América Latina, lugar eclesial de renovación posconciliar

Tomás Balduino o.p., obispo de Goiás, Brasil

Introducción

La cuestión que me han encomendado en esta reflexión es la siguiente: ¿Qué queda del proceso de liberación latinoamericano en el ámbito eclesial después de las tres últimas décadas?

Es un asunto que preocupa a muchos, desde los más jóvenes hasta los más adultos, como yo, contemporáneo del Concilio.

No abordo este problema en toda su amplitud. No es para mí, ni para los límites de esta publicación. Lo que quiero destacar aquí es la contribución genuinamente latinoamericana en el posconcilio Vaticano II y que sigue siendo uno de los componentes propios de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II, -un acontecimiento mayor en la Historia de la Iglesia y que ha llegado a incorporarse a la historia universal-, no habría pasado de un formidable relámpago momentaneo, en seguida apagado y aplastado por la fuerza institucional romana, si no existiese el Continente latinoamericano y su Iglesia.

La gran inspiración renovadora del Papa Juan XXIII encontró en América Latina su lugar eclesial. Esta Región transformó en relidad concreta, con todas sus consecuencias, aquello que pareció un sueño acuciante destinado a cambiar radicalmente la vida de la Iglesia con notables repercusiones en la situación del pueblo. Aquí se dio el laboratorio adecuado para la experimentación de las cuatro Constituciones conciliares y de sus decretos más importanates.

Esto se debió al hecho de tratarse de un continente periférico por razón de su pobreza y miseria absolutas, y al mismo tiempo encrucijada del mundo por razón de su posición estratégica. Es el Continente cuya población en casi su totalidad es religiosa, y donde vive una gran mayoría católica que le destaca entre los demás continentes. En esta Región la presencia de la Iglesia que siempre tuvo un peso considerable, creció aún más en los tiempos posconciliares y adquirió dimensiones universales, sobrepasando los límites continentales, de por sí ya vastos.

Si no fuera por estas circunstancias no hubieran sido necesarias en estas tres décadas tantas medidas interventoras de Roma afectando en parte el caminar de la Iglesia en América Latina. Estos son algunos ejemplos: Intervención del CELAM a partir del encuentro ordinario de Sucre en 1972. Control mundial de la colección "Teología de la Liberación". Advertencias y castigos a algunos de sus principales teológos. Intervención de la CLAR (Conferencia Latinoamericana de los Religiosos). Nombramientos de Obispos de línea conservadora. Control cerrado de todos los Seminarios, con supresión de los abiertos y promoción de los tradicionales. Control progresivo de las Asambleas continentales culminando, de manera férrea, en esta última de Santo Domingo.

Dentro de este riquísimo y contradictorio universo trataré de destacar los elementos nuevos y específicos surgidos en América Latina y que se convertirán en un proceso de renovación de la Iglesia al interior de ella misma.

¿Cúal es el destino de este proceso? ¿Qué va a quedar de él? No es fácil pronosticar los resultados de forma absoluta y rígida ni por el éxito ni por el el fracaso. Muchos torrentes impetuosos en el inicio vuelven con el tiempo a su cauce antiguo. Otros toman caminos nuevos, quizás irreversibles. Vivimos exactamente en este tiempo propicio, en este Kairós único en América Latina. De hecho estamos inmersos en él y por él apasionadamente envueltos, es difícil captar su rumbo en el mañana de la Historia.

Mundo-de-Abajo.

En el Concilio Vaticano II la Iglesia se abrió al Mundo. Fue un paso extraordinario, toda vez que se trataba del Mundo precisamente bajo el enfoque que por siglos fue objeto de condenación: Mundo de la ciencia, de la cultura, de la política, de la economía. Esta apertura fue más que la quiebra de un muro divisorio. Fue sobre todo el reconocimiento de valores autónomos de la sociedad y la proclamación de la comunión de la Iglesia con estos valores. "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustías de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo" (GS 1) Esta Constitución sintetiza la inspiración fundamental del Concilio. Por esta nueva luz la Iglesia retoma la postura evangélica y profética de Jesús del anuncio del Reino. Todos los demás documentos conciliares están transpasados por el mismo Espíritu que se revela en este texto fundante.

La segunda Asamblea del episcopado realizada en Medellín retoma la misma perspectiva de apertura hacia el mundo. Pero lo que salta a la vista de los obispos no es el Mundo respetable del saber, de la cultura o del tener, sino el otro mundo de la "miseria como hecho colectivo y de la injusticia que clama al cielo" (Ibidem 1, Justicia). Es el mundo-de-abajo conforme a la expresión de Gustavo Gutiérrez. Lo que se buscó en este importante encuentro episcopal de l968 no fue tanto a la Iglesia en si misma, sino al hombre y a la mujer latinoamericanos. No se buscó tanto al fiel católico, sino al pobre y oprimido de este Continente.

Hablamos del mundo-de-abajo primero, por causa de la posición del tercer mundo en la parte sur del mapa-mundi. Más aún por causa de su situación marginada y oprimida por parte del colonialismo externo y la dominación interna.

Después de esta apertura genérica hacia el mundo de los de abajo, la Iglesia fue descubriendo y asumiendo con más precisión y compromiso los rostros de los hombres y mujeres que lo integran, los rostros sufrientes de Cristo. Son los niños de la calle abandonados y explotados, los jóvenes desorientados y frustrados. Los indígenas y afroamericanos segregados, que son los más pobres entre los pobres. Los campesinos sin tierra y engañados, los trabajadores mal remuneredados, los subempleados o desempleados. Los abandonados de las ciudades, los ancianos excluídos.

Sucedió un hecho nuevo importante en la Iglesia con relación a este mundo. Fue el cambio de lugar que se dio en ella. Del lugar del tener o del ser, ella se puso en el lugar del no tener y del no ser. Se trasladó a este mundo de miseria. Sucedió, como dice Leonardo Boff, la revolución copernicana en la Iglesia.

Se alió con los pobres y, en varias experiencias de encarnación y de inserción, se identificó con los pobres. Era el sueño de Juan XXIII apoyado por algunos pocos amigos suyos, Obispos y Cardenales: Iglesia pobre e Iglesia de los pobres.

Esta experiencia única y sorprendente tuvo su inicio en Medellín al tratar de forma detallada de la Pobreza de la Iglesia, su comprensión y su compromiso. Pero fue en Puebla cuando declaró de manera elocuente: "Afirmamos la necesidad de conversión de toda la Iglesia hacia una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral" (Parte IV Cap. I, 1,1; n. 1134)

La apertura de la Iglesia al mundo sería ambigua si no fuese desde la opción preferencial por los pobres. Al relacionarse con el universo secularizado del saber y de la cultura la actitud respetuosa de la Iglesia hace apelación a criterios más racionales, mientras al entrar en contacto con los pobres es sobretodo el corazón el que se abre. Por eso muchos agentes de pastoral reencontraran la motivación profunda de su vocación en la convivencia con los sectores marginados de la población.

Para la Iglesia este cambio significó una conversión evangélica y un enriquecimiento humano. Inicialmente parecía una forma nueva de ayuda prestada a los pobres. Hoy estamos convencidos de que este paso significó progreso humano y espiritual por el encuentro con las riquezas culturales y religiosas existentes en el corazón del pueblo del mundo-de-abajo.

Pueblo de Dios, Pueblo de los pobres.

La Constitución "Lumen Gentium" del Concilio Vaticano II abandona expresamente la prioridad anteriormente dada a la jerarquía eclesiástica y pasa al primer lugar el Pueblo de Dios, en la definición de la Iglesia.

Partiendo de una relectura de la Palabra de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamente la Iglesia, al indagar sobre sí misma, se ve como Pueblo que Dios eligió entre otros pueblos y lo puso en el Mundo al servicio del Reino como su meta específica. Su forma de ser es semejante a la de Cristo, sacerdote, rey y profeta.

Gracias a esta relectura, todo aquello que era atribuído en primer lugar a los sacerdotes y misioneros ahora se aplica, sobre todo al pueblo de Dios. El es el germen finísimo de unidad, esperanza y salvación. Es sal, luz, fermento para el mundo. El es, en fin, la propia imagen de su cabeza que es Cristo.

Estamos realmente ante un modo nuevo de ser Iglesia. Aquí vale la circularidad de las relaciones mutuas en lugar de la verticalidad. Se da el primer lugar al Espíritu de Dios habitando en los corazones y dándoles dignidad y libertad de Hijos en lugar de la prioridad de la organización institucional del modelo de Iglesia como sociedad perfecta gracias a las estructuras jurídicas y funcionales de poder.

En América Latina sucedió un fenómeno que concretizó profundizó maravillosamente esta definición de Iglesia. Son las comunidades Eclesiales de Base, la Iglesia naciendo de las bases por la fuerza del Espíritu.

Además de todos los elementos y notas indispensables para que una comunidad merezca el nombre de Pueblo de Dios, aquí se acentúan dos notas fundamentales: pueblo pobre y pueblo de la base.

Por ahí comienza ya una limitación importante. No todos los que son Iglesia son de la base y no todos son pobres. Reconocemos, por ello que no todo el pueblo es Pueblo de Dios. La Iglesia en sí será siempre "pequeño rebaño" en relación a toda la Humanidad. Las comunidades de base también son minoría dentro de la propia Iglesia. Nada de esto dispensa o impide la misión de la Iglesia con relación al Mundo, y lo mismo diremos de las comunidades de base.

Las Comunidades de pobres y de la base reproducen al vivo el modo de ser de las primeras comunidades de fe descritas por los Hechos de los Apóstoles y que muchos ya consideraban sólo como un símbolo o un ideal que no exigía ser realizado en lo concreto sino asumido como iluminación del camino eclesial.

Pues ellas ahí están, a millares, reconociéndose no como de la Iglesia, sino como la propia Iglesia. Sus miembros se consideran iguales unos a otros. Ninguno es mayor o menor. Respetan las diferencias mutuas. Son solidarios con todos, especialmente con los que más sufren. Son libres. Son comprometidos y corresponsables en el servicio de la liberación. Y viven la fraternidad.

Las comunidades eclesiales de base, por el hecho de reproducirse a nivel del pueblo, (el nuevo modo de ser Iglesia como tal), se distinguen nitidamente de las cofradías y movimientos que han nacido en general de una inspiración renovadora o reformista en el seno de la Iglesia.

Estas comunidades son naturalmente religiosas buscan el sentido de las celebraciones y sacramentos, se preocupan de la formación bíblica y catequética, y organizan sus servicios y ministerios, pero su mayor fuerza, como Iglesia, está en la profecía. De este modo realizan la presencia liberadora de Jesús en un mundo donde el pan de cada día es la injusticia.

Las comunidades de base son la parcela de la Iglesia más sensible a los sufrimientos del pueblo. Muchas nacieron en el confrontamiento con algún conflicto social. Y es de ellas de donde parten las organizaciones autónomas que poco a poco van organizando y articulando al pueblo pobre permitiendo su ascenso, que se vuelve cada vez más notorio para aliados y enemigos.

Es por eso que las CEBs estuvieran siempre en la mira de políticos y militares preocupados por este pequeño fermento de gran potencialidad transformadora. El martiriologio latinoamericano es la herencia de la fuerza profética de las CEBs y una señal más de su legitimidad como Iglesia semejante a la de los Apóstoles y de los Mártires.

Algunos sectores eclesiásticos se opusieron o se oponen a las CEBs. Sin embargo no se atraven a atacarlas públicamente por temor a ser señalados en oposición al Magisterio, que concedió a las Comunidades de base el pleno derecho de ciudadanía.

"Nuevo modo de ser Iglesia" es la expresión que usamos para designar a las Comunidades Eclesiales de Base. Don Aloisio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza, va más lejos, y dice que ellas "son el mejor modo de ser Iglesia". En efecto mirando bien al Evangelio, el ejemplo de Jesús y el testimonio de las comunidades de los primeros hermanos en la fe, podemos decir que el Concilio renovó el modo de ser Iglesia y las comunidades de base son su mejor modo de existencia en medio del mundo.

Misión Solidaria

La perspectiva fundamental del Documento conciliar "Ad Gentes" es "llevar a todos los hombres y pueblos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de gracia" (Cap. I n. 5).

Hay aquí una gran apertura en la relación con los otros pueblos en la búsqueda de una unión con su tejido social, sus tradiciones nacionales y religiosas. Se recomienda incluso el descubrimiento respetuoso de las "semillas del Verbo" ahí ocultas.

Más aún los misioneros deben colaborar "con todos los otros para estructurar con justicia la vida económica y social". Y añade: "Tomen parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando contra el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo". (Ibid, cap II n. 1.2).

La experiencia misionera en América Latina, después del Concilio Vaticano II dio un salto cualitativo revelador de la dimensión solidaria de la evangelización a partir de la misión profética de la Iglesia.

En marzo de l971 se encontraban reunidos en Iquitos, en el Perú, obispos y misioneros de cinco países. Con realismo, se ubicaban delante de la situacion desesperada en que se encontraban los grupos marginados del área amazónica, tomaron conciencia del carácter liberador de la acción misionera solidaria sobre todo con ralación a las minorías étnicas que constituyen un potencial humano en América Latina y están en acelerado proceso de desintegración.

Esta solidaridad se detalló en la forma siguente:

1.   Compromiso de máxima comprensión, respeto y aceptación de las culturas autóctonas.

2.   Compromiso para asegurar la sobrevivencia biológica y cultural de las comunidades nativas.

3.   Denuncia abierta, serena y sistemática de la injusticia institucionalizada.

4.   La Iglesia misionera, debe propiciar que los grupos nativos tomen conciencia de su situación frente a la sociedad nacional, se organicen y se conviertan así en propulsores de su propio desarrollo". (En "Por la Liberación del Indígena" - Edic. del Sol 1975 p 105).

Esta acción misionera se preocupaba más por la vida amenazada de estos pueblos nativos que por la implantación de la Iglesia entre ellos. Aquí aparece más la dimensión política liberadora que la religiosa de la evangelización. Hay incluso hasta un esfuerzo no sólo por respetar la cultura y la religión del grupo sino también por ayudar en su recuperación y consolidación, toda vez que esto es condición de sobrevivencia de estos pueblos.

Además la postura de los misioneros es de reconocimiento de los indígenas como sujetos de su propia liberación. Hay una total superación del etnocentrismo y del colonialismo que marcaron profundamente nuestras misiones con irreparable daño para los pueblos que se dicen evangelizados.

Es misión evangélica y evangelizadora, porque anuncia no sólo por palabras sino más bien por acciones concretas la Buena Nueva del Señor de la Vida.

Se trata verdaderamente de una misión específica en defensa de la vida amenazada, y de diálogo con las culturas oprimidas, en contraposición a la misión genérica que se preocupaba más de la catequesis y de la implantación de la Iglesia entre los pueblos evangelizados.

Esta forma de misión fue asumida por el CIMI del Brasil (Consejo Indigenista Misionero) fundado en l972 y por varias misiones en diversos países de América Latina. Además, por tratarse de una pastoral global de la Iglesia, sobre todo en sus servicios a los marginados, negros y campesinos sin tierra.

Colegialidad en la cúpula y en la base.

Una novedad del Concilio Vaticano II fue la irrupción, con fuerza, de la colegialidad episcopal. Eso vino a contrabalancear el peso del Vaticano I que se ocupó principalmente del primado petrino y del magisterio pontificio.

La minoría del episcopado se opuso tenazmente a la posibilidad de que el poder supremo en la Iglesia pueda ser ejercido por el colegio de los obispos en unión con el sucesor de Pedro.

Pero, sin dirimir la cuestión, la colegialidad, gracias al Concilio Vaticano, se volvió un hecho indiscutible e irreversible en la comprensión del ministerio de la Iglesia, recuperando así la continuidad con el poder colegial de los Apóstoles, continuidad cada vez más ofuscada y disminuida a lo largo de la Historia.

Pero no fue sólo en el Concilio. Dos factores importantes entraron en el proceso de consolidación de la colegialidad. El primero fue la emergencia de la conciencia de la Iglesia particular con su definición de lugar donde subsiste concretamente la Iglesia "una y única" y con su identidad histórica, cultural, y sus carismas propios ligados al caminar eclesial. El segundo factor fue el crecimiento de las conferencias episcopales hasta el punto de convertirse en instrumento principal de la colegialidad afectiva y efectiva de los obispos.

Iglesia Particular y Conferencia Episcopal no se oponen, ni concurren paralelamente una frente a la otra. Por el contrario, la Conferencia gana con el carácter adulto y corresposable de cada Iglesia particular, y ésta se beneficia enormemente de la fuerza de la Conferencia como instrumento del ejercicio de la profecía, contando con la amplitud mayor del espacio geográfico más allá de los estrechos límites de la Diócesis y con el peso de un número mayor de obispos comprometidos con la misma causa.

La reacción contraria del poder romano para contener la colegialidad usó dos instrumentos: l. El direccionismo de las Diócesis para el ejercicio individual y autónomo de su poder, por tanto conexión directa con el Papa. 2. La Congregación romana cuestionó radicalmente el carácter jurídico y teológico de las conferencias episcopales. El proceso, por lo tanto, no encontró la aceptación esperada y prosiguió dialécticamente.

En América Latina se notan tres factores importantes que orientan en favor de la colegialidad:

1.    La creación del CELAM (Consejo episcopal latinoamericano), y su caminar desde l955, antes del Vaticano II, fue precedido en el tiempo por la fundación de conferencias episcopales como la del Brasil, desde l952. Monseñor Larrain decía que el "CELAM" es el primer caso, en toda la historia de la Iglesia, de la realización de la colegialidad episcopal".

2.    El surgimiento del Grupo informal de Obispos. Iniciado en l967 en el Brasil por razón de la imposibilidad de avanzar y decidir cuestiones urgentes, surgidas sobre todo de la represión militar contra miembros comprometidos de la Iglesia, el grupo pronto descubrió su lugar y su servicio. Desde el inicio tuvieron los obispos conciencia de la legitimidad de sus actuaciones en continuidad con la práxis episcopal en la historia de la Iglesia. El grupo optó claramente en favor de CNBB ayundando a realizar tareas prácticamente imposibles para la complejidad de aquella Entidad. El grupo informal realizó trabajos que fueron el origen de la creación de instrumentos importantes de la Iglesia "ad extra" como CIMI y la CPT (Comisión Pastoral de la Tierra). Finalmente se convirtió en una referencia para obispos de otros países de América Latina y también para el Mundo ecuménico.

3.    El punto más novedoso tal vez de este caminar colegiado es la nueva forma de celebrar las Asambleas diocesanas. En ellas prevalece no la letra de la ley canónica, de la contribución consultiva, sino el nuevo espíritu que está en la Iglesia latinoamericana, de comunión y participación de todos en pie de igualdad. El voto del Obispo vale lo mismo que vale el voto de un laico o laica miembro de la Asamblea. Creció la conciliaridad en la Iglesia latinoamericana en contraposición a la sinodalidad. Creció el carácter democrático de las relaciones eclesiales corrigiendo o completando la exclusividad de sus relaciones monárquicas. Una riqueza extraordinaria, una vez desatada la participación libre y digna de los cristianos bautizados. La experiencia que se tiene de estos momentos de la Iglesia es la reedición de Pentecostés, que irrumpe de arriba abajo en el tejido eclesial y conduce a todos a las conclusiones y decisiones más sabias y más luminosas de las que se tienen noticia de la historia de la Iglesia en estos tiempos.

Conclusión.

Conforme dije al comienzo de este artículo, es muy difícil abordar, de forma amplia y exhaustiva, todo lo nuevo de este caminar doloroso e irreversible de la Iglesia de América Latina. Estaba queriendo reflexionar también, entre otras cosas, sobre la sabiduría eclesial popular compilada, con gran calidad científica e igual profundidad de fe, por biblistas, sobre el modo como el pueblo lee la Palabra de Dios; por teólogos, sobre la articulación de la fe como praxis popular de liberación; por historiadores eclesiales, sobre la memoria del pueblo pobre que siempre dio testimonio de la vivencia del Evangelio a lo largo de su historia.

Merecería también hacer una reflexión sobre la gran laguna que todos nosotros, obispos contemporáneos del Concilio Vaticano II, sentimos con relación al pasaje de la letra del Decreto "Apostolicam Actuositatem" para la práctica eclesial. Sobre todo hoy, con el reflujo de la Iglesia sobre sí misma, está haciendo falta la organización autónoma de los laicos para la penetración del Evangelio en las realidades profanas. El pueblo sufre las consecuencias de vivir gobernado por paganos, peor aún, por cristianos fariseos. Falta el laico de fe y con formación bíblico-teológica, articulado con otros laicos y capacitado para ser sal, luz y fermento en el mundo de la cultura, de la política, de la economía.

Concluyamos: América Latina es, sin duda alguna, una referencia eclesial para sí misma y para el Mundo. Digo esto pensando en los Patriarcados existentes en la Iglesia y que completan maravillosamente el cuerpo eclesial, librándolo del empobrecimiento al que estaría condenado con la única referencia a la Iglesia de Roma.

Es providencial que Santo Domingo haya tenido su texto propio, a pesar de la guerra establecida para vaciar de contenido aquella reunión. Lo consiguió, gracias a la conciencia del Episcopado. Como afirmó uno de nuestros hermanos, con lo que sucedió en esta IV Asamblea, la mayoría de los obispos, tanto los moderados como los menos avanzados, han regresado a sus diócesis con más claridad sobre la necesidad de dar a esta Iglesia un rostro y un contenido más latinoamericanos.

Esto favorecerá la credibilidad de la Iglesia en cuanto tal. Esto es una forma de concurrir no paralelamente con Roma, sino de colaborar con ella dentro del Espíritu que presidió el propio nacimiento de la Iglesia.