EXHORTACION APOSTOLICA POST-SINODAL
RECONCILIATIO ET PAENITENTIA
DE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES SOBRE LA
RECONCILIACION Y LA PENITENCIA
EN LA MISION DE LA IGLESIA HOY


 

Segunda parte

EL AMOR MÁS GRANDE QUE EL PECADO

El drama del hombre

13. Como escribe el apóstol San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados». (56) Estas palabras inspiradas, escritas en los albores de la Iglesia, nos introducen mejor que cualquier otra expresión humana en el tema del pecado, que está íntimamente relacionado con el de la reconciliación. Tales palabras enfocan el problema del pecado en su perspectiva antropológica, como parte integrante de la verdad sobre el hombre, mas lo encuadran inmediatamente en el horizonte divino, en el que el pecado se confronta con la verdad del amor divino, justo, generoso y fiel, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. Por ello, el mismo San Juan escribe un poco más adelante que «si nuestro corazón nos reprocha algo, Dios es más grande que nuestro corazón». (57)

Reconocer el propio pecado, es más, -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios. Es la experiencia ejemplar de David, quien «tras haber cometido el mal a los ojos del Señor», al ser reprendido por el profeta Natán (58) exclama: «Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces». (59) El mismo Jesús pone en la boca y en el corazón del hijo pródigo aquellas significativas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». (60)

En realidad, reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, tomar la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre. Esta es una ley general que cada cual ha de seguir en la situación particular en que se halla. En efecto, no puede tratarse sobre el pecado y la conversión solamente en términos abstractos.

En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es, la de conducir al hombre al «conocimiento de sí mismo» según la expresión de Santa Catalina de Siena; (61) a apartarse del mal, al restablecimiento de la amistad con Dios, a la reforma interior, a la nueva conversión eclesial. Podría incluso decirse que más allá del ámbito de la Iglesia y de los creyentes, el mensaje y el ministerio de la penitencia son dirigidos a todos los hombres, porque todos tienen necesidad de conversión y reconciliación. (62)

Para llevar a cabo de modo adecuado dicho ministerio penitencial, es necesario, además, superar con los «ojos iluminados» (63) de la fe, las consecuencias del pecado, que son motivo de división y de ruptura, no sólo en el interior de cada hombre, sino también en los diversos círculos en que él vive: familiar, ambiental, profesional, social, como tantas veces se puede constatar experimentalmente, y como confirma la página bíblica sobre la ciudad de Babel y su torre. (64) Afanados en la construcción de lo que debería ser a la vez símbolo y centro de unidad, aquellos hombres vienen a encontrarse más dispersos que antes, confundidos en el lenguaje, divididos entre sí, e incapaces de ponerse de acuerdo. ¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué «se cansaron en vano los constructores»? (65) Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos olvidando la acción del Señor. Habían optado por la sola dimensión horizontal del trabajo y de la vida social, no prestando atención a aquella vertical con la que se hubieran encontrado enraizados en Dios, su Creador y Señor, y orientados hacia Él como fin último de su camino.

Ahora bien, se puede decir que el drama del hombre de hoy -como el del hombre de todos los tiempos- consiste precisamente en su carácter babélico.  

Capítulo primero
EL MISTERIO DEL PECADO

14. Si leemos la página bíblica de la ciudad y de la torre de Babel a la nueva luz del Evangelio, y la comparamos con aquella otra página sobre la caída de nuestros primeros padres, podemos sacar valiosos elementos para una toma de conciencia del misterio del pecado. Esta expresión, en la que resuena el eco de lo que escribe San Pablo sobre el misterio de la iniquidad, (66) se orienta a hacernos percibir lo que de oscuro e inaprensible se oculta en el pecado. Este es sin duda, obra de la libertad del hombre; mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según San Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él. (67)

La desobediencia a Dios

De la narración bíblica referente a la construcción de la torre de Babel emerge un primer elemento que nos ayuda a comprender el pecado: los hombres han pretendido edificar una ciudad, reunirse en un conjunto social, ser fuertes y poderosos sin Dios, o incluso contra Dios. (68) En este sentido, la narración del primer pecado en el Edén y la narración de Babel, a pesar de las notables diferencias de contenido y de forma entre ellas, tienen un punto de convergencia: en ambas nos encontramos ante una exclusión de Dios, por la oposición frontal a un mandamiento suyo, por un gesto de rivalidad hacia él, por la engañosa pretensión de ser «como él». (69) En la narración de Babel la exclusión de Dios no aparece en clave de contraste con él, sino como olvido e indiferencia ante él; como si Dios no mereciese ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo del hombre. Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia. En el caso del Edén aparece en toda su gravedad y dramaticidad lo que constituye la esencia más íntima y más oscura del pecado: la desobediencia a Dios, a su ley, a la norma moral que él dio al hombre, escribiéndola en el corazón y confirmándola y perfeccionándola con la revelación. Exclusión de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana esto ha sido y es bajo formas diversas el pecado, que puede llegar hasta la negación de Dios y de su existencia; es el fenómeno llamado ateísmo. Desobediencia del hombre que no reconoce mediante un acto de su libertad el dominio de Dios sobre la vida, al menos en aquel determinado momento en que viola su ley.

La división entre hermanos

15. En las narraciones bíblicas antes recordadas, la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división entre los hermanos.

En la descripción del «primer pecado», la ruptura con Yavé rompe al mismo tiempo el hilo de la amistad que unía a la familia humana, de tal manera que las páginas siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la mujer como si apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro; (70) y más adelante el hermano que, hostil a su hermano, termina quitándole la vida. (71)

Según la narración de los hechos de Babel la consecuencia del pecado es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer pecado, y que llega ahora al extremo en su forma social.

Quien desee indagar el misterio del pecado no podrá dejar de considerar esta concatenación de causa y efecto. En cuanto ruptura con Dios el pecado es el acto de desobediencia de una creatura que, al menos implícitamente, rechaza a aquel de quien salió y que la mantiene en vida; es, por consiguiente, un acto suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca casi inevitablemene una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo que pueden comprobarse en tantos momentos de la psicología humana y de la vida espiritual, así como en la realidad de la vida social, en la que fácilmente pueden observarse repercusiones y señales del desorden interior.

El misterio del pecado se compone de esta doble herida, que el pecador abre en su propio costado y en relación con el prójimo. Por consiguiente, se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto y debido a que tiene también consecuencias sociales.

Pecado personal y pecado social

16. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan -aunque sea de modo tan negativo y desastroso- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa.

Por ser el pecado una acción de la persona, tiene sus primeras y más importantes consecuencias en el pecador mismo, o sea, en la relación de éste con Dios -que es el fundamento mismo de la vida humana- y en su espíritu, debilitando su voluntad y oscureciendo su inteligencia.

Llegados a este punto hemos de preguntarnos a qué realidad se referían los que, en la preparación del Sínodo y durante los trabajos sinodales, mencionaron con cierta frecuencia el pecado social. La expresión y el concepto que a ella está unido, tienen, en verdad, diversos significados.

Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que «toda alma que se eleva, eleva al mundo». (72) A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social.

Algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo y -más exactamente según el lenguaje evangélico- contra el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos pecados se suele dar el nombre de sociales, y ésta es la segunda acepción de la palabra. En este sentido es social el pecado contra el amor del prójimo, que viene a ser mucho más grave en la ley de Cristo porque está en juego el segundo mandamiento que es «semejante al primero». (73) Es igualmente social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad.

La tercera acepción de pecado social se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre los individuos, los grupos y los pueblos. Así la lucha de clases, cualquiera que sea su responsable y, a veces, quien la erige en sistema, es un mal social. Así la contraposición obstinada de los bloques de Naciones y de una Nación contra la otra, de unos grupos contra otros dentro de la misma Nación, es también un mal social. En ambos casos, puede uno preguntarse si se puede atribuir a alguien la responsabilidad moral de estos males y, por lo tanto, el pecado. Ahora bien, se debe pues admitir que realidades y situaciones, como las señaladas, en su modo de generalizarse y hasta agigantarse como hechos sociales, se convierten casi siempre en anónimas, así como son complejas y no siempre identificables sus causas. Por consiguiente, si se habla de pecado social, aquí la expresión tiene un significado evidentemente analógico.

En todo caso hablar de pecados sociales, aunque sea en sentido analógico, no debe inducir a nadie a disminuir la responsabilidad de los individuos, sino que quiere ser una llamada a las conciencias de todos para que cada uno tome su responsabilidad, con el fin de cambiar seria y valientemente esas nefastas realidades y situaciones intolerables. Dado por sentado todo esto en el modo más claro e inequívoco hay que añadir inmediatamente que no es legítimo ni aceptable un significado de pecado social, -por muy usual que sea hoy en algunos ambientes, (74)- que al oponer, no sin ambigüedad, pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente culpas y responsabilidades sociales. Según este significado, que revela fácilmente su derivación de ideologías y sistemas no cristianos -tal vez abandonados hoy por aquellos mismos que han sido sus paladines-, prácticamente todo pecado sería social, en el sentido de ser imputable no tanto a la conciencia moral de una persona, cuanto a una vaga entidad y colectividad anónima, que podría ser la situación, el sistema, la sociedad, las estructuras, la institución.

Ahora bien la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

Una situación -como una institución, una estructura, una sociedad- no es, de suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma. En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o -como por desgracia sucede muy a menudo- por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación.

Mortal y venial

17. Pero he aquí, en el misterio del pecado, una nueva dimensión sobre la que la mente del hombre jamás ha dejado de meditar: la de su gravedad. Es una cuestión inevitable, a la que la conciencia cristiana nunca ha renunciado a dar una respuesta: ¿por qué y en qué medida el pecado es grave en la ofensa que hace a Dios y en su repercusión sobre el hombre? La Iglesia tiene su doctrina al respecto, y la reafirma en sus elementos esenciales, aun sabiendo que no es siempre fácil, en las situaciones concretas, deslindar netamente los confines.

Ya en el Antiguo Testamento, para no pocos pecados -los cometidos con deliberación, (75) las diversas formas de impudicia, (76) idolatría, (77) culto a los falsos dioses (78)- se declaraba que el reo debía ser «eliminado de su pueblo», lo que podía también significar ser condenado a muerte. (79) A estos pecados se contraponían otros, sobre todo los cometidos por ignorancia, que eran perdonados mediante un sacrificio. (80)

Refiriéndose también a estos textos, la Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal y de pecado venial. Pero esta distinción y estos términos se esclarecen sobre todo en el Nuevo Testamento, donde se encuentran muchos textos que enumeran y reprueban con expresiones duras los pecados particularmente merecedores de condena, (81) además de la ratificación del Decálogo hecha por el mismo Jesús. (82) Quiero referirme aquí de modo especial a dos páginas significativas e impresionantes.

San Juan, en un texto de su primera Carta, habla de un pecado que conduce a la muerte (pròs thánaton) en contraposición a un pecado que no conduce a la muerte (mè pròs thánaton). (83) Obviamente, aquí el concepto de muerte es espiritual: se trata de la pérdida de la verdadera vida o «vida eterna», que para Juan es el conocimiento del Padre y del Hijo, (84) la comunión y la intimidad entre ellos. El pecado que conduce a la muerte parece ser en este texto la negación del Hijo, (85) o el culto a las falsas divinidades. (86) De cualquier modo con esta distinción de conceptos, Juan parece querer acentuar la incalculable gravedad de lo que es la esencia del pecado, el rechazo de Dios, que se realiza sobre todo en la apostasía y en la idolatría, o sea en repudiar la fe en la verdad revelada y en equiparar con Dios ciertas realidades creadas, elevándolas al nivel de ídolos o falsos dioses. (87) Pero el Apóstol en esa página intenta también poner en claro la certeza que recibe el cristiano por el hecho de ser «nacido de Dios» y por la venida del Hijo: existe en él una fuerza que lo preserva de la caída del pecado; Dios lo custodia, «el Maligno no lo toca». Porque si peca por debilidad o ignorancia, existe en él la esperanza de la remisión, gracias también a la ayuda que le proviene de la oración común de los hermanos.

En otro texto del Nuevo Testamento, en el Evangelio de Mateo, (88) el mismo Jesús habla de una «blasfemia contra el Espíritu Santo», la cual es «irremisible», ya que ella es, en sus manifestaciones, un rechazo obstinado de conversión al amor del Padre de las misericordias.

Es claro que se trata de expresiones extremas y radicales del rechazo de Dios y de su gracia y, por consiguiente, de la oposición al principio mismo de la salvación, (89) por las que el hombre parece cerrarse voluntariamente la vía de la remisión. Es de esperar que pocos quieran obstinarse hasta el final en esta actitud de rebelión o, incluso, de desafío contra Dios, el cual, por otro lado, en su amor misericordioso es más fuerte que nuestro corazón -como nos enseña también San Juan (90)- y puede vencer todas nuestras resistencias psicológicas y espirituales, de manera que -como escribe Santo Tomás de Aquino- «no hay que desesperar de la salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios». (91)

Pero ante el problema del encuentro de una voluntad rebelde con Dios, infinitamente justo, no se puede dejar de abrigar saludables sentimientos de «temor y temblor», como sugiere San Pablo; (92) mientras la advertencia de Jesús sobre el pecado que no es «remisible» confirma la existencia de culpas, que pueden ocasionar al pecador «la muerte eterna» como pena. A la luz de estos y otros textos de la Sagrada Escritura, los doctores y los teólogos, los maestros de la vida espiritual y los pastores han distinguido los pecados en mortales y veniales. San Agustín, entre otros, habla de letalia o mortifera crimina, oponiéndolos a venialia, levia o quotidiana. (93) El significado que él atribuye a estos calificativos influirá en el Magisterio posterior de la Iglesia. Después de él, será Santo Tomás de Aquino el que formulará en los términos más claros posibles la doctrina que se ha hecho constante en la Iglesia.

Al definir y distinguir los pecados mortales y veniales, no podría ser ajena a Santo Tomás y a la teología sobre el pecado, que se basa en su enseñanza, la referencia bíblica y, por consiguiente, el concepto de muerte espiritual. Según el Doctor Angélico, para vivir espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio de la vida, que es Dios, en cuanto es el fin último de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando «por medio del pecado, el alma comete una acción desordenada que llega hasta la separación del fin último -Dios- al que está unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal; por el contrario, cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial». (94) Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal.

Considerando además el pecado bajo el aspecto de la pena que incluye, Santo Tomás con otros doctores llama mortal al pecado que, si no ha sido perdonado, conlleva una pena eterna; es venial el pecado que merece una simple pena temporal (o sea parcial y expiable en la tierra o en el purgatorio). Si se mira además a la materia del pecado, entonces las ideas de muerte, de ruptura radical con Dios, sumo bien, de desviación del camino que lleva a Dios o de interrupción del camino hacia Él (modos todos ellos de definir el pecado mortal) se unen con la idea de gravedad del contenido objetivo; por esto, el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal.

Recogemos aquí el núcleo de la enseñanza tradicional de la Iglesia, reafirmada con frecuencia y con vigor durante el reciente Sínodo. En efecto, éste no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, (95) sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. Es un deber añadir -como se ha hecho también en el Sínodo- que algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave. (96)

Esta doctrina basada en el Decálogo y en la predicación del Antiguo Testamento, recogida en el Kérigma de los Apóstoles y perteneciente a la más antigua enseñanza de la Iglesia que la repite hasta hoy, tiene una precisa confirmación en la experiencia humana de todos los tiempos. El hombre sabe bien, por experiencia, que en el camino de fe y justicia que lo lleva al conocimiento y al amor de Dios en esta vida y hacia la perfecta unión con él en la eternidad, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar la vida de Dios; en este caso se da el pecado venial, que, sin embargo, no deberá ser atenuado como si automáticamente se convirtiera en algo secundario o en un «pecado de poca importancia».

Pero el hombre sabe también, por una experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de Él (aversio a Deo), rechazando la comunión de amor con Él, separándose del principio de vida que es Él, y eligiendo, por lo tanto, la muerte. Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su principio vital: es un pecado mortal, o sea un acto que ofende gravemente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de destrucción.

Durante la asamblea sinodal algunos Padres propusieron una triple distinción de los pecados, que podrían clasificarse en veniales, graves y mortales. Esta triple distinción podría poner de relieve el hecho de que existe una gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía intermedia.

Del mismo modo se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental» -como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede pues ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la «opción fundamental» entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal.

Si bien es de apreciar todo intento sincero y prudente de clarificar el misterio psicológico y teológico del pecado, la Iglesia, sin embargo, tiene el deber de recordar a todos los estudiosos de esta materia, por un lado, la necesidad de ser fieles a la Palabra de Dios que nos instruye también sobre el pecado; y, por el otro, el riesgo que se corre de contribuir a atenuar más aún, en el mundo contemporáneo, el sentido del pecado.

Pérdida del sentido del pecado

18. A través del Evangelio leído en la comunión eclesial, la conciencia cristiana ha adquirido, a lo largo de las generaciones, una fina sensibilidad y una aguda percepción de los fermentos de muerte, que están contenidos en el pecado. Sensibilidad y capacidad de percepción también para individuar estos fermentos en las múltiples formas asumidas por el pecado, en los tantos aspectos bajo los cuales se presenta. Es lo que se llama el sentido del pecado.

Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado.

Sin embargo, sucede frecuentemente en la historia, durante periodos de tiempo más o menos largos y bajo la influencia de múltiples factores, que se oscurece gravemente la conciencia moral en muchos hombres. «¿Tenemos una idea justa de la conciencia?» -preguntaba yo hace dos años en un coloquio con los fieles-. «¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una "anestesia" de la conciencia?». (97) Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe este eclipse, que es tanto más inquietante, en cuanto esta conciencia, definida por el Concilio como «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre», (98) está «íntimamente unida a la libertad del hombre (...). Por esto la conciencia, de modo principal, se encuentra en la base de la dignidad interior del hombre y, a la vez, de su relación con Dios». (99) Por lo tanto, es inevitable que en esta situación quede oscurecido también el sentido del pecado, que está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor Pío XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una ocasión que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». (100) ¿Por qué este fenómeno en nuestra época? Una mirada a determinados elementos de la cultura actual puede ayudarnos a entender la progresiva atenuación del sentido del pecado, debido precisamente a la crisis de la conciencia y del sentido de Dios antes indicada.

El «secularismo» que por su misma naturaleza y definición es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia a la que hacía yo referencia en mi primera Encíclica, o sea que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre. (101) En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. (102) Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado.

Se diluye este sentido del pecado en la sociedad contemporánea también a causa de los equívocos en los que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana. Así, en base a determinadas afirmaciones de la psicología, la preocupación por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta. Por una indebida extrapolación de los criterios de la ciencia sociológica se termina -como ya he indicado- con cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente. A su vez, también una cierta antropología cultural, a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar.

Disminuye fácilmente el sentido del pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto.

Se trata de un verdadero «vuelco o de una caída de valores morales» y «el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana», sino «más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral». (103) El efecto de este vuelco ético es también el de amortiguar la noción de pecado hasta tal punto que se termina casi afirmando que el pecado existe, pero no se sabe quién lo comete.

Se diluye finalmente el sentido del pecado, cuando éste -como puede suceder en la enseñanza a los jóvenes, en las comunicaciones de masa y en la misma vida familiar- se identifica erróneamente con el sentimiento morboso de la culpa o con la simple transgresión de normas y preceptos legales.

La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria. Un modelo de sociedad mutilado o desequilibrado en uno u otro sentido, como es sostenido a menudo por los medios de comunicación, favorece no poco la pérdida progresiva del sentido del pecado. En tal situación el ofuscamiento o debilitamiento del sentido del pecado deriva ya sea del rechazo de toda referencia a lo trascendente en nombre de la aspiración a la autonomía personal, ya sea del someterse a modelos éticos impuestos por el consenso y la costumbre general, aunque estén condenados por la conciencia individual, ya sea de las dramáticas condiciones socio-económicas que oprimen a gran parte de la humanidad, creando la tendencia a ver errores y culpas sólo en el ámbito de lo social; ya sea, finalmente y sobre todo, del oscurecimiento de la idea de la paternidad de Dios y de su dominio sobre la vida del hombre.

Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones; pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte; de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría toda pena merecida por el pecado; de la severidad en el esfuerzo por corregir las conciencias erróneas, a un supuesto respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad. Y ¿por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco han de ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramenal: tal es la tendencia a ofuscar el significado eclesial del pecado y de la conversión, reduciéndolos a hechos meramente individuales, o por el contrario, a anular la validez personal del bien y del mal por considerar exclusivamente su dimensión comunitaria; tal es también el peligro, nunca totalmente eliminado, del ritualismo de costumbre que quita al Sacramento su significado pleno y su eficacia formativa.

Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre. Es lícito esperar que, sobre todo en el mundo cristiano y eclesial, florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del Sacramento de la Penitencia.  

Capítulo segundo
«MYSTERIUM PIETATIS»

19. Para conocer el pecado era necesario fijar la mirada en su naturaleza, que se nos ha dado a conocer por la revelación de la economía de la salvación: el pecado es el mysterium iniquitatis. Pero en esta economía el pecado no es protagonista, ni mucho menos vencedor. Contrasta como antagonista con otro principio operante, que -empleando una bella y sugestiva expresión de San Pablo- podemos llamar mysterium o sacramentum pietatis. El pecado del hombre resultaría vencedor y, al final, destructor; el designio salvífico de Dios permanecería incompleto o, incluso, derrotado, si este mysterium pietatis no se hubiera inserido en la dinámica de la historia para vencer el pecado del hombre.

Encontramos esta expresión en una de las Cartas Pastorales de San Pablo, en la primera a Timoteo. Esta aparece al improviso como una inspiración que irrumpe. En efecto, el Apóstol ha dedicado precedentemente largos párrafos de su mensaje al discípulo predilecto con el fin de explicar el significado del ordenamiento de la comunidad (el litúrgico y, unido a él, el jerárquico); habla después del cometido de los jefes de la comunidad, para referirse finalmente al comportamiento del mismo Timoteo «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad». Luego, al final del fragmento, evoca casi ex abrupto, pero con un propósito profundo, lo que da significado a todo lo que ha escrito: «Y sin duda... es grande el misterio de la piedad...». (104)

Sin traicionar mínimamente el sentido literal del texto, podemos ampliar esta magnífica intuición teológica del Apóstol a una visión más completa del papel que la verdad anunciada por él tiene en la economía de la salvación. «Es grande en verdad -repetimos con él- el misterio de la piedad», porque vence al pecado. Pero, ¿qué es esta piedad en la concepción paulina?

Es el mismo Cristo

20. Es muy significativo que, para presentar este «mysterium pietatis», Pablo, sin establecer una relación gramatical con el texto precedente, (105) transcriba simplemente tres líneas de un Himno cristológico, que -según la opinión de estudiosos acreditados- era empleado en las comunidades helénico-cristianas.

Con las palabras de ese Himno, densas de contenido teológico y de gran belleza, los creyentes del primer siglo profesaban su fe en el misterio de Cristo:

- que Él se ha manifestado en la realidad de la carne humana y ha sido constituido por el Espíritu Santo como el justo, que se ofrece por los injustos;

- que Él ha aparecido ante los ángeles como más grande que ellos, y ha sido predicado a las gentes como portador de salvación;

- que Él ha sido creído en el mundo como enviado del Padre, y que el mismo Padre lo ha elevado al cielo, como Señor. (106)

Por lo tanto, el misterio o sacramento de la piedad es el mismo misterio de Cristo. Es en una síntesis completa: el misterio de la Encarnación y de la Redención, de la Pascua plena de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María; misterio de su pasión y muerte, de su resurrección y glorificación. Lo que San Pablo, recogiendo las frases del Himno, ha querido recalcar es que este misterio es el principio secreto vital que hace de la Iglesia la casa de Dios, la columna y el fundamento de la verdad. Siguiendo la enseñanza paulina, podemos afirmar que este mismo misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros es capaz de penetrar hasta las raíces más escondidas de nuestra iniquidad, para suscitar en el alma un movimiento de conversión, redimirla e impulsarla hacia la reconciliación.

Refiriéndose sin duda a este misterio, también San Juan, con su lenguaje característico diferente del de San Pablo, pudo escribir que «todo el nacido de Dios no peca, sino que el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca». (107) En esta afirmación de San Juan hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo texto. Pero poco antes escribía: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la simiente de Dios permanece en él». (108) Si por esta «simiente de Dios» nos referimos -como proponen algunos comentaristas- a Jesús, el Hijo de Dios, entonces podemos decir que para no pecar -o para liberarse del pecado- el cristiano dispone de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es misterio de piedad.

El esfuerzo del cristiano

21. Pero existe en el mysterium pietatis otro aspecto; a la piedad de Dios hacia el cristiano debe corresponder la piedad del cristiano hacia Dios. En esta segunda acepción, la piedad (eusébeia) significa precisamente el comportamiento del cristiano, que a la piedad paternal de Dios responde con su piedad filial.

Al respecto podemos afirmar también con San Pablo que «es grande el misterio de la piedad». También en este sentido la piedad, como fuerza de conversión y reconciliación, afronta la iniquidad y el pecado. Además en este caso los aspectos esenciales del misterio de Cristo son objeto de la piedad en el sentido de que el cristiano acoge el misterio, lo contempla y saca de él la fuerza espiritual necesaria para vivir según el Evangelio. También se debe decir aquí que «el que ha nacido de Dios, no comete pecado»; pero la expresión tiene un sentido imperativo: sostenido por el misterio de Cristo, como manantial interior de energía espiritual, el cristiano es invitado a no pecar; más aún, recibe el mandato de no pecar, y de comportarse dignamente «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios viviente», (109) siendo un «hijo de Dios».

Hacia una vida reconciliada

22. Así la Palabra de la Escritura, al manifestarnos el misterio de la piedad, abre la inteligencia humana a la conversión y reconciliación, entendidas no como meras abstracciones, sino como valores cristianos concretos a conquistar en nuestra vida diaria. Insidiados por la pérdida del sentido del pecado, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad de volver a escuchar, como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia de San Juan: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros»; (110) más aún, «el mundo todo está bajo el maligno». (111) Cada uno, por lo tanto, está invitado por la voz de la Verdad divina a leer con realismo en el interior de su conciencia y a confesar que ha sido engendrado en la iniquidad, como decimos en el Salmo Miserere. (112)

Sin embargo, amenazados por el miedo y la desesperación, los hombres de hoy pueden sentirse aliviados por la promesa divina que los abre a la esperanza de la plena reconciliación.

El misterio de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la que el Señor y Padre nuestro -lo repito una vez más- es infinitamente rico. (113) Como he dicho en la Encíclica dedicada al tema de la misericordia divina, (114) es un amor más poderoso que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: «Sí, el Señor es rico en misericordia» y decimos asimismo: «El Señor es misericordia». El misterio de la piedad es el camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada.


56. 1Jn 1,8s.

57. 1Jn 3,20; ver la referencia que he hecho a este fragmento en el discurso durante la Audiencia general del 14 de marzo de 1984: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española 18 de marzo, 1984, p. 3.

58. Ver 2Sam 11-12.

59. Sal 51[50],5s.

60. Lc 15,18.21.

61. Cartas, Florencia 1970, I, pp. 3s.; El Diálogo de la Divina Providencia, Roma 1980, passim.

62. Ver Rom 3,23-26.

63. Ver Ef 1,18.

64. Ver Gén 11,1-9.

65. Ver Sal 127[126],1.

66. Ver 2Tes 2,7.

67. Ver Rom 7,7-25; Ef 2,2; 6,12.

68. P/TERMINOLOGÍA: Es significativa la terminología usada en la traducción griega de los LXX y en el Nuevo Testamento sobre el pecado. La designación más común es la de hamartía y vocablos de la misma raíz. Esta expresa el concepto de faltar más o menos gravemente a una norma o ley, a una persona o incluso a una divinidad. Pero el pecado es también designado adikía y su significación aquí es practicar la injusticia. Se hablará también de parábasis o transgresión; de asébeia, impiedad y de otros conceptos. Todos juntos ofrecen la imagen del pecado.

69. Gén 3,5: «... seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»; ver también v. 22.

70. Ver Gén 3,12.

71. Ver Gén 4,2-16.

72. La expresión es de una escritora francesa, Elisabeth Leseur, Journal et pensées de chaque jour, París 1918, p. 31.

73. Ver Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27s.

74. Ver S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación» Libertatis nuntius (6 de agosto de 1984), IV, 14-15: AAS 76 (1984), 885s.

75. Ver Núm 15,30.

76. Ver Lev 18,26-30.

77. Ver Lev 19,4.

78. Ver Lev 20,1-7.

79. Ver Ex 21,17.

80. Ver Lev 4,2ss.; 5,1ss.; Núm 15,22-29.

81. Ver Mt 5,28; 6,23; 12,31s.; 15,19; Mc 3,28-30; Rom 1,29-31; 13,13; Sant 4.

82. Ver Mt 5,17; 15,1-10; Mc 10,19; Lc 18,20.

83. Ver 1Jn 5,16s.

84. Ver Jn 17,3.

85. Ver 1Jn 2,22.

86. Ver 1Jn 5,21.

87. Ver 1Jn 5,16-21.

88. Mt 12,31s.

89. Ver S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, IIa-IIae, q. 14, aa. 1-3.

90. Ver 1Jn 3,20.

91. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa-IIae, q. 14, a. 3, ad primum.

92. Ver Flp 2, 12.

93. Ver S. Agustín, De Spiritu et littera, XXVIII: CSEL 60, 202s.; CCL 38, 441; Enarrat. in ps. 39, 22: Enchiridion ad Laurentium, de fide et spe et caritate, XIX, 71: CCL 46, 88; In Ioannis Evangelium tractatus, 12, 3, 14: CCL 36, 129.

94. S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, Ia, IIae, q. 72, a. 5.

95. Ver Conc. Ecum. Tridentino, Sesión VI, De iustificatione, cap. 2 y cann. 23, 25, 27: Conciliorum Oecu- menicorum Decreta, Bolonia 19733, pp. 671. 680s. (DS 1573. 1575. 1577).

96. Ver Conc. Ecum. Tridentino, Sesión VI De iustificatione, cap. XV: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed. cit., 677 (DS 1544).

97. Juan Pablo II, Angelus del 14 de marzo de 1982: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 21 de marzo, 1982.

98. Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

99. Juan Pablo II, Angelus del 14 de marzo de 1982: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 21 de marzo, 1982.

100. Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y radiomensajes, VIII (1946), 288.

101. Ver Juan Pablo II, Encíc. Redemptor hominis, 15: AAS 71 (1979), 286-289.

102. Ver Conc. Ecum. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 3; ver 1Jn 3,9.

103. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de la Región Este de Francia (1 de abril de 1982), 2: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 25 de abril, 1982.

104. 1Tim 3,15s.

105. El texto ofrece una cierta dificultad, ya que el pronombre relativo, que abre la citación literal, no concuerda con el neutro «mysterium». Algunos manuscritos tardíos han retocado el texto para corregirlo gramaticalmente. Pablo sólo ha intentado yuxtaponer al suyo un texto venerable, para él plenamente clarificador.

106. La comunidad cristiana primitiva expresa su fe en el Crucificado glorificado, al que los ángeles adoran y que es el Señor. Pero el elemento impresionante de este mensaje sigue siendo el «manifestado en la carne»: que el Hijo Eterno de Dios se haya hecho hombre es el «gran misterio».

107. 1Jn 5,18s.

108. 1Jn 3,9.

109. 1 Tim 3,15.

110. 1Jn 1,8.

111. 1Jn 5,19.

112. Ver Sal 51[50],7.

113. Ver Ef 2,4.

114. Ver Juan Pablo II, Encíc. Dives in misericordia, 8; 15: AAS 72 (1980), 1231.

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