Ficha n. 2   

La persona con discapacidad: 
testigo cualificado de humanidad
 

La persona con discapacidad, en su entrañable riqueza, es un desafío constante para la Iglesia y la sociedad, un llamado para que se abran al misterio que ella presenta. 

La persona con discapacidad es rica en humanidad. 

La discapacidad no es un castigo. Es un lugar contracorriente, donde la humanidad recibe fuertes impulsos y encuentra reservas para la construcción de un mundo basado en la solidaridad, en la esperanza y el amor.   

Esta ficha ofrece una ayuda para el descubrimiento de esta verdad y realidad.   

Se les confía a todos, para que integren e incorporen a pleno título a las personas con discapacidad en la vida de la Iglesia y de la sociedad, valorando los dones que ellas poseen y fomentando la reconciliación allí donde se hayan cometido faltas contra ellas, para crear, en el espíritu del Gran Jubileo, una mentalidad de aceptación, promoción y solidaridad.  

  

El Comité Organizador
Roma, 20 de marzo de 2000 


LA PERSONA CON DISCAPACIDAD: 
TESTIGO CUALIFICADO 
DE HUMANIDAD 
  

 

Expectativas de la sociedad   

La sociedad del postmodernismo, caracterizada por la diferenciación, tendiente a pluralizar e individualizar en forma radical, movida por el narcisismo, el pragmatismo y la inquietud incesante, debe afrontar los desafíos de siempre respecto a la humanidad y su destino. 

La humanidad, compuesta por hombres y mujeres, tiene valores que son constantes y que van más allá de lo que se puede percibir utilizando sistemas ideológicos y filosóficos de lectura y comprensión. 

La riqueza de estos valores desafía continuamente a la sociedad, la llama a abrirse al misterio que éstos presentan, pues la vida de cada persona es un misterio. 

La humanidad, a lo largo de la historia, ha intentado entrar en este misterio de modos diversos y con distintos resultados: a veces ha saboreado la grandeza de la vida del ser humano, hombre y mujer, de su pensamiento, de su capacidad de donación y compromiso; otras veces, ha preferido tomar caminos más simples, haciendo del hombre y de la mujer un mero objeto de consumo, juzgando y estableciendo lo que es digno o indigno de ser vivido. 

Según esta última lógica, sólo quien posee, tiene éxito; y quien tiene información y la manipula en provecho propio, vale y es alguien. El que no entra a formar parte de esta lógica, permanece fuera de todo esquema de éxito, producción o calidad de vida. En esta línea ubican a las personas con discapacidad mental y/o física.   

  

Las personas con discapacidad: 
signo de contradicción 
  

Ellas encarnan el dolor, evocan la fragilidad, denuncian el límite de la condición humana. Son signo de contradicción y de escándalo. Sus dificultades y sus desarmonías testimonian contra la moda efímera de una belleza entendida como mero estetismo, y remiten, al mismo tiempo, a una armonía más profunda, revelando más allá de todo fenómeno contingente, la consistencia última y fundamental de la persona como valor ontológico. 

Por ello, la persona con discapacidad es “testimonio cualificado de humanidad”, expresión transparente e inmediata del valor humano. 

Ella afirma el valor de la vida más allá de toda determinación de funcionalidad y de eficiencia. 

“La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser ‘hijo en el Hijo’ y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo” (Juan Pablo II, Christifideles Laici, 37). 

Esta afirmación provoca en todas las sociedades una reflexión seria para comprender la realidad; y aun cuando apenas se vean sus “fragmentos”, según la lógica de categorías artificiales humanas, como podrían ser las personas con discapacidad, ellas siguen siendo “testigos cualificados de humanidad”. Escribía un autor: “La provocación a aprender a conocer, a estar con, a cuidar de una persona con discapacidad es nada menos que a aprender a conocer, a estar con y a amar a Dios. El rostro de Dios es el rostro de la persona con discapacidad; el cuerpo de Dios es el cuerpo de la persona con discapacidad; el ser de Dios es el de la persona con discapacidad” (A. McGill, citado por S. Hauerwas, Suffering Presence, 1986). 

    

Reacciones   

Debemos invertir las perspectivas y cambiar la mirada con la que observamos a la persona con discapacidad, no sólo para preguntarnos acerca de la solidaridad de la cual tiene necesidad, sino sobretodo para admitir cuánto es capaz de ofrecernos, al testimoniar el valor de sí misma y el valor inalienable de la vida. En la persona con discapacidad grave, el descalabro existencial de la invalidez se vuelve ocasión de identidad y de transparencia de la humanidad común de la que todos participamos. 

Es casi por definición y estructuralmente el “pobre”, el que está en la condición de deber aceptar que su necesidad, su dependencia del otro, sea mostrada casi sin discreción, sin fingimientos que enmascaren esa falta de autosuficiencia que el individualismo dominante no quiere reconocer y que, en el fondo, es de todos. 

A menudo se quita la mirada de la persona con discapacidad, y no siempre por una banal indiferencia, sino porque en lo profundo de nuestro inconsciente ella amenaza nuestras supuestas seguridades y se vuelve una verdadera provocación, en la medida en que propone y re-evoca la finitud en que estamos circunscriptos y que querríamos exorcizar, enfatizando los mitos de la modernidad: el progreso, la ciencia, la técnica… 

La persona con discapacidad, que no logra mantener el paso en la sociedad del “tiempo real” y del “valor agregado”, es considerada la no-productiva y, por lo tanto, inútil y residual. 

Su déficit de autonomía cuestiona y no deja escapatoria: o la solidaridad o el rechazo y la negación. 

Sin embargo, la solidaridad no es un movimiento benévolo del corazón o un buen sentimiento, sino que es el reconocimiento pleno y objetivo de la titularidad de un derecho total de ciudadanía, y sobre todo, un “con-vivir” auténtico según una opción personal y consciente de responsabilidad. 

En este sentido, la comunidad no puede limitarse a un mero “asistir” a la persona con discapacidad, sino que, más bien, debe “interesarse” de ella con solicitud.   

  

Realidad actual: discriminación   

Las formas asistenciales más desarrolladas pueden encubrir un intento, más o menos latente, de marginación. Así pues, se pone énfasis en la disponibilidad a invertir recursos para lograr un cuidado cualificado, con tal que el que no está en la cumbre de las prestaciones no se entrometa en la red sofisticada de una sociedad que debe correr veloz para producir riquezas. 

“Interesarse” quiere decir también cuidar a quien no puede recuperarse, aprovechar al mismo tiempo todo tipo de recursos para provocar un acercamiento global a la persona en su integridad. 

En los países ricos, la lógica de la ganancia y del bienestar ilimitado sugiere un tipo de marginación “atenuada” de la persona con discapacidad. Se proclaman sus derechos, pero no son consideradas o puestas en práctica las normas que la protegen. Su “diversidad” entra en escena cuando es noticia y ofrece a los medios de comunicación ocasión de espectáculo. Los esfuerzos de su vida cotidiana son ignorados o, incluso, ocultados intencionalmente. La “asistencia”, llegada a ser preciosa, a menudo se vale también de estructuras prestigiosas; sin embargo, corre el riesgo de no poder evitar situaciones o condiciones de discriminación o marginación. 

En los países pobres, donde prevalecen las necesidades primarias, ligadas a la supervivencia de la totalidad de la población, el analfabetismo, la desocupación y la pobreza añaden envilecimiento a la discriminación. Y ésta, por su lado, hace desaparecer en las megalópolis del llamado “Tercer Mundo” los indicios de aquel sostén parcial que, en otros lugares, pueden asegurar de algún modo, la comunidad de aldeas y clanes. 

Tanto en los países ricos como en los países pobres son escasos los recursos económicos y científicos para la prevención de enfermedades que provocan invalidez; es más, el progreso y la tecnología exigen verdaderos sacrificios humanos, incluso con resultados de grave daño biológico y de discapacidad.  

  

Novedad: posibilidad de construir nuevas relaciones  

Si fuéramos capaces de comenzar a partir de los últimos y tuviéramos la fuerza de dar vuelta la mentalidad, podríamos proyectar largos períodos y fisionomías de nuestra civilización, movidos desde una mirada límpida que – soportando las duras exigencias de esta exploración – considera a la persona con discapacidad como “piedra angular” o término de comparación de una nueva construcción social. También nos daríamos cuenta de que son otras las barreras – no sólo las arquitectónicas – las que se ponen en discusión por su pura y simple presencia en medio de nosotros, los que nos llamamos “normales o dotados”. 

En efecto, el límite, que no es una disminución ocasional y contingente o transitoria, sino algo íntimo y estructural, cala en lo profundo, abre como un manantial, evoca la dignidad incondicionada de la persona. 

Todo esto nos invita a concebir una convivencia hecha de confianza más que de cerrazones mezquinas, de frescura inmediata en las relaciones personales, de dependencia recíproca, consciente y serena, de alegría de vivir. 

Las personas con discapacidad ofrecen los impulsos más fuertes y grandes recursos morales y espirituales para un mundo según los planes de Dios. Ellas dan una contribución de esperanza y de amor a la historia humana. Revelan al hombre lo que es en verdad, pues la persona vale por lo que es y no por lo que tiene o sabe hacer (cf. GS 35), especialmente en una sociedad donde lo que cuenta es la belleza física, la afirmación de sí mismo, la búsqueda del poder y del primado sobre los demás. Muestran la dependencia de la criatura del Creador, con la respectiva relación de confianza y de dependencia de los demás, y afirman esta unión que da vida, pues “la criatura sin el creador desaparece” (GS 36). 

La persona con discapacidad es, por lo tanto, un recurso, una llamada de atención viviente; cambia el sentido del dolor, traduce el sufrimiento en una alabanza a la vida. 

La aceptación, la solidaridad directa y personal, la promoción activa de la ayuda y la realización de obras e iniciativas son cuatro momentos – que valen igualmente en el campo de las relaciones privadas y en los niveles público e institucionales – necesarios para una “reforma” concreta, de nuestra actitud ante todo y también de las estructuras sociales y civiles, frente a las condiciones de discapacidad. 

  

TESTIMONIOS   

El testimonio de un abuelo 

Una relación especial  

La noticia de que nuestra nieta había nacido con serios problemas y estaba luchando con la vida, fue para nosotros un golpe duro. Nuestra primera reacción fue una conmoción emocional mezclada con cierta falta de fe y de esperanza en que las cosas se podrían controlar y arreglar, y desde luego, un gran dolor. 

En las semanas siguientes probamos todas las emociones que los abuelos sienten en esta situación: estupor, falta de confianza, negación, enojo, tristeza continua y dolorosa y, finalmente, aceptación. 

Laura había sido afectada por una CMV, debida a un virus, y había quedado cuadripléjica. 

Casi de inmediato llegamos a aceptar a Laura por lo que ella era y no por lo que debería haber sido. Las informaciones que nos daban los profesionales de la Universidad donde yo trabajaba como bibliotecario, y los libros a disposición, nos ayudaron mucho. Pusimos todo nuestro interés en Laura, pasando mucho tiempo con ella, ayudando a mi hija, Kathy, a cuidar de ella y de los otros dos hijos, cuando debía ausentarse de la familia con Laura. 

Dimos todo nuestro apoyo emotivo y nuestro amor con la aceptación y la confianza. Nuestro interés ayudó a Laura a aceptar su situación, así como a hacer que sus padres se encontraran menos aislados, dándoles un alivio en su tristeza y autocompasión. 

Cuando llevo a Laura en el coche, tengo la oportunidad más hermosa para contarle historias sin interrupción, para hablarle y escucharla como en la escuela. Los viajes semanales contribuyeron a establecer un profundo y gozoso lazo con ella y me dieron un papel en su crecimiento y formación. Aprendí que Laura entiende mucho más de cuanto parece. 

Lo que habíamos dado y lo que intento dar – mi mujer murió cuando Laura tenía 8 años – es principalmente lo que cada abuelo/a da a su nieto. Ante todo, ella es mi nieta; y luego, mi nieta con necesidades especiales. 

Lo que gané como abuelo de una niña con discapacidad supera altamente lo que he dado. Adquirí una cercanía especial con la familia de Laura. Tuve una relación más profunda con mis otros hijos y sus familias, porque todos comparten la experiencia de la familia de Laura. Comencé a tener una nueva sensibilidad ante las necesidades de los demás niños con discapacidad y de sus familias. Desarrollé un nuevo aprecio por los talentos de los profesionales y especialistas y una mayor habilidad para ayudar y consolar a padres y abuelos que experimentan la llegada de un niño con discapacidad en sus familias. 

Sobre todo, logré una amistad muy especial con una persona muy especial, y experimenté “la alegría y la cercanía que un niño con necesidades especiales trae al seno de la familia”. 

Fichas del Comité para el Jubileo de la
comunidad con personas con discapacidad