SAN FRANCISCO Y LA NATURALEZA

Urbano Plentz, ofm.

Cuadernos Franciscanos, Chile, 1989 Nº 86

 

INTRODUCCION

Cuando se habla de san Francisco, a muchas personas les viene a la mente el hecho de que él es amigo de la naturaleza y de los animales. Tal vez relativamente pocos sepan que Francisco es Patrono de la Ecología; declarado oficialmente por el papa Juan Pablo II, el día 29 de noviembre de 1979.

Infelizmente, para una gran parte de las personas, san Francisco es apenas objeto de una admiración sentimental y romántica. No lo conocen de modo más profundo. Y, menos aún llegan a imitarlo en su amor auténtico a todas las criaturas, animadas e inanimadas, del universo entero. No llegan ni a imaginar la posibilidad de un amor fraterno cósmico. Llegar a amar al sol, a la luna y a las estrellas, como Francisco las amó.

Y, Francisco vivió ese amor “concreto”, telúrico y cósmico al mismo tiempo, acogiendo, en el más profundo amor fraterno a todas las criaturas como hermanos y hermanas de verdad. Es el Francisco, simultáneamente, humano y cristificado. Es el santo, incómodamente próximo a nosotros en su manera tan humana de ser; y es el hombre tan increíblemente lejano de nosotros en su santidad provocadora y profética. Es el santo que provoca la admiración y es el hombre que obliga a la imitación. Y todo eso armónicamente integrado en un hombrecito tan pequeño e insignificante, que nunca pisó una universidad para hacer estudios, pero que se tornó materia de estudios en muchas universidades actuales. Francisco, que nunca aceptó ser identificado con algo que fuese grande o importante, pero que hoy es considerado como uno de los mayores santos de la historia, uno de los mayores genios de la poesía universal y el mayor profeta de todos los tiempos en la predicación del Evangelio y, principalmente, del “mandamiento nuevo de Cristo”, o sea, del amor a todos los hombres, y a todas las criaturas del universo cósmico.

Ese hombrecito, tan común y simple, y al mismo tiempo tan extraordinario y diferente, que encanta y cautiva, a lo largo de ocho siglos, a la humanidad entera. Personas simples y analfabetas, así como los sabios y los grandes genios de la humanidad, todos se paran delante del Pobre de Asís. Unos le piden una gracia o un favor, otros intentan descubrir su maravilloso secreto para vivir. Católicos y protestantes, hombres de fe y ateos, científicos y teólogos, materialistas y místicos, todos sienten una extraña fuerza que los atrae hacia ese hombre diferente. Es una fuerza que todos sienten, pero que pocos saben explicar. Es una influencia que muchos perciben, pero que pocos llegan a imitar.

Es delante de esa persona, del “idiota” (como él mismo se llamaba), del “santo y genio” (como nosotros lo llamamos), que ahora nos vamos a situar. Y queremos pedirle que nos deje entrever un poco de su secreto de vida, para que de él aprendamos a ser mejores y podamos construir un mundo más humano, más fraterno, más evangélico y más franciscano. Un mundo en que los hombres se redescubran como hermanos y redescubran a todas las criaturas como hermanas. Que san Francisco nos enseñe a construir un mundo nuevo, en que la naturaleza vuelva a ser la fiesta de Dios creador, que nos ofrece el espectáculo gratuito de la naturaleza deslumbrante y fantástica, como la inmensa catedral del hombre, donde él celebra la liturgia cósmica con todas las criaturas hermanas y entra en comunión vital con el propio Dios, que se reviste de la naturaleza humana. Y san Francisco es el sacerdote de esa misa universal sobre la tierra, ofreciendo al Padre en la patena del universo. Y todas las criaturas cantan la sinfonía universal y cósmica, de este ofertorio de la creación, que san Francisco prepara en el altar del universo. Y todos somos invitados a participar de esa “Misa Ecológica”.

1. Francisco, Patrono de la Ecología

Tristán de Ataíde dice que “hay un san Francisco convencional, como hay un Cristo convencional. Uno es el dulce nazareno de los discursos patéticos del jurado. Y otro es el pobre de Asís, rodeado de golondrinas, con el rostro transparente de una virgen prerrafaelista y una aureola muy redondita detrás de la cabeza. Esa es la figurita de estampa que todo literato que se precie tiene la preocupación de fijar en la pared de su estudio...”.

Pero hay otro san Francisco, “un hombre pequeño y oscuro, con una nariz medio achatada, medio torcido, con una barba rala en la cara y en los labios un bigote escurrido, cabellos duros en torno a la tonsura, los pies callosos e inmundos de tanto andar a pie el polvo y el barro de los caminos; por traje un saco color ceniza, manchado, desarrapado, con una simple cuerda atada a la cintura y unos pelos de cilicio apareciendo entre los rasgones; magro, cadavérico, de ojos inflamados y mal aliento; gesticulando, sin saber quién fue Virgilio y sin nunca haber apuntado en la “Lógica” de Aristóteles...”.

Y, “si se optara por destruir el otro y quedarse apenas con éste, se cometería igualmente un gran error. Porque él (Francisco) fue una y otra cosa...” (Sao Francisco de Assis, editora Salamandra, 1983, pág. 7).

Por otra parte, es importante buscar cada vez más al Francisco auténtico, al original. Para eso es preciso desmitificarlo, librarlo de las leyendas y de las falsificaciones acrecentadas a lo largo de la historia. Es preciso purificarlo de una serie de impurezas y restaurarle su rostro verdadero. Inclusive, redescubrir su relacionamiento fontal con la naturaleza y todas las criaturas.

Muchas veces “san Francisco” es llamado “hermano universal” Y no sólo por darle un título original, sino, porque de hecho, él fue el verdadero hermano de la tierra, del agua, del fuego, de las plantas, de los insectos y hasta del sol, de la luna y de las estrellas. Llamaba a todas las criaturas, hermano y hermana.

San Francisco no quería que se talase un árbol si no era absolutamente necesario. Retiraba los gusanos de los lugares muy transitados, para que nadie los fuera a pisar. Sumergía las manos en el agua límpida y bebía en el cuenco de las manos, alabando al Creador que la hizo “útil, humilde, preciosa y casta”.

En cierta ocasión, Francisco hizo un bonito sermón a los pajarillos. Les dijo que debían agradecer mucho a Dios, pues El les da las frutas para que se alimenten, el aire puro para que vuelen y los árboles para hacer sus nidos. Y vino una gran bandada a escuchar el sermón. Se quedaron quietecitos y escucharon atentamente hasta el fin.

Todo eso es más que un motivo para hacer a san Francisco el patrono de la ecología. Fue nuestro actual Papa, Juan Pablo II que, en una “Bula” especial, declaró al Santo de Asís “Patrono de los Ecologistas”. El texto de la Bula es el siguiente:

“Entre los santos y hombres famosos que valorizan la naturaleza como un don maravilloso hecho por Dios al género humano, se incluye, con mucha razón, San Francisco de Asís. Pues él llegó a comprender, de modo bien propio, todas las obras del Creador; e, inflamado por el espíritu divino, cantó aquel bellísimo “Cántico de las Creaturas”, por las cuales, especialmente por el hermano sol, la hermana luna y las estrellas del cielo, tributó al altísimo, omnipotente y buen Señor, el debido loor, gloria, honra y toda bendición. Con muy buen criterio, pues, nuestro venerable hermano Oddi, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Prefecto de la Sagrada Congregación del Clero, en nombre principalmente de los miembros de la Sociedad Internacional llamada “Instituto de Planificación Ambiental y Ecológica para la Calidad de Vida”, pidió a esta Sede Apostólica que San Francisco fuese declarado, delante de Dios, Patrono de los. Ecologistas.

Nos, por tanto, de acuerdo con la opinión de la Sagrada Congregación de los Sacramentos y del Culto Divino, en virtud de este texto, y para siempre, constituimos a San Francisco de Asís como Patrono celestial de los ecologistas, con todas las honras consecuentes y con los privilegios litúrgicos correspondientes, sin que pueda haber algo en contrario. Así lo ordenamos, mandando que el presente texto sea rigurosamente observado y que tenga sus efectos tanto ahora como en el futuro.

Dado en Roma, junto a San Pedro, con el sello del Pescador, en el día 29 de noviembre del año del Señor de 1979, segundo de nuestro Pontificado”.

De acuerdo con esta Bula hay tres razones para que san Francisco sea declarado Patrono de los Ecologistas:

1)     Valorizó la naturaleza como un don maravilloso, hecho por Dios al género humano;

2)     Llegó a comprender, de modo bien propio, todas las obras del Creador;

3)     Cantó aquel bellísimo “Cántico de las Creaturas”, ... por las cuales tributó al altísimo, omnipotente y buen Señor, el debido loor, gloria, honra y toda bendición.

Y el Papa, mediante ese documento, concede a ese “hermano universal de la naturaleza” todas las honras y privilegios litúrgicos correspondientes. “Eso significa que, sobre todo en las Misas celebradas en los más bellos escenarios naturales de la Creación, se puede invocar a san Francisco, el enamorado de las criaturas, para que, bajo su dirección, aprendamos a orar “ecológicamente” al Creador y a sus santos principales” (Pedro de Anasagasti, ofm., “Cuadernos Franciscanos”, 1986, N° 75, pág. 426).

En este pequeño documento está la verdadera fundamentación teológica para declarar a san Francisco el patrono de la ecología: “Valorizó la naturaleza como un don maravilloso, hecho por Dios al género humano”.

Analicemos un poco más la naturaleza como un don de Dios.

2. El sentido de la naturaleza

a) En el tiempo de san Francisco

El hombre de la Edad Media tenía, todavía, un concepto bastante negativo y mágico de la naturaleza. El veía demonios en todas partes, dominando muchos seres de la naturaleza. “Veía” demonios en las montañas, en muchos bosques y hasta en ciertas ciudades. Se cuenta un famoso episodio de la vida de san Francisco, en que aparece expulsando los demonios de la ciudad de Arezzo:

“Francisco llegó a la ciudad de Arezzo al tiempo en que toda la población, revuelta en guerra civil, estaba en trance de exterminio total. Con tal suerte, que el varón de Dios, huésped en un burgo fuera de la ciudad, ve que los demonios se alborozan por aquella tierra y excitan ciudadanos contra ciudadanos con el fin de que se maten. Llamó, pues, a un hermano llamado Silvestre, varón de Dios y de sencillez recomendable, y le mandó diciendo: `vete a la puerta de la ciudad y, de parte de Dios todopoderoso, intima a los demonios que salgan cuanto antes de ella'. La sencillez piadosa se encamina pronta a cumplir la obediencia y, dedicándose primero al Señor en alabanzas, grita con fuerza ante la puerta: `De parte de Dios y por mandato de nuestro padre Francisco, salíos, demonios todos, de aquí a muy lejos'. Poco después, la ciudad vuelve a la paz, y sus moradores observan con gran calma el código de ciudadanía” (2Cel. 108).

Chesterton dice que san Francisco de Asís, con su bondad natural y su amor a todas las criaturas, exorcizó el universo entero de la presencia de los demonios. Y él también dice que con Francisco, las criaturas “son todas como creaciones nuevas, a la espera de nombres nuevos, dados por alguien que habría de venir a bautizarlas” (Sâo Francisco de Assis, Río, 4ª edición, pág. 39).

Este “santo de la vivencia evangélica” enseñó al mundo una actitud nueva delante de todas las criaturas, incluso ante las más insignificantes: enseñó la CORTESÍA. El enseñó que Dios mismo es el modelo de la cortesía. Respeta la libertad de sus criaturas, especialmente a las criaturas humanas, arriesgándose hasta perderlas. Chesterton cita a un gran poeta, Bellóc, para decir: “Me parece que la gracia de Dios está en la cortesía” (Op. cit., pág. 45).

Este “fraternismo”, con todas las criaturas del universo, cambió fundamentalmente la relación del hombre con la naturaleza. Hizo descubrir mejor, que ninguna de las criaturas está presa del demonio. Por su origen son todas criaturas de Dios, a “El pertenecen y a El tributan todo loor, toda gloria, toda honra y toda bendición”, canta san Francisco. Y, como la criatura humana, son hijas del mismo Padre, por tanto, todas hermanas entre sí. El hombre, junto con todas ellas, completa la gran fraternidad universal y cósmica.

b) Sentido actual de naturaleza

Hoy vivimos en un mundo que acostumbramos a llamar “mundo de la ciencia y de la técnica”. El enseña a mirar todas las cosas como simples objetos, que se pueden desmontar, pieza por pieza, intentando descubrir su secreto íntimo y poder así conocerlas, dominarles, explotarlas. Por este camino, el hombre, cada vez más, agrede a la naturaleza para satisfacer sus apetitos insaciables de riqueza y poder, destruyendo las criaturas y creando siempre más polución.

Es el camino inverso al de san Francisco. Es llamar de vuelta una legión de demonios, para que se apropien de las criaturas indefensas. Son los demonios de la explotación, de la injusticia, de la apropiación y, principalmente, de la polución. Ellos están poblando el universo del mundo actual.

Es preciso que sepamos revivir la lección de san Francisco. Que expulsemos de nuevo esos demonios, como él los expulsó de Arezzo. Es preciso redescubrir el propio sentido de la naturaleza. La palabra viene‑del verbo latino “nasci” (nacer). Naturaleza es el misterio del “Bien universal” (“Alabanzas” de san Francisco), que “nace”, que aparece, que se muestra y revela en todos los seres. Este misterio es el que debemos alabar, respetar y reverenciar en todas las criaturas. Con nuestra “cortesía franciscana”, debemos reaprender a maravillarnos delante del agua, del fuego, de la luna, del sol, de las estrellas, del perdón y de la propia muerte.

La cortesía sabe amar a las criaturas como ellas son por su naturaleza, sin apropiarse de ellas, sin prostituirlas y sin degradarlas. Es preciso aprender a contemplarlas como aquel otro poeta de la Edad Media, Angel Silesio, que dice:

La rosa es sin por qué; ella florece por florecer, sin preocuparse si alguien la ve”.

La fiesta de la naturaleza se revela y se desenvuelve independientemente de los aplausos de los espectadores. En todos los seres, por un proceso espontáneo y misterioso, siempre nace el Bien. La naturaleza, sin los demonios creados por el hombre de hoy, es siempre sabia, perfecta y continúa revelando, haciendo “nacer” la Belleza de su Creador. Por eso es que ella es naturaleza. Sin por qué. Nace y florece sin preocuparse si alguien la ve.

3. La visión Franciscana de la naturaleza

San Francisco no era el tipo para organizar un tratado metódico sobre un determinado asunto. No era el hombre de la ciencia, sino de la sabiduría de vida. No codificó conocimientos, sino que vivió intensamente el Evangelio, en su seguimiento radical de Cristo.

Pero sus vivencias fueron, al mismo tiempo, tan profundas y transparentes, que entre sus seguidores surgieron quienes fueron sistematizando las líneas de fuerza de la vida del fundador. Apareció así una de las más bellas filosofías de vida, que comenzó a ser llamada de “Vida Franciscana” o “Visión Franciscana de la Vida”.

En esta línea podemos también hablar de “Visión Franciscana de la Naturaleza”. Es la manera como Francisco vivió su actitud fraterna para con todas las criaturas. Y es ciertamente la única visión o concepción de vida, capaz de descubrir el sentido fontal de todas las criaturas, descubriendo el valor que ellas tienen en sí y el valor que ellas tienen para el hombre.

Y, por este camino, el hombre es capaz de descubrir el sentido de su propia naturaleza humana y vivir la cortesía franciscana para con todas las demás criaturas del universo entero.

Esta “visión franciscana de la naturaleza” se construye con las siguientes dimensiones de un gran proyecto de vida.

a) Valor de la Vida

La vida es el mayor don que Dios concede a sus criaturas. Es El como Padre, generando la vida en sus hijos. Comunica Su propia vida a sus criaturas, principalmente al hombre. San Agustín expresó este hecho en una aparente paradoja, cuando dice: “Dios se hizo hombre, para que el hombre se hiciera Dios”.

Todas las criaturas salen de las manos del Padre en su pureza e inocencia fontal. Ninguna de ellas nace contaminada por el mal, por la agresión o por la violencia. Todas cargan en sí los trazos y vestigios de la bondad del Padre. Y el hombre trae la propia imagen y semejanza del Padre (Gen 1, 26).

Todas ellas reconocen a su Creador. San Francisco dice que “alaban a su Señor” (Cánt.). Ninguna de ellas se vuelve, por sí misma, al mal. Sólo la criatura humana, en su libertad para definirse, puede optar por el mal, degradarse a sí misma y arrastrar a la creación entera al mal. Es eso lo que san Pablo explica en la Carta a los Romanos.

La creación fue sometida al mal, no por su voluntad, sino por voluntad de aquel que la sometió, en la esperanza de que ella también será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 20s).

Las criaturas, que en su esencia revelan la Bondad y la Belleza del Creador, no pueden ser propiedad del mal y del demonio. Al menos que el hombre las contamine por su pecado, introduciendo en su seno la desarmonía del mal y de la degradación; pero ellas continúan deseando la liberación para la armonía del “Bien total” (Alabanzas, de san Francisco). El mismo san Pablo dice también que “sabemos que la creación entera gime y sufre, hasta el presente, dolores de parto” (Rom 8, 22).

Esto significa que la liberación de la criatura humana es liberación para la naturaleza entera. El hombre que se dignifica y se eleva, eleva consigo a la creación entera. Pero también, cuando el hombre se degrada, arrastra consigo a la creación entera al mal. En el libro de Génesis, el Señor le confía la creación al hombre: “Fructificad y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla. Dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los animales” (Gen 1, 28).

Las fuentes franciscanas nos cuentan que san Francisco atraía a las criaturas. Los pajarillos venían a escuchar su sermón; el halcón del monte Alvernia venía a despertarlo temprano en la mañana y el lobo salvaje coloca su pata en la mano del santo y hace un pacto de no violencia con él. Todo esto no es fruto de un romanticismo sentimental, sino de un profundo secreto de vida del Poverello. El rescató, en sí mismo, la pureza fontal del hombre nuevo, del “hombre matinal”, como dice san Buenaventura (LM 8, 6). Francisco reencontró y reconstruyó en sí mismo la fuente del paraíso. Conquistó la plenitud del SER, sin TENER nada. Alcanzó la armonía interior, la plena PAZ del corazón. De este modo se liberó de todo mal y ayudó a liberar a las criaturas “de la esclavitud de la corrupción”. Y ellas, agradecidas, vienen todas a hermanarse con él, como con su “hermano universal”.

b) Gratuidad de la Cortesía

El “hombre matinal”, reencontrado por Francisco, no sólo sabe ver la Belleza del Creador revelándose en la belleza de las criaturas, sino que descubre también que esa es la Bondad del Padre que se ofrece gratuitamente a sus hijos. Dios no impone, no exige y no cobra. Es gratuidad plena. Es cortesía perfecta.

La cortesía de Dios crea todos los seres, “los sustenta y gobierna” (Cánt.), “operando maravillas” (Alabanzas a Dios) por medio de todos ellos. Su amor es sin fin y su cortesía es eterna.

San Francisco, al alcanzar la pureza fontal en su corazón, descubre esa cortesía del Padre. El la acoge en sí mismo y la comunica en sus actitudes. Ama a sus hermanos, sin preguntar si son dignos o no de ese amor. Su amor es cortesía gratuita. Es la fiesta del ágape. Es la caridad sin fronteras. Es la capacidad de abrirse para florecer como “la rosa, que es sin por qué”.

Francisco ama a sus hermanos, ama especialmente a los pobres, pero sin criticar a los ricos “que usan vestidos delicados y coloridos y toman, alimentos y bebidas finas” (RB 2). El ama a los buenos; mas, ama igualmente a los malos, pues “cada uno debe amar y alimentar a su hermano como la madre ama y nutre a su hijo” (RnB 9, 14).

Su amor es tan gratuito que llega al aparente absurdo, cuando dice lo siguiente: “... todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquiera que te ponga estorbo, se trate de hermanos u otros, aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa” (CtaM 2).

Y si esta gratuidad no atendiera a la plenitud, veamos hasta qué punto llega: “...que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere” (ibídem 9).

La misericordia alcanza el absurdo de la gratuidad, cuando Francisco enseña lo aparentemente imposible: “La santa obediencia confunde todos los deseos sensuales y carnales y mantiene el cuerpo mortificado para obedecer al espíritu y obedecer al hermano, y vuelve al hombre sumiso a todos los hombres de este mundo, y no sólo a los hombres, sino también a todas las fieras y animales irracionales, para que de él puedan disponer a su voluntad” (Saludo a las Virtudes).

Esa afirmación, en términos humanos, traspasa los límites del absurdo, cuando parece colocar a la persona humana bajo la obediencia de los animales irracionales. Pero es la cortesía gratuita, que alguien como Francisco, vive frente a todas las criaturas. El no se impone a ninguna de ellas, de ninguna de ellas se apropia y a ninguna violenta; sino que las acoge a todas, las ama a todas como hermanas y respeta plenamente la libertad de todas ellas.

Esa es la gratuidad de la cortesía franciscana.

c) Contemplación de la Unidad Cósmica

El gran científico griego, Demócrito, dice que en el universo se puede oír una gran sinfonía. Son los astros y las estrellas, que emiten músicas que se entrelazan en sonidos armoniosos.

La fe cristiana nos enseña que, más allá de las aparentes discordias, disonancias y desarmonías que vemos en la creación, hay un principio último de unidad. Existe un solo Creador de todo y en la creación entera vive un impulso esencial para volver a la unidad de su origen.

El mal y el pecado dividen a los hombres entre sí y proyectan la división al interior del propio universo. Por eso san Pablo dice “que toda la creación gime y sufre como con dolores de parto” por su liberación.

Esa liberación es tarea del hombre. El precisa consumarla en su propio interior. Precisa superar sus divisiones interiores, unificar sus desarmonías internas y crear en sí mismo el hombre nuevo, el hombre matinal.

Quien llega a esa armonía en su propio corazón, como san Francisco, consigue apenas entrever la armonía cósmica, pero ayuda a alcanzarla. La paz en el corazón del hombre, pacifica el corazón del universo. La armonía en el microcosmos humano, construye la armonía en el macrocosmos entero.

Francisco no vivió la nostalgia del paraíso perdido, pero vivió la alegría del paraíso reencontrado. El vivió plenamente reconciliado consigo mismo, para saber reconciliarse plenamente con todas las criaturas, pues, encontró en Cristo, el Hombre‑Dios, la unidad reconciliada del universo entero.

En su “Carta a Todos los Fieles”, a todos los que creen en Dios, dice Francisco:

Cuán honroso y santo es tener un Padre en el cielo. Cuán santo, consolador y deleitable, es tener un esposo en el cielo. Cuán santo, querido, agradable, apacible, humilde, tranquilizador, dulce, adorable y sobre todas las cosas deseable, es tener un tal hermano, que entregó su vida por sus ovejas, y por nosotros oró al Padre, diciendo: “...por su causa yo me consagro, para que ellos sean consagrados en la unidad, como nosotros somos uno” (CtaF 54‑59).

Francisco contemplaba esa unidad, presente en la Creación, por medio de la Redención de Cristo. San Pablo también dice que: “... en El y para El fueron creadas todas las cosas” (Col 1, 16). Quien vive esta reconciliación universal, como el Santo de Asís, construye el “fraternismo” universal y cósmico. Reconduce la creación a su estado de gracia original. Encuentra el único fundamento verdadero para el amor fraterno pleno y perfecto.

Ese amor fraterno hace descubrir la raíz divina en el suelo de la propia naturaleza humana, y el parentesco natural del hombre con la naturaleza entera. Entonces acontece la propia anticipación del misterio de la Parusía final: la armonía plena entre Dios, el hombre y la materia. Todo se unifica en el amor sin divisiones, en la unión de todos como hermanos, acogiendo la propia naturaleza como hermana y llevando todo a Cristo, para en él plenificar a todos y todas las cosas.

Entonces el propio cielo acontece en la tierra. Acontecimiento vivido tranquilamente por san Francisco. El propio Papa reconoce ese hecho y declara a san Francisco Patrono de la Ecología, “porque él llegó a comprender, de modo bien propio, todas las obras del Creador” (Bula del Papa Juan Pablo II).

CONCLUSION

Decir que “el planeta tierra está agonizando”, es pesimismo y una expresión muy trágica. Pero, todos sabemos que la agresión a la naturaleza, en el mundo actual, es una realidad y un hecho gravísimo. Todos lo sabemos de sobra.

Y todos estamos de acuerdo que algo inmediato y muy profundo hay que hacer para salvar la naturaleza. Tal vez gustaríamos de hacerlo mediante decretos inmediatos de leyes muy severas.

Pero también sabemos que una verdadera “conciencia ecológica” no se crea por medio de leyes, ni tampoco con una nueva Constitución Federal del País (= alusión a Brasil, N.T.), como la nuestra actualmente en vigor. Queremos, sí, que ella nos ayude. Mas, lo esencial depende de una verdadera “sabiduría de vida”, que san Francisco nos puede muy bien enseñar.

Para eso queremos terminar con un salmo‑oración, titulado “Sabiduría de Vida”, que nos enseñe la diferencia entre la Ciencia y la Sabiduría, o la Ley y el Amor.

“Sabiduría de Vida”

Las leyes son fruto de la ciencia humana; el amor es fruto de la sabiduría de vida.

Las leyes son aprendidas mediante el estudio; la sabiduría nos es revelada por el Espíritu Santo.

Las leyes crean y defienden la libertad social; el amor crea la libertad interior y total del ser humano.

Las leyes organizan la sociedad; el amor crea la fraternidad.

Las leyes garantizan la seguridad pública; el amor respeta la dignidad de cada criatura humana.

Las leyes establecen el mínimo a ser observado; el amor exige el máximo a ser vivido.

La ley es siempre provisoria; el amor es siempre definitivo, porque viene del propio Dios.

La observancia de la ley vuelve a la persona irreprensible; el amor hace de la persona un santo.

La ley es siempre una creación humana; el amor es siempre fruto de la acción de Dios en el hombre.

La ley crea un mundo justo; el amor crea el propio cielo en la tierra, como patria definitiva de todos los hombres.

Y un Pensamiento Final: Estas reflexiones pueden mejorar la conciencia ecológica en nosotros. Que san Francisco nos ayude a hacer nacer el hombre nuevo y matinal en cada uno de nosotros.

(Traducción: Patricio Grandón Z., ofm.)