JUAN PABLO II EN MEXICO
22-26 de Enero de 1999


4. Mensaje de S.S. Juan Pablo II en el Encuentro con Representantes de todas las Generaciones del Siglo

MÉXICO - CIUDAD DE MÉXICO 25 de enero de 1999 Estadio Azteca

Fin de siglo y de milenio a la luz del Concilio Vaticano II

Amados hermanos y hermanas:

1. Dentro de poco se concluirán un siglo y un milenio trascendentales para la historia de la Iglesia y de la humanidad. En esta hora significativa, Ustedes están llamados a tomar renovada conciencia de ser los depositarios de una rica tradición humana y religiosa. Es tarea suya transmitir a las nuevas generaciones ese patrimonio de valores para alimentar su vitalidad y su esperanza, haciéndoles partícipes de la fe cristiana, que ha forjado su pasado y ha de caracterizar su futuro.

Hace ahora mil años, en el 999 de nuestra era, el furor de quienes adoraban a un dios violento, diciéndose sus representantes, hizo desaparecer a Quetzalcóalt, el rey-profeta de los toltecas, pues se oponía al uso de la fuerza para resolver los conflictos humanos. Al aproximarse a la muerte, llevaba en sus manos una cruz que para él y sus discípulos simbolizaba la coincidencia entre todas las ideas en búsqueda de la armonía. Había transmitido a su pueblo altas enseñanzas: "El bien se impondrá siempre sobre el mal". "El hombre es el centro de todo lo creado". "Las armas nunca serán compañeras de la palabra; es ésta la que despeja las nubes de la tormenta para que nos llene la claridad divina" (cf. Raúl Horta, El Humanismo en el Nuevo Mundo, cap. II). En estas y otras enseñanzas de Quetzalcóalt podemos ver "como una preparación al Evangelio" (cf. Lumen gentium, 16), que los antepasados de muchos de Ustedes tendrían el gozo de acoger quinientos años más tarde.

2. Este milenio ha conocido el encuentro entre dos mundos, marcando un rumbo inédito en la historia de la humanidad. Para Ustedes es el milenio del encuentro con Cristo, de las apariciones de Santa María de Guadalupe en el Tepeyac, de la primera evangelización y consiguiente implantación de la Iglesia en América.

Los últimos cinco siglos han dejado una huella decisiva en la identidad y el destino del Continente. Son quinientos años de historia común, tejida entre los pueblos autóctonos y las gentes venidas de Europa, a las que se añadieron sucesivamente las provenientes de Africa y Asia. Con el fenómeno característico del mestizaje se ha puesto de relieve que todas las razas son iguales en dignidad y con derecho a su cultura. En toda esta amplia y compleja andadura, Cristo ha estado incesantemente presente en el caminar de los pueblos americanos, dándoles también como Madre a la suya, la Virgen María, a la que Ustedes tanto aman.

3. Como sugiere el lema con que México ha querido recibir por cuarta vez al Papa, -"Nace un milenio. Reafirmamos la fe"-, la nueva época que se aproxima debe llevar a consolidar la fe de América en Jesucristo. Esta fe, vivida cotidianamente por numerosos creyentes, será la que anime e inspire las pautas necesarias para superar las deficiencias en el progreso social de las comunidades, especialmente de las campesinas e indígenas; para sobreponerse a la corrupción que empaña tantas instituciones y ciudadanos; para desterrar el narcotráfico, basado en la carencia de valores, en el ansia de dinero fácil y en la inexperiencia juvenil; para poner fin a la violencia que enfrenta de manera sangrienta a hermanos y clases sociales. Sólo la fe en Cristo da origen a una cultura opuesta al egoísmo y a la muerte.

Padres y abuelos aquí presentes: a Ustedes les corresponde transmitir a las nuevas generaciones arraigadas convicciones de fe, prácticas cristianas y sanas costumbres morales. En ello, les serán de ayuda las enseñanzas del último Concilio.

4. El Concilio Vaticano II, como respuesta evangélica a la reciente evolución del mundo y comienzo de una nueva primavera cristiana (cf. Tertio millennio adveniente, 18), ha sido providencial para el siglo XX. Este siglo ha visto dos guerras mundiales, el horror de los campos de concentración, persecuciones y matanzas, pero ha sido testigo también de progresos esperanzadores para el futuro, como el nacimiento de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Por eso, me complazco en constatar los beneficios aportados por la acogida de las orientaciones conciliares, como son el hondo sentido de comunión y fraternidad entre los Obispos de América que, en estrecha unión con el Papa, se ha puesto de manifiesto en la celebración del Sínodo que ayer clausuré solemnemente; el creciente compromiso de los laicos en la edificación de la Iglesia; el desarrollo de movimientos que impulsan la santidad de vida y el apostolado de sus miembros; el aumento de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que se detecta en diversos lugares, entre ellos México.

Aquí están presentes cuatro generaciones, y les pregunto: ¿Es verdad que el mundo en el que vivimos es al mismo tiempo grande y frágil, excelso pero a veces desorientado? ¿Se trata de un mundo avanzado en unos aspectos pero retrógrado en tantos otros? Y sin embargo, este mundo -nuestro mundo- tiene necesidad de Cristo, Señor de la historia, que ilumina el misterio del hombre y con su Evangelio lo guía en la búsqueda de soluciones a los principales problemas de nuestro tiempo (cf. Gaudium et spes, 10).

Porque algunos poderosos volvieron sus espaldas a Cristo, este siglo que concluye asiste impotente a la muerte por hambre de millones de seres humanos, aunque paradójicamente aumenta la producción agrícola e industrial; renuncia a promover los valores morales, corroídos progresivamente por fenómenos como la droga, la corrupción, el consumismo desenfrenado o el difundido hedonismo; contempla inerme el creciente abismo entre países pobres y endeudados y otros fuertes y opulentos; sigue ignorando la perversión intrínseca y las terribles consecuencias de la "cultura de la muerte"; promueve la ecología, pero ignora que las raíces profundas de todo atentado a la naturaleza son el desorden moral y el desprecio del hombre por el hombre.

5. ¡América, tierra de Cristo y de María! tú tienes un papel importante en la construcción del mundo nuevo que el Concilio Vaticano II quiso promover. Debes comprometerte para que la verdad prevalezca sobre tantas formas de mentira; para que el bien se sobreponga al mal, la justicia a la injusticia, la honestidad a la corrupción. Acoge sin reservas la visión conciliar del hombre, creado por Dios y redimido por Jesucristo. Así alcanzarás la plena verdad de los valores morales, frente al espejismo de certezas momentáneas, sólo precarias y subjetivas.

Quienes formamos la Iglesia -Obispos, sacerdotes, consagrados y laicos- nos sentimos comprometidos con el anuncio salvador de Cristo. Siguiendo su ejemplo, no queremos imponer su mensaje, sino proponerlo en plena libertad, recordando que sólo Él tiene palabras de vida eterna y confiando plenamente en la fuerza y la acción del Espíritu Santo en lo más íntimo del corazón humano.

¡Que Ustedes, católicos de todas las generaciones del siglo XX, sean portadores y testigos de la gran esperanza de la Iglesia en todos los ambientes donde Dios los ha enviado como semillas de fe, de esperanza y de un amor sin fronteras para todos sus hermanos!

El Siglo XXI, siglo de la nueva evangelización

y del gran reto de los jóvenes cristianos.

6. El año próximo celebraremos dos milenios desde que "la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1, 14). El Hijo de Dios hecho hombre enseñó a todos a ser hombres y mujeres auténticos, compadeciéndose de las muchedumbres que encontraba como ovejas sin pastor y dando su vida por nuestra salvación. Su presencia y acción continúan en la tierra a través de su Iglesia, su Cuerpo Místico. Por eso, cada cristiano está llamado a anunciar, testimoniar y hacer presente a Cristo en todos los ambientes, en las diferentes culturas y épocas de la historia.

7. La evangelización, tarea primordial, misión y vocación propia de la Iglesia (cf. Evangelii nuntiandi, 14), nace precisamente de la fe en la Palabra, que es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). A cuantos hoy se encuentran unidos al Papa, aquí o a través de los medios de comunicación, les digo: ¡Siéntanse responsables de difundir esta luz que han recibido!

Pronto terminarán un siglo y un milenio, en los cuales a pesar de tantos conflictos, se ha promovido el valor de la persona por encima de las estructuras sociales, políticas y económicas. A este respecto, la nueva evangelización lleva también consigo la respuesta de la Iglesia a este importante cambio de perspectiva histórica. Cada uno de Ustedes, con su modo de vivir y su compromiso cristiano, ha de testimoniar, a lo largo y ancho de América y del mundo, que Cristo es el verdadero promotor de la dignidad humana y de su libertad.

8. Los discípulos de Cristo deseamos que en el próximo siglo prevalezca la unidad y no las divisiones; la fraternidad y no los antagonismos; la paz y no las guerras. Esto es también un objetivo esencial de la nueva evangelización. Ustedes, como hijos de la Iglesia, deben trabajar para que la sociedad global que se acerca no sea espiritualmente indigente ni herede los errores del siglo que concluye.

Para ello es necesario decir sí a Dios y comprometerse con Él en la construcción de una nueva sociedad donde la familia sea un ámbito de generosidad y amor; la razón dialogue serenamente con la fe; la libertad favorezca una convivencia caracterizada por la solidaridad y la participación. En efecto, quien tiene al Evangelio como guía y norma de vida no puede permanecer en una actitud pasiva, sino que ha de compartir y difundir la luz de Cristo, incluso con el propio sacrificio.

9. La nueva evangelización será semilla de esperanza para el nuevo milenio si Ustedes, católicos de hoy, se esfuerzan en transmitir a las generaciones venideras la preciosa herencia de valores humanos y cristianos que han dado sentido a su vida. Ustedes, hombres y mujeres que con el paso de los años han acumulado preciosas enseñanzas de la vida; Ustedes tienen la misión de procurar que las nuevas generaciones reciban una sólida formación cristiana durante su preparación intelectual y cultural, para evitar que el pujante progreso les cierre a lo trascendente. En fin, preséntense siempre como infatigables promotores de diálogo y concordia frente al predominio de la fuerza sobre el derecho y a la indiferencia ante los dramas del hambre y la enfermedad que acucian a grandes masas de la población.

10. Por su parte, Ustedes, jóvenes y muchachos que miran hacia el mañana con el corazón lleno de esperanza, están llamados a ser los artífices de la historia y de la evangelización ya en el presente y luego en el futuro. Una prueba de que no han recibido en vano tan rico legado cristiano y humano será su decidida aspiración a la santidad, tanto en la vida de familia que muchos formarán dentro de unos años, como entregándose a Dios en el sacerdocio o la vida consagrada si son llamados a ello.

El Concilio Vaticano II nos ha recordado que todos los bautizados, y no sólo algunos privilegiados, están llamados a encarnar en su existencia la vida de Cristo, a tener sus mismos sentimientos y a confiar plenamente en la voluntad del Padre, entregándose sin reservas a su plan salvífico, iluminados por el Espíritu Santo, llenos de generosidad y de amor incansable por los hermanos, especialmente los más desfavorecidos. El ideal que Jesucristo les propone y enseña con su vida es ciertamente muy alto, pero es el único que puede dar sentido pleno a la vida. Por eso, desconfíen de los falsos profetas que proponen otras metas, más confortables tal vez, pero siempre engañosas. ¡No se conformen con menos!

11. Los cristianos del siglo XXI tienen también una fuente inagotable de inspiración en las comunidades eclesiales de los primeros siglos. Quienes habían convivido con Jesús, o escuchado directamente el testimonio de los Apóstoles, sintieron sus vidas como transformadas e inundadas de una nueva luz. Pero debieron vivir su fe en un mundo indiferente e incluso hostil. Hacer penetrar la verdad del Evangelio, trastocar muchas convicciones y costumbres que denigraban la dignidad humana, supuso grandes sacrificios, firme constancia y una gran creatividad. Sólo con la fe inquebrantable en Cristo, alimentada constantemente por la oración, la escucha de la Palabra y la participación asidua en la Eucaristía, las primeras generaciones cristianas pudieron superar aquellas dificultades y consiguieron fecundar la historia humana con la novedad del Evangelio, derramando, tantas veces, la propia sangre.

En la nueva era que despunta, era de la informática y de los poderosos medios de comunicación, abocada a una globalización cada vez más fluida de las relaciones económicas y sociales, Ustedes, queridísimos jóvenes, y sus coetáneos tienen ante sí el reto de abrir la mente y el corazón de la humanidad a la novedad de Cristo y a la gratuidad de Dios. Sólo de este modo se alejará el riesgo de un mundo y una historia sin alma, engreída de sus conquistas técnicas pero carente de esperanza y de sentido profundo.

11. Ustedes, jóvenes de México y de América, han de procurar que el mundo que un día se les confiará esté orientado hacia Dios, y que las instituciones políticas o científicas, financieras o culturales se pongan al servicio auténtico del hombre, sin distinción de razas ni clases sociales. La sociedad del mañana ha de saber gracias a Ustedes, por la alegría que dimana de su fe cristiana vivida en plenitud, que el corazón humano encuentra la paz y la plena felicidad sólo en Dios. Como buenos cristianos, han de ser también ciudadanos ejemplares, capaces de trabajar junto con los hombres de buena voluntad para transformar pueblos y regiones, con la fuerza de la verdad de Jesús y de una esperanza que no decae ante las dificultades. Traten de poner en práctica el consejo de San Pablo: "No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien" (Rm 12, 21).

12. Les dejo como recuerdo y como prenda las palabras de despedida de Jesús, que iluminan el futuro y alientan nuestra esperanza: "Yo estoy con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

En nombre del Señor, vayan Ustedes decididamente a evangelizar el propio ambiente para que sea más humano, fraterno y solidario; más respetuoso de la naturaleza que se nos ha encomendado. Contagien la fe y los ideales de vida a todas las gentes del Continente, no con confrontaciones inútiles, sino con el testimonio de la propia vida. Revelen que Cristo tiene palabras de vida eterna, capaces de salvar a los hombres de ayer, de hoy y de mañana. Revelen a sus hermanos el rostro divino y humano de Jesucristo, Alfa y Omega, Principio y Fin, el Primero y el Ultimo de toda la creación y de toda la historia, también de la que Ustedes están escribiendo con sus vidas.


5. Angelus en el Autódromo Hermanos Rodríguez

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. En la Santa Misa que acabamos de celebrar he tenido el gozo de compartir con Ustedes la misma fe y amor en Jesucristo, unidos con la misma esperanza en sus promesas. Les agradezco con todo mi corazón su presencia aquí, tan numerosa… tan numerosa y de nuevo les aliento a vivir firmemente su compromiso cristiano como miembros de la Iglesia que camina hacia el tercer Milenio.

2. La Exhortación apostólica postsinodal "Ecclesia in América", presentada ayer, invita a este amado Continente a dar un renovado "sí" a Jesucristo, acogiendo y respondiendo con generosidad misionera a su mandato de proclamar la Buena Nueva a todas las naciones (cf. Mc 13,10). Bajo la mirada protectora de María pongo de nuevo los frutos evangelizadores del reciente Sínodo de América, el ardor apostólico de sus Iglesias locales y también esta Visita pastoral a la querida nación mexicana.

3. Mañana se concluye la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año tiene como lema: "Él habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y el mismo Dios estará con ellos" (An 21,3b). Alcanzar la plena comunión entre todos los creyentes en Cristo es un objetivo constante de la Iglesia, la cual pide al Padre con renovado fervor en la preparación al Gran Jubileo del 2000 que sea una realidad el deseo de Cristo de que todos sean uno (cf. Jn 17,11). La plena unidad entre los cristianos, hacia la cual se van dando pasos consoladores, es un don del Espíritu Santo que se ha de pedir con perseverancia.

He recibido con dolor la noticia del bárbaro asesinato de Sor María Aloyius, de las Misioneras de la Caridad en Sierra Leona, así como las informaciones preocupantes sobre episodios de gran violencia contra hombres de la Iglesia en la República del Congo Brazzaville. Ningún motivo puede justificar tan feroz encarnizamiento contra personas e instituciones que desde hace años se prodigan a favor del bien de todos. Roguemos para que el Señor inspire a todos sentimientos dignos del hombre creado a imagen de Dios

4. El amor a la Madre de Dios, tan característico de la religiosidad americana, ayuda a orientar la propia vida según el espíritu y los valores del Evangelio, para testimoniarlos en el mundo. Nuestra Señora de Guadalupe, unida íntimamente al nacimiento de la Iglesia en América, fue la Estrella radiante que iluminó el anuncio de Cristo Salvador a los hijos de estos pueblos, ayudando a los primeros misioneros en su evangelización. A ella, que llevó en su seno al "Evangelio de Dios" (Evangelii nuntiandi, 7), pido que les ayude a ser testigos de Cristo ante los demás.

Que María Santísima interceda por nosotros y, con su protección materna, nos acompañe en este compromiso alentador.


. Homilía de S.S. Juan Pablo II en el Autódromo Hermanos Rodríguez

Queridos hermanos y hermanas,

"Estén perfectamente unidos en un mismo sentir y en un mismo pensar" (1Co 1, 10)

En esta mañana las palabras del apóstol San Pablo nos animan a vivir intensamente este encuentro de fe, como es la celebración eucarística, en "el santo domingo, honrado por la Resurrección del Señor, primicia de todos los demás días" (Dies Domini, 19). Me siento lleno de inmensa alegría al estar aquí presidiendo la Santa Misa.

En el plan de Dios el domingo es el día en que la comunidad cristiana se congrega en torno a la mesa de la Palabra de Dios y la mesa de la Eucaristía. En este importante encuentro estamos llamados por el Señor a renovar y profundizar el don de la fe. ¡Sí, hermanos, el domingo es el día de la fe y de la esperanza; el día de la alegría y de la respuesta gozosa a Cristo Salvador, el día de la santidad! En esta asamblea fraterna vivimos y celebramos la presencia del Maestro, que ha prometido: "Yo estaré con Ustedes hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20).

2. Quiero agradecer ahora las amables palabras que me ha dirigido el Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, presentando la realidad de esta querida comunidad eclesial. Saludo también con afecto al Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, Arzobispo Emérito de México, así como a los demás Cardenales y Obispos mexicanos y a los que han venido de otras partes del Continente americano y de Roma. El Papa les anima en el ejercicio de su ministerio y les exhorta a no ahorrar energías en predicar con valor el Evangelio de Cristo.

Saludo también con gran estima a los sacerdotes y a los consagrados y consagradas, alentándolos a santificarse con su irrenunciable entrega a Dios mediante su servicio a la Iglesia y a la nueva evangelización, siguiendo siempre las directrices de sus Pastores. Esto será una gran fuerza para anunciar mejor a Cristo a los demás, especialmente a los más alejados. Tengo asimismo muy presentes a tantas religiosas de clausura, que oran por la Iglesia, por el Papa, por los Obispos y sacerdotes, por los misioneros y por todos los fieles.

Saludo igualmente de manera muy afectuosa a los numerosos indígenas de diversas regiones de México, presentes en esta celebración. El Papa se siente muy cercano a todos Ustedes, admirando los valores de sus culturas, y animándolos a superar con esperanza las difíciles situaciones que atraviesan. Les invito a esforzarse por alcanzar su propio desarrollo y trabajar por su propia promoción. Construyan con responsabilidad su futuro y el de sus hijos. Por eso, pido a todos los fieles de esta Nación que se comprometan a ayudar y promover a los más necesitados de entre Ustedes. Es necesario que todos y cada uno de los hijos de esta Patria mexicana tengan lo necesario para llevar una vida digna. Todos los miembros de la sociedad mexicana son iguales en dignidad, pues son hijos de Dios y, por tanto, merecen todo respeto y tienen derecho a realizarse plenamente en la justicia y en la paz.

Mi palabra quiere llegar también a los enfermos que no han podido estar aquí con nosotros. Me siento muy cerca de ellos para comunicarles el consuelo y la paz de Cristo. Les pido que, mientras buscan recuperar la salud, ofrezcan su enfermedad por la Iglesia, sabiendo el valor salvífico y la fuerza evangelizadora que tiene el sufrimiento humano asociado al del Señor Jesús.

Agradezco de modo particular a las Autoridades civiles su presencia en esta celebración. El Papa los anima a seguir trabajando diligentemente por el bien de todos, con hondo sentido de la justicia, según las responsabilidades que les han sido encomendadas.

3. En la primera lectura, al referirse a la expectativa mesiánica de Israel, dice el Profeta: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz" (Is 19,1). Esta luz es Cristo, luz traída aquí hace casi quinientos años por los doce primeros evangelizadores franciscanos procedentes de España. Hoy somos testigos de una fe arraigada y de los abundantes frutos que dieron el sacrificio y la abnegación de tantos misioneros.

Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "Cristo es la luz de los pueblos" (Lumen gentium, 1). Que esta luz ilumine la sociedad mexicana, sus familias, escuelas y universidades, sus campos y ciudades. Que los valores del Evangelio inspiren a los gobernantes para servir a sus conciudadanos, teniendo muy presentes a los más necesitados.

La fe en Cristo es parte integrante de la nación mexicana, estando como grabada de manera indeleble en su historia. ¡No dejen apagar esta luz de la fe! México sigue necesitándola para poder construir una sociedad más justa y fraterna, solidaria con los que nada tienen y que esperan un futuro mejor.

El mundo actual olvida en ocasiones los valores trascendentes de la persona humana: su dignidad y libertad, su derecho inviolable a la vida y el don inestimable de la familia, dentro de un clima de solidaridad en la convivencia social. Las relaciones entre los hombres no siempre se fundan sobre los principios de la caridad y ayuda mutua. Por el contrario, son otros los criterios dominantes, poniendo en peligro el desarrollo armónico y el progreso integral de las personas y los pueblos. Por eso los cristianos han de ser como el "alma" de este mundo: que lo llene de espíritu, le infunda vida y coopere en la construcción de una sociedad nueva, regida por el amor y la verdad.

Queridos hijos e hijas, Ustedes, aún en los momentos más difíciles de su historia, han sabido reconocer siempre al Maestro «que tiene palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68). ¡Hagan que la palabra de Cristo llegue a los que aún la ignoran! ¡Tengan la valentía de testimoniar el Evangelio en las calles y plazas, en los valles y montañas de esta Nación! Promuevan la nueva evangelización, siguiendo las orientaciones de la Iglesia.

4. En el salmo responsorial hemos cantado: "EI Señor es mi luz y mí salvación" (Sal 26, l). ¿A quién podemos temer si Él está con nosotros? Sean, pues, valientes. Busquen al Señor y en Él encontrarán la paz. Los cristianos están llamados a ser "luz del mundo" (Mt 5,14), iluminando con el testimonio, de sus obras a la sociedad entera.

Cuando se emprende firmemente el camino de la fe, se dejan de lado las seducciones que desgarran a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y no se presta atención a quienes, dando la espalda a la verdad, predican la división y el odio (cf. 2 Pe 2, 1-2). Hijos e hijas de México y de América entera, no busquen en ideologías falaces y aparentemente novedosas la verdad de la vida: "Jesús es, Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre" (Incarnationis mysterium, 1).

5. En este Autódromo, convertido hoy como en un gran templo, resuenan con fuerza las palabras con que Jesús comenzó su predicación: «Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos» (Mt 4,17). Desde sus orígenes, la Iglesia transmite fielmente este mensaje de conversión, para que todos podamos llevar una vida más pura, según el espíritu del Evangelio. El llamado a la conversión se hace más acuciante en estos momentos de preparación al Gran Jubileo, en el que conmemoraremos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios hace dos mil años.

Al comenzar este año litúrgico, con la Bula "Incarnationis mysterium", indicaba cómo "el tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación" (n. 2). Por eso, el Papa los exhorta a convertir su corazón a Cristo. Es necesario que la Iglesia entera comience el nuevo milenio ayudando a sus hijos a purificarse del pecado y del mal; que extienda sus horizontes de santidad y fidelidad para participar en la gracia de Cristo, que nos ha llamado a ser hijos de la luz y a tener parte en la gloria eterna (cf. Col 1, 13).

6. «Síganme y los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

Estas palabras de Jesús, que hemos escuchado, se repiten a lo largo de la historia y en todos los rincones de la tierra. Como el Maestro, hago la misma invitación a todos, especialmente a los jóvenes, a seguir a Cristo. Queridos jóvenes, Jesús llamó un día a Simón Pedro y a Andrés. Eran pescadores y abandonaron sus redes para seguirle. Ciertamente Cristo llama a algunos de Ustedes a seguirlo y entregarse totalmente a la causa del Evangelio. ¡No tengan miedo de recibir esta invitación del Señor! ¡No permitan que las redes les impidan seguir el camino de Jesús! Sean generosos, no dejen de responder al Maestro que llama. Síganle para ser, como los Apóstoles, pescadores de hombres.

Igualmente, ánimo a los padres y madres de familia a ser los primeros en alimentar la semilla de la vocación en sus hijos, dándoles ejemplo del amor de Cristo en sus hogares, con esfuerzo y sacrificio, con entrega y responsabilidad. Queridos padres: formen a sus hijos según los principios del Evangelio para que puedan ser los evangelizadores del tercer milenio. La Iglesia necesita más evangelizadores. América entera, de la que Ustedes forman parte, y especialmente esta querida Nación, tienen una gran responsabilidad de cara al futuro.

Durante mucho tiempo México ha recibido la abnegada y generosa acción evangelizadora de tantos testigos de Cristo. Pensemos sólo en algunas de esas figuras eximias, como Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga. Otros han evangelizado con su testimonio hasta la muerte, como los Beatos niños mártires de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan, o el Beato Miguel Pro y tantos otros sacerdotes, religiosos y laicos mártires. Otros, en fin, han sido confesores como el Obispo Beato Rafael Guizar.

7. Concluyendo, quiero dirigir mi pensamiento hacia el Tepeyac, a Nuestra Señora de Guadalupe, Estrella de la primera y de la nueva Evangelización de América. A ella encomiendo la Iglesia que peregrina en México y en el Continente americano, y le pido ardientemente que acompañe a sus hijos a entrar con fe y esperanza en el tercer milenio.

Bajo su cuidado maternal pongo a los jóvenes de esta Patria, así como la vida e inocencia de los niños, especialmente los que corren el peligro de no nacer. Confío a su amorosa protección la causa de la vida: ¡que ningún mexicano se atreva a vulnerar el don precioso y sagrado de la vida en el vientre materno!

A la intercesión maternal de Nuestra Señora de Guadalupe, encomiendo a los pobres con sus necesidades y anhelos. Ante Ella, con su rostro mestizo, deposito los anhelos y esperanzas de los pueblos indígenas con su propia cultura que esperan alcanzar sus legítimas aspiraciones y el desarrollo al que tienen derecho. Le encomiendo igualmente a los afroamericanos. En sus manos pongo también a los trabajadores, empresarios y a todos los que con su actividad colaboran en el progreso de la sociedad actual.

¡Virgen Santisíma! que, como el Beato Juan Diego, podamos llevar en el camino de nuestra vida impresa tu imagen y anunciar la Buena Nueva de Cristo a todos los hombres. Amén.


7. Mensaje de S.S. Juan Pablo II a los enfermos

MEXICO - CIUDAD DE MEXICO - 24.01.1999

Queridos hermanos y hermanas:

1. Como en otros viajes pastorales a lo largo y ancho del mundo, también en esta mi cuarta visita a México he deseado compartir con Ustedes, queridos enfermos hospitalizados en este Centro que lleva el nombre de "Lic. Adolfo López Mateos" -y por medio suyo con todos los demás enfermos del País- unos momentos en la oración y la esperanza. Les quiero asegurar mi afecto y, a la vez, me asocio a su oración y a la de sus seres queridos pidiendo a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen de Guadalupe, la conveniente salud del cuerpo y del alma, la plena identificación de sus sufrimientos con los de Cristo y la búsqueda de los motivos que, basados en la fe, nos ayudan a comprender el sentido del dolor humano.

Me siento muy cercano a cada uno de los que sufren, así como a los médicos y demás profesionales sanitarios que prestan su abnegado servicio a los enfermos. Quisiera que mi voz traspasara estos muros para llevar a todos los enfermos y agentes sanitarios la voz de Cristo, y ofrecer así una palabra de consuelo en la enfermedad y de estímulo en la misión de la asistencia, recordando muy especialmente el valor que tiene el dolor en el marco de la obra redentora del Salvador.

Estar con Ustedes, servirles con amor y competencia no es sólo una obra humanitaria y social, sino sobre todo, una actividad eminentemente evangélica, pues Cristo mismo nos invita a imitar al buen samaritano, que cuando encontró en su camino al hombre que sufría "no pasó de largo", sino "que tuvo compasión y, acercándose, vendó sus heridas [...] y cuidó del él" (Lc 10, 32-34). Son muchas las páginas del Evangelio que nos describen el encuentro de Jesús con personas aquejadas de diversas enfermedades. Así, san Mateo nos dice que "Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó" (4,23-24). San Pedro, siguiendo los pasos de Cristo, junto a la Puerta Hermosa del templo ayudó a caminar a un tullido (cf. Hch 3, 2-5) y en cuanto se corrió la voz de lo acaecido, "le sacaban enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos" (ibíd. 5, 15-16). Desde sus orígenes, la Iglesia, movida por el Espíritu Santo, quiere seguir los ejemplos de Jesús en este sentido, y por eso considera que es un deber y un privilegio estar al lado del que sufre y cultivar un amor preferencial hacia los enfermos. Por eso, escribí en la Carta Apostólica Salvifici doloris: "La Iglesia que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre 'constituye el camino de la Iglesia', y es éste uno de los más importantes" (n. 3).

2. El hombre está llamado a la alegría y a la vida feliz, pero experimenta diariamente muchas formas de dolor, y la enfermedad es la expresión más frecuente y más común del sufrir humano. Ante ello es espontáneo preguntarse: ¿Por qué sufrimos? ¿Para qué sufrimos? ¿Tiene un significado que las personas sufran? ¿Puede ser positiva la experiencia del dolor físico o moral? Sin duda, cada uno de nosotros se habrá planteado más de una vez estas cuestiones, sea desde el lecho del dolor, en los momentos de convalecencia, antes de someterse a una intervención quirúrgica o cuando se ha visto sufrir a un ser querido.

Para los cristianos éstos no son interrogantes sin respuesta. El dolor es un misterio, muchas veces inescrutable para la razón. Forma parte del misterio de la persona humana, que sólo se esclarece en Jesucristo, que es quien revela al hombre su propia identidad. Sólo desde Él podremos encontrar el sentido a todo lo humano. El sufrimiento -como he escrito en la Carta Apostólica Salvifici doloris- "no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior sino interior [...] Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera [...] Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es... una llamada: 'Sígueme', 'Ven', toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz" (n. 26). Por eso, ante el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido "hágase, Señor, tu voluntad" y repetir con Jesús: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres Tú" (Mt 26,39).

3. La grandeza y dignidad del hombre están en ser hijo de Dios y estar llamado a vivir en íntima unión con Cristo. Esa participación en su vida lleva consigo el compartir su dolor. El más inocente de los hombres -el Dios hecho hombre- fue el gran sufriente que cargó sobre sí con el peso de nuestras faltas y de nuestros pecados. Cuando Él anuncia a sus discípulos que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser crucificado y resucitar al tercer día, advierte a la vez que si alguno quiere ir en pos de Él, ha de negarse a sí mismo, tomar su cruz de cada día, y seguirle (cf. Lc 9, 22ss). Existe, pues, una íntima relación entre la Cruz de Jesús -símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad- y nuestros dolores, sufrimientos, aflicciones, penas y tormentos que pueden pesar sobre nuestras almas o echar raíces en nuestros cuerpos. El sufrimiento se transforma y sublima cuando se es consciente de la cercanía y solidaridad de Dios en esos momentos. Es esa la certeza que da la paz interior y la alegría espiritual propias del hombre que sufre generosamente y ofrece su dolor "como hostia viva, consagrada y agradable a Dios "(Rm 12,1). El que sufre con esos sentimientos no es una carga para los demás, sino que contribuye a la salvación de todos con su sufrimiento.

Vistos así, el dolor, la enfermedad y los momentos oscuros de la existencia humana, adquieren una dimensión profunda e, incluso esperanzada. Nunca se está solo frente al misterio del sufrimiento: se está con Cristo, que da sentido a toda la vida: a los momentos de alegría y paz, igual que a los momentos de aflicción y pena. Con Cristo todo tiene sentido, incluso el sufrimiento y la muerte; sin Él, nada se explica plenamente, ni siquiera los legítimos placeres que Dios ha unido a los diversos momentos de la vida humana.

4. La situación de los enfermos en el mundo y en la Iglesia no es, de ningún modo, pasiva. A este respecto, quiero recordar las palabras que les dirigieron los Padres Sinodales al concluir la VII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos: "Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero lo que es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia" (Per Concilii semitas ad Populum Dei Nuntius, 12). Como escribí en mi Exhortación apostólica Christifideles laici "A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime a los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas [...] muchos enfermos pueden convertirse en portadores del 'gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones' (1Ts 1,6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús" (n. 53). En este sentido, es oportuno tener presente que los que viven en situación de enfermedad no sólo están llamados a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino a tener una parte activa en el anuncio del Evangelio, testimoniando, desde la propia experiencia de fe, la fuerza de la vida nueva y la alegría que vienen del encuentro con el Señor resucitado (cf. 2Co 4, 10-11; 1P 4, 13; Rm 8, 18ss).

Con estos pensamientos he querido suscitar en cada uno y cada una de Ustedes los sentimientos que llevan a vivir las pruebas actuales con un sentido sobrenatural, sabiendo ver en ellas una ocasión para descubrir a Dios en medio de las tinieblas y los interrogantes, y adivinar los amplios horizontes que se vislumbran desde lo alto de nuestras cruces de cada día.

5. Quiero extender mi saludo a todos los enfermos de México, muchos de los cuales están siguiendo esta visita a través de la radio o de la televisión; a sus familiares, amigos y a cuantos les ayudan en estos momentos de prueba; al personal médico y sanitario, que ofrecen el contributo de su ciencia y de sus atenciones para superarlos o, por lo menos, hacerlos más llevaderos; a las autoridades civiles que se preocupan por el progreso de los hospitales y los demás centros asistenciales de los diferentes Estados y del País entero. Una mención especial quiero reservar a las personas consagradas que viven su carisma religioso en el campo de la salud, así como a los sacerdotes y a los demás agentes pastorales que les ayudan a encontrar en la fe consuelo y esperanza.

No puedo dejar de agradecer las oraciones y sacrificios que ofrecen muchos de Ustedes por mi persona y mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal.

Al entregar este Mensaje a Mons. José Lizares Estrada, Obispo auxiliar de Monterrey y Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral de la Salud, les renuevo mi saludo y mi afecto en el Señor y, por intercesión de la Virgen de Guadalupe, que al Beato Juan Diego le dijo "¿No soy yo tu salud?"-manifestándose así como quien invocamos los cristianos con el título de "Salus infirmorum"-, les imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Ciudad de México, 24 de enero de 1999.


8. Mensaje de S.S. Juan Pablo II en la ceremonia de despedida en el Aeropuerto Internacional Benito Juarez

MEXICO - CIUDAD DE MEXICO - 26.01.1999

Señor Presidente, Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado, Excelentísimas Autoridades, Amadísimos hermanos y hermanas de México:

1. Las densas y emotivas jornadas con el Pueblo de Dios que peregrina en tierras mexicanas han dejado en mí profunda huella. Me llevo grabados los rostros de tantas personas encontradas durante estos días. Estoy muy agradecido a todos por su cordial hospitalidad, expresión genuina del alma mexicana, y sobre todo por haber podido compartir intensos momentos de oración y reflexión en las celebraciones de la Santa Misa en la Basílica de Guadalupe y en el Autódromo "Hermanos Rodríguez"; en la visita al Hospital "Licenciado Adolfo López Mateos" y el memorable encuentro con las cuatro generaciones en el Estadio Azteca.

2. Pido a Dios que bendiga y recompense a todos los que han cooperado en la realización de esta Visita. Le estoy muy reconocido, Señor Presidente, por sus amables palabras a mi llegada, por haberme recibido en su Residencia Presidencial, por todas las atenciones que ha tenido hacia mi persona, así como por la colaboración prestada por las Autoridades.

Mi gratitud se extiende también al Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, así como a los demás Obispos mexicanos y a los venidos de todo el Continente, que han colaborado para que esta Visita se viviera con tanta intensidad. Mi agradecimiento se hace oración invocando del Cielo las mejores bendiciones para este pueblo que en tantas ocasiones ha demostrado su fidelidad a Dios, a la Iglesia y al Sucesor de san Pedro. Por eso, desde aquí elevo mi voz hacia lo alto:

¡Dios te bendiga, México!, por los ejemplos de humanidad y de fe de tus gentes, por los esfuerzos en defender la familia y la vida.

¡Dios te bendiga, México!, por la fidelidad y amor de tus hijos a la Iglesia. Los hombres y mujeres que componen el rico mosaico de tus diversas y fecundas culturas encuentran en Cristo la fuerza para superar antiguos o recientes antagonismos y sentirse hijos de un mismo Padre.

¡Dios te bendiga, México!, que cuentas con numerosos pueblos indígenas, cuyo progreso y respeto quieres promover. Ellos conservan ricos valores humanos y religiosos y quieren trabajar juntos para construir un futuro mejor.

¡Dios te bendiga, México!, que te esfuerzas en desterrar para siempre las luchas que dividieron a tus hijos mediante un diálogo fecundo y constructivo. Un diálogo en el que nadie quede excluido y acumune aún más a todos tus habitantes, a los creyentes fieles a su fe en Cristo y a los que están alejados de Él. Sólo el diálogo fraterno entre todos dará vigor a los proyectos de futuras reformas, auspiciadas por los ciudadanos de buena voluntad, pertenecientes a todos los credos religiosos y a los diversos sectores políticos y culturales.

¡Dios te bendiga, México!, que sigues extrañando a tus hijos emigrantes en busca de pan y trabajo. Ellos han contribuido también a propagar la fe católica en sus nuevos ambientes y a construir una América que, como manifestaron los Obispos en el Sínodo, quiere ser solidaria y fraterna.

¡Dios te bendiga, México!, por la libertad religiosa que vas reconociendo para quienes lo adoran dentro de tus fronteras. Esta libertad, garantía de estabilidad, da pleno sentido a las demás libertades y derechos fundamentales.

¡Dios te bendiga México!, por la Iglesia que está presente en tu suelo. Los Obispos, junto con los sacerdotes, consagrados, consagradas y laicos, comprometidos en la nueva evangelización, fieles a Cristo y a su Evangelio, anuncian en tu tierra, desde hace casi cinco siglos, el Reino de Dios.

3. México es un gran País, que hunde sus raíces en un pasado rico por su fe cristiana y abierto hacia el futuro en su clara vocación americana y mundial. Recorriendo las calles del Distrito Federal, teniendo presente en el corazón a los Estados que integran a la Nación, he sentido nuevamente el latir de este noble pueblo, que con tanto afecto me recibió en mi primer viaje apostólico fuera de Roma, al inicio de mi ministerio petrino. En su acogida veo el fiel reflejo de una realidad que se abre camino en la vida mexicana: la de un nuevo clima en las relaciones respetuosas, sólidas y constructivas entre el Estado y la Iglesia, superando otros tiempos, que, con sus luces y sombras, son ya historia. Este nuevo clima favorecerá cada vez más la colaboración en favor del pueblo mexicano.

4. Al concluir esta visita pastoral, quiero reafirmar mi plena confianza en el porvenir de este pueblo. Un futuro en el que México, cada vez más evangelizado y más cristiano, sea un país de referencia en América y en el mundo; un país donde la democracia, cada día más arraigada y firme, más trasparente y efectiva, junto con la gozosa y pacífica convivencia entre sus gentes, sea siempre una realidad bajo la tierna mirada de su Reina Madre, la Virgen de Guadalupe.

Para Ella mi última mirada y mi último saludo antes de dejar por cuarta vez esta bendita tierra mexicana. A Ella confío a todos y cada uno de sus hijos mexicanos, cuyo recuerdo llevo en mi corazón. ¡Virgen de Guadalupe, vela sobre México! ¡vela sobre todo el querido Continente americano!