MARÍA INMACULADA, PRIMERA MARAVILLA DE LA REDENCIÓN

 

Audiencia general del miércoles 7 de diciembre de 1983
 

 

Queridos hermanas y hermanos

 

1. La fiesta que celebramos mañana, queridísimos hermanos y hermanas, nos sitúa en presencia de la obra maestra realizada por Dios con la Redención.

María Inmaculada es la criatura perfectamente rescatada: mientras todos los demás seres humanos son liberados del pecado,

Ella fue preservada de él, por la gracia redentora de Cristo.   
 
La Inmaculada Concepción es un privilegio único que convenía a Aquella que estaba destinada a convertirse en la Madre del Salvador.

Cuando el Padre decidió enviar su Hijo al mundo, quiso que naciera de una mujer, por obra del Espíritu Santo, y que esta mujer fuese absolutamente pura, para acoger en su seno y luego en sus brazos maternos al que es la santidad perfecta. Entre la Madre y el Hijo quiso que no existiera barrera alguna; ninguna sombra debía ofuscar sus relaciones. Por esto María fue hecha Inmaculada: ni siquiera por un instante la rozó el pecado.

Esta es la belleza que el ángel Gabriel, en la Anunciación, contemplaba al acercarse a María: "Dios te salve, llena de gracia" (Lc 1, 28).

Lo que distingue a la Virgen de Nazaret de todas las demás criaturas, es la plenitud de gracia que hay en Ella. 

María no sólo recibió gracias; en Ella todo está dominado y dirigido por la gracia, desde el origen de su existencia. 

Ella no sólo ha sido preservada del pecado original, sino que ha recibido una perfección admirable de santidad.

Es la criatura ideal, como Dios la había soñado; una criatura en la que jamás hubo el más pequeño obstáculo a la voluntad divina.

Por el hecho de estar totalmente penetrada de la gracia, en el interior de su alma todo es armonía, y la belleza del ser divino se refleja en Ella de la manera más impresionante. 
   
2. Nosotros debemos comprender el sentido de esta perfección inmaculada a la luz de la obra redentora de Cristo.

En la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción, se muestra a María "preservada inmune de toda mancha de pecado original, desde el primer instante de su concepción, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano" (DS 2803).

Ella, pues, se benefició, con anticipación, de los méritos del sacrificio de la Cruz.

La creación de un alma llena de gracia aparecía como la acción de Dios sobre la degradación producida, tanto en la mujer como en el hombre, a consecuencia del drama del pecado. Según el relato bíblico de la caída de Adán y Eva, Dios infligió a la mujer una sanción por la culpa cometida, pero incluso antes de formular esta sanción, comenzó a desvelar un designio de salvación en el que la mujer se convertiría en su primera aliada.

En el oráculo, llamado Protoevangelio, Él dictaminó a la serpiente tentadora que había llevado a la pareja al pecado: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo: Este te aplastará la cabeza y tú le acecharás al calcañal" (Gén 3, 15). Al establecer una hostilidad entre el demonio y la mujer, manifestaba su intención de tomar a la mujer como la primera asociada en su alianza, con miras a la victoria que el Descendiente de la mujer reportaría sobre el enemigo del género humano.

La hostilidad entre el demonio y la mujer se manifestó de la manera más completa en María. Con la Inmaculada Concepción fue decretada la victoria perfecta de la gracia divina en la mujer, como reacción contra la derrota sufrida por Eva en el pecado de los orígenes.

En María se realizó la reconciliación de Dios con la humanidad, pero de manera que María misma no tuvo necesidad de ser reconciliada personalmente, porque habiendo sido preservada de la culpa original, vivió siempre de acuerdo con Dios.
  
En María se realizó verdaderamente la obra de la reconciliación, porque recibió de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio redentor de Cristo. En Ella se manifestó el efecto de este sacrificio con una pureza total  y una floración maravillosa de santidad. María Inmaculada es la primera maravilla de la Redención.   
 
3. La perfección otorgada a María no debe causarnos la impresión de que su vida en la tierra haya sido una especie de vida celestial, muy distante de la nuestra. Ella conoció las dificultades cotidianas y las pruebas de la vida humana; vivió en la oscuridad que lleva consigo la fe.

 Ella, no menos que Jesús, experimentó la tentación y el sufrimiento de las luchas íntimas. Podemos imaginar cómo se vería sacudida por el drama de la Pasión del Hijo. Sería un error pensar que la vida de Aquella que era llena de gracia, haya sido una vida fácil, cómoda. María compartió todo lo que pertenece a nuestra condición terrena, con cuanto tiene de exigente y penoso.   
 
Hay que observar, sobre todo, que María fue creada Inmaculada, a fin de poder actuar mejor en favor nuestro. La plenitud de gracia le permitió cumplir perfectamente su misión de colaborar en la obra de salvación: dio el máximo valor a su cooperación al sacrificio. Cuando María presentó al Padre su Hijo clavado en la Cruz, la ofrenda dolorosa fue totalmente pura. 

Y ahora, la Virgen Inmaculada, también en virtud de la pureza de su corazón, nos ayuda a tender hacia la perfección que Ella ha conseguido. Por los pecadores, o sea, por todos nosotros, recibió una gracia excepcional. En su calidad de Madre, trata de hacer partícipes de algún modo a todos sus hijos terrenos en el favor con que fue personalmente enriquecida.

María intercede ante su Hijo para obtenernos misericordia y perdón. Ella se inclina invisiblemente sobre todos los que viven en la angustia espiritual para socorrerlos y llevarlos a la reconciliación. El privilegio único de su Inmaculada Concepción la pone al servicio de todos y constituye una alegría para cuantos la consideran como su Madre.