebra, influirá en Francia, Países Bajos, Alemania, Escocia. Calvino da a la reforma su primera sistematización eclesiológica teórica y práctica.

Hay en él una evolución desde la primera edición de su Institución cristiana (1536), en la que considera a la Iglesia casi sólo bajo el ángulo de la invisibilidad (comunidad de elegidos, que sólo Dios conoce), hasta ir en sucesivas ediciones concediendo mayor importancia a los aspectos visibles: la Iglesia nos engendra, maternalmente, por la palabra y los sacramentos. Esta maternidad eclesial se ejerce por el ministerio, instituido por Cristo. A estos ministros añade los ancianos (laicos), los diáconos (encargados de la caridad) y los doctores (para la Escritura y doctrina). La Iglesia se rige por un Consistorio, asamblea de pastores y ancianos, con estructura presbiteriana sinodal, con radical autonomía respecto al Estado. Sin embargo, no abandona Calvino el ideal del Estado cristiano, donde todos estén sometidos a la palabra, y los súbditos civiles también sean súbditos de la Iglesia.

b) La Reforma en Inglaterra

Para comprender la reforma anglicana, hay que partir de la situación anterior a la reforma: anticlericalismo a causa de la riqueza y ambición del clero, el deseo de los ingleses de independizarse del poder extranjero (también del romano), el influjo de Erasmo con su tendencia hacia un humanismo crítico, etc.

La reforma inglesa fue diversa de la del continente, y la separación de Roma se impuso desde arriba. Hay tres etapas bien definidas: el reinado de Enrique VIII (1509-1547), en el cual el rey se proclama cabeza de la Iglesia inglesa, en lugar del papa; la minoría de edad de Eduardo VI ( 1547-1553), en la cual se organiza la penetración del protestantismo, y el establecimiento definitivo del anglicanismo por Isabel I (1558-1603).

Los teólogos que configuran la Iglesia de Inglaterra fueron John Jewel (1522-1571), que ve la reforma anglicana como una vuelta a la Iglesia antigua, y sobre todo Richard Hooker (1554-1600), que optó por una vía media, frente al puritanismo calvinista que buscaba una estricta separación entre Iglesia y Estado. Para él, el Estado y la Iglesia forman una unidad, simbolizada en la supremacía de la monarquía. En su Ecclesiastical Polity distingue una Iglesia mística de una Iglesia visible, pero que no son dos realidades separadas, ya que ambas se fundamentan en la confesión de un solo Señor. La Iglesia católica se compone de las Iglesias nacionales, con sus propias configuraciones. En su concepción eclesiológica, el episcopado juega un papel preeminente, y lamenta que otras Iglesias reformadas lo hayan rechazado.

En el siglo XVII, el grupo de teólogos llamado Caroline Divines determina la vida de la Iglesia de Inglaterra, con una fuerte impregnación patrística, espiritual y litúrgica (Book of Common Prayer).

La Iglesia anglicana tiene una problemática menos teológico-especulativa que otras Iglesias de la reforma y más orientada a la práctica y a la tradición.

c) Movimientos marginales

En el siglo XVI surgen grupos dentro de la Reforma que acusan a Lutero, Zwinglio y Calvino de haber traicionado la intención original de la Reforma y de haber caído en nuevas imitaciones del papado. Estos grupos, especie de cristianos sin Iglesia, han sido llamados el ala izquierda de la Reforma o la Reforma radical. En algunos aspectos están más ligados a corrientes milenaristas y espiritualistas de la Edad Media que a la Reforma misma.

Estos grupos, considerados herejes tanto por católicos como por protestantes, merecen nuestra atención, ya que son la reforma de la Reforma o, mejor, más que reformar la Iglesia, desean formar una nueva Iglesia.

De entre estos grupos marginales, señalemos dos corrientes, los teólogos espiritualistas y los anabaptistas.

De entre los teólogos espiritualistas destaca la figura de Tomas Münster (1489-1525), uno de la genios religiosos más importantes del s. XVI, y que ha sido considerado como un precursor de las revoluciones modernas sociales, sobre todo por su papel jugado en la grave guerra de los campesinos. Su personalidad ha sido estudiada por Engels, Bloch y Garaudy. En América latina ha sido Hugo Echegaray quien más ha estudiado la obra teológica de Münster y su relación con Lutero.

Para Lutero, lo importante es la libertad interior del cristiano, que proviene de la fe en Dios. Una vez alcanzada esta libertad, ya no puede ser dañada por nada exterior ni social. Al alma le basta la palabra para la salvación. El mundo exterior está regido por la autoridad civil. Ambas esferas son autónomas e independientes. Mezclar la fe con lo temporal corrompe a la fe y al Estado.

Para Münster, por el contrario, la fe exige obras, y frente a la injusticia social reinante, proclama un nuevo orden social más fiel al evangelio. Para él, los pobres y analfabetos son los agentes del reino futuro. Esto llevará a Münster a apoyarlos, concretamente a los campesinos, en sus reivindicaciones que llevaron a la guerra de campesinos y a la batalla de Mühlhausen, donde en 1525 mueren unos 100.000 campesinos. Poco después, muere también él, torturado, mientras proclamaba: «Todas las cosas son comunes». Para Münster, las exigencias de los campesinos se basan en la redención de Cristo, que nos hace libres, y no sólo interiormente. No hay dicotomías para él: la libertad cristiana verdadera debe conducir a un nuevo proyecto político y social que elimine injusticias y diferencias.

Frente a Lutero, que pide apoyo a los príncipes para que degüellen a los campesinos como a perros rabiosos, y llama a Münster demonio encarnado, Münster no es menos suave con Lutero: él es el vicecanciller del demonio, el siervo de Satán, el doctor mentira.

Frente a Lutero, más moderno, pero que desemboca en una política reaccionaria, Münster, más medieval y apocalíptico, se convierte en gestor de un nuevo movimiento revolucionario.

El otro grupo marginal lo constituyen los anabaptistas, por defender el bautismo de adultos. Pero entre ellos hay una tendencia más apocalíptica y otra más pacífica. Los apocalípticos buscan resucitar la Iglesia primitiva y tienden a separar radicalmente a los creyentes de los no creyentes, mientras esperan la llegada apocalíptica del reino de Dios; los pacifistas sustituyen la violencia apocalíptica por un cenáculo de elegidos, verdadera Iglesia confesante que vive con radicalidad el sacerdocio bautismal de los fieles.

Todos ellos constituyen las primeras sectas protestantes.

5. Reforma y Contra-reforma católica

El nombre de Contra-reforma, forjado en el siglo XIX por historiadores protestantes, no explica la complejidad del catolicismo del s. XVI. En realidad, el siglo XVI contempla dos reformas: la protestante y la católica. Si la reforma protestante es al mismo tiempo un deseo de volver al evangelio y una reacción contra la Iglesia romana, también la reforma católica incluye una vuelta al evangelio (Reforma) y una reacción frente al protestantismo (Contra-reforma). Pero el aspecto de reacción frente al protestantismo es el que prevalece, sobre todo después de Lutero: restauracionismo católico, vuelta a la eclesiología medieval, más que a la patrística, nacimiento de una postura militante.

En este contexto se sitúa el concilio de Trento (1551-1563), que curiosamente no abordó el tema de la eclesiología más que indirectamente (al hablar de los sacramentos y en concreto del sacerdocio, de la tradición, del sentido eclesial). Trento temía los rebrotes del conciliarismo y sólo quiso tratar temas donde hubiera unanimidad. Hay tres cuestiones con implicaciones directamente eclesiológicas:

·       El debate sobre el episcopado (sesión 23), en el cual no se zanja la cuestión de si es de derecho divino o algo eclesiástico, derivado del papa. Habrá que esperar al Vaticano II para tener una afirmación conciliar clara sobre la sacramentalidad del episcopado.

·       La idea de concilio: a pesar del miedo a las tendencias conciliaristas, Trento no se pronuncia por una visión papalista de la Iglesia. Los decretos son del concilio confirmados por el papa, no del papa con aprobación del concilio.

·       Se organiza y centraliza la curia romana, frente a las nacionalidades y tendencias centrífugas. La estructura jerárquica eclesial se apoya más en el régimen jurídico que en el sacramental, y su centro es Roma. Se abre una era de juridicismo romano y una canonización del sistema escolástico.

A Trento le faltó sensibilidad para captar el mundo moderno que surgía y, preocupado por defender la ortodoxia y la seguridad doctrinal, fue monoconfesional y monocultural. Sus decretos señalan el límite entre la verdad y el error. No hubo dialogo con la Reforma, sino que la Iglesia se retiró a sus posturas anteriores.

Pero, a pesar de estos límites, explicables por la situación de emergencia, Trento catalizó una verdadera Reforma católica, que se manifestó en un conjunto de iniciativas y de impulsos nuevos: surge un papado mucho más espiritual, los obispos vuelven a sus sedes residenciales, comienzan los seminarios para la formación del clero, nacen nuevas órdenes religiosas, florecen la santidad y la mística cristianas, se lanzan las misiones populares, aparece el Catecismo romano, se da una intensificación de los sacramentos y de la misa dominical, se inicia una reforma litúrgica, y el mismo arte (barroco) se pone al servicio de la fe. Todo parece dominado por un espíritu a la vez apologético y misionero. El santo obispo de Milán, Carlos Borromeo, es como la personificación de este impulso renovador y reformista. Así nace la identidad eclesial tridentina, que durante siglos ha configurado el imaginario social de la Iglesia.

Este momento tridentino es diferente del segundo momento postridentino, en el cual se hace una lectura del concilio más combativa. Es el momento en que nace la teología de las controversias, el tratado sobre la verdadera Iglesia y también la inquisición.

La figura central de esta eclesiología de controversias es Roberto Belarmino, verdadero inspirador de la eclesiología de la Contra-reforma.

Frente a la tendencia protestante hacia una Iglesia invisible, Belarmino define a la Iglesia como sociedad perfecta, autosuficiente, tan visible como la república de Venecia o el reino de Francia. Esta sociedad está fuertemente organizada como un Estado y en su vértice se halla el papa, asistido por las congregaciones romanas, los cardenales y nuncios. Esta sociedad está muy centralizada a nivel litúrgico (Pío V), del derecho y de la historia (Baronio), y de la misma teología (doctrina segura). En esta sociedad, la jerarquía juega un papel decisivo, precisamente para responder a la tendencia protestante sobre el sacerdocio de los fieles.

Esta Iglesia tiene los límites muy definidos: a ella pertenecen los que han sido bautizados, profesan la fe ortodoxa y están sometidos a la obediencia papal. Todos son criterios externos bien comprobables. Todos los demás están fuera de la Iglesia de Cristo, que se identifica con la romana.

Se desarrolla la eclesiología de las notas de la Iglesia (unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad), pero entendidas como notas apologéticas que atestiguan dónde se halla la verdadera Iglesia.

De esta época es la distinción entre Iglesia docente (jerarquía) y discente (laicos) y la noción de ex cathedra (es decir, del magisterio de la sede romana).

Los tratados sobre la Iglesia desde esta época son apologéticos, centrados en la jerarquía. Se ha olvidado la dimensión escatológica y sacramental de la Iglesia, para acentuar la dimensión organizativa, jurídica, societaria. Es más institución que comunión, más sociedad que sacramento, más organización que organismo animado por el Espíritu. Es una eclesiología defensiva, obsidional, antiprotestante, militante. Hasta Teresa de Jesús dirá en Las moradas a sus monjas:

Todos los que militáis

debajo de esta bandera,

ya no durmáis,

pues que no hay paz en la tierra.

6. Contestación eclesial

Frente a la eclesiología de Belarmino, surgen una serie de eclesiologías contestatarias dentro de la misma Iglesia católica. Muchas de ellas recogen elementos positivos de la eclesiología patrística, como la importancia de la Iglesia local, del episcopado y del laicado. Otros aspectos positivos de la eclesiología medieval (las dimensiones populares y de esperanza escatológica) pasarían a los grupos marginales, de los que ya hemos hablado antes.

a) Galicanismo

Recoge la herencia del conciliarismo medieval e incluso herencias más antiguas, como la tradición de teólogos y canonistas contra Gregorio VII, y las pretensiones de Felipe el Hermoso contra Bonifacio VIII.

El galicanismo invoca la tradición cipriánica y eclesial de la Iglesia local, destacando la importancia del obispo y de la colegialidad episcopal, de la recepción, y de la Iglesia como comunión eclesial y congregación de creyentes.

El galicanismo, de origen francés, reviste diversas formas, desde el galicanismo extremo, antiromano y antipapal (Dominis, Serpi, Richer), hasta un galicanismo fiel a Roma (Duval..), que no niega la monarquía pontificia, sino que se esfuerza por defender que la autoridad del concilio y de los obispos no es simplemente derivada del papa.

Merece destacarse la postura del obispo Bossuet, autor de los artículos de la asamblea francesa del clero de 1682, que contienen la doctrina galicana. El cuarto artículo dice así: «También en las cuestiones de fe, el Sumo Pontífice tiene el papel principal, y sus decretos alcanzan a todas y cada una de las Iglesias, sin que sea, sin embargo, irreformable su juicio, a no ser que se le añada el consentimiento de la Iglesia» (D 1325, DS 2284).

Este artículo cuarto está en el trasfondo de la definición del Vaticano I sobre la infalibilidad pontificia, como luego veremos.

b) Regalismo

Es la versión política del episcopalismo y galicanismo teológico, es decir, si el episcopalismo y galicanismo es una reafirmación del obispo y de la Iglesia local frente el papa, el regalismo es una afirmación de la Iglesia nacional frente al papa y dentro de la Iglesia nacional, una acción del príncipe en la Iglesia: lo que en la Edad Media fue la injerencia de los señores feudales, ahora es el clericalismo de Estado (josefinismo), la sujeción del dogma a la razón de Estado, la reducción de la Iglesia a una sociedad útil, pedagógica, humanitaria, moralizadora. El placet regio se necesita para publicar las leyes y nombramientos eclesiásticos. Es una versión ilustrada de las querellas medievales entre el papa y los príncipes, pero en el fondo es un rechazo de la prepotencia papal. Mas el precio de los obispos de liberarse de la tutela papal es caer bajo la sujeción del Estado.

c) Jansenismo

A pesar de sus errores, es una recuperación de la Iglesia confesante de los primeros siglos, el deseo de vivir la radicalidad cristiana en medio de una Iglesia multitudinaria y mundanizada. También reafirma el papel de los laicos frente a una Iglesia clerical, pero degenera en rigorismo y, paradójicamente, al fin, desemboca en un galicanismo secularizante.

7. Reflexión crítica y ecuménica desde América latina

La primera reflexión crítica sobre este período es la constatación dolorosa de que la Reforma, que debería ser una actitud constante dentro de la Iglesia y de la eclesiología, de hecho se convierte en una ocasión de ruptura eclesial.

La falta de diálogo y de comprensión de posturas reformistas lleva a no aceptar lo que de positivo pueden aportar a la comunidad cristiana. Hay como una incapacidad para aceptar los elementos evangélicos y proféticos que la Reforma trae, aun cuando a veces se mezclen con otros elementos más ambiguos. En este sentido, no hemos de tener miedo en afirmar que las separaciones de la Reforma implican actitudes muy poco evangélicas por ambas partes contendientes.

Todo esto produce una cadena de actitudes reformatorias y contrareformatorias, que no conducen a un verdadero progreso. La reforma protestante produce la contra-reforma católica, y ésta a su vez otra oleada de eclesiologías contestatarias de la contra-reforma belarminiana. Dentro de la reforma protestante, los movimientos marginales son una contestación a la misma reforma protestante, la cual, a su vez, es incapaz de dialogar con ellos.

Trento no fue capaz de renovar la eclesiología desde una vuelta a las fuentes, sino que se limitó a defender la fe que la Reforma atacaba. Su postura es, en el fondo, una vuelta a la eclesiología medieval.

Por otra parte, tampoco Trento pudo abordar temas candentes, como por ejemplo la conquista y evangelización de América latina. Carlos V, como ya vimos, prohibió a los obispos españoles el asistir al concilio, alegando que no era bueno dejar sin gobierno por tanto tiempo a las diócesis. Pero tal vez el motivo de fondo era el miedo de que Roma pudiese interferir en un asunto que había sido encomendado a la corona de Castilla.

Para algunos historiadores, más que la cuestión protestante, Trento hubiera debido abordar el tema de la violencia de la conquista y la tragedia de los indígenas eliminados o esclavizados en nombre del evangelio; pero la discusión teórica primó sobre la praxis eclesial. Antes de discutir de los temas típicos de la Reforma: «calix, conjux, caro» (es decir, el cáliz a los laicos, el celibato del clero y la abstinencia de carne en cuaresma), hubiera sido mejor discutir sobre la dignidad humana y cristiana de los indígenas. Será necesario que pasen cuatro siglos para que tanto la Iglesia católica como las Iglesias surgidas de la Reforma establezcan un diálogo ecuménico. Hoy nos parece casi imposible comprender cómo no fue posible dialogar sobre temas como la importancia de la palabra, de la comunidad o de la reforma del papado. Los mismos temas dogmáticos, objeto de discusión encarnizada en el siglo XVI (la justificación por la fe, la mediación única de Cristo, la relación entre la Iglesia visible y la invisible...), se ven hoy bajo otra perspectiva menos polémica.

Pero, también con la serenidad que da la distancia de siglos, se puede hoy tal vez comprender mejor que, detrás de muchos problemas teológicos y eclesiológicos, está latente un problema sociocultural. ¿Es extraño que el mundo germánico se hallase mal ante muchas expresiones de la piedad latina? La misma Reforma tiene un cariz muy diferente en Alemania, Suiza o Inglaterra. También la separación del oriente tuvo una fuerte connotación socio-cultural, como ya vimos.

De ahí se deduce que el pluralismo o pluriformidad de las Iglesias, implicado en la separación, no es sólo un mal, sino algo necesario, y que tal vez las diferentes Iglesias cristianas no hacen más que reflejar aspectos de un único evangelio vertidos en diferentes moldes culturales y sociales. Lo triste es que esta pluralidad no se pueda vivir en plena comunión eclesial.

Estas separaciones y divisiones obligan a todas las Iglesias a mantener una postura de modestia y aprender a vivir la dinámica de lo provisional. Todas las posturas que, desde su propia seguridad, conduzcan a la intolerancia o a la inquisición, deben revisarse, pues no están concordes con la paciencia evangélica que se nos enseña en la parábola de la cizaña. Tal vez hoy comprendemos mejor todo el arduo problema de la aculturación de la fe en los diversos contextos sociales y culturales.

Las separaciones de la Reforma nos obligan a abandonar una postura esencialista de la Iglesia, como si ésta existiese al margen de la realidad histórica de las Iglesias reales. La única Iglesia de Jesucristo es la histórica, que tenemos, de hecho, dividida en muchas confesiones y subdividida en pluralidad de denominaciones religiosas o sectas. Las Iglesias, también la católica, se han de acostumbrar a este hecho, por más que duela y no signifique caer en un relativismo eclesial. Ya no se puede seguir utilizando la vía apologética de las notas de la Iglesia (una, santa, católica, apostólica) para determinar cuál es la verdadera Iglesia de Cristo, y así descalificar a las demás. Las notas deben ser siempre algo presente y algo hacia lo cual hay que tender escatológicamente, fruto del Espíritu en la Iglesia, siempre santa y pecadora, siempre necesitada de conversión y de reforma.

Esto obliga a todas las Iglesias, también a la católica romana, a convertirse hacia el reino de Dios, por más que reconozca que en ella subsiste la Iglesia de Jesús (LG 8). Más que hablar de vuelta de las Iglesias de la Reforma a la romana, hay que hablar de un caminar todos juntos en una continua conversión hacia el reino. En esta continua conversión y convergencia, la unidad aparece como don del Señor, a la vez presente y siempre objeto de petición. No podemos silenciar tampoco que la Reforma, de hecho, estuvo ligada a la emergencia de la clase burguesa, una nueva clase social privilegiada con respecto a los más pobres. La Reforma inicia la modernidad, caracterizada por el individualismo social, económico, político y filosófico. El protestantismo se abrió a la modernidad. Sin querer entrar aquí en las relaciones que sociólogos como Max Weber han descubierto entre calvinismo y capitalismo, lo cierto es que en muchos lugares el impulso de la Reforma llevó a dejar la fe para el ámbito interno y la dimensión social a manos del poder temporal. La modernidad no es solamente un movimiento ideológico o religioso, sino también el predominio de un sector social. Su sujeto histórico es la burguesía y el capitalismo.

La teología protestante será la teología cristiana moderna. Kant, Hegel, Schleiermacher serán los padres de la teología llamada liberal. Frente a ella reaccionarán los teólogos protestantes de nuestro siglo, como Barth, Tillich y Bonhoeffer, quienes consideran que la teología liberal se ha vendido al espíritu moderno, perdiendo el vigor de la fe y del evangelio.

La teología católica fue muy crítica frente a la modernidad y tomó una postura de rechazo y de restauración de la cristiandad medieval. Con el Concilio Vaticano II, Roma se ha abierto al mundo moderno (libertad religiosa, autonomía de lo secular, ecumenismo, diálogo...), pero el Vaticano no ha podido asumir los problemas sociales que se han generado en el seno de la sociedad moderna.

Sólo con Medellín y Puebla se abrirá a los pobres.

Fueron los movimientos marginales del siglo XVI los que mantuvieron las reivindicaciones sociales y populares, muchas veces con mezcla de milenarismos apocalípticos. Como hemos visto, frente a la doctrina de los dos reinos luterana, Münster reivindica una fe que tiene algo que decir frente al mundo y la historia. Para Münster, la fe tiene que ver no sólo con la libertad interna del cristiano, sino con la liberación del pueblo. Es más sensible a los pobres la teología medieval y apocalíptica de Münster que la teología moderna de Lutero. De hecho, Lutero se alió con los príncipes, nobles, artistas y burgueses urbanos, en contra de los campesinos y el pueblo pobre.

Cuando el protestantismo se introduce en América latina en el siglo XIX, aparece como el portaestandarte del modernismo, del liberalismo y la industrialización, frente al catolicismo que representa el espíritu colonial y conservador. Pero, de hecho, el protestantismo introdujo una mentalidad neocolonial, ligada a los países capitalistas del norte.

En el momento actual, son los mismos protestantes de América latina ( Míguez Bonino, R. Alves, J. de Santa Ana...) quienes postulan que el protestantismo se encarne en la Iglesia de los pobres. Para ello ha de superar el espíritu individualista liberal y volver a la radicalidad liberadora de la fe, a la utopía del evangelio, típicas de la Reforma. El principio protestante puede convertirse en potencial liberador de los oprimidos. La teología de la cruz, luterana, tiene una palabra que decir ante un mundo de crucificados por la injusticia.

Sería triste que, en el momento en que los mismos protestantes son críticos frente a la modernidad, los católicos viviesen aún en plena luna de miel del encuentro, tardío, con el mundo de la modernidad. Desde América latina se es más crítico frente a la modernidad, y esto confiere a católicos y protestantes una posibilidad ecuménica tal vez desconocida en Europa. Nace un ecumenismo de la justicia, de la solidaridad con los pobres, del profetismo frente a situaciones de dictadura, que permite caminar juntos, más allá de las divisiones doctrinales, divisiones importadas a América desde Europa.

Tanto la teología protestante como la católica latinoamericanas, en línea liberadora, tienen como sujeto social de su teología no al hombre moderno, culto, secular, escéptico y tal vez ateo, sino al pobre, al no-hombre, al marginado y crucificado, al indio, al negro y a la mujer doblemente oprimida.

La nueva reforma, de la que habla Metz, no sólo es una reforma desde dentro de la Iglesia, sino una reforma que tiende a unir a las mismas Iglesias divididas desde siglos. Su objetivo es volver a evangelizar a los pobres, anunciar el reino a los pobres, devolver el evangelio a los pobres. La situación de América latina y del Tercer mundo actúa como de relámpago, dice Metz, que ilumina todo el panorama bíblico con una nueva luz.

No basta pasar de la modernidad a la pos-modernidad. Hay que pasar de la modernidad a la solidaridad.

HACIA UNA NUEVA REFORMA

La Iglesia europeo-occidental se encuentra, sin embargo, unida con las Iglesias del Tercer Mundo para iniciar la tarea histórica de una nueva reforma. Y en su centro, en todo caso, está presente no la Iglesia europea, sino la del Tercer Mundo.

Claro está, ese proceso hacia una reforma en la Iglesia, esta revolución desde dentro de la Iglesia, como la ha llamado un obispo latinoamericano, no es obra de grandes profetas o grandes reformadores, pastores de la Iglesia. Es más bien tarea de pequeños profetas, de una marcha mesiánica desde la base.

Le llamo a este proceso reformador, porque remite al conjunto de la Iglesia y de la cristiandad y porque arroja una nueva luz sobre la herencia de la crisis de la Iglesia europea-occidental (...).

La Iglesia del Tercer Mundo nos envía ese impulso reformador, que nosotros, presos en las antiguas ideas, no podemos recibir y aceptar tan rápidamente como se nos confía. Hay en este impulso una nueva experiencia de la unidad entre salvación y liberación, que en sí mismo desarrolla una nueva relación, no exenta de peligros, entre religión y política. El evangelio interviene aquí de una nueva forma en la vida, de una forma que a muchos ha de espantar, porque desde él se solicita, según el último mensaje de navidad del cardenal Arns, un vislumbre del nuevo estado de Dios entre los hombres, un reflejo de la polis mesiánica.

J. B. Metz, Hacia una nueva Reforma.

LA OTRA HISTORIA: LA HISTORIA DEL OTRO

Esta memoria del pobre y este rehacer la historia desde abajo han estado siempre vigentes en acciones reprimidas por el poder político, en reflexiones marginadas por los sectores dominantes, en formulaciones de búsqueda y no exentas de impaciencias y ambivalencias. Hay, a lo largo de la historia, una teología dominada, nacida al calor de las luchas de los pobres. Seguir la ruta del pobre en esa historia es para la teología de la liberación una tarea urgente: la de su propia continuidad histórica. Habrá que analizar los grandes jalones de este camino: la comunidad cristiana primitiva, los grandes teólogos y padres de los primeros siglos, el movimiento franciscano y de Joaquín de Fiore en los siglos XII y XIII, el movimiento hussita del siglo XV, las guerras campesinas de Alemania y Tomás Münster en el siglo XVI, la defensa del indio y Bartolomé de Las Casas, el obispo Juan del Valle y tantos otros en la misma época en América Latina, Juan Santos Atahualpa en el siglo XVII en el Perú, las luchas campesinas y la religiosidad popular en tiempos más recientes en el subcontinente latinoamericano. Esa agua, mantenida bajo tierra, brota, a veces de modo inesperado, de las fuentes vivas de la conciencia que los pobres tienen del Dios que libera; por eso con frecuencia está presente en esta corriente la dimensión mística y contemplativa. Esa agua profunda sale en ocasiones a superficie bajo forma de pozos, creando en medio de la teología académica, pese a inevitables concesiones y ambigüedades, ciertas «áreas verdes» (...).

También en Bonhoeffer encontramos un área verde alimentada por la corriente del pobre. En un hermoso texto, Bonhoeffer nos dirá: «Hemos aprendido a ver los grandes acontecimientos de la historia del mundo desde abajo, desde la perspectiva de los inútiles, los sospechosos, los maltratados, los sin poder, los oprimidos, los despreciados, en una palabra, desde la perspectiva de los que sufren».

Como en Barth, la profundidad de su sentido de Dios lleva a Bonhoeffer a percibir la significación de una lectura hecha desde el pobre. Bonhoeffer no tuvo tiempo para hacer de esta intuición el centro de su discurso teológico; éste permanece sobre todo atento a los grandes desafíos del mundo moderno. Pero su reflexión toma un sesgo que viene de una experiencia personal muy profunda. Por ello da un testimonio y señala pistas de gran fecundidad.

G. Gutiérrez, Teología desde el reverso de la historia. Lima 1977, 45-47.

 

Lecturas

J. Lortz,      Historia de la Reforma. Madrid 1964.

Lutero, ayer y hoy: Concilium 118 (1976).

H. Vall,        Valoración católica actual de Lutero: Razón y Fe 1002 (noviembre 1983) 241-262.

Ll. Duch,     Reformas y ortodoxias protestantes, en E. Vilanova, Historia de la Teología cristiana, II. Barcelona 1989.

G. Martina, La Iglesia de Lutero a nuestros días, I. Madrid 1974.

C. Duquoc, Iglesias provisionales. Madrid 1986.

G. Gutiérrez,    Teología desde el reverso de la historia. Lima 1977.

H. Echegaray, Lutero y Münster, dos concepciones anti­téticas del proceso de liberación. Páginas, Lima.

L. Boff,        La significación de Lutero para la liberación de los oprimidos, en Y la Iglesia se hizo pueblo. Santander 1986, 207-226.

Varios,        Protestantismo y liberación en América Latina. San José de Costa Rica 1983.

J. de Santa Ana, Ecumenismo y liberación. Madrid 1987.

6

Vaticano I

 

Desde la Reforma al Vaticano I pasaron tres siglos. Sin embargo, a nivel eclesiológico, no hay en este largo período cambios sustanciales. Como veremos, la eclesiología dominante es la de Belarmino. El Vaticano I no cambia la situación, sino que lleva a su culmen todo este proceso iniciado en la Reforma y Contra-reforma. En realidad se mantiene y acentúa el modelo medieval de cristiandad, ahora reforzado con una postura defensiva y apologética.

A nivel latinoamericano, esta época abarca tanto las luchas por la independencia como la primera etapa republicana. América latina nace a la vida pública en un contexto eclesial universal sumamente reaccionario; sin embargo, en todo el movimiento libertario latinoamericano se hallan ya gérmenes de un cristianismo liberador.

1. Antecedentes socio-políticos

a) La revolución francesa

La revolución francesa de 1789 convulsionó profundamente la sociedad y la Iglesia misma. Los ideales revolucionarios (libertad, fraternidad, igualdad) son captados por la Iglesia como anticlericales y sumamente peligrosos. Son vistos como la prolongación de la reforma protestante. Lo que Lutero inicia como revolución de la conciencia y de la libertad personal frente a la tradición y a la Iglesia jerárquica, ahora llega a sus últimas consecuencias: rebelión frente al rey y caos social.

La Iglesia vivió la revolución de forma traumática, como el triunfo de la diosa Razón frente a la fe, como el triunfo de la libertad frente al orden puesto por Dios, como el triunfo del Estado laico frente a la Iglesia. La sangre vertida, la supresión de instituciones religiosas y de privilegios eclesiásticos, son experimentados como algo diabólico y anticristiano. La sola palabra revolución estaba cargada de connotaciones negativas.

Le costará a la Iglesia mucho tiempo el poder captar que, detrás de abusos y crueldades revolucionarias, se escondía algo valioso, y que, como confesará Pablo VI, el ideal de la libertad, de la fraternidad y de la igualdad es, en el fondo, un ideal cristiano. Pero, mientras tanto, la Iglesia adopta una postura reaccionaria frente a estos cambios sociales, y esto va a tener repercusión en la eclesiología.

b) La independencia de América latina

En 1780, antes de la revolución francesa, surge en Perú una rebelión indígena capitaneada por Túpac Amaru, antiguo alumno de los jesuitas, que desea restaurar el imperio incaico, inspirándose en principios cristianos. Fueron excomulgados él y sus huestes por el obispo Moscoso, la rebelión fue brutalmente sofocada y Túpac Amaru fue bárbaramente descoyuntado por cuatro caballos que corrían en direcciones contrarias. Esta rebelión fue un toque de alerta a la corona, pero que no se supo comprender.

Las reformas borbónicas, que sustituyeron el paternalismo de los Austrias por el despotismo ilustrado, no consiguieron acallar los ánimos, sobre todo de la burguesía criolla.

La ocupación de España por Napoleón lanza a las colonias, guiadas por la oligarquía criolla, contra la burocracia hispánica (virreyes, oidores, obispos...), y el movimiento desemboca en una lucha de emancipación contra la metrópoli.

Esta lucha por la independencia se justifica teológicamente. Nace una teología no tanto académica cuanto popular, que se desarrolla en los púlpitos, en las asambleas constituyentes, en la redacción de las nuevas constituciones, en las proclamas, en los diarios... Aparecen corrientes apocalípticas e iluministas, muy alejadas de la escolástica oficial. Los principios aprendidos en las universidades, como la de San Francisco Xavier de Sucre, sobre el tomismo y suarismo, se aplican a justificar la praxis emancipatoria. Morelos, el cura Hidalgo, Germán Roscio, son figuras políticas y teológicas a la vez, que deberían ser mejor estudiadas, y que preludian corrientes teológicas liberadoras de hoy.

La independencia de América latina constituye un trauma no sólo para las metrópolis coloniales, sino también para Roma. Los papas que gobiernan la Iglesia durante estos años ven este proceso libertario como algo negativo, obra del demonio, una consecuencia nefasta de la revolución francesa.

Pío VII, en su encíclica Etsi longissimo, escribe a los obispos de América hispana que no perdonen esfuerzos por desarraigar y destruir completamente la funesta cizaña de alborotos y sediciones que el enemigo sembró en aquellos países. Frente a tanta convulsión, el papa exhorta a los obispos a resaltar las nobles virtudes del rey católico Fernando VII y a recomendar al pueblo la obediencia y fidelidad a la monarquía.

León XII, en su encíclica Etsi iam diu, de 1824 se lamenta, desolado, de la situación imperante en América y compara a las juntas nacionalistas con langostas devastadoras que se forman en la lobreguez de las tinieblas, viendo cómo se concreta en ellas lo más blasfemo y sacrílego de las sectas heréticas.

Libertadores y patriotas sufrieron intimidaciones y excomuniones eclesiales. Sólo Gregorio XVI, en 1831, en Sollicitudo ecclesiarum, reconoce a las nuevas repúblicas y nombra obispos residenciales.

En el fondo hay dos eclesiologías en pugna, que se podrían simbolizar en la guerra de Vírgenes en la independencia: la de Guadalupe o la Merced, de los indígenas e independentistas, lucha contra la Virgen del Carmen de las tropas realistas españolas.

Esta postura no sólo tendrá repercusiones para la vida cristiana en América latina en los siglos XIX y XX, sino que es una muestra de la eclesiología dominante en los años del Vaticano I.

c) La cuestión romana

La unidad de Italia en el siglo XIX requiere en su última etapa la anexión de los Estados Pontificios. Esto provocó una tensión y una fuerte agresividad entre el papado y los líderes de la reunificación italiana, que poseían una mentalidad no sólo laica, sino también laicista.

Pío IX (1846-1878), que al principio pareció liberal frente a la unificación italiana, pronto cambió de postura al ver las implicaciones eclesiásticas del problema. La excomunión lanzada por el papa a todos los que participaban en la empresa independentista no surge efecto. El movimiento independentista se extiende incluso entre el clero. Desde 1867, las tropas francesas están en Roma para defender al papa contra Garibaldi, sin duda más por intereses políticos de Francia que por devoción al papado. En este clima de tensión se celebra el Vaticano I.

Pero, cuando en julio de 1870 estalla la guerra francoprusiana, las tropas francesas abandonan definitivamente Roma, y consiguientemente el concilio se debe interrumpir. El 20 de septiembre, las tropas de Víctor Manuel entraron por la Porta Pía de Roma. De nuevo nada sirven las excomuniones papales ni la prohibición a los católicos de intervenir en política y votar en las elecciones italianas. Es el fin del poder temporal del papado, que entonces fue visto como una agresión y una expoliación.

También en este punto se necesitó casi un siglo para poder comprender el lado beneficioso del hecho. Pablo VI, todavía siendo cardenal Montini, en 1962, declaró que desde entonces el papado reemprendió con inusitado vigor sus funciones de maestro de la verdad y testigo del evangelio, con gran altura espiritual y moral ante todo el mundo.

Todos estos acontecimientos pueden explicar la atmósfera de devoción al papa Pío IX en torno al Vaticano 1 y toda la problemática en torno a la infalibilidad pontificia.

d) La cuestión social

En el siglo XIX nace el capitalismo liberal industrializado, con gran explotación de los sectores obreros y una progresiva toma de conciencia obrera de su explotación. Son los años en que Marx reflexiona sobre la injusticia e inhumanidad del capitalismo y los años del Manifiesto comunista (1847-1848).

La Iglesia, aunque a nivel de sectores concretos comienza a tomar conciencia de esta grave situación social, tendrá que esperar a 1891 para que León XIII, en la Rerum novarum, alerte de la gravedad del problema social.

Si alguna lección se puede sacar de este breve recorrido de los acontecimientos sociopolíticos que precedieron al Vaticano I es la necesidad de estar siempre alerta para, en lenguaje del Vaticano II, discernir los signos de los tiempos y saber que la miopía histórica tiene un costo social y eclesial muy alto.

Estos antecedentes nos pueden preparar para comprender las corrientes eclesiológicas del momento.

2. Corrientes eclesiológicas

El paso del siglo XVIII al XIX viene marcado un creciente proceso de secularización, iniciado la Ilustración, consumado por la revolución francesa y por la independencia de las antiguas colonias. También surge, como reacción, todo un movimiento de tipo romántico, que desea volver a la tradición medieval y que revaloriza lo comunitario, popular y religioso.

En este clima se producen dos tipos de reacciones:

·       La contra-revolución católica, ultramontana y restauracionista.

·       La renovación eclesiológica, más sacramental y pneumatológica.

Veamos cada una de estas corrientes eclesiológicas, que de algún modo estarán presentes en el Vaticano I.

a) La contra-revolución católica

Recoge la corriente tradicionalista francesa ( L. de Bonald, J de Maistre, L Veuillot) y española (Donoso Cortés, Balmes...), que busca restaurar la monarquía papal, para que el catolicismo vuelva a tener el vigor de antes de la revolución francesa. El esquema que propone J. de Maistre es claro:

No hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo,

no hay cristianismo sin catolicismo,

no hay catolicismo sin papa,

no hay papa sin la supremacía que le corresponde.

Nace una teoría de la autoridad papal sin eclesiología subyacente, resurge una nostalgia del pasado, del trono y del altar unidos, del «ancien régime», del imperio, que con la revolución francesa ha caído.

También se rechaza todo lo que tenga resabios de galicanismo, conciliarismo y regalismo. La solución viene de Roma, de una monarquía papal fuerte, de más allá de las montañas (de ahí el nombre de ultramontanismo).

También los papas de la época (Gregorio XVI y Pío IX) participan de esta mentalidad: hay que defender la libertad y los derechos de la Iglesia por ser una sociedad perfecta, sobrenatural. Hay una crítica de todos los movimientos revolucionarios y una defensa de los valores del orden, tradición, jerarquía, autoridad, unidad, uniformidad.

La restauración de las órdenes religiosas extinguidas por la revolución y el surgimiento de las nuevas congregaciones religiosas también favorece esta visión restauracionista. La misma enseñanza religiosa y del catecismo se orienta a formar a cristianos no revolucionarios, defensores del orden establecido.

Hay en todos una nostalgia de la cristiandad medieval, de los viejos tiempos de Gregorio VII e Inocencio III.

b) La renovación eclesial

Diferentes corrientes confluyen en este movimiento renovador. Enumeremos algunas:

La escuela católica de Tubinga.

No reacciona a la Ilustración y revolución con miedo y con una vuelta a la autoridad, sino con una renovación del sentido eclesial, influida sin duda por el romanticismo alemán que revaloriza la tradición medieval popular, la comunidad y el corazón.

El autor principal de esta corriente es H. A. Móhler, verdadero iniciador de la eclesiología moderna, que culminará en el Vaticano II. Es una eclesiología que rompe el esquema de la Contrarreforma y del deísmo ilustrado. Abre la eclesiología a la dimensión teológica. La Iglesia es contemplada en sí misma, en relación con la encarnación del Hijo y la misión del Espíritu Santo. Hay una visión trinitaria de la Iglesia y una acentuación de la dimensión de comunión. Sus obras (La unidad de la Iglesia, Simbólica) tendrán un gran influjo.

La escuela romana.

Esta corriente, que tiene su sede en el Colegio Romano de los jesuitas, aprovecha las intuiciones de Móhler y de los padres griegos para elaborar una visión trinitaria y cristológica de la Iglesia. Esta deja de ser una simple sociedad religiosa fundada por Cristo, para ser un misterio sobrenatural, prolongación del misterio de Cristo en el mundo, animada por el Espíritu, una especie de encarnación prolongada, visible e invisible a un tiempo. Pero al mismo tiempo, esta escuela romana es muy cuidadosa de establecer el papel del papa en esta estructura eclesial. Es más sistemática y especulativa que la escuela de Tubinga, y posee un aire más romano.

De los teólogos de esta escuela destacan Perrone, Passaglia, Schrader, Franzelin y Scheeben. Varios de ellos intervinieron en la redacción de los esquemas eclesiológicos previos al Vaticano I.

Newman.

Este inglés, convertido del anglicanismo al catolicismo, y más tarde cardenal de la Iglesia romana, imprime a la teología y eclesiología de la época su sello original: una visión histórica de la Iglesia y del dogma; un personalismo místico que hace que la Iglesia no sea primariamente institución, sino relación con Dios de las personas que forman un cuerpo; un sentido realista y pragmático, típicamente inglés, que parte de hechos y de experiencias, lo cual le lleva a valorar temas como el laicado y el sentido de fe de los fieles, en orden a la evolución del dogma; un sentido ecuménico, que no le hace renegar de sus principios anglicanos al entrar en el catolicismo, ni le lleva a tomar una postura antiprotestante; el reconocimiento de la doble tradición profética y episcopal en la Iglesia; la vuelta a la tradición patrística y primitiva; el sentido del pueblo de Dios, que es como el partido de Dios en la historia. Antes que brindar por la infalibilidad pontificia, prefirió, en cierta ocasión, brindar por su propia conciencia.

Eclesiologías rusas del siglo XIX.

Aunque sea fuera del campo de la Iglesia católica romana, la teología ortodoxa y oriental rusa tiene en esta época un gran florecimiento eclesiológico, con figuras como A. S. Khomiakov, Vl. Soloviev, S. Bouklgakov, Vl. Loosky, N. Affanasiev.

Sus elementos comunes son una visión comunitaria de la vida cristiana, del amor y de la fe (la sobornost o conciliaridad); la acentuación de la dimensión pneumática, que da a la Iglesia una gran vitalidad, frente al llamado cristomonismo latino; una eclesiología eucarística centrada en la Iglesia local; la importancia del pueblo de Dios en la conservación y transmisión de la fe; la dimensión trinitaria.

Ciertos aspectos que nos parecen ambiguos son la falta de un cristología coherente que se exprese en las estructuras eclesiales, especulaciones filosóficas sobre la sabiduría (la llamada sofiología rusa) y cierto mesianismo ruso (el llamado filetismo ruso), que ve en la santa Rusia un destino mesiánico universal que se confunde con la universalidad eclesial.

El Vaticano I, de hecho, aunque asumirá algunos elementos de la renovación eclesial (sobre todo romana) y superará el ultramontanismo más extremo, en su conjunto se decantará hacia la afirmación de la eclesiología de autoridad e intransigente.

3. El Concilio Vaticano I

El Vaticano I está estrechamente ligado a la figura de Pío IX (1846-1878), que poseía una personalidad muy compleja: por una parte, era un hombre sumamente celoso, con una gran preocupación pastoral y un gran amor a la Iglesia, a la que quería devolver su libertad y su fuerza. Su figura suscitaba en su tiempo devoción e incluso fascinación. Desde esta época surge en la Iglesia la devoción al papa, nacida sin duda por el deseo de reparar los agravios y ataques de que había sido objeto su persona. Pero al mismo tiempo, el papa poseía una psicología muy peculiar: epiléptico, muy impresionable, mutable, con una formación teológica deficiente e intelectualmente cerrada, rodeado de consejeros más celosos que clarividentes, tendía a un misticismo un tanto ambiguo y se creía enviado providencialmente por Dios para salvar a la Iglesia del naufragio del racionalismo moderno y del caos de la revolución.

Su plan era emprender una reforma de la Iglesia. Para ello, el primer paso fue la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción de María (1854), para simbolizar, en el triunfo de María sobre el pecado original, la victoria de la Iglesia frente a la corrupción general del mundo. El segundo eslabón fue la publicación del Syllabus (1864), en el cual se compendiaban los errores modernos, como el panteísmo, el racionalismo, el indiferentismo, el socialismo, la libertad religiosa, el laicismo, el estatismo, el galicanismo, la francmasonería, etc. El tercer momento de su plan de reforma fue la convocación de un concilio (1870), el Vaticano I. Este concilio debía condenar los errores del racionalismo teórico y práctico moderno, del mismo modo que Trento condenó los errores del protestantismo.

No puede extrañar que, en este contexto, el Vaticano I represente el triunfo de la autoridad frente a la libertad y a la razón: el triunfo de la autoridad divina de la revelación (constitución Dei Filius) y el triunfo de la autoridad e infalibilidad papal frente a las tendencias disgregadoras y racionalistas de la Iglesia (constitución Pastor aeternus).

Antes de hablar de las dos grandes corrientes eclesiológicas que se enfrentaron en el Vaticano I, digamos que también a nivel teológico se enfrentaban una corriente positivista, racionalista, que propugnaba una exégesis crítica y una teología más histórica y más abierta a la cultura moderna (orientación más germánica), frente a otra corriente tradicionalista e incluso de tipo fideísta (Bautin..), o simplemente poco dialogante con la cultura moderna y más aferrada al método escolástico (escuela romana).

El concilio también aquí tuvo que realizar un discernimiento y optó por una vía media que se enfrentaba tanto al racionalismo extremo como al tradicionalismo teológico extremo. Triunfó la escuela romana sobre la corriente más germánica. Todo colaboró a que en el Vaticano I triunfase lo que Congar llama el catolicismo intransigente.

A nivel eclesiológico, en el concilio la discusión se centró sobre todo en torno al tema de la infalibilidad pontificia. Había dos grandes posturas, la infalibilista de la mayoría y la antiinfalibilista de la minoría.

La postura infalibilista correspondía a los países de tradición católica, pero también a algunos de países más liberales. Sus representantes más claros fueron Manning y Deschamps. Estos no veían inconveniente teológico en la definición de la infalibilidad papal, que hallaban en la tradición de Tomás y Belarmino. De este modo, por una parte zanjaban de una vez la controversia del galicanismo y regalismo josefinista, y por otra parte compensaban al papa de las humillaciones y atentados que había sufrido. También había razones de tipo social detrás de esta postura: rechazar las ideas revolucionarias y reforzar el principio de autoridad. La infalibilidad daba al papa también una mayor independencia del Estado y permitía una mayor unión de toda la Iglesia con Roma. Algunos representantes de estas tendencias dudaban de la oportunidad de definir en aquel momento la infalibilidad pontificia.

La minoría antiinfalibilista estaba representada por alemanes y austrohúngaros (Rausler, Hefele, Ketteler...), por un buen grupo de obispos franceses (como Dupanloup y algunos bonapartistas), por obispos de Estados Unidos de formación galicana y contrarios al Syllabus, y por obispos orientales (como Strossmayer).

Este grupo minoritario tenía una formación con influjo galicano y en concreto de Bossuet, poseía una mentalidad más científica y más centrada en las fuentes históricas del dogma y quería salvar y defender la estructura divina del episcopado que veían amenazada por la excesiva supremacía papal. Tenían también una preocupación pastoral: temían que la infalibilidad dificultase las relaciones con orientales, protestantes, e incluso preveían un posible cisma en Alemania. Creían que la definición de la infalibilidad daría un espaldarazo al autoritarismo eclesial y romano, y provocaría una mayor cerrazón al mundo moderno, muy sensible a la libertad. No creían por lo menos oportuna su definición. Tal vez, como se ha dicho, rechazaban menos las ideas de infalibilidad que la condena de las ideas liberales, que de algún modo estaba implícita en la definición.

También temían tener dificultades en sus propios países al regresar de Roma, ya que los gobiernos interpretarían el nuevo dogma como injerencia de Roma en sus Estados.

En todo este debate, el papa no jugó como árbitro neutral, sino que se inclinó de forma clara y a veces presionó hacia la infalibilidad.

La votación final se tuvo el 18 de julio, después de uña gran tormenta atmosférica y anímica. 55 obispos, para no votar en contra, abandonaron el aula conciliar antes de la votación. Alguno de ellos estaba tan enojado que lanzó al Tíber todos los papeles del concilio. Pero 535 votaron a favor de la constitución Pastor aeternus. De los 55, la mayoría aceptó más tarde las decisiones del Vaticano I.

Un grupo de teólogos alemanes, capitaneados por Ignacio von Doellinger, no aceptaron la infalibilidad papal. Excomulgados por el obispo de Munich, formaron una Iglesia disidente, los véterocatólicos, cuyo primer obispo fue Josef Hubert Reinkens, ordenado por un obispo jansenista holandés

4. Aportes eclesiológicos del Vaticano I

El plan inicial de elaborar una eclesiología completa quedó truncado, al interrumpirse el concilio por los avatares políticos de la guerra. Sólo se pudo discutir y aprobar la parte del primado, en la constitución dogmática Pastor aeternus (D 1821-1840; DS 3050-3075). Consta de una introducción y de cuatro capítulos, cada uno de ellos concluyendo con un canon definitorio.

El prólogo afirma que Cristo instituyó en Pedro un principio perpetuo y un fundamento visible de la unidad del episcopado y de la Iglesia (D 1821; DS 3050-3052).

El capítulo primero trata del primado petrino. Pedro recibió directa e inmediatamente del Señor un primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia (D 1822-1823; DS 3053-3055). Esta afirmación va tanto contra los galicanos, que afirmaban que la jurisdicción petrina le vino por medio de la Iglesia, como contra los ortodoxos, que admiten un primado de honor, pero no un verdadero primado de jurisdicción del papa.

El capítulo segundo aborda el tema de la perpetuidad del primado petrino en los pontífices romanos: Cristo quiso que el primado tuviera sucesores perpetuos, y el romano pontífice es el sucesor de Pedro en el primado petrino (D 1824-1825; DS 3056-3058). No se zanja la cuestión de si es de derecho divino o un hecho simplemente histórico el que el primado petrino haya pasado a los obispos romanos.

El capítulo tercero es tal vez el más denso. Se centra en la naturaleza del primado del romano pontífice. Se afirma que este primado no sólo es de inspección y dirección, sino que goza de una plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia; no sólo sobre la fe y las costumbres, sino también en cuestiones de régimen y disciplina; no sólo posee una parte principal, sino la plenitud de la suprema potestad; esta potestad es ordinaria (no simplemente extraordinaria o delegada) e inmediata (no sólo mediante la mediación conciliar); esta potestad es verdaderamente episcopal, es decir, le concierne al papa en cuanto obispo de Roma (D 1826-1831; DS 3059-3064).

El capítulo cuarto fue el más discutido, y trata de la infalibilidad del magisterio pontificio. Cuando el papa habla ex cathedra, es decir, como maestro y supremo pastor, en asuntos de fe y costumbres (no sobre otros temas como ciencia, política..), posee la infalibilidad que el Señor quiso que tuviera toda la Iglesia, y esto por sí mismo (ex sese), sin necesidad de contar con el consentimiento de la Iglesia (non autem ex consensu ecclesiae) (D 1832-1840; DS 3065-3075).

El trasfondo de esta definición es, como ya vimos, el artículo cuarto de Bossuet y de los galicanos, en el que se exigía el consentimiento previo de la Iglesia como condición jurídica para la validez del ejercicio del magisterio pontificio. No se niega en esta definición que el papa necesite del consentimiento de la fe eclesial (sensus ecclesiae) para definir algo, sino que solamente se niega el consentimiento jurídico de la Iglesia como requisito previo para su validez.

Como expresó el obispo Gasser, encargado de la comisión de la fe del Vaticano I, el papa, para saber lo que debe definir y para definir lo mejor posible, necesita del concurso de toda la Iglesia. Pero esta expresión sobre el actuar por sí mismo, sin consentimiento eclesial, no fue realmente muy feliz y se presta a confusiones y malas interpretaciones, si no se conoce el contexto polémico en el que se pronunció. Sería totalmente erróneo interpretarla como si el papa pudiese definir algo al margen de la fe de la Iglesia. Más bien, al contrario, el papa sólo puede definir lo que pertenece a la fe de toda la comunidad eclesial.

En realidad, contra lo que muchos temían, la declaración de la infalibilidad pontificia no causó problemas posteriores, fuera de los más inmediatos con los vétero-católicos ya reseñados. No aconteció lo que algún ultramontano había deseado: que cada mañana, al desayunar y leer el periódico, se pudiese encontrar con una nueva definición pontificia. En más de un siglo, sólo el papa Pío XII la ejerció en 1950 al proclamar la asunción de María al cielo como dogma de fe, antes de lo cual consultó a todos los obispos de la Iglesia universal.

Más problemas aportó la cuestión de la jurisdicción plena y universal del primado pontificio, no por haber causado reacciones teóricas en contra, sino porque de hecho produjo una gran centralización en el gobierno de la Iglesia y una disminución del poder episcopal de los obispos del orbe. Como alguno de ellos expresaba al salir del Vaticano I, los obispos fueron al concilio como príncipes y regresaban como sátrapas de un autócrata...

En realidad, el Vaticano I estaba más preocupado por conceder al papa poderes extraordinarios, que de describir la forma ordinaria de gobierno. El concilio silencia el principio de subsidiaridad, es decir, que el papa ordinariamente gobierna a través de los obispos. En la práctica, lo que el concilio declaró como forma excepcional o caso límite de gobierno, se ha convertido en ejercicio normal, con un creciente poder de la curia romana.

Del Vaticano I se hizo una exégesis en catecismos y textos escolares prácticamente ultramontana, en contra de lo que el mismo concilio quiso, ya que se había distanciado de esta postura extrema. Todo ello ha contribuido a dar del Vaticano I una interpretación unilateral.

El Vaticano I, más que innovar, ha llevado a su culmen la eclesiología de autoridad de Gregorio VII, despojada ahora de todo poder temporal y concentrándose en su dimensión doctrinal y espiritual. Pero, para ser justos, hay que comprender que esta postura era la reacción natural ante una situación de gran racionalismo ambiental, de caos y de revolución social.

Como Trento, tampoco el Vaticano I fue sensible a los problemas sociales del pueblo sencillo. Como dijo un obispo norteamericano de Georgia, más que definir la infalibilidad pontificia, hubiera debido definir que los negros tenían alma...

Digamos también, en descargo del Vaticano I, que, al no poder concluirse el concilio, ni poder terminar todo el plan eclesiológico trazado, teniendo que limitarse únicamente al primado, forzosamente ofrece una imagen de la Iglesia incompleta, reducida al papado.

El Vaticano II, que el papa Juan XXIII intuye como una cierta continuación del Vaticano I inconcluso, «recibirá» el Vaticano I, lo reafirmará, pero situándolo dentro de una eclesiología de comunión. El primado romano es afirmado de nuevo, pero dentro del marco de la colegialidad episcopal. Habrá que esperar al Vaticano II para que las intuiciones positivas de la minoría sean asumidas y reinterpretadas de forma positiva.

Casi 30 años después del Vaticano I, en 1899, el papa León XIII convocó en Roma el Primer Concilio Plenario Latinoamericano, para que en América Latina se mantuviese a salvo la unidad de la disciplina eclesiástica. Se hace un diagnóstico de la situación latinoamericana, donde prevalece la ignorancia religiosa del pueblo y la amenaza exterior de los enemigos de la fe con los errores modernos. Frente a esta situación, se decide intensificar la enseñanza del catecismo al pueblo y el promover escuelas confesionales para educar cristianamente a la juventud. El centro de este plan pastoral es el clero. Para ello se fomenta la formación de los seminaristas en seminarios donde tengan una buena formación filosófica y teológica (neo-escolástica). Para todo ello se debe fomentar la alianza entre el Estado y la Iglesia. Estamos ante un proyecto pastoral típico de la época de cristiandad, que, más o menos renovado, se prolongará hasta el Vaticano II.

5. Un siglo después

En 1970, al celebrarse el centenario del Vaticano I, el teólogo Hans Küng publicó una obra polémica: ¿Infalible? Un interrogante.

En ella cuestiona la infalibilidad definida en el Vaticano I por la falta de fundamentos bíblicos sólidos, por la modernidad de la idea de infalibilidad pontificia (remonta al franciscano Petrus Olivi en el siglo XIV), y por el peligro de abusos a que conduce en la práctica, ya que el pueblo cree que toda declaración del magisterio es infalible (por ejemplo, la encíclica sobre el control de natalidad, Humanae vitae).

El propone que, en lugar de hablar de proposiciones infalibles del magisterio, se utilice el concepto más tradicional de indefectibilidad: la Iglesia permanece en la verdad, a pesar de sus errores, incluso del magisterio.

Estas afirmaciones provocaron una discusión teológica entre Küng y otros teólogos, sobre todo alemanes (K. Rahner, Kasper, Loehrer, Lehmann...). Rahner le objeta a Küng que no es suficiente el concepto de indefectibilidad, ya que es necesario que la Iglesia pueda proclamar proposiciones infalibles, para que sean objeto de fe para los fieles. Esto se fundamenta en la gracia escatológica de Jesús, presente en la Iglesia, la cual hace que el magisterio pueda con certeza, cuando sea necesario, definir el contenido de la fe sin error. La polémica en algún momento fue tan dura, que Rahner llega a decirle a Küng que ya no es una discusión intraeclesial entre católicos, pues Küng se aparta del dogma del Vaticano I.

El problema se complica cuando, en 1977, un discípulo de Küng, A. B. Hasler, publica una tesis doctoral sobre el Vaticano I y la doctrina de la infalibilidad pontificia, de la que hace un resumen más sencillo con el título Cómo el papa llegó a ser infalible (versión castellana de 1980). Küng le hace el prólogo y en él explica cómo la tesis de su discípulo Hasler confirma históricamente su anterior postura.

Este prólogo, que tiene a veces un tono desafiante contra Roma, ocasionará la destitución de Küng como profesor de teología con misión canónica, por parte de la Congregación romana de la fe, en 1979. Hasler añade a los datos de Küng una visión sumamente crítica de la personalidad neurótica de Pío IX y de su manipulación del concilio, hasta preguntarse si fue un concilio realmente libre y si sus resultados deben ser asumidos por la Iglesia.

Historiadores y teólogos serios como Congar, Hoffmann, etc., conceden a la obra de Hasler valor histórico, pero reconocen su unilateralidad, ya que hay en ella un apriori: pretende demostrar que en el Vaticano I la ideología ( romana) venció a la historia científica (germánica), y de este modo quiere concluir que el dogma es fruto de una manipulación interesada por parte de Pío IX y que debe revisarse de raíz.

Congar cree, por su parte, que el Vaticano I debe ser recibido y releído a la luz del Vaticano II, que el concilio Vaticano I no fue menos libre que otros concilios de la historia de la Iglesia, y que la infalibilidad pontificia debe poder asumir algunos casos históricos como el del papa Honorio I, condenado por monoteleta (es decir, defensor de una sola voluntad en Cristo) por el concilio Constantinopolitano III.

Kasper, a su vez, cree que el Vaticano II, al recibir al Vaticano I, lo ha reinterpretado a la luz de la colegialidad episcopal. Todo el Vaticano I debe situarse dentro de una eclesiología de comunión y sacramental, en la que el obispo de Roma y su magisterio sean como el símbolo sacramental de la unidad de la fe eclesial, cuyo objeto es el evangelio revelado por Jesús. La infalibilidad papal no es una simple institución jurídica, ni una irrupción de arriba que ahorre mediaciones históricas, sino que es el símbolo de una comunidad creyente y el sacramento de su unidad de fe, siempre abierta hacia atrás (en una constante revisión a la luz de la Escritura y de la tradición) y hacia adelante (reinterpretación desde nuevas perspectivas eclesiales).

También Tillard sitúa el Vaticano I y su teología del papado dentro de la comprensión más comunitaria del Vaticano II.

Por su parte, Schillebeeckx cree que la infalibilidad se deberá reformular de la forma siguiente: la Iglesia, en sus instancias y ministerios (papa, obispos, en la situación jerárquica concreta), en un determinado momento y dentro de un horizonte concreto de comprensión, puede formular la confesión de fe cristiana de manera correcta, legítima y fiel, y por tanto obligatoria, mediante un juicio autoritativo que vincula a todos los fieles, y ello aunque conceptos como infalible, irrevocable y ex sese (como expresiones históricamente localizadas en un determinado contexto eclesiológico y de una determinada concepción de la verdad) sean de hecho discutibles (o exijan una hermenéutica tan sutil e ingeniosa que sea mejor abandonarlos) y aunque ninguna formulación concreta pretenda, en cuanto tal, desafiar el paso del tiempo. En lugar de infalibilidad, Schillebeeckx prefiere hablar de un juicio de fe correcto, legítimo, fiel al evangelio, obligatorio para todos los fieles y basado en un carisma de verdad.

Sin duda Küng ha puesto el dedo en la llaga en una serie de problemas: la historicidad de la verdad y de los dogmas, la necesidad de que los dogmas sean sucesivamente reinterpretados y recibidos, las abusivas interpretaciones que se han dado del magisterio pontificio como si siempre fuera infalible, la necesidad de buscar una mayor fundamentación bíblica e histórica de la infalibilidad. Pero le ha faltado como una cierta visión eclesial y simbólica del tema en su conjunto.

En el fondo, la infalibilidad pontificia es un caso límite y simbólico de la sacramentalidad de la Iglesia, de la fidelidad de Dios a su pueblo, de la presencia activa del Espíritu en la Iglesia. La infalibilidad es, en el terreno doctrinal, lo que la eficacia ex opere operato en el terreno de los sacramentos: la afirmación de la gracia soberana de Dios y de su libre y amorosa iniciativa, que no abandona a su pueblo ni en el terreno de la fe ni en el de la santidad de la vida cristiana.

Desde América latina, esta discusión resulta poco apasionante. Es vista como una discusión típicamente moderna, centrada en lo teórico, alejada de los problemas vitales de cada día del pueblo pobre y sencillo. Una vez más, produce la impresión de que los grandes problemas del mundo pobre, la mayor parte de la humanidad, interesan menos que los problemas teóricos de la racionalidad moderna. Para América latina, el problema candente no es la infalibilidad pontificia, que el pueblo admite y acepta, sino el hambre, la injusticia, qué hacer para que el evangelio sea fuente de vida, cómo hablar de Dios a un mundo que muere prematuramente. Para estas cuestiones, ni el Vaticano I, ni las posteriores discusiones en torno a la infalibilidad ayudan demasiado. Tampoco el Primer Concilio Plenario Latinoamericano fue demasiado sensible a estos problemas del pueblo.

Formulado en términos técnicos, y anticipando lo que luego veremos, la problemática de América latina desborda la de la Primera Ilustración y es más bien la de la Segunda Ilustración.

LA REVOLUCIÓN DE TUPAC AMARU

Apenas había comenzado la rebelión, el obispo criollo del Cuzco, Juan Manuel Moscoso y Peralta, excomulgó a Túpac Amaru y a todos sus seguidores (...). El obispo acusó a Túpac Amaru y a los demás indios de haber caído de nuevo en prácticas paganas y de haber abandonado el cristianismo en general (...).

Por su parte, Túpac Amaru no solamente no repudió el cristianismo, sino que en sus muchos decretos y bandos exhortó a los indios a respetar a los ministros de la Iglesia y no dañar los templos. Este es un hecho ya bastante conocido. Lo que llama la atención, más bien, fueron los intentos de Túpac Amaru de legitimar su movimiento religiosamente, rechazando así la acusación de que él y los demás indios eran antireligiosos. A manera de ejemplo, en las últimas semanas de la revolución, el rebelde indígena dirigió una carta al visitador José Antonio Areche, en la que expuso el sentido social y religioso de su movimiento. Entre otras metáforas bíblicas, comparó su causa con la de Israel frente al Faraón y la de David frente a Goliat: «Un humilde joven con el palo y la honda, y un pastor rústico, por providencia divina, libertaron al infeliz pueblo de Israel del poder de Goliat y Faraón: fue la razón porque las lágrimas de estos pobres cautivos dieron tales voces de compasión, pidiendo justicia al cielo, que en cortos años salieron de su martirio y tormento para la tierra de promisión...».

Sin embargo los indios no se han podido libertar tan fácilmente, porque el «Faraón» que los persigue no es uno solo, sino muchos: los corregidores, sus tenientes y otros oficiales del rey. Frente a otros hombres inicuos de la historia, como por ejemplo Nerón o Atila, estos oficiales tienen mayor culpabilidad ante Dios, porque éstos han sido bautizados y conocen sus enseñanzas: «En éstos (los Nerón y Atila) hay disculpa, porque al fin fueron infieles; pero los corregidores, siendo bautizados, desdicen del cristianismo con sus obras y más parecen Ateístas, Calvinistas y Luteranos, porque son enemigos de Dios y de los hombres, idólatras del oro y la plata...».

CEHILA, Historia general de la Iglesia en América Latina, VIII, Perú, Bolivia y Ecuador. Salamanca 1987, 163-164.

LA IGLESIA (DE PERÚ) Y EL LEGADO COLONIAL

La independencia sirvió para revelar la debilidad interna de la Iglesia: los obispos fueron expulsados o renunciaron bajo presión; los curas liberales apoyaron medidas para controlar o reformar a los religiosos; los distintos gobiernos republicanos asumieron el derecho de patronato, y así abortaron cualquier tendencia en la Iglesia hacia la autonomía frente al Estado. Sin embargo, la misma Iglesia no aprovechó el momento para distanciarse del poder político y forjar una identidad más propia. Antes bien, aceptó el patronato nacional como una condición necesaria para reorganizarse y para recobrar algunos de sus privilegios.

Por otra parte, a lo largo del siglo XIX la Iglesia buscó en Roma un contrapeso a la dependencia del Estado. La lealtad militante al papa significó, para muchos católicos, una manera eficaz de afianzar a la Iglesia frente a un liberalismo cada vez más agresivo. Pero esa política, sin duda necesaria en el momento histórico, reforzó la tendencia hacia la dependencia externa. En un sentido, el papado vino a ser la «espina dorsal» que faltaba a la Iglesia colonial. Sin embargo, no por eso surgió entre la gran masa de fieles un sentido de profundo compromiso con la Iglesia. La unidad básica de pertenencia seguía constituida por los grupos asociados: la cofradía o la hermandad, no la parroquia. Estas asociaciones piadosas giraban en torno a una imagen o de una devoción particular, pero no de la «Iglesia» en sí.

J. Kleiber, Iglesia en el Perú. Lima 1988, 30.

 

Los europeos piensan que sólo lo que inventa Europa es bueno para el universo mundo y que todo lo que sea distinto es execrable (...).

¡Por favor, déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media.!

Palabras que G. García Márquez pone en boca de Bolívar, en su novela El General en su laberinto. Buenos Aires 1989, 30.

 

Lecturas

R. Aubert,   Pío IX y su época. Valencia 1974.

J. M. R. Tillard,        El obispo de Roma. Santander 1986.

G. Martina, La Iglesia de Lutero a nuestros días, III. Época del liberalismo. Madrid 1974.

J. Hoffmann,    Teología y magisterio, un modelo salido del Vaticano 1: Selecciones de Teología 84 (1982) 286-298

A. B. Hasler,    Cómo llegó el Papa a ser infalible. Barcelona 1980.

El Vaticano I:   Concilium 64 (1971).

J. A. Estrada, Iglesia: identidad y cambio. El concepto de Iglesia del Vaticano I a nuestros días. Madrid 1985.

E. Schillebeeckx,     La infalibilidad del magisterio: Concilium 83 (1973) 399-423.

Sobre el debate entre Küng y Rahner: Selecciones de Teología 41 y 43 (1972).

H. Küng,      ¿Infalible? Un interrogante. Buenos Aires 1972.

Rahner, Loehrer, Lehmann, ¿Infalibilidad en la Iglesia? Madrid 1971.

H. Küng,      Respuestas a propósito del debate sobre «Infalible, una pregunta». Bilbao 1971.

P. Trigo,      Análisis de la Iglesia Latinoamericana: Anthropos 1 (1987). Caracas, 26-66.

E. Dussel,   Hipótesis para una historia de la teología en América latina, en P. Richard, Materiales para una historia de la Teología en América Latina. San José 1981, 401-452.

7

Vaticano II

La eclesiología latinoamericana actual es fruto del Vaticano II. Sin el concilio, no serían pensables ni Medellín, ni toda la rica vida eclesial que ha surgido en estos últimos años en América Latina.

1. Antecedentes

El Vaticano II, que tal vez por su novedad sorprendió a muchos, no nació por generación espontánea. Una serie de hechos sociales, teológicos y eclesiales habían ido fermentando el terreno hasta permitir esta primavera eclesial.

a) Antecedentes socio-políticos

La primera mitad del siglo XX se caracterizó por las dos guerras europeas (1914-1918; 1939-1945), que tuvieron trágicas consecuencias mundiales, y por la revolución rusa de 1917, que marcó el comienzo de una rápida expansión comunista en los países del este.

La década de los años 60 representa un momento de cierta tranquilidad en el mundo occidental, una vez reparados los desastres de la guerra y restablecidas las libertades democráticas en la mayoría de los países de la Europa occidental.

La misma Iglesia goza de una relativa libertad, fuera de los países comunistas. El antiguo régimen de cristiandad ha desaparecido y comienza a avanzar un irreversible proceso de secularización en los países desarrollados.

En cambio, como luego veremos, la situación del llamado Tercer Mundo pesa poco en el ambiente social e incluso eclesial.

b) Antecedentes teológicos

En los años que mediaron entre las dos guerras europeas, se dio un florecimiento eclesial y teológico en diferentes campos: nace el movimiento litúrgico que conducirá a una revalorización de la dimensión sacramental de la Iglesia y de la asamblea litúrgica; el movimiento bíblico va a las fuentes y lee la Escritura con los nuevos métodos exegéticos y críticos; también hay una renovación patrística, que lleva a publicar y estudiar escritos de los padres de la Iglesia oriental y latina; el ecumenismo se ve también impulsado con nuevos encuentros a nivel espiritual y de diálogo teológico; en fin, la pastoral busca nuevos caminos de hacerse presente al mundo intelectual, al mundo juvenil y al mundo obrero.

De especial interés para la comprensión del tema de la pobreza y los pobres es reseñar la sensibilidad que en algunos sectores del mundo europeo, sobre todo franco-belga, había surgido después de la segunda guerra mundial en torno a los pobres y al mundo obrero. La experiencia de los sacerdotes obreros en Francia despertó interés y duras polémicas; las personalidades de Cardjin, Abbé Pierre, monseñor Ancel, Loew, Gauthier, Voillaume y los estudios bíblicos de Dupont y Gelin, sensibilizaron sobre la importancia de la pobreza en la Iglesia y en la tradición bíblica.

La eclesiología se enriquece con la dimensión del cuerpo místico, estudiada por teólogos y exegetas (Mersch, Tromp..) y luego asumida por Pío XII en su encíclica Mystici corporis (1943) como expresión de una eclesiología que comienza a superar los esquemas meramente jurídicos y societarios de la eclesiología de la Contrarreforma, sin reducir la Iglesia a algo meramente interior. Con todo, se da todavía una identificación entre cuerpo místico de Cristo e Iglesia romana, que deja al margen del cuerpo místico a los bautizados no católicos. También se elabora el concepto de pueblo de Dios (Cerfaux, Koster), que tendrá gran importancia en la eclesiología conciliar.

Lentamente se va produciendo un desbloqueo del método teológico hasta ahora vigente. Desde León XIII, y luego de la crisis modernista de comienzo de siglo, fuertemente rechazada por Pío X, el método de la teología escolástica estaba marcado por un carácter polémico (contra protestantes, racionalistas, modernistas...), por un cierto aislamiento cultural que mantenía a la teología encerrada como en un ghetto ideológico, por un fuerte acento deductivo, abstracto y ahistórico, identificando la tradición aristotélica y tomista con la doctrina segura (tuta).

Todavía en 1950, el papa Pío XII condena en su encíclica Humani generis la nueva teología que iba surgiendo en Centro Europa, y algunos de sus profesores más representativos son cesados de sus cátedras (Daniélou, de Lubac, Congar, Chenu..) o censurados (Rahner...).

A pesar de todo, la nueva teología va avanzando en centros europeos (Le Saulchoir, Lovaina, Innsbruck, Fourviére, Munich..). Esta teología se caracteriza por una vuelta a los orígenes bíblicos, patrísticos y litúrgicos, por un diálogo ecuménico con otras Iglesias, por una atención a los signos de los tiempos presentes en la historia, por una revalorización de las realidades terrenas, de su autonomía y evolución. En el fondo, la nueva teología es una nueva reflexión a partir de la nueva situación social y de la nueva praxis eclesial.

Digamos que América latina, fuera de algunos grupos de elites eclesiales más en contacto con Europa, se hallaba muy lejos de percibir y vivir todos estos movimientos eclesiales y teológicos. No puede sorprender que su peso en el Vaticano II sea más bien exiguo.

En 1955, Pío XII convoca en Río de Janeiro la Primera Conferencia general del Episcopado Latinoamericano. La preocupación de Roma era mantener incólume a América latina de los errores doctrinales condenados en la Humani generis. América latina aparecía como una reserva espiritual y cristiana que había que proteger y preservar. Dos enemigos se cernían en el horizonte y preocupaban especialmente a Roma: el protestantismo y el comunismo. Pero la raíz última de estos peligros provenía, según Pío XII, de la insuficiencia de clero. El papa sugería, para solucionar este problema, enviar sacerdotes extranjeros y movilizar auxiliares del clero (catequistas, religiosas...) y aprovechar los nuevos métodos para la difusión de la fe, como la prensa y la radio. La mentalidad imperante en Roma puede verse en este párrafo de la carta convocatoria para la reunión de Río: «La santa Iglesia es la depositaria de la verdad por disposición de Dios; la doctrina cristiana se funda en principios eternos e indestructibles de la verdad divina y, por tanto, tiene la solución de todos los problemas».

Los obispos de América latina, en cambio, mostraron mayor preocupación por la cuestión social, y decidieron crear el CELAM (Conferencia episcopal latinoamericana), adelantándose a las futuras directrices del Vaticano II sobre la colegialidad y las conferencias episcopales regionales.

Si después del concilio, la Iglesia de América Latina cobra un inusitado resurgimiento, no se debe precisamente a su preparación teológica anterior al Vaticano II.

c) La figura de Juan XXIII

Pero todo este sarpullido de vida no hubiera seguramente cristalizado sin la figura providencial de Roncalli, el papa Juan XXIII. Elegido a la muerte de Pío XII, en 1958, como un papa de transición, realizó una verdadera revolución eclesial.

Sus orígenes pobres en una familia muy cristiana de campesinos bergamascos, sus estudios históricos sobre Gregorio Magno y sobre la figura reformadora de Carlos Borromeo, el haber sufrido la sospecha de ser modernista en tiempos de Pío X, su experiencia de la guerra, sus contactos con los orientales en Turquía y con la cultura moderna en París, hicieron de este hombre, sencillo y bueno, el instrumento providencial para iniciar una nueva época eclesial y cerrar la Iglesia de cristiandad y de Contra-reforma.

Había recibido como herencia de Pío XII una Iglesia fuertemente centralizada y jerarquizada, con prestigio mundial y que vivía el apogeo de lo que Rahner llama la época piana (de los papas Pío...).

En este ambiente un tanto rígido y ante el asombro de todo el mundo, Juan XXIII convoca un concilio ecuménico, que se llamará Vaticano II por querer continuar y concluir lo que el Vaticano I dejó inconcluso.

Sin temer hacer el ridículo, con una humildad llena de sencillez y no exenta de humor, confiando en el Señor, se lanza a una empresa revolucionaria. En el discurso inaugural de Vaticano II reconoce el origen espiritual y carismático de aquella convocatoria: «Por lo que se refiere a la iniciativa del gran acontecimiento que hoy nos tiene aquí congregados, baste, a simple título de orientación histórica, revelar una vez más nuestro humilde testimonio personal de aquel primer momento en que, de improviso, brotó en nuestro corazón y en nuestros labios la simple palabra concilio ecuménico. Palabra pronunciada ante el sacro colegio de los cardenales en aquel faustísimo día 25 de enero de 1959, fiesta de la conversión de san Pablo, en su basílica de Roma. Un toque inesperado, un haz de luz de lo alto, una gran suavidad en los ojos y en el corazón, pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que con sorpresa se despertó en todo el mundo en espera de la celebración del concilio» (Discurso inaugural, 7).

Mucho debe también el Vaticano II a la figura de Pablo VI, gracias al cual el concilio se pudo llevar a feliz término. Pero sin Juan XXIII, no se entiende el Vaticano II, ni su rumbo inicial.

2. La eclesiología del Vaticano II

El Vaticano II (1962-1965) adoptó una índole sobre todo pastoral, y sus fines fueron expresados en la constitución dogmática sobre la liturgia con estas palabras: «Este sacrosanto concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia» (SC 1).

Si quisiéramos establecer algunas claves generales de lectura del Vaticano II, podríamos enunciar las siguientes:

·       Revalorización de las realidades terrenas, gracias a lo cual puede reiniciar un diálogo con el mundo moderno.

·       Redescubrimiento de la comunidad, tema omnipresente y que rompe una visión individualista del hombre y de la fe.

·       Vuelta a la palabra, es decir, a las fuentes de la revelación, lo cual permite a la Iglesia un acercamiento ecuménico a las Iglesias de la Reforma.

·       Resurgimiento del Espíritu Santo, hasta ahora un tanto oculto en la teología latina, abriéndose así la posibilidad de un acercamiento a la Iglesia del oriente.

Pero nos interesa sobre todo centrarnos en la eclesiología conciliar, que es el tema básico del Vaticano II. El concilio interroga a la Iglesia qué dice de sí misma.

La eclesiología del Vaticano II se formuló sobre todo en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium y en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes, pero se hallan elementos eclesiológicos en todos los decretos conciliares. Queremos hacer especial mención del decreto sobre la misiones, Ad gentes, donde la Iglesia es vista en su dinamismo histórico y misionero, en una verdadera eclesiogénesis.

Veamos los elementos básicos de la eclesiología del Vaticano II:

a) Cambio de modelo eclesial

Cuando los padres conciliares llegaron a Roma, recibieron unos esquemas previamente elaborados por una comisión teológica romana. Estos esquemas fueron rechazados por los obispos, y se nombraron nuevas comisiones para su reelaboración. También los esquemas de eclesiología fueron rechazados, y las razones del rechazo fueron, en boca de monseñor Smedt, porque aquellos esquemas (previamente elaborados por Ottaviani y Tromp) ofrecían un modelo de Iglesia triunfalista, clerical y juridicista.

Formulado con otras palabras, los esquemas previos prolongaban el modelo eclesiológico del Vaticano I, que era el mismo modelo de la cristiandad medieval y de la Contra-reforma. Este modelo se cambia en el curso del Vaticano II:

·       Frente a la eclesiología triunfalista, el Vaticano II proclama una Iglesia servidora de la humanidad (GS 40-43), que sigue el camino del Jesús pobre y humilde (LG 8) y que camina hacia la escatología (LG VII). No es una Iglesia identificada con el reino, sino sólo su semilla en la tierra (LG 5), atenta a los signos de los tiempos (GS 4, 11, 44).

·       Frente a una Iglesia clerical, el Vaticano II introduce el concepto bíblico de pueblo de Dios, pueblo de bautizados que tienen la misma fe, una misma Escritura, se nutren de la eucaristía, poseen pluralidad de carismas del Espíritu (LG 12). El hecho de poner en Lumen gentium el capítulo sobre el pueblo de Dios (LG II) antes de hablar de los diferentes ministerios y carismas, fue una gran revolución eclesiológica. La jerarquía se inscribe dentro del pueblo de Dios, no al margen o por encima (LG III). El Vaticano II realiza una recepción del Vaticano I, complementándolo con la doctrina de la sacramentalidad del episcopado (LG 21) y la doctrina de la colegialidad episcopal (LG 22). El papa aparece como cabeza del colegio episcopal, y el colegio nunca puede actuar sin su cabeza, o al margen de ella.

·       Frente a la concepción de Iglesia juridicista, el Vaticano II destaca la dimensión de misterio ( LG I), Iglesia de la Trinidad, que nace del Padre, está animada por el Espíritu (LG 4) y refleja la luz de Cristo (LG 1). Se manifiesta como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (LG 4).

b) Iglesia sacramento

A un nivel ya más técnico, podemos decir que el cambio de modelo eclesial supone un cambio teológico: la Iglesia pasa de ser sociedad perfecta (definición belarminiana) a ser sacramento universal de salvación, sacramento de la unidad con Dios y entre los hombres (LG 1, 9, 48; GS 45; AG 1, 5; SC 5), es decir, signo e instrumento de la salvación de Dios en la historia.

Esta nueva noción supone:

·       Que la Iglesia es un misterio, es decir, forma parte del misterio de salvación, del plan trinitario de salvación del mundo, en Cristo.

·       Que este misterio está presente en la historia como pueblo de Dios y por tanto posee las notas de visibilidad, historicidad, concreción, signo.

·       Que la Iglesia no es la totalidad de la salvación, sino sólo su sacramento, su signo; no es el reino, sino su sacramento.

·       Que por ser sacramento, es eficaz, es decir, fermento de salvación, principio vivificador, como el alma en el cuerpo ( LG 38).

·       Que el horizonte último de la Iglesia no es ella misma, sino el reino, la unión con Dios y con los hombres.

De este modo, el axioma clásico: «Fuera de la Iglesia no hay salvación» queda reformulado desde otra perspectiva, más positiva: la Iglesia es el sacramento universal de salvación.

Este hecho insólito, por lo novedoso, hace exclamar a Rahner que, si en el futuro, sólo tuviesen que quedar de la constitución Lumen gentium del Vaticano II unas pocas frases, la definición de la Iglesia como sacramento de salvación sería una de ellas. Ahora, la Iglesia no es la comunidad de los únicos que se salvan, sino el signo de salvación, incluso de aquellos que no pertenecen a ella: «La Iglesia es ya sacramento de la salvación del mundo allí donde el mundo todavía no es Iglesia y quizá nunca llegue a serlo. Es signo y sacramento de la gracia de Dios que opera por doquier, que a nadie excluye, que se ofrece a todos, que otorga a cada realidad humana una finalidad secreta que la orienta a su plenitud divina. Así como en la vida de cada uno, cada sacramento concreto, el bautismo, la penitencia, etc., no sólo opera e indica el acontecimiento de la gracia que acontece en el instante de la realización sacramental, sino también indica el acontecimiento de la gracia que, en la horas y mareas aparentemente profanas de la vida, inserta al hombre en la vida divina, así la Iglesia no sólo es el signo de la misericordia de Dios para los que pertenecen a ella expresamente, sino que es la proclamación poderosa de la gracia, dada ya al mundo, de la victoria de esa gracia del mundo, que tiene una dinámica interna que se manifiesta con perceptibilidad histórica en la Iglesia» (K. Rahner, Doctrina conciliar de la Iglesia y realidad futura de la vida cristiana, en Escritos de teología, VI. Madrid 1969, 472s).

Si ahora nos preguntamos cómo sucede esto concretamente, es decir, cómo la Iglesia es sacramento de salvación en la práctica, hay que decir que lo es en cuanto comunidad: la Iglesia es una comunidad, una comunión (koinonía):

·       El plan de Dios es salvar a los  hombres comunitariamente (LG 9), como ya apareció en el Israel del Antiguo Testamento.

·       La primera célula de esta comunidad es la Iglesia local, reunida en torno a la eucaristía, presidida por sus ministros; la teología de la Iglesia local es una de las mayores novedades del Vaticano II.

·       Esta comunidad es comunidad de fe y de fidelidad a la palabra, es decir, es la comunidad de Jesús, que actualiza litúrgicamente su memoria.

·       Todos los carismas y ministerios son servicio a la comunidad, y son colegiados.

·       La colegialidad episcopal es comunión de Iglesias locales, cuerpo de Iglesias, bajo el papa (LG 23), en una conciliaridad esencial que es una sinfonía de comunión.

·       Esta comunidad no se centra en ella misma, sino que es solidaria de los hombres, en especial de los pobres (GS 1).

·       El objetivo último de la comunidad es la comunión con Dios y con los hombres (koinonía), gracias a la acción del Espíritu.

·       Como comunidad, la Iglesia ha de buscar restablecer su unidad rota por las divisiones a lo largo de la historia: el ecumenismo es una exigencia de comunión entre Iglesias hermanas (UR 14).

·       Se debe buscar el diálogo con otras confesiones no cristianas y con todos los humanismos, para acelerar el plan de salvación de Dios.

De este modo, el Vaticano II, con su noción de Iglesia sacramento, recupera el tipo de eclesiología de comunión de los primeros siglos de la Iglesia, que se había mantenido presente, muchas veces de forma ambigua, a través de movimientos proféticos y contestatarios a lo largo de la historia del último milenio, y que había sido también el concepto predominante en la minoría del Vaticano I, en la escuela de Tubinga, en la eclesiología rusa del siglo XIX y en la eclesiología pneumatológica oriental.

c) Cambio de sujeto eclesial

Podemos definir el sujeto social como el dialogante principal de la Iglesia, aquel al que la Iglesia tiene presente prioritariamente en su actuación, en su predicación y magisterio.

La Iglesia hasta ahora había rechazado el sujeto social moderno y se había mantenido en el sujeto social premoderno.

Entendemos por sujeto social premoderno aquel que se inserta en un medio económico preindustrial, rural, precapitalista, artesanal, que vive en relaciones primarias, con una notable falta de participación política, falta de proyecto colectivo, sumisión al orden establecido, y dentro de un universo religioso tradicional, fijo, normativo y autoritario.

Entendemos por sujeto social moderno aquel que en lo económico vive en un mundo industrializado, capitalista, con tecnología avanzada y migraciones urbanas; políticamente se mueve en esquemas democráticos y participativos; en todo este proceso, la clase burguesa tiene un papel principal; religiosamente se valora la experiencia histórica, el sentido crítico, la ciencia y la antropología. Es lo que se ha llamado la Primera Ilustración.

La Iglesia hasta el Vaticano II, como reacción a la Reforma y luego a la revolución francesa, rechazó el nuevo sujeto social moderno, reforzando más bien las líneas tradicionales basadas en la autoridad, el orden, el derecho, la tradición.

En el Vaticano II, por vez primera, la Iglesia acepta el nuevo sujeto social moderno. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la apertura al diálogo ecuménico, en la libertad religiosa, en el respeto por la autonomía del mundo creado.

Pero el Vaticano II no fue ya capaz de asumir el sujeto social popular que estaba surgiendo en la sociedad desde el siglo XIX. Este sujeto social popular irrumpe en la historia de forma nueva y a veces impetuosa, y constituye una crítica tanto al proyecto burgués capitalista como a una religiosidad desencarnada, individualista y poco sensible a lo social. Este sujeto, que inaugura lo que se llama la Segunda Ilustración, será el nuevo sujeto social de la eclesiología latinoamericana en Medellín y Puebla.

Podríamos resumir estos cambios en este texto de Buenaventura Kloppenburg, perito conciliar y actualmente obispo del Brasil: «El concilio habló de un modo sumamente generoso. Pero también este modo de hablar es nuevo. Fijándonos en el pasado de la historia de la Iglesia, no cuesta demasiado verificar que la diakonía (servicio) se transformó frecuentemente en un dominio y absolutismo; que el munus (función) pastoral adoptó el aspecto autoritario e impositivo; que el magisterio eclesiástico se convirtió en un cuerpo teológico uniforme e intangible; que la disciplina asumió formas de legalismo rígido y estático; que la continuidad de la Iglesia se metamorfoseó en tradición inmóvil y sagrada..

Leo hoy en el n. 8 de Lumen gentium que la Iglesia es santa y al mismo tiempo necesitada de purificación; también leo en el n. 21 de Gaudium et spes que la Iglesia ha de renovarse y purificarse incesantemente a impulsos del Espíritu Santo; leo además en el n. 6 del decreto Unitatis redintegratio que la Iglesia peregrina es llamada por Cristo a una constante reforma; pero leo también en el n. 6 de la encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI (1832), que es por demás absurdo y altamente injurioso decir que es necesaria una cierta restauración o regeneración de la Iglesia para que vuelva a su primitiva incolumidad, dándole un nuevo vigor, como si hubiera que creer que la Iglesia es susceptible de defecto, ignorancia o cualquier otra de las imperfecciones humanas.

En la práctica, caímos en una especie de monofisismo eclesiástico, que identificaba la autoridad humana de la Iglesia con la propia autoridad divina, y consiguientemente se hacía de la virtud de la obediencia la actitud característica del fiel, que era la forma más común de designar al cristiano» (B. Kloppenburg, O cristão secularizado. Petrópolis 1970, 167-168).

3. Recepción del concilio

El Vaticano II fue un verdadero pentecostés eclesial, como el papa Juan XXIII había intuido y pedido a Dios. En todos los campos se dio una verdadera renovación :

·       En el terreno ecuménico se dio un nuevo impulso tanto en el diálogo con los ortodoxos como con los protestantes, simbolizado en el abrazo de Pablo VI con Atenágoras y el mutuo levantamiento de excomuniones, en el encuentro con el primado anglicano Ramsey, en la visita del papa a Ginebra, etc.

·       En la liturgia hubo una renovación de los rituales de los sacramentos y de la eucaristía, con una insistencia mayor en la participación activa de todos los cristianos, facilitada por el uso de la lengua del pueblo.

·       Se intensificó el diálogo con religiones no cristianas y con el mundo moderno en general, en un clima antes desconocido de respeto y libertad religiosa.

·       A nivel eclesial, la creación de las conferencias episcopales nacionales y continentales, los sínodos reunidos cada tres años en Roma, los consejos pastorales diocesanos y parroquiales, los sínodos nacionales, las asambleas diocesanas... señalan un camino desconocido de participación comunitaria y eclesial.

·       Hay una renovación en los seminarios y en la formación sacerdotal, en la vida religiosa de todo el mundo, y en la toma de conciencia de la importancia del laicado en la Iglesia.

·       A nivel teológico, se vive una profundización bíblica y teológica, siguiendo las directrices del Vaticano II.

En fin, nace una nueva sensibilidad, un nuevo ethos cristiano y espiritual que se llamó mentalidad conciliar, para distinguirlo de la mentalidad preconciliar de antes del Vaticano II.

Pero muchas veces en la primavera también hay deshielos, avalanchas de nieve acumulada durante el largo tiempo invernal. También la primavera conciliar tuvo momentos difíciles de deshielo: exageraciones de sectores poco críticos frente a la modernidad, que provocaron abusos y a la larga pérdida de identidad cristiana en muchos campos: en liturgia, ecumenismo, misiones, dogma, moral, espiritualidad, pastoral... Tal vez uno de los frutos más amargos de este tiempo fue la hemorragia de personas que dejaron el ministerio sacerdotal y la vida religiosa. En muchos sectores, con el nombre del aggiornamento o puesta al día, se cometieron errores graves. Para muchos, el Vaticano II era una bandera de libertad que todo lo permitía o toleraba.

Esto produjo una reacción contraria de sectores que ya miraban con sospecha el Vaticano II, produciéndose movimientos integristas. El caso límite es el de monseñor Mauricio Lefevbre, que acabó siendo excomulgado por Juan Pablo II en 1988, después de largos diálogos infructuosos.

El credo de monseñor Lefebvre dice así: «Nos adherimos de todo corazón, con toda el alma, a la Roma católica, guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias para el mantenimiento de la fe, a la Roma eterna, maestra de sabiduría y de verdad. Nos negamos, por el contrario, y nos hemos negado siempre, a seguir a la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante, que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después del concilio en todas las reformas nacidas de él. Esta reforma ha nacido del liberalismo, del modernismo y está totalmente emponzoñada, viene de la herejía y conduce a la herejía, aun en el caso de que sus actos no sean formalmente heréticos. Es pues imposible a cualquier católico consciente y fiel adoptar esta reforma y someterse a ella de cualquier manera que sea» (J. Anzevui, Le drame d'Ecóne. Sin 1976, 88-89).

Pero sin llegar a este extremo, se ha ido produciendo en toda la Iglesia una cierta postura negativa y crítica frente al Vaticano II, atribuyendo al concilio la causa de todos los males de la Iglesia de hoy: secularización, indiferentismo religioso, permisivismo moral, baja praxis sacramental, falta de ímpetu misionero, descenso en las vocaciones sacerdotales y religiosas, aumento de divorcios, contestación eclesial, ignorancia religiosa, alejamiento de la Iglesia por parte de amplios sectores de la juventud, del mundo obrero, de los intelectuales y políticos, e incluso de la mujer. Se experimenta en muchos sectores eclesiales un cierto pesimismo y escepticismo sobre el momento presente de la Iglesia.

La reacción no se ha hecho esperar, y ha surgido un momento de freno y repliegue eclesial que, a pesar de sus diversos componentes y orígenes, parece innegable. Rahner lo llamó invierno eclesial; G. C. Zízola lo califica de restauración; J. B. Libanio habla de una vuelta a la gran disciplina; J. I. González Faus invoca la imagen de la noche oscura carmelitana; la revista «Concilium», como otros muchos, afirma que se trata de una involución; otros lo formulan como el deseo (o mejor, el sueño) de una nueva cristiandad.

Este repliegue eclesial ya apareció en los últimos años del pontificado de Pablo VI y tiene diferentes manifestaciones y causas.

Por una parte, pareciera como si la minoría que en el Vaticano II había quedado de algún modo marginada, ahora volviese a enarbolar las banderas de la tradición antimodernista, antiliberal, antiprotestante y anticomunista.

Por otra parte, hay un auge de movimientos de tipo espiritual, fuertes y bien organizados, que viene a responder al vacío religioso que muchos sentían en la atmósfera secular del mundo moderno.

Otros sectores, cansados de una cierta anarquía posconciliar, piden mayor orden y disciplina en la Iglesia. Más aún, muchos católicos, ante la inseguridad reinante, piden a la Iglesia que asuma la dirección y el liderazgo mundial.

Asistimos a un lento, pero cierto, proceso de centralización eclesiástica, en el cual las conferencias episcopales vuelven a perder fuerza ante la curia romana; se destaca el liderazgo de la Congregación para la doctrina de la fe dentro de los dicasterios romanos; se abandonó ya la idea de una ley fundamental para la Iglesia, pero ahora se habla de un catecismo universal; se vuelve a permitir la liturgia eucarística en latín, de Pío V; surge la preocupación por mantener a toda costa la unidad y por frenar voces más proféticas, como si ya llegase el tiempo de abandonar experiencias novedosas y volver a lo seguro.

Esto repercute en el ecumenismo, en la liturgia, en la moral, en la vida religiosa, en la pastoral, en la teología. A la revista «Concilium», que fue fundada para llevar adelante las intuiciones del Vaticano II, se ha añadido desde 1972 la revista «Communio», más preocupada por mantener la comunión con la gran tradición; a K. Rahner, el gran teólogo del Vaticano II, ha sucedido ahora la figura de otro gran teólogo y cardenal, H. U. von Balthasar, de una línea más estética, personalista y espiritualista; los nombramientos de obispos responden a criterios de seguridad; los nuncios vuelven a recobrar importancia en las Iglesias locales; aumenta la censura de profesores de teología; muchos institutos religiosos han tenido conflictos con Roma; se constata una creciente discriminación de la mujer en lugares de responsabilidad eclesial.

El sínodo extraordinario de obispos convocado el año 1985 para conmemorar los 20 años del final del concilio, intentó evaluar el Vaticano II, y su resultado fue positivo. Sin embargo, el mismo sínodo prefirió dejar de lado el concepto eclesiológico de pueblo de Dios, para retomar el de cuerpo de Cristo, e hizo una exhortación a la santidad y a la cruz, que respondía sin duda a la convicción de que estos elementos eran necesarios en la Iglesia de hoy, pero sin que quedase claro de qué santidad y de qué cruz se trataba.

En América latina, también los cambios comienzan en 1972, al cambiar la directiva del CELAM. Son públicas las tensiones y sospechas de Roma y el CELAM para con la CLAR (últimamente con motivo del proyecto Palabra-Vida), mientras se favorece la línea pastoral de Evangelización y Lumen 2000, de inspiración carismática. Los nuevos obispos, sobre todo en Brasil, responden a una concepción más tradicional, hay censuras a teólogos, cierre de seminarios y centros de formación progresista, dificultades para algunas publicaciones teológicas más abiertas, etc.

4. Valoración crítica

¿Cómo valorar el concilio y el posconcilio? La actual situación ¿es ajena al Vaticano II, o tiene sus raíces en el mismo concilio?

La recepción de un concilio que acaba con un ciclo eclesiológico y abre otro nuevo no podía ser fácil. Hay además en el mismo concilio elementos que pueden haber favorecido estas polarizaciones posconciliares. Enumeremos algunos.

El Vaticano II, para obtener el consenso de una gran mayoría, yuxtapone a veces dos tipos de eclesiología en un mismo texto, una más jurídica y otra más de comunión, como ha estudiado el teólogo A. Acerbi. Muchas veces no se logran armonizar estas posturas divergentes, por ejemplo en la Nota previa que se colocó al final de la Lumen gentium. No se llegan a sacar las consecuencias de una eclesiología de comunión en una serie de puntos como nombramientos de obispos, gobierno central de la Iglesia, nunciaturas, función de los teólogos, de los laicos, de la opinión pública... etc.

Tampoco después del concilio se ha conseguido que los principios conciliares (subsidiaridad, diálogo, comunión..) se plasmasen en cauces jurídicos e institucionales adecuados.

Esto ha conducido a tener dos lecturas del Vaticano II, la que lo reduce a un texto jurídico y la que lo ve como un fermento nuevo. Para la primera lectura, el Vaticano es un texto cerrado, un punto de llegada; para la segunda, es un punto de partida, un texto abierto al Espíritu. Entre ambas hermenéuticas hay tensión y conflictos, con peligro de esquizofrenia. Seguramente muchos movimientos tendentes a frenar, lo que desean es evitar que se produzca una ruptura eclesial entre estas dos versiones del Vaticano II.

Pero, a nuestro modo de ver, hay otra razón más profunda de la situación actual y que nace en el mismo Vaticano II.

Juan XXIII, en una alocución antes de la inauguración del Vaticano II, afirmó que la Iglesia ante los países subdesarrollados se presenta tal como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como Iglesia de los pobres (11.9.1962).

Más tarde, ya en el mismo concilio, el cardenal Lercaro tuvo una importante intervención sobre esta cuestión, pidiendo se introdujera en Lumen gentium el tema del misterio de Cristo en los pobres, ya que es un aspecto esencial y primordial del misterio de Cristo, anunciado por los profetas, exaltado por María en el Magnificat, que se ha manifestado en la encarnación y vida de Jesús, aspecto que es ley y fundamento del reino, aspecto que marca toda la vida de la Iglesia en sus épocas de mayor renovación y expansión y que será sancionado en el juicio escatológico al final de los tiempos. Esta alocución del 6 de diciembre de 1962 produjo un gran impacto en el aula conciliar, pero no se reflejó en los textos, fuera de algunas alusiones en LG 8 y luego en GS 1.

De hecho, el concilio, tanto en los obispos de mayor peso, como en los teólogos más significativos, fue centroeuropeo o, tal vez mejor, nordatlántico. Cuando habla de diálogo con el mundo, piensa en el mundo desarrollado, rico, industrializado, racionalista, secular, tentado de ateísmo, en el mundo de la modernidad, de la Primera Ilustración. Su mismo diálogo ecuménico está sobre todo dirigido a los protestantes, que corresponden a este mundo moderno.

El Tercer mundo, la Segunda Ilustración, el sujeto popular, que constituye la mayor parte de la humanidad, no se tuvo suficientemente en cuenta. Por esto el Vaticano II es poco sensible a la religiosidad popular, a lo simbólico, a la experiencia religiosa, y confía más en lo doctrinal.

El Vaticano II volvió a los orígenes de la Iglesia bíblica y primitiva, pero al no tener en cuenta la dimensión de los pobres, no llegó a recoger toda la riqueza bíblica y patrística sobre el tema. Habla de comunidad y de comunión, pero no acentúa la prioridad de los pobres en esta comunión.

Esto hace que el Vaticano II tenga una visión excesivamente optimista del mundo moderno, al no ver de cerca los desastres que este mundo produce en el Tercer mundo. Esto llevará también a esta situación de impasse del posconcilio que, en muchos lugares, más que a una renovación, llevó a una modernización y a una liberalización.

Muchos de los frutos negativos del posconcilio nacen de que, al faltar esta dimensión central del evangelio y de la Iglesia, los pobres, fallan elementos de la espiritualidad. Tal vez ésta es una intuición del sínodo del 85, al recalcar la importancia de la espiritualidad, pero lamentablemente no da pistas para volver a ella.

Los deseos proféticos del papa Juan no pudieron ser plenamente recogidos por los documentos del Vaticano II.

Ahora bien, en el Tercer mundo, y concretamente en América latina, el Vaticano II se leyó desde la situación de pobreza y de injusticia. Lo que el Vaticano II no pudo expresar en sus documentos, fue completado en Medellín y Puebla. Por esto, la crisis posconciliar que sacudió a Europa y el Primer mundo no llegó de igual forma a América Latina, o llegó sólo a los sectores más modernizados de ella. La experiencia latinoamericana no entra en la polarización posconciliar entre integrismo y progresismo. La experiencia latinoamericana está desmarcada respecto a la europea o del Primer mundo. Por esto es difícilmente entendida, pues para unos sería la punta de lanza del progresismo moderno posconciliar y para otros sería una vuelta a la tradición integrista. Nada de esto responde a la realidad.

En abril de 1980, una reunión de teólogos en Bolonia examinó los frutos del Vaticano II. Allí se dijo que la antorcha del Vaticano había pasado al Tercer mundo. La expresión puede parecer triunfalista, pero tal vez esconda algo muy verdadero. La ley de la marginalidad y de la periferia se cumple de nuevo.

EL VATICANO II Y LA IGLESIA EN AMÉRICA LATINA

Medellín, como símbolo de la novedad de la Iglesia latinoamericana, y lo que desencadenó, representa un modelo privilegiado de recepción del concilio (Vaticano II) por parte de una Iglesia local. Como hecho empírico, se ha reconocido que Medellín ha sido la aplicación más significativa y novedosa del concilio, aunque en otras partes del mundo el concilio también tuviese repercusiones importantes. Medellín significó, en efecto, una peculiar recepción del concilio. Lo recibió transformándolo, es decir, no como mera aplicación de un universal a lo concreto, en lo cual lo universal se empobrecería al verse limitado por lo concreto, sino haciendo reales sus virtualidades, algunas de ellas previstas y otras imprevistas en el concilio, y de esta forma enriqueciéndolo. Pero lo transformó recibiéndolo, es decir, dejándose inspirar por lo que realmente dijo el concilio. Esto es lo que tratamos de mostrar como hecho: que el concilio posibilitó Medellín, y que Medellín realmente recibió el concilio porque lo potenció (...).

El Vaticano II fue un concilio en el que la temática, el contexto y la teología subyacente están determinados por el Primer mundo, más en concreto por Europa, y en buena medida también para ese Primer mundo. Detrás de la universalidad formal de un concilio ecuménico estaba activamente presente una óptica concreta.

Sin embargo, por la importancia de lo que se trató y el espíritu con que se trató, el concilio se abrió a una verdadera universalidad y pudo ser recibido creativamente en América Latina, lo cual no ocurrió, por ejemplo, con el Vaticano I u otros documentos anteriores de la Iglesia universal (...).

El concilio recalcó la imperiosa necesidad de repensar la ubicación de la Iglesia en el mundo y su responsabilidad ante el mundo, y afirmó que la Iglesia, sea cual fuere su ulterior determinación específica, no puede abdicar de su necesaria encarnación y responsabilidad en el mundo real. Esto significa el fin de la autocomprensión eclesial autónoma, que eficazmente se absolutizaba a sí misma, como si lo que acaece en el mundo y en la historia no le afectara en la comprensión teológica de su identidad y de su misión, ya supuestamente declaradas ab aeterno, y exige la encarnación histórica entre los gozos y las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo, con una incipiente parcialización, «sobre todo de los pobres y de cuantos sufren» (GS 1).

Dentro de ese mundo debe realizar su misión, cuyos destinatarios no son sólo los hijos de la Iglesia, «sino todos los hombres» (GS 2), y cuya finalidad es la salvación en totalidad: «Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre, pero el hombre entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir» (GS 2). De ahí que la GS comience con un análisis de la realidad del mundo en el que debe vivir y al que debe servir la Iglesia (GS 4-10).

Esto supone el fin del triunfalismo y la humildad del aprendizaje, la apertura al mundo y también a los valores del mundo, aunque estén necesitados de purificación. Se termina con una visión maniquea del mundo y se propone como actitud hacia él el diálogo.

J. Sobrino, El Vaticano II y la Iglesia en América Latina, en C. Floristán-J. J. Tamayo, El Vaticano II, veinte años después. Madrid 1985, 105-107.

 

Lecturas

G. Baraúna,     La Iglesia del Vaticano II, 1-II. Barcelona 1967.

K. Rahner, Cambio estructural en la Iglesia. Madrid 1974.

B. Besret,   Claves para una Iglesia nueva. Salamanca 1974.

J. A. Estrada, La Iglesia: Identidad y cambio. Madrid 1985.

V. Codina,   Hacia una eclesiología de comunión: Actualidad Bibliográfica 32, 16 (1979) 301-314.

C. Floristán, J. J. Tamayo (ed.), El Vaticano II, veinte años después. Madrid 1985.

F. Koenig,   Iglesia, ¿adónde vas? Santander 1986.

J. Comblin, Teología de la liberación, Teología neo-conservadora, Teología liberal. Bogotá 1988.

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Eclesiología latinoamericana de la liberación

1. Las eclesiologías del posconcilio

Para comprender mejor la originalidad de la eclesiología latinoamericana, recordemos cuál ha sido el desarrollo de la eclesiología en el posconcilio, sobre todo en Europa.

Por una parte, sobre todo inmediatamente después del Vaticano II, surgieron numerosos comentarios a los documentos conciliares, principalmente sobre la Lumen gentium, en los que se destacaban las novedades eclesiológicas del concilio: sacramentalidad eclesial, el concepto de pueblo de Dios, el laicado, los carismas, la colegialidad, la apertura al mundo moderno, la tensión escatológica, la mariología unida a la eclesiología, etc. Señalemos algunos nombres de autores que han caminado por esta vía: Baraúna, Philips, Congar, Ratzinger, Rahner, Riudor, Dejaifve, Tillard, de Lubac, Forte.

Otro grupo de teólogos ha acentuado la dimensión secular de la Iglesia: Iglesia para el mundo, Iglesia para los demás, Iglesia servidora, Iglesia pueblo mesiánico. Entre otros, han trabajado estos temas Congar, Rahner, Schillebeeckx, Rovira Belloso.

La dimensión ecuménica ha sido desarrollada sobre todo en un diálogo con las Iglesias de la Reforma. Küng será el representante más típico.

Otros han procurado explicitar la dimensión pneumatológica del Vaticano II, en diálogo con el mundo del oriente. Señalemos a Muehlen, González de Cardedal, Pou, Congar..

Todos estos estudios, sin duda valiosos, no aportan una originalidad particular respecto a lo ya dicho por el Vaticano II.

2. Antecedentes de la eclesiología latinoamericana

El surgimiento de la eclesiología latinoamericana de la liberación no es un hecho fortuito. Está ligado a una serie de acontecimientos sociales, políticos y eclesiales que han sacudido al continente latinoamericano en las últimas décadas.

a) Antecedentes socio-políticos

América latina, en la década de los 60, despierta del sueño del desarrollismo y comienza a abrir los ojos a la cruel realidad. No es un continente simplemente subdesarrollado, ni tan sólo marginado, sino dependiente de los países del hemisferio norte, donde reside el centro del poder y de la economía. No es un continente pobre, sino empobrecido. ¿Cómo puede ser que una región con tantos recursos y riquezas de todo tipo (minas, petróleo, vegetación y cultivos en todos los climas, ganadería..) esté en situación de pobreza creciente?

Las teorías desarrollistas hacían creer que el problema de América latina era simplemente el desarrollo, y que si los países subdesarrollados se desarrollaban, pronto igualarían a los países ricos y desarrollados del norte. Pero la realidad ha sido otra: la distancia entre países desarrollados y subdesarrollados, con el tiempo crece cada día más.

Las teorías de la marginalidad decían que el problema era simplemente la integración de los países de la periferia en la órbita de los del centro. Pero cuanto más tiempo pasa, la integración es cada vez más difícil y crece más la marginalidad.

La teoría de la dependencia desvela que la razón última de la pobreza es la situación de dependencia que América latina vive desde hace siglos. Primero, la dependencia de los imperios coloniales hispanolusos, luego de Inglaterra, actualmente de Estados Unidos y de los países ricos del llamado Primer mundo.

No basta desarrollo ni integración. Es necesaria la liberación de la situación de dependencia. Formulado de otro modo, es necesario un nuevo orden económico internacional.

Este cambio de mentalidad socioeconómico va acompañado de una serie de cambios políticos que desde hace 30 años sacuden al continente. Los pobres irrumpen en la historia.

Los hechos se suceden con ritmo vertiginoso. En 1959, la revolución cubana se convierte en una señal de alerta para todo el mundo: América latina vive una situación explosiva, que en cualquier momento puede estallar.

Estados Unidos, asustados, inician la Alianza para el Progreso, en tiempos de Kennedy, para ayudar a los países latinoamericanos.

El golpe militar en Brasil el 64 también alarma a Estados Unidos. Ni Cuba ni las dictaduras militares son un ideal. Por esto propician reformas como la de Frei en Chile, con la democracia cristiana. El asesinato de Che Guevara el 67 en Bolivia muestra tanto el intento de exportar la revolución cubana a otros países, como el fracaso de querer desde ideologías unitarias resolver problemas que tienen, en cada país y cultura, características muy diferenciadas.

Pero siguen los cambios: el 68, en Perú, la revolución populista de Velasco Alvarado; el 70, sube al poder en Chile, democráticamente, el socialista Allende; el 70, J. J. Torres inicia también en Bolivia una revolución popular; el 72, Perón regresa a Argentina. Una ola de cambios sacude a toda América latina. Algunos creyeron que en poco tiempo todo el continente iba a caminar por la vía socialista.

Pero es algo pasajero. En realidad, lentamente, los militares van tomando el poder en la década de los 70, sobre todo en el cono sur, con el visto bueno de Estados Unidos, que desde el 69 había creado en Panamá una escuela militar para formar a los futuros dirigentes de América latina. Los militares de Brasil incluso quieren dar una justificación ideológica del militarismo con la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional. Son años de dura represión, de graves y trágicas consecuencias para el pueblo, y que van a tener una repercusión teológica y eclesial importante.

Con el presidente Carter y su defensa de los Derechos humanos, la situación mejora algo. Comienzan las democracias tuteladas en América latina. El 79, el triunfo sandinista en Nicaragua abre una nueva puerta al cambio social, que pronto irá seguida de la guerra de los contras, apoyados por Estados Unidos . El presidente Reagan ve en Nicaragua una amenaza para su país y para la civilización occidental cristiana, de la que él se siente custodio.

El 81, surge la guerrilla en El Salvador, que ha dejado en el país un trágico saldo de muertos; el 82, vuelve la democracia a Bolivia; el 83, a Argentina tras el desastre de los militares en las Malvinas. El 84, regresa la democracia a Uruguay y Brasil; el 86, es derrocada la dictadura Duvalier en Haití; en el 89, cae el dictador Stroessner y, por fin, la dictadura militar de Pinochet es derrotada y surge la democracia en Chile con Aylwin.

Pero tanto los países que han recuperado la democracia, como los que ya la tenían de años (Colombia, Venezuela, México, Costa Rica), viven en situaciones dramáticas: desocupación, alta tasa de mortalidad infantil, el grave peso de la deuda externa, el problema del narcotráfico en países como Bolivia, Perú y Colombia, crisis ecológica en la Amazonia, inflación, disminución de la clase media, falta de productividad, deterioro creciente de la educación y de la salud, progresivo empobrecimiento del pueblo, hambre, siempre mayor distancia entre los pocos ricos y los numerosos pobres cada día más empobrecidos. Aumenta la violencia (Sendero luminoso en Perú, el narcotráfico en Colombia, la guerrilla y contraguerrilla en Centroamérica ) y crece el desespero de la población, que se manifiesta en asaltos a mercados y comercios, como en Santo Domingo, Caracas y Buenos Aires. La reciente guerra civil en el Salvador y el salvajismo de los Escuadrones de la muerte, patentizado en el asesinato de los seis jesuitas y dos empleadas de la Universidad de San Salvador, han conmovido a todo el mundo.

No hay país que goce de bienestar, estabilidad, libertad y justicia, en toda América latina.

Añadamos a todo ello la agresión cultural del Primer mundo a través de la TV y prensa, y el aplastamiento progresivo de razas y culturas indígenas y la marginación de la mujer.

Todo este trasfondo, sólo brevemente enumerado, es el contexto social en el que surgirá la nueva praxis y reflexión eclesial en América latina. Fuera de este contexto, muchas cosas no se pueden comprender. Es un contexto no de vida, sino de muerte. No es un Sitz im Leben, sino un Sitz im Tode, como ha formulado Jon Sobrino recientemente...

b) Antecedentes eclesiales

Tal vez antes de comenzar este apartado, sería bueno indicar algo que es necesario decir honradamente: es peligroso idealizar románticamente a la Iglesia latinoamericana. Muchos de los que por primera vez pisan el continente latinoamericano piensan que en cada parroquia van a hallar comunidades de base, en cada diócesis obispos como monseñor Romero, en cada Iglesia a laicos realmente ejemplares que anuncian la palabra hasta el martirio, en cada comunidad religiosa a gente inserta entre los pobres y verdaderamente profética. La realidad es muy diferente y a veces incluso decepcionante.

América latina, en una gran mayoría numérica, vive en estructuras eclesiales tradicionales, a veces preconciliares, típicas de la cristiandad medieval. En el mejor de los casos, muchas Iglesias viven estructuras conciliares, más modernas y renovadas. Más aún, hay sectores eclesiales militantemente combativos contra estas nuevas formas eclesiológicas. La eclesiología nueva es minoritaria, tanto a nivel práctico como teórico, aunque sí tiene un peso significativo y cualitativo grande y es una esperanza para el futuro del continente.

Esto concedido, digamos que hay fundamentalmente dos hechos eclesiales nuevos en la Iglesia latinoamericana de estos años: la participación de los cristianos en los movimientos de liberación y el surgimiento de las comunidades de base.

En todos los procesos revolucionarios de los últimos años, han sido numerosos los cristianos que han estado presentes, no solamente con la presencia fáctica de un continente de una mayoría de bautizados, sino con la presencia convencida de que había una estrecha ligazón entre su fe y su compromiso por el pueblo.

Basta leer escritos y testimonios de cristianos, de todos los ambientes sociales, que participaron activamente en la lucha contra la dictadura o en movimientos de liberación en Chile, Bolivia, Perú, Argentina, Uruguay, Brasil, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Paraguay, Colombia... Más aún, la futura reflexión teológica llamada Teología de la liberación surge en gran parte para dar respuesta a estos cristianos que no hallaban ya en la teología y eclesiología tradicional, ni tampoco en la moderna, una respuesta a sus inquietudes y experiencias cristianas.

Las comunidades de base surgieron, sobre todo en Brasil, a partir de diferentes movimientos y círculos bíblicos que agrupaban a personas populares para leer la palabra de Dios. Están integradas sobre todo por sectores suburbanos y campesinos, mayoritariamente pobres y sencillos. Muchas veces nacen para responder a los problemas de falta de clero, otras veces a instancia de sacerdotes y religiosas, a veces a partir de grupos tradicionales que se reunían para rezar novenas y vivir la religiosidad popular. En cada país tienen un rostro diferente, pero hay en todas ellas algo común: el deseo de vivir la fe en comunidad y de enlazar la fe con la vida y el compromiso social por el cambio. Muchas de ellas están compuestas y animadas por mujeres: la mujer, tan marginada en la sociedad y en la misma Iglesia, halla en las CEBs un lugar para expresarse y vivir su fe de forma viva.

Las CEBs no nacen en un despacho, ni son fruto de una planificación teológica o pastoral, sino que, como tantas cosas nuevas en la historia de la Iglesia, nacen del pueblo, de la misma pobreza, por obra del Espíritu. Cuando se dice o escribe que en América latina la Iglesia nace del pueblo, no se quiere decir que sea una Iglesia en contra de la jerarquía, sino simplemente que es una Iglesia que va surgiendo de sectores populares que se agrupan para vivir su fe en comunión con toda la Iglesia. Del mismo modo surgieron las primeras comunidades cristianas en la Iglesia primitiva, las comunidades monásticas y religiosas, y muchos movimientos eclesiales. Por otra parte, estas CEBs no tienen, de ordinario, un sentido de contestación eclesial como el que algunas comunidades semejantes tienen, a veces, en países del Primer mundo.

También estas comunidades obligan a una nueva reflexión eclesiológica.

c) Antecedentes teológicos

De esta experiencia humana, espiritual y eclesial, ha surgido una nueva reflexión en América latina, la llamada Teología de la liberación. El tema es tan amplio y tan documentado, que nos limitaremos a señalar algunas de las características más importantes, en orden a comprender la eclesiología latinoamericana. Repitamos de nuevo lo dicho hace poco: no toda la teología latinoamericana es de la liberación. Hay una teología tradicional, hay una teología moderna de estilo europeo, hay una teología de la reconciliación que quiere ser una antiteología de la liberación, existe un incipiente movimiento teológico en Cuba que intenta reflexionar desde una situación diferente, etc

Enumeremos algunos de los principios básicos de esta reflexión teológica.

·       Historicidad de la salvación. La salvación no es algo meramente interior o para el más allá, sino que tiene ya aquí una incidencia histórica y una anticipación simbólica de lo que será la plenitud escatológica. La salvación es liberación integral, no meramente interior, espiritual o litúrgica, sino liberación total. Formulado de otra forma, el reino de Dios no es solamente liberación del pecado personal, ni solamente salvación del alma y resurrección de la carne en la escatología final, sino también liberación del pecado histórico, de las llamadas estructuras de pecado. La salvación no se limita a lo económico, social o político, pero lo debe incluir, sobre todo en lugares donde, por tradición, la salvación ha tenido un marcado aire dualista y espiritualista.

·       La teología no es neutra. En un mundo dividido en clases y grupos antagónicos, donde hay agudas confrontaciones sociales, la teología no puede ser neutral ni mantenerse por encima de las divisiones, más allá de toda concreción. Esta neutralidad tampoco es posible, pues siempre la teología ayuda o justifica algún grupo social. Así sucedió con la teología de Salamanca en tiempo de la conquista y primera evangelización de América latina: unos justificaron la conquista y la evangelización forzada de los indios (Ginés de Sepúlveda), otros la criticaron proféticamente (Las Casas) y los neutrales acabaron apoyando, sin quererlo, la conquista violenta (Vitoria).

·       Teología desde el reverso de la historia. En este mundo dividido y conflictivo, el lugar teológico evangélico es el de la solidaridad con los desheredados de la historia. Así, la Teología de la liberación no se centra en el interlocutor típico del mundo moderno, el hombre ilustrado, burgués, culto, secular, sino que se centra en el pobre, en el no-hombre, en el marginado, en el cristiano de base y sencillo. Además del concepto socioeconómico de pobre, la Teología de la liberación contempla hoy otras tres formas de opresión presentes en el pueblo pobre: la opresión racial (los negros), la opresión cultural (los indios), la opresión sexual (la mujer). Esta teología cambia de sujeto social, prioriza al sujeto popular de la Segunda Ilustración.

·       Teología posterior a la praxis. Esta teología presupone una experiencia y una praxis. Primero es la praxis eclesial y humana, y luego la reflexión. La praxis es el acto primero, la teología es el acto segundo. Esto no significa que se haga de la praxis el criterio de verdad, sino que la reflexión parte de la vida y debe volver a la vida. En concreto, esto significa que la teología nace de una experiencia espiritual profunda, la de hallar a Dios en los pobres. Es típico de toda teología auténtica el nacer de una experiencia espiritual: la teología del Antiguo Testamento presupone la praxis del éxodo y su experiencia del Dios liberador, la del Nuevo Testamento presupone la experiencia apostólica y comunitaria de Jesús de Nazaret, la teología patrística presupone la experiencia de la Iglesia misterio de comunión, la teología monástica presupone la experiencia del desierto, la teología franciscana o dominicana presupone la experiencia de los mendicantes, la jesuítica se basa en la experiencia de los Ejercicios y la Compañía, la teología del Vaticano presupone la experiencia eclesial de la Europa de las dos guerras mundiales y sus movimientos de renovación, etc. La Teología de la liberación presupone la experiencia de los cristianos comprometidos en sus luchas por la liberación, la experiencia de las comunidades de base, etc.

·       Teología de la misericordia. Así como la teología clásica es una inteligencia de la fe (intellectus fidei) y la moderna una reflexión sobre la esperanza (intellectus spei), la Teología de la liberación quiere ser, sobre todo, una reflexión sobre el amor (intellectus amoris) y en concreto de la misericordia. Quiere mirar el mundo con los ojos misericordiosos de Dios, con el corazón compasivo de Jesús, con el que se compadecía del pueblo errante como ovejas sin pastor. Con esta mirada contempla el mundo y su situación de muerte y pecado.

Podríamos resumir diciendo que la Teología de la liberación reflexiona desde un nuevo horizonte teológico: el reino de Dios, entendido como buena noticia para los pobres.

3. Desarrollo de la eclesiología latinoamericana a) Medellín y Puebla

Una vez acabado el Vaticano II, se impulsó su aplicación a los diferentes continentes. Hubo reuniones el 69 en Kampala (África), el 70 en Manila(Asia) y el 68 en Medellín (Colombia). A todas ellas asistió el papa Pablo VI.

Pero la reunión del episcopado latinoamericano en Medellín no se limita a aplicar el concilio a América latina, sino que hace una relectura del Vaticano II desde América. Para ello parte de la situación real del continente latinoamericano: pobreza, injusticia, pero también juventud, fe y esperanza. Sólo después intenta reflexionar sobre la Iglesia.

Nos hallamos ante un método diferente del utilizado por Lumen gentium, que comienza de la Trinidad y desciende a la Iglesia y sus diferentes estamentos y carismas. Medellín intenta aplicar la doctrina conciliar de los signos de los tiempos a América latina. Su postura es profética: denuncia las estructuras de pecado y opta por los pobres.

Por otra parte, Medellín aprovecha la encíclica de Pablo VI sobre el desarrollo de los pueblos (Populorum progressio, 1967) y busca la liberación integral del hombre. El tema del éxodo, curiosamente ausente en el Vaticano II al hablar del pueblo de Dios (LG II), se hace presente ya en la Introducción de Medellín, como luz que va a guiar toda su reflexión para un continente en busca de liberación.

Puebla (México) reunió a los obispos latinoamericanos el 79, y fue presidida por el papa Juan Pablo II, quien tuvo interés en asistir a esta reunión, convocada a los 10 años de Medellín, pero aplazada por la muerte de Juan Pablo I.

Antes de Puebla, hubo un dura batalla ideológica sobre el enfoque de la reunión, que tenía como tema la evangelización de América latina. Para unos, la preocupación mayor de América latina, a la que había que dirigir la máxima atención, es el problema de la secularización y del ateísmo moderno. Para otros, el problema central de América latina es el hambre y la situación de postración del pueblo pobre. Esta última visión se impuso, no sin dificultades, pero en el texto de Puebla pueden hallarse elementos de la primera tendencia.

Puebla tiene como tres ejes de lectura:

·       El desafío de la realidad latinoamericana, cuyo clamor sube el cielo, que se ha agravado desde Medellín y que constituye un escándalo y un pecado, contrario a los planes de Dios (Puebla 28-44).

·       La comunión y participación, como horizonte del plan de Dios, el reino de Dios, que contrasta con la dura realidad latinoamericana.

·       En esta situación de contraste, los obispos reunidos en Puebla hacen la opción preferencial por los pobres, opción profética en continuidad con Medellín (Puebla 1134).

Hay también en Puebla silencios significativos: sobre el martirio, que es una realidad muy viva en el continente; sobre la teología de la liberación, ausente incluso del índice de Puebla; sobre los movimientos populares; sobre los cristianos que viven en régimen socialista en Cuba desde el 59.

Hay también algunos puntos conflictivos, por ejemplo el juicio negativo sobre las ideologías, sobre la relectura de los evangelios, las acusaciones de magisterio paralelo, etc.

Tanto Medellín como Puebla son signos de esperanza para la Iglesia latinoamericana. Se ha dicho que Medellín fue como pentecostés, Puebla como el concilio de Jerusalén.

Ahora ya se anuncia para el 92 la IV Conferencia del episcopado latinoamericano en Santo Domingo, con ocasión de los 500 años de la primera evangelización. Como en Puebla, ya se ha iniciado la batalla teológica sobre Santo Domingo.

b) Reflexión eclesiológica

• Método

En el fondo, esta eclesiología actualiza los principios teóricos de la Teología de la liberación en la Iglesia, como antes ya lo hizo con la cristología. En el método radica la originalidad de la Teología de la liberación y también de su eclesiología.

Este método es, en el fondo, el que ya hemos ido utilizando desde el comienzo de este largo recorrido histórico en estas páginas, pues como dijimos al comienzo en la introducción, la eclesiología latino-americana no sólo es la eclesiología surgida en América latina, o un simple capítulo de la historia de la eclesiología, sino una forma de leer y hacer eclesiología.

Enumeremos algunos de sus rasgos:

·       Eclesiología situada históricamente: situada en la historia del pasado y del presente, en la historia sociopolítica y en la historia eclesial, ya que la eclesiología presupone una praxis humana y eclesial previas; por esto, todos nuestros análisis históricos han comenzado hablando de los antecedentes no sólo eclesiales, sino sociales y políticos.

·       Eclesiología excéntrica, es decir, no centrada en sí misma, sino en el reino de Dios, a cuyo servicio se orienta la eclesiología y al cual la Iglesia se debe convertir continuamente.

·       Eclesiología centrada en los pobres, no sólo como objeto prioritario de atención eclesial, sino como sujeto prioritario de la Iglesia y lugar teológico privilegiado; por esto, en todo este recorrido hemos procurado escuchar la voz de los pobres, manifestada a veces de forma silenciosa, otras veces a través de voces proféticas.

·       Eclesiología pneumática, que hace nacer la Iglesia desde la base, desde los pobres, en un nuevo pentecostés, en una eclesiogénesis latinoamericana.

• Originalidad

Este método, como decíamos, confiere a la teología y a la eclesiología liberadora su originalidad y distingue a la eclesiología latinoamericana tanto de la tradicional como de la moderna.

Siguiendo el estudio de Álvaro Quirós (Eclesiología en la teología latinoamericana de la liberación. Salamanca 1983), que ha comparado la eclesiología latinoamericana con la eclesiología moderna (sobre todo de Mysterium salutis y de Hans Küng), podemos resumir sus resultados brevemente de esta forma:

·       La eclesiología moderna tiene una intencionalidad crítica: no quiere legitimar las complicidades eclesiales del pasado, sino que desea confrontar la Iglesia con sus orígenes y con el caminar del mundo hacia el futuro; la eclesiología de la liberación es crítica no sólo de sí misma y de sus fundamentos, sino también de sus condicionamientos económicos y socioculturales, y se concibe como una teoría de la praxis liberadora, hacia la cual desea orientar. La eclesiología moderna se orienta a un cambio de imagen eclesial que historice la esencia de la Iglesia para el mundo de hoy; pero al hablar del mundo de hoy, piensa en el mundo rico y desarrollado; la eclesiología latinoamericana busca un cambio de imagen de Iglesia no sólo desde dentro de la Iglesia (tarea de la Iglesia de cristiandad), ni desde fuera (tarea de la Iglesia del Vaticano II), sino desde abajo, desde los pobres.

·       La eclesiología moderna se preocupa por dar sentido a la Iglesia, que se siente desplazada del mundo secular moderno; la eclesiología liberadora no busca dar sentido a la Iglesia, sino más bien escuchar el clamor del pueblo y realizar el reino de Dios.

·       La eclesiología moderna tiene como protagonistas a los teólogos profesionales; la teología de América latina tiene como protagonista al pueblo pobre, explotado y creyente.

·       La eclesiología moderna habla de la Iglesia sacramento de salvación; la eclesiología liberadora hace de la Iglesia de los pobres sacramento histórico de liberación, superando toda visión sobrenaturalista, eclesiocéntrica y escatologista.

·       La eclesiología moderna habla del reino como de algo trascendente, gratuito, espiritual; la eclesiología liberadora contempla el reino ligado a la práctica del Jesús histórico, como liberación y buena nueva para los pobres.

·       La eclesiología moderna habla del pueblo de Dios (laos) como algo universal, comunitario, teológico, que prolonga la historia de Israel; la eclesiología de América latina comienza hablando del pueblo pobre y oprimido (ójlos), sujeto histórico para que se vaya liberando y llegue a ser pueblo de Dios, como sucedió en el éxodo.

·       La eclesiología moderna habla de la Iglesia cuerpo de Cristo pensando en el hombre de hoy; la eclesiología latinoamericana concibe a la Iglesia como cuerpo histórico de Cristo, crucificado en los pobres, prolongación viva del siervo de Yahvé.

·       La eclesiología moderna habla del Espíritu y de la Iglesia templo del Espíritu, como fuente de libertad y carismas; la eclesiología latinoamericana contempla el Espíritu en cuanto va configurando la Iglesia de los pobres.

También las clásicas notas de la Iglesia quedan reformuladas en la eclesiología latinoamericana:

·       La unidad no es sólo dogmática y litúrgica o jerárquica, que se puede dar ocultando reales divisiones bajo una visión falsamente unificadora, sino que es unidad en la misión liberadora en orden al reino.

·       La santidad incluye hoy la solidaridad con los pobres de este mundo.

·       La catolicidad no pretende ser una universalidad abstracta, sino que busca el reino universal desde la parcialidad de la opción por los pobres.

·       La apostolicidad no consiste sólo en la sucesión material de los apóstoles en la línea jerárquica, sino en una continuidad en la misión de los apóstoles de predicación y servicio al reino.

De este modo, esta eclesiología va configurando un rostro nuevo de Iglesia. Esto está muy ligado a la praxis eclesial de cada país y lugar, como veremos enseguida.

• Rasgos teológicos del nuevo modelo

Esta eclesiología tiene, en la práctica, rasgos muy concretos. Señalemos algunos de ellos:

Iglesia desde el reverso de la historia, desde abajo, que tiene un nuevo sujeto social: los pobres.

De este modo, la eclesiología latinoamericana articula, en la teoría y en la práctica, aquel ideal de Juan XXIII para el Vaticano II, que el concilio no llegó a plasmar en sus documentos: una Iglesia de los pobres. Aquellas líneas eclesiológicas y espirituales de la Europa preconciliar sobre los pobres y la pobreza, que no llegaron a América latina a través de libros, se han encarnado en la realidad latinoamericana desde la pobreza del pueblo.

El centro de la eclesiología no es la autoridad, ni tampoco la comunidad en su abstracción, sino los pobres. Los pobres son lugar teológico y eclesiológico privilegiado. En los numerosos viajes de Juan Pablo II por América latina, se ha puesto de manifiesto esta especial vinculación entre la Iglesia y los pobres: los habitantes de Villa El Salvador de Lima, los mineros de Oruro, los favelados de Río, los indígenas de Ecuador, Colombia y México... han expresado con sus palabras, sus símbolos, sus cantos y su silencio, que hay una connaturalidad especial entre la Iglesia y los pobres.

Eclesiología de las comunidades de base.

Esta realidad eclesiológica, que tanto Puebla como Medellín contemplan ya como semilla de esperanza y núcleo de Iglesia renovada, tiene una gran fuerza, sobre todo, pero no sólo, en Brasil. Es una eclesiología militante, comprometida con la edificación de la Iglesia y del reino. Parte de las mediaciones socioanalíticas, para analizar la realidad del mundo y de la misma Iglesia, pero se nutre de la palabra de Dios. Todo esto le da una visión no romántica, sino real, tanto de la Iglesia como del mundo. Son verdadera Iglesia, a partir de la periferia; son una nueva forma de ser Iglesia, en comunión con la Iglesia local y universal, con la única Iglesia de Jesús. Hay una presencia renovada de la jerarquía en las CEBs, un estilo nuevo de ser pastor y de presidir la comunidad y la liturgia. Las grandes celebraciones litúrgicas de los encuentros de las CEBs del Brasil (que el video Fe y pie en el camino manifiesta bien) son realmente una muestra de algo nuevo en la Eclesiología.

Eclesiología de la cruz.

Sobre todo en Centroamérica donde la situación de guerra y muerte es terrible, pero también allí donde hay o ha habido dictaduras militares y situaciones de violencia, como Perú o Colombia, el tema del Dios de la vida, de la cruz y del seguimiento del Crucificado ha cobrado un nuevo vigor eclesiológico. Es una eclesiología profética frente a los dioses de la muerte, una eclesiología que se enfrenta a la Doctrina de la Seguridad Nacional y al capitalismo militante del dólar, eclesiología conflictiva que ha pasado por el cautiverio, el exilio, la tortura y la muerte. Es una eclesiología martirial, como la de los primeros siglos de la Iglesia. Los relatos de los refugiados de El Salvador, o de los campesinos guatemaltecos, o de los prisioneros argentinos o uruguayos en los gobiernos militares, muestran también aquí que estamos ante algo inédito en la eclesiología, porque los gobiernos militares, los torturadores, los ejecutores de la represión se llaman cristianos, participan de los sacramentos y afirman defender la civilización cristiana occidental.

Eclesiología indígena.

Todavía reciente, está naciendo una eclesiología que parte no sólo del pobre como empobrecido económicamente, sino del indígena (y del negro) como despreciado culturalmente, no respetado en su alteridad. Los encuentros de pastoral indígena están poniendo de relieve que la Iglesia desde la colonia fue más sensible al pobre que al diferente, más sensible ante el marginado social que ante el marginado cultural y racial. Se insinúa un gran trabajo de inculturación, de respeto, de reconocer las semillas del Verbo presentes en culturas y religiones antiguas. Estos pueblos tienen pleno derecho a permanecer en sus culturas, que muchas veces presentan valores sumamente humanos y evangélicos de convivencia, respeto a la naturaleza, sentido religioso, simbolismo, métodos participativos, liturgia, reciprocidad, etc. Estamos todavía muy lejos del momento en que los indígenas lleguen a poder expresarse en su propia cultura en la Iglesia. Pero también aquí algo está naciendo.

Algo semejante podría decirse del mundo negro, racial y culturalmente oprimido y despreciado, que lleva sobre sus espaldas el peso de siglos de esclavitud.

·       Eclesiogénesis pneumática. Esta Iglesia nueva que está naciendo, en una como gran irrupción del Espíritu en América latina, tiene rasgos muy concretos:

·       Nuevos carismas laicales que se ponen al servicio de los hermanos tanto en tareas eclesiales como de servicio: catequistas, agentes de la palabra, colaboradores de los más pobres, mujeres extraordinarias al servicio del pueblo, etc.

·       Nuevas figuras de obispos y presbíteros, entregados al pueblo, servidores de los más pobres, que acompañan al pueblo en su opresión, levantan su voz en su defensa, sufren con el pueblo la represión y el conflicto.

·       Renovación de la vida religiosa que, desde sus organismos latinoamericanos (CLAR, fundada en 1959), promueve la inserción e inculturación en ambientes populares y una presencia activa y renovada en la nueva evangelización.

·       Nuevo ecumenismo entre las Iglesias históricas, ya que las divisiones, importadas desde Europa, parecen desaparecer ante los desafíos de la realidad y ante los nuevos desafíos de las sectas que interpelan a todos a una mayor conversión y acercamiento al pueblo.

·       Integración de la religiosidad popular en la Iglesia, con una mayor atención a estas formas de vivir la fe los pobres, lo cual conlleva una gran tarea de evangelización y renovación pastoral.

·       El martirio confiere a esta eclesiología una seriedad y veracidad impresionantes: no es una eclesiología de libros únicamente, ni de bellas teorías para discutir con los colegas profesionales de la teología, sino una eclesiología que lleva consigo el riesgo del conflicto y de la muerte. Las figuras de monseñor Romero y Angelelli simbolizan, a nivel episcopal, algo que es mucho mayor y que pervade toda la Iglesia: el testimonio de la fe y la justicia llevado hasta el final. Aquí tenemos, ciertamente, un rasgo que diferencia la eclesiología latinoamericana de la de los países occidentales del Primer mundo. El reciente martirio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros jesuitas en El Salvador señala una nueva figura de teólogo: el que reflexiona sobre la fe y da razón de su esperanza con sus palabras y con su propia sangre.

Todos estos rasgos configuran una Iglesia y una eclesiología nueva, pobre, pascual, misionera, evangelizadora, comunitaria, martirial. El pentecostés que Juan XXIII pidió para la Iglesia comienza a ser una realidad modesta, pero verdadera . Los problemas del posconcilio llegan a América latina, pero con menor intensidad que en otras partes. La situación es novedosa, y está al margen de la disputa entre integristas y progresistas. El problema es el pueblo, su liberación, el hambre, la muerte, el martirio.

4. Recepción

a) Críticas y riesgos

Esta eclesiología ha tenido, desde el comienzo, numerosas dificultades y conflictos.

Muchos de los conflictos han nacido de sectores políticos que ven en ella la avanzada del marxismo en la sociedad, bajo capa de religión. Esta es la postura de los informes y declaraciones de Rockefeller, del Instituto para la Religión y la Democracia y de los dos Documentos de Santa Fe, elaborados por los asesores de Reagan (1980) y Bush (1988) para América Latina. Esta postura crítica ha favorecido también el envío de sectas fundamentalistas a América latina estos últimos años.

Sobre estas críticas, lo menos que se puede decir es que no sólo son falsas, sino además muy sospechosas: en la medida en que esta teología y eclesiología suponen un desligarse de los sectores poderosos y un optar por los pobres, suscitan enseguida el miedo de no tener ya el apoyo religioso de parte de la Iglesia, y por consiguiente se pasa al ataque, acusándolas de heterodoxas. Resulta curioso ese celo de los poderosos de este mundo por la ortodoxia dogmática, cuando nunca se han interesado demasiado por estas cuestiones teóricas. Cuando en los años 50 surgió la disputa sobre la nueva teología (en torno al concepto de sobrenatural...), ningún jefe de Estado se pronunció sobre ello...

También en Estados Unidos está surgiendo una nueva teología conservadora (Novak, Berger...) que afirma que la verdadera liberación se da en el capitalismo, y que en vez de la Teología de la liberación propone la teología de la creación y del desarrollo: a América latina le falta imaginación para desarrollarse. Para esta corriente, la Teología de la liberación es un marxismo disfrazado de religión. Sorprende el optimismo de esta teología sobre los beneficios del capitalismo, que seguramente se debe a que sus autores no viven en el Tercer Mundo.

Desde Roma ha habido una serie de advertencias, más que condenaciones, sobre algunos puntos de la Teología de la liberación, que afectan a la eclesiología de algún modo.

La Comisión Teológica Internacional emitió en 1976 un estudio sobre Promoción humana y salvación cristiana, en el que hacía algunas observaciones y suscitaba algunas cuestiones teológicas.

Más tarde, el papa Juan Pablo II escribía una carta a los obispos de Nicaragua sobre el riesgo de una Iglesia popular. En 1984, la Congregación para la doctrina de la fe escribió una Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación (Libertatis nuntius), seguida el 86 por otra Instrucción sobre libertad cristiana y liberación (Libertatis conscientiae). Finalmente, en abril del mismo 86, el papa Juan Pablo II, escribiendo a los obispos del Brasil, reunidos en Itaicí, les dice que la Teología de la liberación es, no sólo conveniente, sino necesaria para América latina.

¿Qué se esconde detrás de estas advertencias, que ciertamente no se pueden minimizar?

Podemos decir que estas advertencias son un toque de atención sobre algunos riesgos inherentes a esta eclesiología. Los podemos resumir de la siguiente forma:

·       Riesgo de reduccionismo a lo sociopolítico, limitando la salvación y la misión de la Iglesia a lo sociopolítico, convirtiendo a la Iglesia en una simple fuerza intrahistórica de cambio social, con peligro de dejar a un lado la dimensión trascendente y gratuita de la salvación.

·       Riesgo de fundamentarse en la sociología y análisis social (marxista) más que en la palabra de Dios.

·       Riesgo de construir una Iglesia popular, al margen de la jerarquía, o en contra de ella.

Todos estos riesgos son posibles y no pueden ser subestimados, y de no tenerse en cuenta podrían producir innegables daños a la Iglesia.

Pero no se puede decir que estos peligros no se tengan presentes en la eclesiología latinoamericana. Sin negar que algunos grupos minoritarios puedan haber caído en estos errores, sin embargo la eclesiología latinoamericana no puede ser acusada de reduccionismo, ni de sociologismo, ni de construir una Iglesia popular paralela a la jerárquica. Ninguno de los grandes teólogos y eclesiólogos de América latina incurre en estos crasos errores.

Aunque la eclesiología insiste en la importancia de lo sociopolítico, no reduce la salvación ni la misión eclesial a ello, del mismo modo que la doctrina social de la Iglesia, al tratar de temas sociales, no niega la gracia o la liturgia. Más aún, la eclesiología de la liberación quiere proseguir la tarea misionera y mesiánica de Jesús en su historia, que es de liberación y salvación integral, por más que cure enfermos o dé pan a los hambrientos. Lo que sucede es que durante siglos la salvación se entendió de forma prevalentemente espiritualista, intimista y para después de la muerte. Toda recuperación de la dimensión histórica de la salvación puede conducir al error óptico de pensar que se niega lo trascendente.

Semejante observación puede hacerse sobre el uso de las ciencias sociales y del marxismo en concreto. Los teólogos y eclesiólogos son conscientes del peligro de absolutizar lo sociológico, pero este peligro no puede llevar a minimizar la importancia de la observación atenta de la realidad y de sus causas, utilizando todos los medios, frágiles e hipotéticos, que la ciencia moderna aporta para ello. Es el mismo método que utilizan las encíclicas pontificias, que emplean una serie de términos y conceptos que provienen de la sociología e incluso del marxismo, sin que se pueda decir por ello que son marxistas. Más aún, creemos que, a medida que pasa el tiempo, el riesgo de quedar deslumbrados por el marxismo disminuye, ya que se analiza la realidad desde otras categorías no exclusivamente económicas. La insistencia en lo indígena, lo negro y la mujer, señala una sensibilidad creciente hacia otros análisis de la realidad no económicos. La teología es muy lúcida de estos riesgos, y por otra parte su fundamentación se basa en la fe, en la palabra y en la tradición, pues no hace sociología de la Iglesia, sino teología.

El tema de la Iglesia popular, o Iglesia paralela, por más que sea un riesgo real para grupos muy politizados que creen ver en la jerarquía un obstáculo para la liberación del pueblo, nunca ha sido propuesto por la eclesiología latinoamericana. La prueba de ello es que numerosos obispos están dentro de esta mentalidad eclesiológica liberadora. Lo que sucede es que la eclesiología latinoamericana es crítica y profética frente a formas de Iglesia poco evangélicas, pero como toda profecía en la Iglesia, la crítica se hace como parte de la Iglesia, no al margen, o contra ella. En realidad, el conflicto no se da entre jerarquía y pueblo, sino entre dos modelos eclesiológicos, y mucho más entre una Iglesia connivente con la injusticia y una Iglesia que lucha contra la injusticia.

Digamos claramente, para acabar este apartado, que también la eclesiología tradicional y la moderna tienen sus riesgos, aunque muchas veces no sean conscientes de ello: leen la realidad y la Iglesia desde esquemas sociales y políticos concretos, por más que estén implícitos, y también tienen el peligro de un reduccionismo, esta vez de tipo espiritualista. Ya vimos que también la eclesiología tradicional tuvo el riesgo de identificar a la Iglesia con un sector de ella, con la jerarquía, lo cual tampoco es correcto y ha traído graves consecuencias para la eclesiología. Y por otra parte, la eclesiología tradicional, bajo capa de espiritualismo, cayó muchas veces en una clara mundanización temporalista.

b) Tradicionalidad de esta eclesiología

Esta eclesiología, por novedosa que pueda parecer, es en el fondo tradicional, entendiendo por tradición no la forma de pensar de hace un siglo, sino la constante fe de la Iglesia.

La eclesiología oficial ha olvidado muchas veces las eclesiologías subterráneas que de hecho han ido aflorando a lo largo de la historia de la Iglesia, a veces en forma de contestación profética, otras veces desviándose hacia tendencias sectarias o heréticas.

La eclesiología latinoamericana recoge muchos de los movimientos eclesiales que hemos ido presentando a lo largo de estas páginas:

·       La postura de la Iglesia primitiva ante los pobres, esclavos y ante la propiedad privada.

·       Los movimientos medievales de pobreza, de los cuales los mendicantes son sus representantes más insignes.

·       Las tendencias comunitarias medievales, en contra del centralismo y juridicismo de la eclesiología.

·       Las corrientes milenaristas, que intentaban recuperar dimensiones históricas que la teología oficial había olvidado por un exceso de espiritualismo.

·       Algunos movimientos más populares y radicales en tiempo de la Reforma, como el dirigido por Thomas Münster.

·       El testimonio de los obispos y misioneros defensores de los indios en tiempo de la conquista y primera evangelización de América latina, así como los intentos de eclesiología popular práctica, como las reduccciones del Paraguay (Puebla 89).

·       Las corrientes cristianas populares, favorecedoras de la independencia de América latina.

·       Los movimientos sociales de inspiración cristiana del siglo XIX y sobre todo del XX, que fermentaron la sensibilidad europea en los años del Vaticano II.

·       La propuesta de Juan XXIII y las interpelaciones de Lercaro en el aula conciliar sobre la Iglesia de los pobres.

·       Esta eclesiología sigue fielmente la opción por los pobres asumida por Medellín y Puebla, y que el papa Juan Pablo II ha asumido y elevado a opción de la Iglesia universal (Laborem exercens, 8; Sollicitudo rei socialis, 39).

En el fondo, esta eclesiología recoge toda la línea profética bíblica que, desde el éxodo hasta Jesús de Nazaret, establece una relación directa entre la salvación y la implantación de un reino de fraternidad, donde el derecho y la justicia con los pobres sean respetados, y todos vivamos como hijos del mismo Padre. Estamos en el corazón del evangelio, de las bienaventuranzas, del mensaje de Jesús, buena nueva para los pobres.

El sólo hecho de que esta eclesiología resulte novedosa es ya un indicio de que habíamos olvidado en la eclesiología verdades esenciales del contenido cristiano. Por eso, esta eclesiología ejerce un papel importante en la Iglesia y la teología de hoy.

c) Interpelación eclesial

Esta eclesiología ejerce una función profética hacia toda la eclesiología, más aún hacia la Iglesia.

En esta tarea, la eclesiología latinoamericana se siente unida a los movimientos teológicos y eclesiales de África y Asia, donde, con matices muy diferentes, surge algo similar que permite hablar de las teologías y eclesiologías del Tercer mundo.

Esta eclesiología ejerce la crítica profética que ejercieron los profetas de Israel en tiempo de la monarquía: recuerdan el plan de Dios, las exigencias del éxodo, la necesidad de conversión.

Estas eclesiologías recuerdan, al mundo opulento, el hambre de la mayoría de la población de nuestro mundo; frente a un mundo cada día más racional y racionalista, le recuerdan la prioridad de la misericordia ante el sufrimiento de la mayoría de la humanidad; a un mundo optimista y satisfecho del progreso, le recuerda el clamor de los pobres que sube al cielo; a un mundo cerrado y materialista, le recuerda la trascendencia del Dios diferente, presente en el pobre; a un mundo contento con la cotidianidad, la privacidad y la calidad de vida, le recuerda la necesidad de buscar alternativas utópicas de futuro; a un mundo escéptico y que busca la salvación en mil charcos de agua sucia, le recuerda que sólo en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, se halla la verdadera salvación.

Pero esta interpelación profética se dirige también a la misma eclesiología y a la Iglesia universal. El Vaticano II abrió una puerta al futuro, al mundo de hoy. Pero la puerta no es para ser contemplada, sino para pasar a través de ella. Ante una puerta, o se la atraviesa, o uno se vuelve atrás. Tal vez, el actual movimiento de involución nazca de no haber sido capaces de atravesar esta puerta, ir más allá en la línea que el mismo Juan XXIII había señalado y que el Vaticano II no logró plasmar: hacia una Iglesia de los pobres. El mismo papa actual, Juan Pablo II, vuelve a proponer este ideal, como ya hemos visto.

Desde el Tercer mundo se ve claramente que el mundo moderno no es inocente y que no hay que ser demasiado optimista acerca de sus posibilidades de futuro, si no hay un profundo cambio hacia la solidaridad. Desde los pobres se hace una lectura del mundo de hoy muy diferente de la que se puede hacer desde Europa o América del Norte.

Allí donde el Vaticano II se ha puesto en marcha, en la línea de la opción por los pobres, no hay crisis ni de, espiritualidad ni de misión: surge un impulso nuevo, encaminado a acompañar al pueblo en su marcha hacia la liberación, que es la forma actual de anunciar la buena nueva del reino de Dios. La eclesiología latinoamericana bebe en su propio pozo, pozo del agua que el pueblo ha ido acumulando con sus lágrimas y con su sangre. Porque, en definitiva, la eclesiología de América latina, por ser profética, es martirial. Estamos, como al comienzo de la Iglesia, ante algo serio, cuando ser cristiano no es un título de honor, sino un riesgo. Es el riesgo de seguir a Jesús hoy.

Hacia el año 2000, el 80% de la humanidad estará en el Tercer mundo y la mayoría de católicos estará en América latina. ¿Qué modelo de Iglesia podremos ofrecer a este Tercer mundo inmenso? Ciertamente, cada continente tiene su contexto y sus formulaciones, pero creemos que el modelo eclesiológico que está surgiendo en América latina, con sus limitaciones y deficiencias, tiene una palabra que decir para el futuro de la Iglesia.

Una vez más, los pobres evangelizan, las Iglesias de los países pobres evangelizan a las Iglesias ricas, de la periferia viene la buena nueva. Esto forma parte de la ley bíblica de la marginalidad y del potencial evangelizador de los pobres (Puebla 1147).

EL VATICANO II Y LA IGLESIA EN AMÉRICA LATINA

Varias voces se levantaron al concilio, comenzando con la de Juan XXIII, en favor de una Iglesia de los pobres. Hubo fuertes reclamaciones contra los documentos preparatorios que no la mencionaban y elocuentes defensas positivas de ese tipo de Iglesia. Así lo exigió el cardenal Lercaro apasionadamente y monseñor Himmer, obispo de Tournai: «Primus locus in Ecclesia pauperibus reservandus est» (Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia). El concilio no trató el tema, sin embargo, consecuentemente, aunque enumerase algunos principios cristológicos que apuntan a ella: seguimiento de un Cristo pobre y anonadado él mismo, y enviado a evangelizar a los pobres y reconocible en los pobres y en los que sufren; y aludiese, aunque genéricamente en exceso, al destino de esa Iglesia: «Va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (cf. LG 8).

Lo que el Vaticano II dejó sólo esbozado es lo que ha desarrollado la Iglesia latinoamericana en su comprensión tanto ad intra como ad extra. Qué es y qué no es esa Iglesia de los pobres, cuál es su fundamento teológico y su finalidad, queda claramente expresado en el siguiente párrafo: «La Iglesia dé los pobres no es aquella Iglesia que, siendo rica y estableciéndose fuera del mundo de los pobres, les ofrece generosamente su ayuda. Es, más bien, una Iglesia en la que los pobres son su principal sujeto y su principio de estructuración interna. La unión de Dios con los hombres tal como se da en Jesucristo es históricamente una unión de Dios vaciado en su versión primaria al mundo de los pobres. Así, la Iglesia, siendo ella misma pobre y sobre todo dedicándose fundamentalmente a la salvación de los pobres, podrá ser lo que es y podrá desarrollar cristianamente su misión de salvación universal. Encarnándose entre los pobres, dedicando últimamente su vida a ellos y muriendo por ellos, es el modo como puede constituirse en signo eficaz de salvación para todos los hombres» (I. Ellacuría).

J. Sobrino, El Vaticano II y la Iglesia en América Latina, en El Vaticano II, veinte años después. Madrid 1983, 118-119.

LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Permítanme seguir ilustrando esta exposición desde la concreción de mi propia Iglesia salvadoreña. Para contribuir a la evangelización de El Salvador, es necesaria la presencia encarnada de cristianos, sacerdotes, religiosas y religiosos misioneros que entren en la realidad, historia y cultura de ese pueblo, y asuman in situ la lucha crucial por la vida y la liberación; que estén dispuestos a llevar su testimonio hasta el martirio. Ita, Dorothy, Maura, Jean, junto con monseñor Romero y tantos otros mártires, siguen hoy siendo buena noticia para los pobres de El Salvador. «Mientras haya gente que, como ellos, lo dejan todo para venir a convivir, sufrir y luchar con nosotros y a morir como nosotros y por nosotros, tendremos esperanza, porque sabemos que el Dios de la vida no nos ha abandonado», decía una anciana salvadoreña cuando hace poco tiempo celebraban en un campo de refugiados la memoria de las mártires norteamericanas.

Solidaridad es dar y recibir. El evangelizador es evangelizado. La fe y esperanza, el acogimiento agradecido, la alegría con que esos pueblos celebran la vida, y la fortaleza con que asumen la muerte, el que sean como son, todo esto se hace de mil maneras como buena noticia que da sentido, gozo, ternura al evangelizador. En ellos se hace presente Cristo, más crucificado que glorioso ciertamente, pero ahí es reconocible para el que tiene ojos para verlo. Decía monseñor Romero: «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor». Es la experiencia de la fuerza que el Señor da a través del pueblo que, como en tiempos de Jesús, se agolpa esperanzado alrededor de la buena noticia y encuentra en ella la fuerza para proseguir su lucha liberadora.

Y finalmente, no podemos olvidar que buen pastor es quien da la vida: «Dichosos ustedes cuando los injurien, los persigan y calumnien por mi causa... esto hicieron también con los profetas anteriores a ustedes» (Mt 5, 11). El mundo se sigue resistiendo a dejarse transformar por el reino. Las fuerzas del antirreino son terriblemente poderosas y hábiles. Saben ocultar el mal, deformar la verdad, dividir, y cuando les parece necesario, aplastar brutalmente. Monseñor Romero, los miles de mártires que jalonan la reciente historia de América latina, son prueba fehaciente de ello. En este mundo hay que pagar un precio por asumir la causa del pobre, un precio que no consiste, en el fondo, sino en correr su misma suerte y destino de desprecios, opresiones y represiones, Pero, ¿qué es lo importante para la Iglesia, para nuestros institutos religiosos: ser bien mirados y apoyados por los poderosos del mundo, o ser un grito de esperanza, una buena noticia para los desamparados de la tierra? También a la Iglesia y a nosotros, institucionalmente, se aplican las palabras de Jesús: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25).

Juan Ramón Moreno, La evangelización en el mundo contemporáneo: Revista Latinoamericana de Teología, San Salvador, n. 15 (sepbre-dicbre 1988), 282.

Juan Ramón Moreno fue asesinado con sus otros cinco compañeros jesuitas el 16 de noviembre de 1989.

 

Santo Padre, tenemos hambre, sufrimos miseria, nos falta trabajo, estamos enfermos. Con el corazón roto vemos que nuestras esposas gestan en la tuberculosis, nuestros niños mueren, nuestros hijos crecen débiles y sin futuro. Pero, a pesar de todo esto, creemos en el Dios de la vida.

Palabras de Víctor e Isabel Chero a Juan Pablo II en su visita, en 1985, a Villa El Salvador, uno de los barrios más pobres de Lima.

 

Lecturas

J. Sobrino, La resurrección de la verdadera Iglesia. Santander 1981.

J. L. Segundo,         Esa comunidad llamada Iglesia. Buenos Aires 1968.

E. Hoornaert,   La memoria del pueblo cristiano. Madrid 1986.

L. Boff,        Eclesiogénesis. Santander 1982.

L. Boff,        Iglesia, carisma y poder. Santander 1987.

L. Boff,        Y la Iglesia se hizo pueblo. Santander 1988.

R. Muñoz,   Nueva conciencia eclesial en América latina. Salamanca 1974.

R. Muñoz,   La Iglesia en el Pueblo. Lima 1983.

I. Ellacuría, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Santander 1984.

A. Quirós,   Eclesiología en la teología latinoamericana de la liberación. Salamanca 1984.

P. Richard, La fuerza espiritual de la Iglesia de los pobres. San José 1988.

M. C. de Azevedo, Comunidades eclesiales de base e inculturación de la fe. Madrid 1986.

J. de Santa Ana, Ecumenismo y liberación. Madrid 1987.

A. Parra,     Hacer Iglesia desde la realidad de América latina. Bogotá 1988.

C. Mesters,     Una Iglesia que nace del pueblo. Lima 1978.

V. Codina,   Renacer a la solidaridad. Santander 1984.

V. Codina,   Seguir a Jesús hoy. Salamanca 1988.

V. Codina,   ¿Qué es la Iglesia? Oruro 1986, Buenos Aires 1988.

9

Reflexión sintética

1. Modelos eclesiológicos

Si reflexionamos sobre el camino recorrido hasta ahora, podremos descubrir, en toda la historia posbíblica y pospatrística de la eclesiología, como tres grandes modelos o imágenes de Iglesia.

a) Eclesiología tradicional

Es la que ha estado vigente desde el siglo IV hasta el Vaticano II, pero que alcanza su forma definitiva desde el siglo XI, con Gregorio VII. Su apogeo lo constituyen el Vaticano I y la llamada época piana, que culmina con Pío XII. Es una eclesiología centrada en el poder y autoridad eclesial, y sus notas son el clericalismo, el juridicismo y el triunfalismo. Su sujeto social es el premoderno (rural, precapitalista, predemocrático, medieval).

Esta eclesiología, que tiene en el arca de Noé su modelo operativo, ya que fuera de ella no hay salvación, parte de un dualismo fundamental entre lo sagrado y lo profano, y posee un fuerte talante apologético y defensivo.

Como hemos ido viendo, no le han faltado a esta eclesiología fuertes corrientes de contestación eclesial, desde el monacato hasta la minoría del Vaticano I, pasando por la separación del oriente, los movimientos populares laicales y religiosos medievales, la Reforma, las corrientes conciliaristas y galicanas, etc. Todos ellos reivindicaban una visión más comunitaria y evangélica de la Iglesia.

b) Eclesiología moderna

Es la iniciada por el Vaticano II, centrada en el concepto de comunidad. Frente al clericalismo anterior, esta eclesiología afirma que la Iglesia es, ante todo, pueblo de Dios; frente al juridicismo, la Iglesia se proclama sacramento de salvación; frente al triunfalismo, la Iglesia se siente peregrina, dialogante con el mundo, caminando hacia la escatología. Su sujeto social es el moderno, típico de los países desarrollados, con una concepción secular, democrática, neoliberal, de tecnología avanzada.

Esta eclesiología es la respuesta, con varios siglos de retraso, a todo el movimiento que, desde el Renacimiento, la Ilustración y la Revolución francesa, cambió la mentalidad del mundo occidental en moderno.

A nivel eclesial, este modelo recoge lo mejor de la eclesiología bíblica y patrística de los primeros siglos.

La contestación a este modelo eclesial ha venido de los grupos conservadores que, o bien se han separado de la Iglesia del Vaticano II (monseñor Lefevbre), o intentan construir una nueva cristiandad (el movimiento de involución posconciliar).

c) Eclesiología liberadora

Es la surgida fundamentalmente en América latina (y otros lugares del Tercer mundo), al socaire de Medellín y Puebla. Su centro es la solidaridad con los pobres. Retoma los grandes temas de la eclesiología del Vaticano II, pero les da una peculiar impronta: la Iglesia es pueblo de Dios, pero un pueblo nacido en el éxodo y que camina hacia su liberación; la Iglesia es sacramento de salvación, pero que tiene en la Iglesia de los pobres su forma histórica, visible y concreta; Iglesia que dialoga con el mundo, pero sobre todo con el mundo de los pobres y camina hacia la escatología, pero deseando anticipar ya signos de vida en la historia.

Su sujeto social es el mundo popular y de los pobres, la persona reducida a condiciones inhumanas de vida, campesinos, mineros, sectores suburbanos, el indio, el negro, la mujer... Es el sujeto social emergente en la llamada Segunda Ilustración.

La contestación a esta eclesiología surge de los sectores dominantes de la sociedad, que ven en esta eclesiología infiltración marxista bajo capa religiosa, y también es incomprendida por sectores eclesiales que, al no experimentar de cerca la miseria del Tercer mundo, temen, infundadamente, desviaciones teológicas y cismas eclesiales en esta eclesiología.

Sin embargo, este modelo eclesiológico recoge lo mejor de la tradición profética de toda la historia de la Iglesia y de la eclesiología bíblica y patrística, recuperando incluso elementos que el Vaticano II no pudo llegar a plasmar.

Si quisiéramos ejemplificar gráficamente estos modelos, podríamos partir de unas palabras del cardenal Hume en el sínodo de obispos sobre la familia (1980). Hume dice que ha soñado primero en una gran fortaleza medieval, sólida, con sus almenas y sus torres de defensa, que lanza flechas y piedras contra sus enemigos. Luego vio en sueños una tienda de campaña frágil, ligera, que se acomoda, se puede ampliar con piezas supletorias, es poco solemne, pero responde a las necesidades del momento. En estas dos imágenes, Hume veía dos imágenes de Iglesia, la tradicional y la del Vaticano II.

Pero el cardenal inglés no tuvo más sueños. Tal vez si hubiera sido latinoamericano, hubiera tenido un tercer sueño. Este sueño lo podríamos imaginar, siguiendo a Leonardo Boff, en el gesto de Juan Pablo II al entregar su anillo papal a los habitantes de la favela de Vidigal, en Río de Janeiro: más allá del valor económico del anillo, el gesto simboliza que la Iglesia une su suerte a la de los pobres, en una especie de desposorio de solidaridad con el pueblo pobre.

2. Esquemas mentales

Quisiéramos ahora profundizar un poco más sobre estas tres imágenes de eclesiología, que corresponden a tres esquemas mentales o claves de lectura de la realidad.

Precisamente en América latina, donde se vive esta evolución teológica y eclesiológica, ha surgido una reflexión sobre los diferentes esquemas mentales, para comprender mejor esta histórica realidad. Varios autores han profundizado sobre ello (G. Gutiérrez, J. B. Libanio, L. Boff, C. Boff, R. Muñoz, P. Trigo...).

Podemos definir esquema mental como aquella óptica concreta desde la que leemos la realidad. Esta forma de leer la realidad está configurada por una serie de elementos, conscientes e inconscientes, de tipo psicológico, cultural, social, económico, histórico, religioso, que confieren a nuestra visión unidad y coherencia. Es lo que solemos llamar mentalidad, y en palabras más técnicas pre-comprensión (Vor-verstaendniss).

Afirmar que nuestra visión de la realidad no está condicionada por nada, es una ingenuidad que la sociología del conocimiento se ha encargado de demostrar. Todos estamos condicionados, y no hay peor engaño que el imaginar que nuestra lectura es neutra y pura: este engaño lleva a tomar como objetivo (e intocable) lo que en realidad es algo subjetivo.

De estos esquemas mentales o claves de lectura podemos destacar tres principales: la clave tradicional, la moderna y la liberadora. Aun con riesgo de simplificar, o tal vez de caricaturizar, describamos brevemente estas tres claves

a) Clave tradicional

En ella predomina una visión esencialista, objetiva, de la cosa en sí misma, al margen del sujeto que la contempla. Su esquema está más ligado a la naturaleza que a la historia, a lo dogmático y estático que al dinamismo del cambio, más a los orígenes (arjé) que al fin (telos). Su visión de la realidad tiende a ser vertical, jerárquica, dogmática, jurídica, descendente. Tanto en la naturaleza como en la sociedad, valora ante todo el orden y teme el cambio, que lo concibe no sólo como caótico y suicida, sino como infidelidad a Dios.

Esta concepción es esencialmente religiosa, sacral, todo está regido por la providencia que, a través de las leyes cósmicas y de las autoridades sociales, rige el mundo hacia su destino final.

Socialmente ligada al mundo agrario, históricamente esta mentalidad es feudal, medieval, premoderna. Religiosamente, esta mentalidad define a Dios como el ser supremo, todopoderoso, alejado, que un día dará castigos o premios a los que hayan rechazado o aceptado esta verdad. Su cristología es descendente, Cristo es ante todo el Verbo encarnado (así se llaman los tratados de cristología de la época), con poca incidencia de la humanidad de Jesús. La vida cristiana se concibe sobre todo como cumplimiento de los mandamientos y práctica sacramental, en orden a la salvación personal (salvar el alma).

A esta clave corresponde la Iglesia tradicional, de la que ya hemos ampliamente hablado.

b) Clave moderna

Desde el Renacimiento, se abre paso un cambio mental que pone como centro a la persona, no al cosmos. La naturaleza se desacraliza, la razón técnica transforma el cosmos mítico. Se valora el cambio, la historia, la evolución. Se rechaza el dogmatismo y legalismo anterior, hay una nueva visión de la libertad y de la conciencia personal. Esta clave es inseparable de la clase burguesa, luego capitalista y actualmente neoliberal, que ha sido protagonista de este cambio .

Esta nueva mentalidad fue asumida fuertemente por la Reforma, ya que nace con ella, pero fue rechazada por la Iglesia católica hasta el Vaticano II. Los documentos del Vaticano II, principalmente sobre libertad religiosa, ecumenismo, diálogo con el mundo moderno, son una señal clara de este cambio de mentalidad de parte de la Iglesia católica.

A nivel religioso, esta clave puede derivar hacia una postura escéptica, anticlerical, incluso atea. A nivel cristiano, esta postura moderna ha llevado a una imagen de Dios menos filosófica, más bíblica (el Padre de Nuestro Señor Jesucristo), a una cristología centrada en Cristo como señor de la historia, alfa y omega de la creación, y a una concepción de la vida cristiana como testimonio en el mundo secular, alimentado por una fe personalizada y vivida comunitariamente en la asamblea litúrgica. La constitución Gaudium et spes del Vaticano II sobre la Iglesia y el mundo recoge lo mejor de esta clave.

La eclesiología que hemos llamado moderna corresponde a esta mentalidad, que se manifiesta sobre todo en autores europeos del posconcilio. El retraso con el que la Iglesia asumió esta clave explica tanto el excesivo entusiasmo con que la aceptó (sin duda por una cierta mala conciencia del pasado), como las exageraciones del posconcilio y la consiguiente reacción de muchos sectores de querer volver a restaurar la clave tradicional (aunque no se atrevan a formularlo claramente).

c) Clave liberadora

Esta tercera clave, que irrumpe con motivo de las grandes revoluciones sociales de la Segunda Ilustración, enlaza dialécticamente lo objetivo (de la clave tradicional) con lo subjetivo (de la clave moderna), insistiendo en lo estructural y social.

Es sensible a las injusticias sociales imperantes, y busca el proyecto histórico del pueblo en una línea más participativa y socializante. Todo se contempla desde el reverso de la historia, desde los pobres y desheredados, que han quedado marginados del banquete de la humanidad.

Para algunos, este descubrimiento ha llevado a considerar la religión como opio del pueblo (por creer que Dios manda defender el «orden» establecido y sólo pide resignación). Para los cristianos, por el contrario, esta clave ha llevado a un redescubrimiento de Dios como Dios de la vida, misericordioso y tierno, que desea el derecho y la justicia con el pueblo pobre. Cristo es visto como Jesús de Nazaret, anunciador de la buena nueva del reino a los pobres, que va a la muerte como consecuencia de sus opciones históricas y que, al ser resucitado por su Padre, recibe no sólo el triunfo sobre la muerte, sino la confirmación de que su camino era el verdadero. La vida cristiana es vista como un seguimiento de Jesús, el Hijo del Padre, en su proyecto del reino, situado en nuestra historia de hoy. Los sacramentos son celebraciones proféticas del reino en la Iglesia, que conducen a una praxis de liberación de los pobres.

Esta clave, de raigambre bíblica, defendida por los padres y corrientes proféticas, es la que la Iglesia de América latina ha asumido en Medellín y Puebla, y se expresa en la eclesiología liberadora latinoamericana.

Es lógico que esta clave haya ocasionado conflictos intra y extraeclesiales. Es el precio de todo profetismo.

3. Del relativismo, a los principios eclesiológicos básicos

Estas tres claves ordinariamente están ligadas a un momento histórico. Lo que sucede es que, en el proceso acelerado que vivimos de la historia, estas diferentes mentalidades se dan, no sólo a lo largo del tiempo (diacrónicamente), sino en un mismo momento histórico (sincrónicamente).

Esto explica las tensiones y conflictos que vivimos en el momento presente a todos los niveles: social, político, familiar, religioso, eclesial. Son conflictos de interpretación de la realidad, de claves o esquemas mentales.

Al momento de valorar estas tres claves, debemos con honradez reconocer que cada clave tiene sus valores y sus riesgos.

La clave tradicional, a nivel religioso, implica valores a través de los cuales muchas generaciones se han santificado: sentido religioso profundo, sumisión a Dios, obediencia, conciencia de pecado, sensibilidad hacia lo trascendente, compasión hacia los pobres, cierto sentido de grupo... Pero también descubrimos en ella antivalores posibles: dualismo más filosófico que cristiano, poca preocupación por el compromiso, clericalismo, paternalismo, espiritualismo. Estos antivalores fueron claramente denunciados en Medellín (Pastoral de élites, 6).

La clave moderna posee valores, como su inspiración bíblica en muchos puntos, su apertura al mundo moderno, sentido de responsabilidad ante el progreso científico, sensibilidad comunitaria, respeto a la libertad de conciencia y a la autonomía de lo secular... Pero tiene grandes riesgos: optimismo ante el progreso, racionalismo, sentido utilitarista, pérdida de sensibilidad ante el sufrimiento de los pobres, individualismo a ultranza, darwinismo social que lleva a promover el triunfo del más fuerte, etc.

La clave liberadora tiene algunos de los riesgos que ya hemos notado: reduccionismo a lo sociopolítico, utilización poco crítica de las ciencias sociales, utopismo, peligro de rupturas eclesiales. Sin embargo está profundamente enraizada en la Biblia su sensibilidad profética ante la injusticia y los pobres, su preocupación por el reino, etc.

Todo esto se aplica a los tres modelos eclesiológicos antes descritos.

La consecuencia rápida de esta evaluación de las tres claves podría concluir que en el fondo todas las claves son iguales, que es indiferente cualquiera de ellas, que todo es cuestión de modas, que estas claves lo único que hacen es desconcertar, pues al final no se sabe lo que es la Iglesia.

Ante esta dificultad, quisiéramos decir que, a través de los diferentes modelos, siempre hay algo constante y permanente en la Iglesia. Hay unos principios estructuradores de toda eclesiología:

·       Principio de comunión (koinonía): la Iglesia es pueblo de Dios, convocado por el Padre. Implica la aceptación de la dimensión comunitaria como inherente a la Iglesia: comunidad fraterna de bautizados, orgánica, con una estructura sacramental y pluralidad de carismas, con una especial sensibilidad hacia los más necesitados. Pero esta comunidad ha sido convocada por Dios, se remite a un origen que le trasciende, es elección gratuita del Padre, tiene su centro fuera de ella misma. Gracias a este principio, la Iglesia es una y católica. La falta de este principio produce divisiones internas, clericalismo, mundanización.

·       Principio cristocéntrico: la Iglesia es la comunidad que actualiza y prosigue la memoria de Jesús, es cuerpo de Cristo en la historia, centrada en la palabra y la eucaristía. Continuamente debe hacer referencia a la praxis de Jesús, a su anuncio del reino, a su opción por los pobres. Esta Iglesia, fundada en Cristo, se cimenta en el testimonio y la misión de los apóstoles, es Iglesia apostólica. Cuando la Iglesia olvida esta referencia fundamental a Cristo, se convierte en una sociedad más, mundana o triunfalista, creyéndose el reino de Dios en la tierra.

·       Principio pneumático: la Iglesia vive por la fuerza del Espíritu, es templo del Espíritu, lo cual implica que posee un dinamismo interno constante, una tensión escatológica hacia el reino, y una permanente fecundidad espiritual. Es la Iglesia santa, que el Espíritu vivifica con los sacramentos, el martirio, el don de la fe, la infalibilidad, el ministerio de los pastores, los carismas de los laicos, la vida religiosa, la tensión hacia la misión. Cuando esto se olvida, la Iglesia se convierte en algo meramente institucional, jurídico, fixista, monocéntrico, moralista.

Los diferentes modelos de Iglesia son válidos en la medida que mantengan estos principios claramente afirmados, aunque subrayen uno más que otro. La patología eclesiológica nace cuando hay elementos esenciales que se olvidan.

4. Del relativismo, a la opción

Pero no se puede deducir de aquí que los modelos de Iglesia sean indiferentes. En cada momento, la Iglesia ha de optar por aquel modelo que le parece que responde más a las exigencias de los tiempos y al evangelio.

En este sentido, se puede decir que claves y modelos de Iglesia, que a lo mejor estuvieron justificados en un momento dado, tal vez hoy ya no sean adecuados para el momento presente.

¿Cuál es hoy, para América latina, el modelo eclesial que responde mejor a los signos de los tiempos?

Si recordamos que vivimos en un continente donde el clamor de los pobres sube cada día con mayor fuerza y que este clamor es uno de los principales signos de nuestro tiempo (Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación, n 1), podemos concluir sin lugar a dudas que, para América latina, el modelo eclesiológico liberador es el más apto.

En realidad, como afirma P. Richard, en América latina sólo existen dos modelos de eclesiología, el de cristiandad y el de la Iglesia de los pobres, pues el modelo de Iglesia moderna casi no ha entrado en América latina. Los cambios y evoluciones sociales han puesto en cuestión a la Iglesia de cristiandad. La Iglesia de cristiandad dice relación a la dimensión del poder institucional, la Iglesia de los pobres a la vida. Pero no se pueden oponer de forma maniquea estas dos Iglesias: la Iglesia de los pobres nace de la Iglesia de cristiandad. Lo importante no es destruir el modelo de Iglesia de cristiandad, sino favorecer el surgimiento de la Iglesia de los pobres, que, aunque minoritaria, tiene fuerza espiritual y cualitativa.

Digamos de nuevo que la Iglesia liberadora o de los pobres no es una secta, o una Iglesia paralela a la Iglesia institucional, sino un movimiento de renovación al interior de la Iglesia universal, y en comunión con ella. Es un movimiento profético que se realiza a partir de una experiencia espiritual y teológica nueva, como se da en las CEBs y en los movimientos populares donde están los cristianos presentes

En régimen de cristiandad, las clases dominantes utilizan la Iglesia institucional para legitimar el sistema de dominación capitalista y neoliberal, al mismo tiempo que la jerarquía utiliza el poder social dominante para cristianizar la sociedad y ayudar a los pobres.

En América latina, desde los años 60, la Iglesia toma conciencia de que el capitalismo neoliberal es un régimen de muerte, un darwinismo social en el cual sólo los más fuertes sobreviven mientras los pobres mueren y crece la brecha entre los pocos ricos y los muchos pobres. Por esto surge de esta experiencia de muerte y de la experiencia de vida, que el Espíritu suscita en el camino liberador, un nuevo modelo de Iglesia, liberadora, donde los pobres son el sujeto social.

Para América latina, optar por la Iglesia liberadora no es una moda ni una veleidad, es consecuencia de la necesidad de optar por los pobres, como respuesta al signo de los tiempos de su clamor ingente. Más aún, es consecuencia de que los mismos pobres hayan optado por la Iglesia. Los pobres, con la luz del Espíritu que el Señor concede a los pequeños, han sintonizado con la Iglesia que prosigue el camino de Jesús.

El verdadero conflicto en América latina no se da entre la jerarquía y el pueblo, entre la Iglesia jerárquica y la Iglesia popular, como a veces se hace creer, sino entre los diferentes modelos de Iglesia, concretamente entre el modelo de cristiandad (más o menos renovado en forma de nueva cristiandad) y el modelo de Iglesia liberadora. En cada modelo participan obispos, sacerdotes, religiosos y laicos.

En todo caso, surge siempre el problema de cómo pasar de un modelo de Iglesia a otro, de cómo pasar de una clave a otra.

Podemos decir que, en general, el paso de la clave tradicional a la moderna y de la Iglesia tradicional a la moderna es un cambio sobre todo intelectual, de cambio de mentalidad, de forma de ver la realidad. El joven campesino latinoamericano que de su comunidad rural va a estudiar a la universidad, cambiará en poco tiempo de forma de pensar, pronto se iniciará al mundo moderno, al mundo de la racionalidad científica y técnica, de la sospecha y de la secularización.

Esta tarea es la que se dio a nivel eclesial después del Vaticano II. Los cursos de renovación o aggiornamento conciliar iban dirigidos a cambiar la mentalidad, a proporcionar una visión más crítica, más bíblica, más histórica, más comunitaria sobre la fe y la Iglesia. En realidad, iban a comunicar y socializar la nueva teología que, en los años anteriores al Vaticano II, había ido surgiendo en Europa central y que el concilio, de alguna manera, había hecho suya. Pero fueron sobre todo los sectores cultos y profesionales o los agentes pastorales ya bien formados los que realizaron este cambio de mentalidad. En América latina, este proceso fue poco intenso y poco multitudinario, pues la gran mayoría ante todo tiene que sobrevivir y está pendiente del pan de cada día.

Pero el problema más difícil es el paso de la clave moderna a la liberadora. Aquí no basta una mayor información intelectual, sino que es necesaria una conversión, un cambio de corazón. Implica un cambio de lugar social, un leer el evangelio desde los pobres, ver el mundo desde el reverso de la historia, cambiar de interlocutor, de sujeto social.

Por otra parte, la misma modernidad tiene una serie de connotaciones que le obstaculizan esta sensibilidad para los pobres. La modernidad, como hemos visto, está ligada a una clase social emergente, lleva en sus entrañas el individualismo, la frialdad de la lógica racional e instrumental, el materialismo, la privacidad, el hedonismo del buen nivel de vida. Todo esto impide un acercamiento evangélico a los pobres, un ser impactado por ellos, un dejarse conmover y afectar por la realidad.

Por esto mismo, es más fácil pasar de la mentalidad tradicional a la liberadora, que de la moderna a la liberadora. Es más fácil al pueblo sencillo y tradicional de América latina comprender la Iglesia de los pobres, que a los sectores cultos y seculares del mundo moderno occidental.

Esto explica, entre otras cosas, la dificultad que tienen sectores de la sociedad y de la Iglesia del Primer mundo para comprender la eclesiología latinoamericana, y las sospechas y tensiones que crean cosas tan obvias en América latina como las comunidades de base, el leer la Biblia desde los pobres, la denuncia de estructuras de pecado, o la opción por los pobres.

La evolución de monseñor Oscar Romero puede resultar significativa de estas dificultades para cambiar de mentalidad. Educado en una mentalidad cristiana tradicional, tanto en su familia como en el seminario, monseñor Romero poco después del Vaticano II se abrió a la visión más moderna de la fe y de la Iglesia. Pero esto no le hizo todavía tener una visión liberadora. Cuando fue elegido el año 1977 para la sede de San Salvador, monseñor era el candidato de la oligarquía financiera y militar y de los sectores más tradicionales de la Iglesia.

Fue el asesinato del padre Rutilio Grande y de dos catequistas lo que le hizo abrir los ojos, como a Pablo en el camino de Damasco. Romero comprendió que eran las fuerzas de seguridad del Estado y sus aliados poderosos los que asesinaban a sus sacerdotes, catequistas y al pueblo indefenso. Empezó a ver la realidad desde abajo, todo le pareció nuevo, descubrió un mundo antes desconocido, a pesar de ser él salvadoreño. Esto fue el comienzo de un cambio que hizo de él el gran profeta de la justicia, el gran defensor del pueblo, el gran denunciador de las injusticias de los poderosos, el gran amigo de los pobres. Su fuerza profética se desplegó, sobre todo, en sus homilías dominicales en la catedral, donde con su palabra evangélica hizo temblar al sistema de corrupción y de pecado, hasta que en una eucaristía fue asesinado y su martirio selló la verdad de su vida evangélica.

El pueblo salvadoreño, a diez años de su muerte, va a rezar con fervor a su sepulcro y bautiza a sus hijos con el nombre de Oscar. El pueblo, de forma sencilla, capta lo que a otros resulta incomprensible o sospechoso. No casualmente, monseñor Romero sufrió mucho de las sospechas y críticas que le vinieron, tanto de sus hermanos en el episcopado, como de la curia romana que le envío dos visitadores apostólicos a su sede arzobispal.

El caso de monseñor Romero, como el de tantos otros, mártires, ilustra bien lo que es la eclesiología latinoamericana, y disipa las sospechas que tantos tienen todavía acerca de su legitimidad eclesial.

Más aún, creemos que esta eclesiología tiene mucho que decir a toda la Iglesia universal, pues los principios evangélicos que la sustentan son universalmente válidos para todos los cristianos. Ciertamente, las circunstancias del Primer mundo son diferentes de las del Tercer mundo o de América latina, pero lo que sucede en América latina está estrechamente ligado a las antiguas potencias coloniales europeas y a los actuales sistemas sociales, políticos y económicos mundiales. El mundo forma hoy una estrecha unidad, y las opciones tienen hoy un carácter planetario y no meramente sectorial.

Tal vez el mérito de la eclesiología latinoamericana ha sido el hacerle abrir los ojos a la Iglesia universal sobre la gravedad del problema de la injusticia y la pobreza, y sobre lo central que es para el evangelio el tema de los pobres. Es toda la Iglesia de hoy la que comienza a darse cuenta de ello de forma nueva, y así Juan Pablo II, en Sollicitudo rei socialis, llega a decir: «La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a las multitudes pobres» (SRS 39).

Estar junto a las multitudes pobres será diferente en América latina y en Europa, pero únicamente desde esta opción se podrá comprender la eclesiología latinoamericana.

En última instancia, para comprender la eclesiología latinoamericana no basta leer libros de teología, se requiere una conversión. Como la de monseñor Romero.

Si hay una figura humana que simbolice la Iglesia, ésta es María.

En América Latina, María es la madre de los pobres, la que se aparece a los indios y escucha el clamor de los oprimidos. Es el rostro materno de Dios, la expresión misericordiosa de la cercanía del Padre y de Cristo a sus hijos más desvalidos. El pueblo creyente reconoce en la Iglesia la familia que tiene por madre a María, y ve en María el símbolo de la Iglesia, sobre todo de la Iglesia de los pobres, porque María es modelo de «quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la alienación, como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios ensalza a los humildes y, si es el caso, derriba a los potentados de sus tronos» (Juan Pablo II, en Zapopán [México], citado en Puebla 297).

Esta es la Iglesia que soñamos, la que amamos, en la que queremos vivir y morir. Y creemos que el Espíritu de Jesús, a pesar de todos los pecados y deficiencias humanas, nunca la abandonará: «Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia, decía la gran Teresa de Ávila que conoció, sin embargo, muchas y dolorosas incomprensiones en su vida. En la Iglesia, sacramento del reino de vida en la historia, viven  y mueren  los cristianos comprometidos de América Latina» (G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo. Lima 1983, 201).

DOS MODELOS DE IGLESIA

Desde esta perspectiva, se dan dos modelos de Iglesia. El primero está orientado en forma jerárquica, piramidal; funciona de arriba abajo, es clerical, se apoya en la autoridad jerárquica como sede del poder sacramental. El Código de Derecho Canónico de 1917 es expresión patente de este primer modelo, que aún continúa ejerciendo su influencia, si bien ya algo debilitada, en el Código de 1981.

El segundo modelo, en cambio, es más carismático, popular, dirigido de abajo arriba; en vez del poder del clero, subraya la fuerza de la comunidad, la esencial igualdad de todos los miembros del pueblo de Dios. La separación entre clero, órdenes religiosas y laicos, tiende a difuminarse, apareciendo en su lugar estructuras configuradas según el principio de igualdad, formas muy variadas de participación del pueblo en la responsabilidad eclesial. Las comunidades eclesiales de base se autocomprenden como nuevo sujeto histórico que se va imponiendo en la sociedad y en la Iglesia. La presencia del obispo y los sacerdotes no se experimenta como imposición, sino como ministerio especial al servicio de la comunidad en su tarea de discernir la voluntad de Dios en la historia.

Este segundo modelo es testimonio de la encarnación de la fe en los estratos populares, fe caracterizada más por el símbolo que por el concepto, por la narración concreta que por la argumentación abstracta. Frente al modelo monárquico, aristocrático, centralista, éste es más democrático, popular, pluralista y participativo.

Desde esta perspectiva, encontramos la contraposición entre el modelo tradicional de Iglesia como «sociedad perfecta» y el modelo sociocrítico de una Iglesia que es fermento evangélico.

El primero se autocomprende como sociedad completa y cerrada en sí misma, contrapuesta a otras sociedades, al Estado. Es la Iglesia de las nunciaturas, las secretarías de Estado, las delegaciones apostólicas, el Sacro Imperio Romano, la regalías, los privilegios: la Iglesia visible por la que tanto luchó Belarmino frente a toda evaporización espiritualista de la institución. Es la Iglesia de «cristiandad» que, en concurrencia con el Estado, busca conquistar su «puesto al sol», influir en todos los planos de la vida civil; y para ello firma concordatos, mantiene relaciones diplomáticas, etc. Hoy día captamos con mayor claridad las ambigüedades de este modelo de Iglesia. ¿Se debe mantener todo este aparato diplomático, que tan claramente deja traslucir el aspecto demasiado humano de la Iglesia? ¿Podemos seguir defendiendo hoy la Iglesia como «sociedad perfecta»?

Si pasamos al otro modelo, nos encontramos con una Iglesia vivida como fermento profético en medio de la sociedad. Partiendo del evangelio (aspecto profético), esta Iglesia realiza en la sociedad (aspecto social) una función de diferenciación (aspecto crítico) que subvierte radicalmente todo lo que en el mundo se contrapone al plan de la creación y la salvación divinas. Así, «lo que el alma es para el cuerpo, son los cristianos para el mundo» (Carta a Diogneto) (...).

Tras esta presentación de modelos e imágenes de Iglesia, nos preguntamos: ¿qué Iglesia queremos? Ya en Puebla (1302-1305) obtuvimos una respuesta, que ahora se profundiza a través de la viva acción del Espíritu Santo en las Iglesias del este de nuestro continente. Soñamos con una Iglesia que escucha y realiza efectivamente la palabra de Dios y la kénosis salvadora de Jesucristo (Flp 2, 5-9), que testifica, anuncia y celebra la vida de Dios encarnada para la transformación del mundo, de modo que los corazones y las estructuras se conviertan y se realice el compromiso de todos los cristianos en una acción transformadora del mundo que sea anuncio, anticipación y sacramento definitivo del reino de Dios: sacramento de participación del Espíritu del siervo de Yahvé, sacramento de liberación en fidelidad total a Cristo y a los hombres en el Espíritu. Sólo así será sacramento universal de salvación (LG 48; GS 45).

Cardenal Aloisio Lorscheider, La comunidad eclesial, sacramento de liberación (resumen en Selecciones de Teología 109 [1989137-39).

YO, PECADOR Y OBISPO, ME CONFIESO

(…)

Yo, pecador y obispo, me confieso

de soñar con la Iglesia

vestida solamente de Evangelio y sandalias,

de creer en la Iglesia,

a pesar de la Iglesia, algunas veces;

de creer en el Reino, en todo caso

-caminando en Iglesia-

Yo, pecador y obispo, me confieso

de haber visto a Jesús de Nazaret

anunciando también la Buena Nueva

a los pobres de América Latina;

de decirle a María: «¡Comadre nuestra, salve!»;

de celebrar la sangre de los que han sido fieles;

de andar de romerías...

Yo, pecador y obispo, me confieso

de amar a Nicaragua, la niña de la honda.

Yo, pecador y obispo, me confieso

de abrir cada mañana la ventana del Tiempo;

de hablar como un hermano a otro hermano;

de no perder el sueño, ni el canto, ni la risa;

de cultivar la flor de la Esperanza

entre las llagas del Resucitado.

Pedro Casaldáliga, Todavía estas palabras. Estella 1989, 56.

 

Lecturas

J. Losada, Distintas imágenes de Iglesia. Madrid 1983.

M. Sotomayor,         Reflexiones para una visión panorámica de la historia de la Iglesia. Madrid 1983.

H. Fries,      Cambios en la imagen de Iglesia y desarrollo histórico dogmático, en Mysterium salutis, IV-I. Madrid 1979, 231-296.

A. Dulles,    Modelos de Iglesia. Santander 1975.

V. Codina,   Tres modelos de eclesiología, en Seguir a Jesús hoy. Salamanca 1988, 59-92.

V. Codina,   Ser cristiano en América Latina. Oruro 1987. Buenos Aires, Bogotá, São Paulo.