MENSAJE CON OCASIÓN DEL
50° ANIVERSARIO DEL FINAL EN EUROPA
DE LA II GUERRA MUNDIAL

8/5/1995

1. Hace cincuenta años, el 8 de mayo de 1945, se concluía sobre la tierra europea la segunda guerra mundial. El final de aquel terrible azote, mientras avivaba en los corazones la espera del retorno de los prisioneros, de los deportados y refugiados, suscitaba también el deseo de la construcción de una Europa mejor. El continente podía empezar de nuevo a esperar en un futuro de paz y de democracia.

Medio siglo después, los individuos, las familias y los pueblos conservan aún el recuerdo de aquellos seis terribles años: recuerdos de miedo, de violencia, de separaciones dolorosas, vividas con la privación de toda seguridad y libertad, traumas imborrables causados por exterminio sin fin.

Con el paso del tiempo se comprende mejor el sentido

2. No fue fácil comprender plenamente las múltiples y trágicas dimensiones del conflicto. Pero, con el paso de los años, se ha desarrollado la conciencia de la incidencia que aquel acontecimiento ha tenido sobre el siglo XX y sobre el futuro del mundo. La segunda guerra mundial no fue sólo un episodio histórico de primer orden: ha significado un cambio para la humanidad contemporánea. Con el paso del tiempo, los recuerdos no deben difuminarse: más bien deben ser una lección severa para nuestra generación y para las futuras. Lo que esa guerra significó para Europa y para el mundo se ha podido comprender en estos cinco decenios gracias a la adquisición de nuevos datos que han permitido un mejor conocimiento de los sufrimientos que causó. La trágica experiencia consumada entre el año 1939 y el año 1945 representa hoy un punto de referencia necesario para quien quiera reflexionar sobre el presente y sobre el futuro de la humanidad.

En el año 1989, con ocasión del cincuenta aniversario del comienzo de la guerra, escribí: «Cincuenta años después, tenemos el deber de acordarnos ante Dios de aquellos hechos dramáticos, para honrar a los muertos y compadecer a todos los que este despliegue de crueldad hirió en el corazón y en el cuerpo, perdonando del todo las ofensas» 1 . Es preciso mantener vivo el recuerdo de lo sucedido: es un deber concreto. Hace seis años, coincidiendo con el aniversario que recordamos ahora, en el Este europeo se perfilaban inéditos escenarios sociales y políticos con la rápida caída de los regímenes comunistas.

Era una revuelta social profunda que permitía eliminar algunas trágicas consecuencias de la guerra mundial, cuyo fin no había significado para muchas naciones europeas el comienzo del goce de la paz y de la democracia, como era lógico esperarse el 9 de mayo de 1945. Algunos pueblos, de hecho, habían perdido el poder de disponer de sí mismos, y estaban cerrados dentro de las sofocantes fronteras de un imperio, a la vez que se querían destruir, además de las tradiciones religiosas, su recuerdo histórico y la raíz secular de su cultura. Es lo que quise señalar en la encíclica Centesimus annus 2 . En cierto sentido, para esos pueblos, la segunda guerra mundial acabó en el año 1989.

Una guerra con increíbles proporciones destructivas

3. Las consecuencias de la segunda guerra mundial para la vida de las naciones y de los continentes han sido terribles. Los cementerios militares acumulan en el recuerdo a cristianos y creyentes de otras religiones, militares y civiles de Europa y de otras regiones del mundo. De hecho, incluso soldados de países no europeos vinieron a combatir en el suelo del viejo continente: muchos cayeron en el campo, mientras que para otros el 8 de mayo marcó el final de una horrible pesadilla.

Decenas de millones fueron los hombres y las mujeres muertos, incontables los heridos y dispersos. Masas enormes de familias se vieron obligadas a abandonar tierras a las cuales estaban vinculadas desde hacía siglos, ambientes humanos y monumentos llenos de historia fueron devastados, ciudades y pueblos destruidos y reducidos a ruinas. Nunca la población civil, particularmente las mujeres y los niños, han pagado en un conflicto un precio en muertos tan alto.

La movilización del odio

4. Más grave aún fue la difusión de la «cultura de la guerra» con la triste consecuencia de muerte, odio y violencia. «La segunda guerra mundial, -escribí al Episcopado polaco en 1989- ha hecho a todos conscientes de la dimensión, hasta ahora desconocida, a la que puede llegar el desprecio del hombre y la violación de sus derechos. Ha producido una movilización inaudita del odio, que ha pisado al hombre y todo lo que es humano en nombre de una ideología imperialista» 3 . Nunca se afirmará suficientemente que la segunda guerra mundial ha transformado dolorosamente la vida de tantos hombres y de tantos pueblos. Se han llegado a construir infernales campos de exterminio donde han encontrado la muerte, en condiciones dramáticas, millones de judíos y centenares de miles de gitanos y otros seres humanos, culpables únicamente de pertenecer a pueblos diferentes.

Auschwitz: monumento a las consecuencias del totalitarismo

5. Auschwitz, al lado de otros lager, queda como símbolo dramáticamente elocuente de las consecuencias del totalitarismo . La peregrinación a estos lugares con el recuerdo y con el corazón, en este cincuenta aniversario, es obligatoria. «Me arrodillo -dije en el año 1979 durante la santa misa celebrada en Brzezinka, cerca de Auschwitz- sobre este Gólgota del mundo contemporáneo» 4. Como entonces, renuevo idealmente mi peregrinación a tales campos de exterminio. Me paro especialmente «ante las lápidas con la inscripción en hebreo», para recordar al pueblo «cuyos hijos e hijas estaban destinados al exterminio total» y para confirmar que «no le es lícito a nadie pasar con indiferencia» 5 . Como entonces, me detengo ante las lápidas en ruso, después de los cambios acontecidos en la ex Unión Soviética y recuerdo «la parte que ha tenido este país en la última guerra por la libertad de los pueblos» 6 . Me detengo después ante las lápidas en lengua polaca y pienso de nuevo en el sacrificio de buena parte de la nación, que anota «una dolorosa cuenta sobre la conciencia de la humanidad». Como dije en 1979, repito hoy: «He elegido tres lápidas. Pero sería necesario detenerse delante de cada una de las existentes» 7 . Sí, en este cincuenta aniversario del final de la segunda guerra mundial, siento la íntima necesidad de permanecer junto a todas las lápidas, también de aquellas que recuerdan el sacrificio de víctimas menos conocidas o incluso olvidadas.

6. De esta meditación brotan interrogantes que la humanidad no puede dejar a un lado. ¿Por qué se llegó a ese grado de envilecimiento del hombre y de los pueblos? ¿Por qué, acabada la guerra, no se han sacado las debidas consecuencias de tan amarga lección para todo el continente europeo?

El mundo, y en particular Europa, se dirigieron hacia aquella gran catástrofe porque habían perdido la energía moral necesaria para hacer frente a todo lo que les empujaba hacia la guerra. En efecto, el totalitarismo destruye la libertad fundamental del hombre y viola sus derechos. Manipulando la opinión pública con el martilleo incesante de la propaganda, empuja a ceder fácilmente al recurso a la violencia y las armas y acaba por aniquilar el sentido de responsabilidad del ser humano. Entonces, por desgracia, no nos dimos cuenta de que cuando se llega a pisotear la libertad, se ponen las condiciones para un peligroso deslizamiento hacia la violencia y el odio, precursores de la «cultura de la guerra». Precisamente esto fue lo que sucedió: no fue difícil a los jefes conducir a las masas a la elección fatal, mediante la afirmación del mito del hombre superior, la aplicación de políticas racistas o antisemitas, el desprecio hacia la vida de cuantos eran considerados inútiles a causa de enfermedades o marginación, la persecución religiosa o la discriminación política, la reducción progresiva de las libertades por medio del control policial y el condicionamiento psicológico derivado del uso unilateral de los medios de comunicación social. Precisamente a estas tramas se refería el Papa Pío XI de venerada memoria cuando, en la encíclica Mit brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937, hablaba de «tétricos programas» que aparecían en el horizonte

No se construye una sociedad humana sobre la violencia

7. La segunda guerra mundial ha sido el fruto directo de este proceso degenerativo: pero, ¿se han sacado las debidas consecuencias en los decenios sucesivos? Por desgracia el final de la guerra no ha llevado a la desaparición de las políticas y de las ideologías que la habían generado o por lo menos favorecido. Bajo otro aspecto, continuaron los regímenes totalitarios y más bien se difundieron, especialmente en Europa del Este. Después de aquel 8 de mayo, sobre el suelo del continente y en otras partes, permanecieron abiertos no pocos campos de concentración mientras tantas personas siguieron siendo encarceladas con desprecio de todo elemental derecho humano. No se ha comprendido que no se edifica una sociedad digna de la persona humana s obre su destrucción, sobre la represión y sobre la discriminación. Esta lección de la segunda guerra mundial no ha sido aún plenamente recibida en todas partes. Y sin embargo está presente y debe continuar como aviso para el próximo milenio.

En particular, en los años precedentes a la segunda guerra mundial, el culto a la nación, fomentado hasta convertirlo casi en una nueva idolatría, provocó en aquellos seis años terribles una inmensa catástrofe. Pío XI, desde diciembre de 1930 advertía así: «Más difícil, por no decir imposible, es que dure la paz entre los pueblos y entre los estados, si en lugar del verdadero y auténtico amor a la patria reina y arrecia un egoísta y duro nacionalismo, que es equivalente a odio y envidia en lugar de mutuo deseo de bien, desconfianza y sospecha en lugar de fraterna confianza, concurrencia y lucha en lugar de cooperación concorde, ambición de hegemonía, de predominio en lugar de respeto y de tutela de todos los derechos, aunque sean los de l os débiles y pequeños» 9 .

No es casualidad el que algunos iluminados estadistas de Europa occidental, partiendo precisamente de la meditación sobre los desastres provocados por el segundo conflicto mundial, quisieran crear un vínculo comunitario entre sus respectivos países. Este pacto se ha desarrollado en los decenios sucesivos, concretando la voluntad de las naciones que han entrado a formar parte en el sentido de no estar nunca más solas frente a su destino. Ellos comprendieron que, además del bien de sus propios pueblos, existe un bien común de la humanidad, violentamente pisoteado por la guerra. Esta reflexión sobre la dramática experiencia les indujo a sostener que los intereses de una nación sólo podían ser alcanzados convenientemente en el contexto de la interdependencia solidaria con los otros pueblos.

La Iglesia escucha el grito de las víctimas

8. Muchas son las voces que se alzan en el cincuenta aniversario del final de la segunda guerra mundial, tratando de superar las divisiones entre vencedores y vencidos. Se conmemoran el valor y el sacrificio de millones de hombres y mujeres. Por su parte, la Iglesia se pone a la escucha sobre todo del grito de todas las víctimas. Es un grito que ayuda a comprender mejor el escándalo de aquel conflicto que duró seis años. Es un grito que invita a reflexionar sobre todo lo que ha supuesto para la humanidad entera. Es un grito que constituye una denuncia de las ideologías que llevaron a la inmensa catástrofe. Ante cada guerra estamos llamados todos a meditar sobre nuestras responsabilidades, pidiendo perdón y perdonando. Quedamos amargamente impresionados, en cuanto cristianos, considerando que «las monstruosidades de aquella guerra se manifestaron en un continente que presumía de un particular florecimiento de cultura y civilización; en el continente que permaneció más tiempo bajo el influjo del Evangelio y de la Iglesia» 10 . Por eso los cristianos de Europa deben pedir perdón, aun reconociendo que fueron diferentes las responsabilidades en la construcción del aparato bélico.

La guerra es incapaz de ofrecer la justicia

9. Las divisiones causadas por la segunda guerra mundial nos recuerdan el hecho de que la fuerza al servicio de la «voluntad de poder» es un instrumento inadecuado para construir la verdadera justicia. Ésta más bien introduce en un nefasto proceso de consecuencias imprevisibles para hombres, mujeres y pueblos que corren así el peligro de perder toda la dignidad humana junto con los bienes e incluso la propia vida. Resuena fuerte todavía el llamamiento que el Papa Pío XII, de venerable memoria, hizo en agosto de 1939, precisamente en vísperas de aquel trágico conflicto, en un último intento de evitar el recurso a las armas: «El peligro es inminente, pero aún hay tiempo. Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra. Vuelvan los hombres a comprenderse, vuelvan a tratar» 11 . Pío XII seguía en esto las huellas del Papa Benedicto XV , el cual, después de haber utilizado todas las vías para evitar el primer conflicto mundial, no dudaba en calificarlo de «inútil masacre» 12 . Yo mismo he seguido esta línea cuando, el 20 de enero de 1991, ante la guerra del Golfo dije: «La trágica realidad de estos días pone de manifiesto aún más que con el recurso a las armas no se solucionan los problemas, sino que se crean nuevas y mayores tensiones entre los pueblos» 13 . Es ésta una constatación que el paso de los años enriquece siempre con nuevos elementos, aunque en algunas regiones de Europa y en otras partes del mundo continúen encendiéndose dolorosos focos de guerra. El P apa Juan XXIII, en la encíclica Pacem in terris, ponía entre los signos de los tiempos la difusión del convencimiento de que «las eventuales controversias entre los pueblos no deben resolverse con el recurso a las armas, sino mediante la negociación» 14 . A pesar de los fracasos humanos, no faltan acontecimientos, también recientes, que demuestran que la negociación honesta, paciente y respetuosa de los derechos y de las aspiraciones de las partes puede abrir el camino para una resolución pacífica de las situaciones más complejas. En este sentido expreso mi más vivo reconocimiento y apoyo a todos los modernos constructores de la paz.

Esto lo hago animado en particular por el imborrable recuerdo de las explosiones atómicas, que golpearon primero Hiroshima y después Nagasaki en agosto de 1945. Éstas testimonian en gran manera el horror y el sufrimiento causados por la guerra: el balance definitivo de aquella tragedia como recordé en mi visita a Hiroshima -no ha concluido aún y tampoco se ha calculado su total coste humano, considerando sobre todo lo que la guerra nuclear ha significado y podría aún significar para nuestras ideas, nuestras actitudes y nuestra civilización. «Recordar el pasado es comprometerse con el futuro. Recordar Hiroshima es aborrecer la guerra nuclear. Recordar Hiroshima es comprometerse con la paz. Recordar lo que el pueblo de esta ciudad ha sufrid o es renovar nuestra fe en el hombre en su capacidad para obrar el bien, en su libertad para elegir lo que es justo, en su determinación de convertir el desastre en un nuevo comienzo»15 .

Cincuenta años después de aquel trágico conflicto finalizado algún mes después también en el Pacífico con las dramáticas vicisitudes de Hiroshima y Nagasaki, y a continuación de la rendición del Japón, aparece aquel cada vez con mayor claridad como «un suicidio de la humanidad» 16 . Esto, de hecho, considerándolo bien, es una derrota tanto para los vencidos como para los vencedores.

El aparato de propaganda

10. Se impone una reflexión ulterior. Durante la segunda guerra mundial, además de las armas convencionales y químicas, biológicas y nucleares, se recurrió ampliamente a otro instrumento bélico fatal: la propaganda. Antes de atacar al adversario con medios de destrucción física, se buscó aniquilarlo moralmente con la denigración, las falsas acusaciones y la orientación de la opinión pública hacia la más irracional intolerancia, mediante todas las formas de adoctrinamiento, especialmente con los jóvenes. De hecho, es típico de todos los regímenes totalitarios organizar un colosal aparato propagandístico para justificar los propios delitos e incitar a una intolerancia ideológica y a la violencia racista contra los que no merecen -se dice- s er considerados parte integrante de la comunidad. ¡Qué lejos está todo eso de la auténtica cultura de la paz! Ésta supone el reconocimiento del vínculo intrínseco entre la verdad y la caridad. La cultura de la paz se construye rechazando desde el comienzo toda forma de racismo y de intolerancia no cediendo de ningún modo a la propaganda racial, controlando las ambiciones económicas y políticas y rechazando con decisión la violencia y todo tipo de explotación. Los perversos mecanismos propagandísticos no se limitan a contradecir los datos de la realidad, sino que contaminan incluso la información sobre las responsabilidades, haciendo bastante difícil el juicio moral y político. La guerra origina una propaganda que no deja lugar al pluralismo interpretativo, al análisis crítico de las causas y a la búsqueda de las verdaderas responsabilidades. Es lo que se deduce del examen de los datos disponibles sobre el período 1939-1945, como también de la documentación relativa a otras guerras que estallaron en los años sucesivos. En toda sociedad la guerra impone un uso totalitario de los medios de información y propaganda que no educa al respeto del otro y al diálogo, sino que más bien incita a la sospec ha y a la represalia.

La guerra no ha desaparecido

11. Con el año 1945 las guerras, por desgracia, no terminaron. Violencia, terrorismo y ataques armados continúan afligiendo estos últimos años. Se ha asistido a la llamada «guerra fría», que ha visto contraponerse de modo amenazador dos bloques en equilibrio entre sí gracias a una constante carrera de armamentos. Y también cuando ha faltado esta contraposición bipolar, no han acabado los enfrentamientos bélicos.

Demasiados conflictos en diversas partes del mundo están aún candentes. La opinión pública, impresionada por las horribles imágenes que entran todos los días en las casas por medio de la televisión, reacciona emotivamente, pero acaba demasiado pronto acostumbrándose y casi aceptando el carácter ineludible de los acontecimientos. Esto, además de injusto, es muy peligroso. No se debe olvidar todo lo sucedido en el pasado y lo que aún sucede hoy. Son dramas que afectan a innumerables víctimas inocentes, cuyos gritos de terror y sufrimiento interpelan a la conciencia de todos los hombres honrados: ¡no se puede y no se debe ceder ante la lógica de las armas!

La Santa Sede, incluso a través de la firma de los principales tratados y convenciones internacionales, ha querido, y continua haciéndolo incansablemente, llamar la atención de la comunidad de las naciones sobre la urgencia de reforzar las normas sobre la no proliferación de armas nucleares y la eliminación de las armas químicas y biológicas, así como de las que son particularmente traumáticas y producen efectos indiscriminados. A la vez la Santa Sede ha invitado recientemente a la opinión pública a tomar mayor conciencia del permanente fenómeno del comercio de armas, fenómeno grave sobre el cual es necesario y urgente una seria reflexión ética 17 . Es preciso, además, recordar que no sólo la militarización de los Estados, sino también el fácil acceso a las armas por parte de privados, al favorecer la difusión de la delincuencia organizada y del terrorismo, constituye una imprevisible y constante amenaza contra la paz.

Una escuela para todos los creyentes

12. ¡Nunca más la guerra! ¡Sí a la paz! Estos eran los sentimientos comunes manifestados al día siguiente de aquel histórico 8 de mayo. Los seis años terribles del conflicto fueron para todos una ocasión para madurar en la escuela del dolor: también los cristianos han tenido oportunidad de acercarse entre sí y de interrogarse sobre las responsabilidades de sus divisiones. Además, han descubierto la solidaridad de un destino que los agrupa entre sí y con todos los hombres, de cualquier nación. De ese modo, el acontecimiento que ha marcado el máximo del dolor y de la división entre los pueblos y las personas, ha resultado para los cristianos una ocasión providencial para tomar conciencia de la profunda comunión en el sufrimiento y en el tes timonio. Bajo la cruz de Cristo, miembros de todas las Iglesias y comunidades cristianas han sabido resistir hasta el sacrificio supremo. Muchos entre ellos han desafiado ejemplarmente, con las armas pacíficas del sufrido testimonio y del amor, a los torturadores y opresores. Junto a los demás creyentes y no creyentes, hombres y mujeres de todas las razas, religiones y naciones, han lanzado muy alto, por encima de la marea creciente de la violencia, un mensaje de fraternidad y de perdón. ¿Cómo no recordar, en este aniversario, a los cristianos que, siendo testigos en la lucha contra el mal han orado por los opresores y se han inclinado a curar las llagas de todos? Compartiendo el sufrimiento, han podido reconocerse como hermanos y hermanas, experimentando el carácter ilógico de sus divisiones. El sufrimiento compartido les ha llevado a sentir más el peso de las divisiones aún existentes entre los seguidores de Cristo y de las consecuencias negativas derivadas de ellas para la construcción de la identidad espiritual, cultural y política del continente europeo. Su experiencia es para nosotros un aviso: en esta dirección hay que ir hacia adelante, orando y trabajando con intensa confianza y generosidad en la perspectiva del ya próximo gran jubileo del año 2000. Que hacia esa meta se encaminen con una peregrinación de penitencia y reconciliación 18 , con la esperanza de poder realizar finalmente la plena comunión entre todos los creyentes en Cristo con seguro beneficio para la causa de la paz.

13. La ola de dolor que con la guerra se ha extendido sobre la tierra ha llevado a los creyentes de todas las religiones a poner sus fuerzas espirituales al servicio de la paz. Cada religión, aunque con itinerarios históricos diversos, ha vivido esta singular experiencia en estos cinco decenios. El mundo es testigo de que después de la gran tragedia de la guerra, ha nacido algo nuevo en la conciencia de los creyentes de las diversas confesiones religiosas: se sienten más responsables de la paz entre los hombres y han empezado a colaborar entre sí. La «Jornada mundial de oración por la paz» en Asís, el 27 de octubre de 1986, consagró públicamente este planteamiento madurado en el sufrimiento. Asís puso de relieve «el estrecho vínculo que une un auténtico planteamiento religioso con el gran bien de la paz» 19 . En las sucesivas «Jornadas de oración por la paz en los Balcanes» (en Asís el 9 y 10 de enero de 1993 y en la basílica de San Pedro el 23 de enero de 1994) se ha destacado especialmente la aportación específica que se pide a los cristianos para la promoción de la paz mediante las armas de la oración y de la penitencia.

El mundo, que camina hacia el final del segundo milenio, espera de los creyentes una acción más incisiva en favor de la paz. A los representantes de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones, reunidos en Varsovia en el año 1989 para el cincuenta aniversario del inicio del conflicto, decía: «Del corazón de nuestras diversas tradiciones religiosas brota el testimonio de nuestra participación compasiva en los dolores del hombre, del respeto a la sacralidad de la vida. Es ésta una gran energía espiritual que nos hace más confiados en el futuro de la humanidad» 20 . Las tristes vicisitudes del segundo conflicto mundial, cincuenta años después, nos hacen comprender mejor la exigencia de liberar, con renovada fuerza y empeño, estas energías espirituales.

A este propósito se impone recordar que precisa mente de la experiencia de la guerra nació la Organización de las Naciones Unidas, considerada por el Papa Juan XXIII, de venerable memoria, uno de los signos de nuestros tiempos por la «voluntad de mantener y consolidar la paz entre los pueblos» 21 . Del cruel desprecio por la dignidad y los derechos de las personas ha nacido además la Declaración universal de los derechos del hombre. El cincuenta aniversario de las Naciones Unidas, que se celebra este año, deberá ser la ocasión para reforzar el compromiso de la comunidad internacional en favor de la paz. A tal fin, será preciso asegurar a la Organización de las Naciones Unidas los instrumentos necesarios para realizar eficazmente su misión.

Aún hay quien prepara la guerra

14. Tienen lugar en estos días celebraciones y manifestaciones en muchas partes de Europa en las que participan autoridades civiles y responsables de cada comunidad y país. Uniéndome al recuerdo del sacrificio de tantas víctimas de la guerra, quisiera invitar a todos los hombres de buena voluntad a reflexionar seriamente sobre la necesaria coherencia que debe haber entre la memoria del terrible conflicto mundial y las orientaciones de la política nacional e internacional. En particular, es preciso disponer de eficaces instrumentos de control del mercado internacional de armas y juntos crear estructuras adecuadas de intervención en caso de crisis, para llevar a todas las partes a preferir las negociaciones al enfrentamiento violento ¿Acaso no es verdad que, mientras celebramos la reconquista de la paz, hay desgraciadamente quien todavía prepara la guerra, sea mediante la promoción de la cultura del odio, sea mediante la difusión de sofisticadas armas bélicas? ¿Acaso no es verdad que en Europa están candentes dolorosos conflictos que esperan desde hace años soluciones pacíficas? ¡Este 8 de mayo de 1995 no es, desgraciadamente, un día de paz para algunas regiones de Europa! Pienso en particular en las martirizadas tierras de los Balcanes y del Cáucaso donde aún suenan las armas y continúa derramándose más sangre humana.

A los veinte años del final de la segunda guerra mundial, en el año 1965, Pablo VI, hablando a la ONU se preguntaba: «¿Llegará alguna vez el mundo a cambiar la mentalidad particularista y belicosa que hasta ahora ha tejido gran parte de su historia?» 22 . Es una pregunta que aún espera respuesta. Que la memoria de la segunda guerra mundial revive en todos el propósito de trabajar -cada uno según sus propias posibilidades- al servicio de una decidida política de paz en Europa y en el mundo entero.

Un significado especial para los jóvenes

15. Mi pensamiento se dirige a los jóvenes, que no han experimentado personalmente los horrores de aquella guerra. A ellos les digo: queridos jóvenes, tengo gran confianza en vuestra capacidad de ser auténticos intérpretes del Evangelio. Sentías personalmente comprometidos al servicio de la vida y de la paz. Las víctimas, los combatientes y los mártires del segundo conflicto mundial eran en gran parte jóvenes como vosotros. Por eso, a vosotros, jóvenes del año 2000, os pido que estéis atentos frente al resurgir de la cultura del odio y de la muerte. Rechazad las ideologías obtusas y violentas; rechazad todas las formas de nacionalismo exaltado y de intolerancia; por estos caminos se introduce insensiblemente la tentación de la violencia y de la guerra.

A vosotros se os confía la misión de abrir nuevos caminos de fraternidad entre los pueblos, para construir una única familia humana, profundizando la «ley de la reciprocidad del dar y del recibir, de la entrega de sí y de la acogida del otro» 23 . Lo exige la ley moral inscrita por el Creador en lo profundo de cada persona, ley por él confirmada en la revelación del Antiguo Testamento y llevada a su perfección por Jesús en el Evangelio: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18, Mc 12, 31) «Como yo os he amado así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Sólo será posible llevar a cabo la civilización del amor y de la verdad si la acogida del otro se extiende a las relaciones entre los pueblos, entre las naciones y l as culturas. Que resuene en la conciencia de todos esta invitación: ¡Ama a los otros pueblos como al tuyo! El camino del futuro de la humanidad pasa por la unidad; y la unidad auténtica -éste es el anuncio evangélico- pasa por Jesucristo, nuestra paz y reconciliación (cf. Ef 2, 14-18).

Necesidad de un corazón nuevo

16. «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 2-3).

No hemos entrado todavía en la «tierra prometida», de la paz. El recuerdo del doloroso camino de la guerra y del nada fácil de la segunda posguerra está presente constantemente. Este camino, en los tiempos oscuros de la guerra, en los momentos difíciles de la posguerra, en nuestros inciertos y problemáticos días, ha puesto de relieve frecuentemente que en el corazón de los hombres y también de los creyentes, es fuerte la tentación del odio, del desprecio del otro y de la prevaricación. Pero en este mismo camino no ha faltado la ayuda del Señor, que ha hecho brotar sentimientos de amor, de comprensión y de paz, junto con el sincero deseo de reconciliación y de unidad. Como creyentes, somos conscientes de que el hombre vive de lo que sale d e la boca del Señor. Sabemos también que la paz reina en el corazón de cuantos se abren a Dios. Recordar la segunda guerra mundial y el camino recorrido en los decenios sucesivos debe evocar en los cristianos la exigencia de un corazón nuevo, capaz de respetar al hombre y de promover su auténtica dignidad.

Ésta es la base de la verdadera esperanza para la paz del mundo: «Una luz de la altura -profetizó Zacarías- ...a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 78-79). En este tiempo pascual, que celebra la victoria de Cristo sobre el pecado, elemento que disgrega y provoca lutos y desequilibrios, vuelve a nuestros labios la invocación con que se concluye la encíclica Pacem in terris de mi venerado predecesor Juan XXIII: «Que el Señor ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» 24 .

Que la Virgen María, mediadora de gracia, siempre atenta y solícita para con todos sus hijos, alcance para la humanidad entera el don precioso de la concordia y de la paz.

Vaticano, 8 de mayo de 1995.

Joannes Paulus pp. II