SAN JUAN DE ÁVILA
EN LA CRUZ ME BUSCASTE María Jesús Fernández Cordero |
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PRESENTACIÓN La Carta 58 del Epistolario, a la que pertenece el fragmento con el que vamos a orar, fue escrita hacia 1532, estando el Maestro Ávila en las cárceles inquisitoriales de Sevilla, donde permaneció hasta el verano de 1533. Es una carta dirigida a sus amigos y discípulos –“devotos”- de Écija. En esta localidad había predicado, había hecho catequesis y dado lecciones de Escritura, había enseñado la práctica de la oración mental, con meditaciones sobre la pasión de Cristo, y había organizado colectas para los pobres. Toda esta actividad, no sólo provocó conversiones y adhesiones, sino que desencadenó también una fuerte persecución: las denuncias a la Inquisición que condujeron a su proceso y encarcelamiento. En la cárcel vivió una honda experiencia de configuración con Cristo. Desde ella están escritas estas líneas. La carta busca consolar y fortalecer en la fe a sus amigos y discípulos, a los que sin duda ha alcanzado de algún modo la persecución del Maestro. Consciente de que él mismo necesita ser consolado, sus primeras palabras son las de 2 Cor 1,3-5: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en toda nuestra tribulación, de manera que podamos nosotros consolar a los que en toda angustia están; y esto, por la consolación con la cual Dios nos consuela. Porque así como las tribulaciones de Cristo abundan en nosotros, así por Cristo es abundante nuestra consolación». Recuerda que ésta alabanza procede de una carta de Pablo, y hace referencia a las numerosas tribulaciones del Apóstol. En ellas no murmuró ni se quejó contra Dios, no se entristeció ni las consideró desgracia, sino que se tuvo por dichoso de padecer algo por Aquél que tanto había padecido por nosotros. Luego se dirige a los suyos: «¡Oh hermanos míos muy mucho amados!», y les anima a considerar que todo este sufrimiento encierra, en realidad, una gracia, una “merced” de Dios, el cual desea abrazar a sus hijos heridos en la lucha por él. Les recuerda que la senda de Cristo es estrecha, pero lleva a la vida (Mt 7,14), y que el cristiano no ha de ir por otro camino. Entonces, súbitamente, deja de hablar a sus discípulos para hacer oración escribiendo. Esta plegaria, ante Jesús crucificado, constituye el texto elegido aquí. Al insertarla en su carta, hace que todos sus destinatarios, los que la lean o la escuchen, entren en oración con él, que se hace así mediación para los demás. Volverá a dirigirse después a ellos, de los que se había “olvidado”, como si orar le hubiera distraído de su ocupación, para volver a consolarlos: les invita a mirar a sus perseguidores con verdadera compasión, a no tenerles miedo y a perdonarles; les invita a no volverse atrás del camino emprendido, a perseverar en fidelidad y a dejar todo juicio a Dios. Entremos, pues, en esta oración escrita desde la celda, desde una experiencia de cruz. Podemos hacerla desde nuestras propias celdas, prisiones y cruces, en el silencio de la soledad, pero en una soledad solidaria y abierta a los que, fuera -más allá de mi cárcel y mi cruz- sufren también bajo las muchas caras del dolor y del mal. Busquemos a Cristo crucificado. |
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Para hacer silencio repetimos despacio en
nuestro interior: |
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TEXTO
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COMENTARIO
La invocación inicial recoge la tradición según la cual “Nazaret” proviene de la misma raíz que “netzer”, “vástago”, “brote florido”, relacionado con la promesa de Isaías 11,1: «saldrá un renuevo del tronco de Jesé», tradición que en el Siglo de Oro hizo frecuente la alusión a Jesús como “Nazareno florido” en la literatura espiritual y poética; la Cruz, como árbol del cual florece la vida, en el cual fructifica la entrega, será el símbolo del Nazareno. Lo importante de esta invocación es que nos hace salir de nosotros mismos, de nuestros trabajos y dificultades, para entrar en la presencia de Jesús, respirar su espíritu –su aroma- y comprender que su atracción es tal que puede dotar de sentido a toda circunstancia adversa. Se trata de entrar en el ámbito del Amor, que despierta en el corazón “deseos eternos”, la gran esperanza de la vida eterna (el galardón prometido). Se trata de comprender “por quién” se padece, es decir, mirar a Cristo de tal modo –o dejarse mirar por él- que nuestro padecer se convierta en humilde respuesta de amor (correspondencia agradecida) hacia Aquel que nos ha revelado su Amor padeciendo por nosotros en la Cruz. La pregunta “¿Y quién es aquel que te ama, y no te ama crucificado?” nos permite examinar brevemente nuestro amor: ¿podemos amar de verdad a Cristo si rehuimos amarle cuando pende de la cruz? Seríamos entonces de los discípulos que le abandonan. Pero Juan de Ávila, que nos pone esta pregunta como una leve punzada, no se detiene aquí, sino que inmediatamente nos lleva con su oración a contemplar al Crucificado. Es una contemplación con una perspectiva muy concreta: la del amor redentor, la del sentido profundo de la pasión de Jesús, la de los beneficios que ella nos ha otorgado. Lo que Jesús vivió en la cruz fue un amor que nos ha buscado, que nos ha encontrado, liberado, curado y amado. Es el amor que padece por venir a nuestro encuentro, y por eso despierta en el corazón humano el deseo de ir a él, de buscarle y hallarle. Así, la Cruz se convierte en lugar del encuentro con Cristo, encuentro redentor y salvador. Todo ello en un diálogo con Jesús en primera persona. La oración ante Jesús crucificado, el encuentro con Jesús en la Cruz, me libra de mi mismo, de un amor propio –“mi amor, enemigo tuyo”, el ego- que contradice el amor de Jesús, en el que está mi salvación. Es el encuentro con su gran Amor en la Cruz, es el ser hallado por él, el dejar que la luz/amor que procede de la Cruz de Cristo me alcance; esto deshace el egoísmo y las reservas, revela el mezquino amor con que vivo, me libera de las ataduras que me impiden amar, servir, entregarme… y padecer pacífica y confiadamente. Por eso, no es extraño que esta luz/amor que revela la Cruz (el Crucificado) despierte en nosotros el dolor por nuestra falta de correspondencia: “¡cuánta vergüenza cubre a mi faz, y cuánto dolor a mi corazón!”. Es el núcleo de la conversión: el momento en que somos tocados en nuestra interioridad profunda y reconocemos la pequeñez de nuestro amor, que se resiste (en la circunstancia concreta) a una muestra de amor –a un padecer- en correspondencia al Amor con que hemos sido amados. Sin embargo, aun con pequeñez y desigualdad, la propia oración descubre en nosotros (en Juan de Ávila) esa respuesta: “te respondo, amándote, padeciendo por ti…, que moriste de amor por mí”. Es este desajuste entre el gran deseo que alimenta el amor y la pequeñez real del mismo (al menos, tal como nos parece ante el gran Amor de Jesús) el que conduce la oración al siguiente paso: el lamento-deseo de revestirse de las mismas vestiduras que Cristo llevó. Juan de Ávila utiliza la imagen de la “librea”, que era el vestido uniforme que los reyes, grandes y nobles daban a sus criados y servidores, y que debían ser de los colores de las armas de su señor; Covarrubias decía que se llamó librea porque los que sirven a los reyes gozaban de muchos privilegios y libertades. Ávila se sabía enviado y servidor, portador y anunciador del evangelio de Jesús y, sin embargo, le dolía no verse completamente revestido de la misma túnica que él llevó. A partir de aquí, la mirada se centra en Jesús crucificado, recorriendo sus heridas: sus clavos, sus espinas, sus golpes…, humillaciones y túnica de sangre, “benditísima sangre”. Es esta contemplación la que acrecienta el amor de quien ora y, poco a poco, lo transforma, para hacerle capaz de aquello que puede configurarle con Cristo: un amor como el suyo, un padecer como el suyo, un padecer por amor. El final de esta oración es reconocer a Jesús como sumo bien, como tesoro, como “verdadera riqueza”, incomparable con los bienes y riquezas del mundo. Este reconocimiento acrecienta el deseo de vivir con Cristo y para él. La oración ante el Crucificado, la experiencia de ser buscado y hallado por él en la Cruz, conduce a la experiencia de la Alianza, la pertenencia mutua para siempre: “ser tú nuestro, y nosotros tuyos”. |
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PALABRA DE DIOS
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PARA LA MEDITACIÓN E INTERIORIZACIÓN El mejor modo de orar con este texto consiste en hacerlo nuestro. Es una oración; por tanto, podemos rezarla, leerla despacio, repetirla, y dejar que vaya penetrando en nuestro corazón, que vayan aflorando los mismos sentimientos, que nuestro espíritu haga el mismo recorrido que Juan de Ávila. Podemos detenernos en lo que nos parezca más importante. La pauta puede ser:
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ORACIÓN En esta tarde, Cristo del
Calvario, (Liturgia de las
Horas) |