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SAN JUAN DE ÁVILA, Audi, filia [II],
cap. 1, 2-4, en Obras Completas, t. I., BAC,
Madrid 2000, pp. 539-540.
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PRESENTACIÓN
Este texto pertenece al
comienzo del Audi, filia, la obra más conocida de San Juan
de Ávila. Es un tratado espiritual cuyo título completo es
Avisos y reglas cristianas para los que desean servir a Dios,
aprovechando en el camino espiritual. Compuestas por el Maestro
Ávila sobre aquel verso de David: “Audi, filia, et vide, et inclina
aurem tuam”. La primera redacción o, al menos, la primera
inspiración del libro, procede del tiempo en que Juan de Ávila
estuvo preso en la cárcel inquisitorial de Sevilla. El escrito tenía
una destinataria, a la que había conocido anteriormente: doña Sancha
Carrillo, hija de los señores de Guadalcázar, joven destinada por
sus padres a la vida en la corte y que, convertida a raíz de su
encuentro con él, decidió entregarse a Dios, llevando vida de
oración y caridad en su propia casa.
La obra se publicó en 1556, al
parecer sin permiso del autor, y en 1559 fue incluida –junto con
otras muchas obras de espiritualidad- en el Índice de libros
prohibidos del inquisidor Fernando de Valdés. Desde esta fecha,
Juan de Ávila trabajó en una segunda redacción, más amplia, con
más explicitaciones, pero no llegó a publicarla; serían sus
discípulos quienes la dieran a la imprenta en 1574, ya después
de su muerte. A esta segunda redacción (Audi, filia [II])
pertenece el texto que presentamos, con muy pocas variantes en
este caso, pero con algún pequeño añadido de interés.
Como muestra el título, la obra se inspira en el Salmo 44
(según la numeración de la Vulgata latina, el 45 en las Biblias
actuales), cuyo versículos 11-12 dicen:
«Escucha, hija, mira:
inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna.»
La primera parte de la obra comenta esta primera palabra:
audi, escucha. Y distingue:
- A quién no debemos oír: el lenguaje del
mundo, de la carne y del demonio.
- A quién debemos oír: a Dios, sólo a
Dios, por la fe.
El texto pretende que nos interroguemos: ¿a quién
estamos oyendo? ¿a qué lenguajes inclinamos nuestro oído?
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Para hacer silencio repetimos despacio en
nuestro interior:
“Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3,10) |
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TEXTO
… Porque muy poco aprovecha que
suene la voz de la verdad divina en lo de fuera, si no hay
orejas que la quieran oír en lo de dentro. Ni nos basta que,
cuando fuimos bautizados, nos metiese el sacerdote el dedo en
los oídos, diciendo, que fuesen abiertos, si los
tenemos cerrados a la palabra de Dios, cumpliéndose en nosotros
lo que de los ídolos dice el profeta David: Ojos tienen y no
ven; orejas tienen y no oyen (Sal 113,5).
Mas porque algunos hablan tan mal, que oírlos es oír
sirenas, que matan a sus oyentes, es bien que veamos a quién
tenemos de oír y a quién no. Para lo cual es de notar que Adán y
Eva, cuando fueron criados, un solo lenguaje hablaban, y aquél
duró en el mundo hasta que la soberbia de los hombres, que
quisieron edificar la torre de la confusión, fue
castigada con que, en lugar de un lenguaje con que todos se
entendían, sucediese muchedumbre de lenguajes, con los cuales
unos a otros no se entendiesen (cf. Gén 11,9). En lo cual se nos
da a entender que nuestros primeros padres, antes que se
levantasen contra el que los crió, quebrantando con atrevida
soberbia su mandamiento, un solo lenguaje espiritual hablaban en
su ánima, el cual era una perfecta concordia, que tenía uno con
otro, y cada uno consigo mismo y con Dios, viviendo en el quieto
estado de la inocencia, obedeciendo la parte sensitiva a la
racional, y la racional a
Dios;
y así estaban en paz con él, y se entendían muy bien a sí
mismos, y tenían paz uno con otro. Mas, como se levantaron con
desobediencia atrevida contra el Señor de los cielos, fueron
castigados, y nosotros en ellos, en que en lugar de un lenguaje,
y bueno, y con que bien se entendían, sucedan otros muy malos e
innumerables, llenos de tal confusión y tiniebla, que ni
convengan unos hombres con otros, ni uno consigo mismo, y menos
con Dios.
Y aunque estos lenguajes no tengan orden en sí, pues
son el mismo desorden; más, para hablar de ellos, reduzcámoslos
al orden y número de tres, que son: lenguaje de mundo, carne
y diablo; cuyos oficios, como San Bernardo dice, son: del
primero, hablar cosas vanas; del segundo, cosas regaladas; del
tercero, cosas malas y amargas.
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COMENTARIO
San Juan de Ávila nos
advierte de que la condición de cristiano recibida por el bautismo
(alusión al rito bautismal del effatá, ábrete) no nos
garantiza automáticamente vivir abiertos a Dios: para esta apertura
entra en juego nuestra libertad. Si nosotros no queremos “oír en lo
de dentro”, la verdad divina no penetrará en nuestra vida.
El texto nos advierte de
la realidad del pecado. Y lo hace recurriendo al mito bíblico de la
torre de Babel (Gen 11, 1-9). La interpretación simbólica de Juan de
Ávila nos permite profundizar en una línea de discernimiento:
-
En el origen, es decir, como don primero de Dios, los
hombres gozan de “un solo lenguaje espiritual”; es el
“lenguaje de la inocencia”. Lo propio del lenguaje de la
inocencia es la armonía en las relaciones: del hombre
consigo mismo, con los demás y con Dios. Cuando este
lenguaje espiritual reina en el alma, su fruto es “la
concordia”, “la paz” y “la obediencia” de todo y en todo a
la voluntad de Dios. El hombre es plenamente hombre, señor
de sí mismo, para obedecer al Creador. Y es transparente con
él y con los demás. Éste es “el orden” de la creación.
-
El pecado de los hombres rompe esta armonía: estamos ante la
soberbia, la rebelión y desobediencia contra Dios. Se
introducen entonces “lenguajes malos, llenos de confusión y
tiniebla”, que arrastran a la humanidad al caos y la
destrucción. El hombre queda esclavizado a sus pasiones,
desorientado, perdido de Dios y sin poder entenderse a sí
mismo ni a los demás.
El último párrafo se
atiene a la doctrina clásica de los enemigos del alma (el mundo, la
carne, el demonio), pero hace de ellos una clave para identificar
los lenguajes malos a los que no debemos prestar oído. Su contenido
es desarrollado en los siguientes capítulos del Audi, filia,
pero ya aquí aparece explicitado: estamos ante los lenguajes de “las
cosas vanas” –que no tienen verdadero valor ante Dios-, “las cosas
regaladas” –cuyo atractivo nos seduce y esclaviza- y “las cosas
malas y amargas” –con todo su poder destructor-. |
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PALABRA DE DIOS
Jn 10, 1-6
“En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en
el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un
ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor
de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan
su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera.
Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las
ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un
extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los
extraños.” Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no
comprendieron lo que les hablaba.
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PARA LA MEDITACIÓN E
INTERIORIZACIÓN
En silencio, procuramos
conectar con lo profundo de nosotros mismos, para oír dentro de
nosotros lo que Dios nos dice, con las palabras del Santo Maestro,
y, sobre todo, con la Palabra de Dios.
- ¿Es la Palabra de Dios la que escucho, la que rige mi
vida? ¿qué espacio le dejo?
- Procuro identificar los “lenguajes de confusión y
tiniebla”:
- El lenguaje de “las cosas vanas”:
- el que hace que gaste mi vida en cosas sin valor
y adore ídolos,
- y que me olvide del fundamento trascendente de
todo,
- el que hace que no sea capaz de soportar una
crítica o un desprecio,
- el que me hace esclavo del éxito y frágil ante
el fracaso.
- El lenguaje de “las cosas regaladas”:
- el que me instala en mi comodidad o me hace
esclavo de mis deseos,
- el que me hace vivir en el individualismo
insolidario,
- el que me hace retroceder cuando el amor me
exige entrega y sacrificio,
- el que me inclina a lo fácil, lo superfluo, y
paraliza mi vida espiritual.
- El lenguaje de “las cosas malas y amargas”:
- el que me inclina a darme importancia, a
constituirme en centro del mundo, hasta llevarme a
la soberbia, que me aleja de Dios (pues él resiste a
los soberbios),
- el que me impide perdonar, llena mi corazón de
malos sentimientos y envenena mis relaciones,
- el que quebranta mi fe en Dios, el que deforma
mi imagen de Dios, el que me aparta de él.
Todos estos son
lenguajes confusos, son “la voz de los extraños”. Sólo acostumbrando
nuestro oído a “la voz del Pastor”, será ésta la voz que conozca
nuestro corazón, la que nos impedirá seguir la voz de los ladrones y
salteadores, capaces de devorar y destruir nuestra vida.
- ¿Mi corazón va interiorizando la Palabra de Dios? ¿la
oigo por dentro?
- ¿Cuál es mi experiencia del “lenguaje de la inocencia”?
¿en qué lugares escucho este lenguaje?
- En mi vida cotidiana, ¿procuro discernir lo que es de
Dios? ¿a quién escucho?
- La “escucha” verdadera implica el obrar conforme a lo
que nuestro interior ha acogido: las obras me indicarán a
quién inclino mi oído
Si hoy domina en mí
alguno de los lenguajes de confusión y tiniebla, mi oración ha de
hacerse más intensa y mi oído ha de esforzarse en abrirse e
inclinarse a la Palabra de Dios. Se hace necesario invocar el
Espíritu Santo en la profundidad del corazón y pedir el don de la
escucha de Dios.
San Juan de Ávila nos
dice a cada uno:
“Alce sus ojos a su
Señor, y pídale fuerzas, y oiga sus palabras, que dicen así:
Confiad, que yo vencí al mundo (Jn 16,33).”
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ORACIÓN
Que nuestra oración sea escuchar la invitación
de Dios en el Salmo 45 (44)
Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.
Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.
"A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra".
Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.
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