Exhortación apostólica sobre la formación
de los sacerdotes en la situación actual
«Pastores dabo vobis.»
S.S. Juan Pablo II


EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTA SOBRE MI:
LA VIDA ESPIRITUAL DEL SACERDOTE

Una Vocación Específica a la Santidad
19. "El Espíritu del Señor está sobre mí" (Lc. 4, 18). El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva... (Lc. 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. Así el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación.

Este mismo "Espíritu del Señor" está "sobre" todo el Pueblo de Dios, constituido como pueblo "consagrado" a El y "enviado" por El para anunciar el Evangelio que salva. Los miembros del Pueblo de Dios son "embebidos" y "marcados" por el Espíritu (cf. 1 Cor. 12, 13; 2 Cor. 1, 21 ss; Ef. 1, 13; 4, 30), y llamados a la santidad.

En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocación a ser "santos e inmaculados en su presencia, en el amor", en virtud de la predestinación "para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef. 1, 4-5). Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente de su realización: él, el Espíritu del Hijo (cf. Gál. 4, 6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos. "Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gál. 5, 25). Con estas palabras el apóstol Pablo nos recuerda que la existencia cristiana es "vida espiritual", o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad.

La afirmación del Concilio, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad"[40], encuentra una particular aplicación referida a los presbíteros. Estos son llamados no sólo en cuanto bautizados, sino también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden.

20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la "vida espiritual" de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse "santos". <<Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del bautismo -al igual que todos los fieles de Cristo- recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la palabra del Señor: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt. 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo, es también enriquecido de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se les han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pontífice "santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb. 7, 26)>>[41].

El Concilio afirma, ante todo, la "común" vocación a la santidad. Esta vocación se fundamenta en el Bautismo, que caracteriza al presbítero como un "fiel" (Christifideles), como un "hermano entre hermanos", inserto y unido al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvación (cf. Ef. 4, 4-6) y en el esfuerzo común de caminar "según el Espíritu", siguiendo al único Maestro y Señor. Recordemos la célebre frase de San Agustín: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es un nombre de oficio recibido, éste es un nombre de gracia; aquél es un nombre de peligro, éste de salvación"[42].

Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación "específica" a la santidad, y más precisamente de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la ordenación. A esta vocación específica alude también San Agustín, que, a la afirmación "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano", añade esta otra: "Siendo, pues, para mí causa del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que el haber sido puesto a la cabeza -siguiendo el mandato del Señor- me dedicaré con el mayor empeño a serviros, para no ser ingrato a quien me ha rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro con-siervo"[43].

El texto del Concilio va más allá señalando algunos elementos necesarios para definir el contenido de la "especificidad" de la vida espiritual de los presbíteros. Son éstos elementos que se refieren a la "consagración" propia de los presbíteros, que los configura con Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la "misión" o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno" y para actuar "personificando a Cristo mismo"; los configura en su "vida" entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el "radicalismo evangélico"[44].

La Configuración con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la Caridad Pastoral
21. Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una "potestad espiritual", que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia[45].

Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral. Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es "Cabeza" en el sentido nuevo y original de ser "Siervo", según sus mismas palabras: "Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc. 10, 45). El servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y el amor: "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz..." (Flp. 2, 78). La autoridade de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor, Sacerdote y Víctima a la vez.

Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia[46]. San Agustín exhortaba de esta fora a un obispo en el día de su ordenación: "El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta de que es servidor de muchos. Y no se desdeñe de serlo, repito, no se desdeñe de ser el servidor de muchos, porque el Señor de los señores no se desdeñó de hacerse nuestro siervo"[47].

La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt. 20, 24 ss.; Mc. 10, 43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de "tiranizar" la grey confiada (cf. 1 Pe. 5, 2-3). Un servicio llevado como Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los "ancianos" de la comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser "modelo" de la grey del Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral.

22. La imagen de Jesucristo Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos y más sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo Cabeza y Siervo. Verificándose el anuncio profético del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta Ezequiel (cf. Sal. 22-23; Ez. 34, 11 ss.), Jesús se presenta a sí mismo como "el buen Pastor" (Jn. 10, 11. 14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres (cf. Jn. 10, 16). Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su "caridad pastoral". El siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt. 9, 35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt. 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn. 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal. 22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrección, como canta la liturgia romana de la Iglesia: "Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya"[48].

Pedro llama a Jesús el "supremo Pastor" (1 Pe. 5, 4), porque su obra y misión continúan en la Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn. 21, 15-17) y sus sucesores (cf. 1 Pe. 5, 1 ss), y a través de los presbíteros. En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús buen Pastor y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral.

La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados. Jesús es el verdadero esposo que ofrece el vino de la salvación a la Iglesia (cf. Jn. 2, 11). El, que es "Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo" (Ef. 5, 23), "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela a sí mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef. 5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que está presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la cruz; por esto Cristo está "al frente" de la Iglesia, "la alimenta y la cuida" (Ef. 5, 29) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia[49]. Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados por el Espíritu, pero en virtud de su configuración con Cristo Cabeza y Pastor se encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad. "En cuanto representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia"[50]. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de "celo" divino (cf. 2 Cor. 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los "dolores de parto" hasta que "Cristo no sea formado" en los fieles (cf. Gál. 4, 19).

23. El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero.

El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. "La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros..."[51].

El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria la Iglesia. Así lo ha hecho Cristo "que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef. 5, 25); así debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como "amoris officium"[52], "el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su esposa"[53]. El don de sí no tiene límites, ya que está marcado por la misma fuerza apostólica y misionera de Cristo, el buen Pastor, que ha dicho: "también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn. 10, 16). Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote le pide y exige de manera particular y específica una relación personal con el presbiterio, unido en y con el Obispo, como dice expresamente el Concilio: "La caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre los presbíteros en vínculo de comunión con los Obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio"[54].

El don de sí mismo a la Iglesia se refiere a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la caridad del sacerdote se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo. Esta ha sido la conciencia clara y profunda del apóstol Pablo, que escribe a los cristianos de la Iglesia de Corinto: somos "siervos vuestros por Jesús" (2 Cor. 4, 5). Esta es, sobre todo, la enseñanza explícita y programática de Jesús, cuando confía a Pedro el ministerio de apacentar la grey sólo después de su triple confesión de amor, e incluso de un amor de predilección: <<Le dice por tercera vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?"... Pedro... le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas">> (Jn. 21, 17).

La caridad pastoral, que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, encuentra su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía: "Esta caridad pastoral -dice el Concilio- fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial"[55]. En efecto, en la Eucaristía es donde se representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio de la cruz, el don total de Cristo a su Iglesia, el don de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera "sacrificial" toda su existencia.

Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de "dar la vida por la grey" puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote: "La unidad de vida -nos recuerda el Concilio- pueden construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquél que lo envió para que llevara a cabo su obra... Así, desempeñando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción"[56].

La Vida Espiritual en el Ejercicio del Ministerio
24. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio (cf. Lc. 4, 18). La misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador. Así fue en Jesús. Así fue en los apóstoles y en sus sucesores. Así es en toda la Iglesia y en sus presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y llamada a la santificación en el cumplimiento de la misión y a través de ella[57].

Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio[58], descrita así por el Concilio: "Al ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor. 3, 8-9), (los presbíteros) si son dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y guía, se afirman en la vida del espíritu. Ya que por las mismas acciones sagradas de cada día, como por todo su ministerio, que ejercen unidos con el Obispo y los presbíteros, ellos mismos se ordenan a la perfección de vida. Por otra parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio"[59].

"Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor". Esta es la invitación, la exhortación que la Iglesia hace al presbítero en el rito de la ordenación, cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico. El "misterio", cuyo "dispensador" es el presbítero (cf. 1 Cor. 4, 1), es, en definitiva, Jesucristo mismo, que en el Espíritu Santo es fuente de santidad y llamada a la santificación. El "misterio" requiere ser vivido por el presbítero. Por esto exige gran vigilancia y viva conciencia. Y así, el rito de la ordenación antepone a esas palabras la recomendación: "Considera lo que realizas". Ya exhortaba Pablo al obispo Timoteo: "No descuides el carisma que hay en ti" (1 Tim. 4, 14; cf. 2 Tim. 1, 6).

La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio sacerdotal puede encontrar su explicación también a partir de la caridad pastoral otorgada por el sacramento del Orden. El ministerio del sacerdote, precisamente porque es una participación del ministerio salvífico de Jesucristo Cabeza y Pastor, expresa y revive su caridad pastoral, que es a la vez fuente y espíritu de su servicio y del don de sí mismo. En su realidad objetiva el ministerio sacerdotal es "amoris officium", según la ya citada expresión de San Agustín. Precisamente esta realidad objetiva es el fundamento y la llamada para un ethos correspondiente, que es el vivir el amor, como dice el mismo San Agustín: Sit amoris officium pascere dominicum gregem"[60]. Este ethos, y también la vida espiritual, es la acogida de la "verdad" del ministerio sacerdotal como "amoris officium" en la conciencia y en la libertad, y por tanto en la mente y el corazón, en las decisiones y las acciones.

25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a través del ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la configuración con El, Cabeza y Pastor de la Iglesia.

Esa conciencia no sólo corresponde a la verdadera naturaleza de la misión que el sacerdote desarrolla en favor de la Iglesia y de la humanidad, sino que influye también en la vida espiritual del sacerdote que cumple esa misión. En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una "cosa", sino como una "persona". No es un instrumento inerte y pasivo, sino un "instrumento vivo", como dice el Concilio, precisamente al hablar de la obligación de tender a la perfección[61]. Y el mismo Concilio habla de los sacerdotes como "compañeros y colaboradores" del Dios "santo y santificador"[62].

En este sentido, en el ejercicio del ministerio está profundamente comprometida la persona consciente, libre y responsable del sacerdote. Su relación con Jesucristo, asegurada por la consagración y configuración del sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior relación que procede de la intención, es decir, de la voluntad consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la Iglesia. Semejante relación tiende, por su propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie de "disposiciones" morales y espirituales correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza.

No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente la celebración de los Sacramentos, recibe su eficacia salvífica de la acción misma de Jesucristo, hecha presente en los Sacramentos. Pero por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvación, haciendo del hombre un "salvado" a la vez que un "salvador" -siempre y sólo con Jesucristo-, la eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada también por la mayor o menor acogida y participación humana[63]. En particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: "La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál. 2, 20)"[64].

La conciencia de ser ministro de Jesucristo Cabeza y Pastor lleva consigo también la conciencia agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Señor como "instrumento vivo" de la obra de salvación. Esta elección demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, más que cualquier otro amor, exige correspondencia. Después de su resurrección Jesús hace a Pedro una pregunta fundamental sobre el amor: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?". Y a la respuesta de Pedro sigue la entrega de la misión: "Apacienta mis corderos" (Jn. 21, 15). Jesús pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y precedente de Jesús mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega de "sus" ovejas. Y así, todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios en Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo determina el crecimiento del amor a la Iglesia: "Somos vuestros pastores (pascimus vobis), con vosotros somos apacentados (pascimur vobiscum). El Señor nos de la fuerza de amaros hasta el punto de poder morir real o afectivamente por vosotros (aut effectu aut affectu)"[65].

26. Gracias a la preciosa enseñanza del Concilio Vaticano II[66], podemos recordar las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima relación que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad. El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundas del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: "la mente de Cristo" (1 Cor. 2, 16), de modo que sus palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio. Solamente "permaneciendo" en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre, superando todo condicionamiento contrario o extraño al Evangelio (cf. Jn. 8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer "creyente" de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son "suyas", sino de Aquél que lo ha enviado. El no es el dueño de esta Palabra: es su servidor. El no es el único poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado[67]. El anuncia la Palabra en su cualidad de ministro, partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en sí mismo y ofrecer a los fieles la garantía de que transmite el Evangelio en su integridad, el sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico[68].

Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote está llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de santidad y llamada a la santificación. También para el sacerdote el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucaristía, porque en ella "se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que mediante su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con El mismo"[69].

De los diversos Sacramentos y, en particular, de la gracia específica y propia de cada uno de ellos, la vida espiritual del presbítero recibe unas connotaciones particulares. En efecto, se estructura y es plasmada por las múltiples características y exigencias de los diversos Sacramentos celebrados y vividos.

Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: "La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor"[70].

Por último, el sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia animando y guiando la comunidad eclesial, o sea, reuniendo "la familia de Dios, como una fraternidad animada en la unidad" y conduciéndola "al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo"[71]. Este "munus regendi" es una misión muy delicada y compleja, que incluye, además de la atención a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre en unión los Obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que preside y "guía" una comunidad; del "anciano" en el sentido más noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit. 1, 7-8).

Existencia Sacerdotal y Radicalismo Evangélico
27. "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc. 4, 18). El Espíritu Santo recibido en el sacramento del Orden es fuente de santidad y llamada a la santificación, no sólo porque configura al sacerdote con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia y le confía la misión profética, sacerdotal y real para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino también porque anima y vivifica su existencia de cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad pastoral. Esta caridad es síntesis unificante de los valores y de las virtudes evangélicas y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la perfección cristiana[72].

Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con él, realizada por el Espíritu (cf. Mt. 8, 18 ss; 10, 37 ss; Mc. 8, 34-38; 10, 17-21; Lc. 9, 57 ss.). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo porque están "en" la Iglesia, sino también porque están "al frente" de ella, al estar configurados con Cristo Cabeza y Pastor, capacitados y comprometidos para el ministerio ordenado, vivificados por la caridad pastoral. Ahora bien, dentro del radicalismo evangélico y como manifestación del mismo se encuentra un rico florecimiento de múltiples virtudes y exigencias éticas, que son decisivas para la vida pastoral y espiritual del sacerdote, como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el misterio de Dios, la misericordia, la prudencia. Expresión privilegiada del radicalismo son los varios consejos evangélicos que Jesús propone en el Sermón de la Montaña (cf. Mt. 5-7), y entre ellos los consejos, íntimamente relacionados entre sí, de obediencia, castidad y pobreza:[73] el sacerdote está llamado a vivirlos según el estilo, es más, según las finalidades y el significado original que nacen de la identidad propia del presbítero y la expresan.

28. "Entre las virtudes más necesarias en el ministerio de los presbíteros, recordemos la disposición de ánimo para estar siempre prontos para buscar no la propia voluntad, sino el cumplimiento de la voluntad de aquél que los ha enviado (cf. Jn. 4, 34; 5, 30; 6, 38)"[74]. Se trata de la obediencia, que, en el caso de la vida espiritual del sacerdote, presenta algunas características peculiares.

Es, ante todo, una obediencia "apostólica", en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en su estructura jerárquica. En verdad no se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano, hacia los que debe observarse la "obediencia y respeto" filial, prometidos en el rito de la ordenación. Esta sumisión a cuantos están revestidos de la autoridad eclesial no tiene nada de humillante, sino que nace de la libertad responsable del presbítero, que acoge no sólo las exigencias de una vida eclesial orgánica y organizada, sino también aquella gracia de discernimiento y de responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jesús ha garantizado a sus apóstoles y a sus sucesores, para que sea guardado fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto de la comunidad cristiana sea servida en su camino unitario hacia la salvación.

La obediencia cristiana, auténtica, motivada y vivida rectamente sin servilismos, ayuda al presbítero a ejercer con transparencia evangélica la autoridad que le ha sido confiada en relación con el Pueblo de Dios: sin autoritarismos y sin decisiones demagógicas. Sólo el que sabe obedecer en Cristo, sabe cómo pedir, según el Evangelio, la obediencia de los demás.

La obediencia del presbítero presenta además una exigencia comunitaria; en efecto, no se trata de la obediencia de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad, sino que el presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en estrecha colaboración con el Obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro[75].

Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista, como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, más allá de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único presbiterio y que siempre dentro de él y con él aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables.

Por último, la obediencia sacerdotal tiene un especial "carácter de pastoralidad". Es decir, se vive en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi "devorar", por las necesidades y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la vida del presbítero está ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de modo más o menos consciente está presente en el Pueblo de Dios que le ha sido confiado.

29. Entre los consejos evangélicos -dice el Concilio-, "destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt. 19, 11; 1 Cor. 7, 7), para que se consagren sólo a Dios con un corazón que en la virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Cor. 7, 32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo"[76]. En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el "significado esponsalicio" del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comunión y la donación perfectas y definitivas del más allá: "En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se de a ésta en la plena verdad de la vida eterna"[77].

Bajo esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo -a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos-, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y perpetuo.

Los Padres sinodales han expresado con clarida y fuerza su pensamiento con una Proposición importante, que merece ser transcrita íntegra y literalmente: "Quedando en pie la disciplina de las Iglesias Orientales, el Sínodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor profético para el mundo actual. Este Sínodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocación a la castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepción en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como enriquecimiento positivo del sacerdocio"[78].

Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástia sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, debe ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor.

Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientación positiva, específica y característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a Jesús buen Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios. Por tanto, el celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisión que debe ser continuamente renovada, como don inestimable de Dios, como "estímulo de la caridad pastoral"[79], como participación singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino escatológico. Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y espirituales del celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oración humilde y confiada, como nos recuerda el Concilio: "Cuanto más imposible se considera por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo de hoy, tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, al mismo tiempo, todos los medios sobrenaturales y naturales, que están al alcance de todos"[80]. Será la oración, unida a los Sacramentos de la Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza en las dificultades, perdón en las faltas, confianza y ánimo en el volver a comenzar.

30. De la pobreza evangélica los Padres sinodales han dado una descripción muy concisa y profunda, presentándola como "sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su Reino"[81]. En realidad sólo el que contempla y vive el misterio de Dios como único y sumo Bien, como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es ciertamente desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus designios.

La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración sacramental con Cristo Cabeza y Pastor, tiene connotaciones "pastorales" bien precisas, en las que se han fijado los Padres sinodales, recordando y desarrollando las enseñanzas conciliares[82]. Afirman, entre otras cosas: "Los sacerdotes, siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor (cf. 2 Cor. 8, 9), deben considerar a los pobres y a los más débiles como confiados a ellos de un modo especial y deben ser capaces de testimoniar la pobreza con una vida simple y austera, habituados ya a renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius, 9; C.I.C., can. 282)"[83].

Es verdad que "el obrero merece su salario" (Lc. 10, 7) y que "el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio" (1 Cor. 9, 14); pero también es verdad que este derecho del apóstol no puede absolutamente confundirse con una especie de pretensión de someter el servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas e intereses que del mismo puedan derivarse. Sólo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí donde su trabajo sea más útil y urgente, aunque comporte sacrificio personal. Esta es una condición y una premisa indispensable a la docilidad que el apóstol ha de tener al Espíritu, el cual lo impulsa para "ir", sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad del Maestro (cf. Lc. 9, 57-62; Mc. 10, 17-22).

Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote debe ofrecer también el testimonio de una total "transparencia" en la administración de los bienes de la misma comunidad, que no tratará jamás como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Además, la conciencia de pertenecer al único presbiterio lo llevará a comprometerse para favorecer una distribución más justa de los bienes entre los hermanos, así como un cierto uso en común de los bienes (cf. Hch. 2, 42-47).

La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción preferencial por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal (cf. Lc. 4, 18).

No hay que olvidar el significado profético de la pobreza sacerdotal, particularmente urgente en las sociedades opulentas y de consumo, pues, "el sacerdote verdaderamente pobre es ciertamente un signo concreto de la separación, de la renuncia y de la no sumisión a la tiranía del mundo contemporáneo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material"[84]. Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote está llamado a vivir como expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San Pablo a los Filipenses, el sacerdote debe tener "los mismos sentimientos" de Jesús, despojándose de su propio "yo", para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp. 2, 5).

Pertenencia y Dedicación a la Iglesia Particular
31. Como toda vida espiritual auténticamente cristiana, también la del sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensión eclesial: es participación en la santidad de la misma Iglesia, que en el Credo profesamos como "Comunión de los Santos". La santidad del cristiano deriva de la de la Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta dimensión eclesial reviste modalidades, finalidades y significados particulares en la vida espiritual del presbítero, en razón de su relación especial con la Iglesia, basándose siempre en su configuración con Cristo Cabeza y Pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral.

En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente por razones organizativas y disciplinares; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual. En este sentido la "incardinación" no se agota en un vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero.

Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su "estar en una Iglesia particular" constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su vida espiritual. En el caminar hacia la perfección pueden ayudar también otras inspiraciones o referencias a otras tradiciones de vida espiritual, capaces de enriquecer la vida sacerdotal de cada uno y de animar el presbiterio con ricos dones espirituales. Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales -antiguas y nuevas-, que acogen en su seno también a sacerdotes: desde las sociedades de vida apostólica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias formas de comunión y participación espiritual a los movimientos eclesiales. Los sacerdotes que pertenecen a Ordenes y a Congregaciones religiosas son una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que contribuyen con carismas específicos y ministerios especializados; con su presencia estimulan la Iglesia particular a vivir más intensamente su apertura universal[85].

La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicación, hasta el don de la propia vida, para la edificación de la Iglesia -"in persona Christi", Cabeza y Pastor-, al servicio de toda la comunidad cristiana, en cordial y filial relación con el Obispo, han de ser favorecidas por todo carisma que forme parte de una existencia sacerdotal o esté cercano a la misma[86].

Para que la abundancia de los dones del Espíritu Santo sea acogida con gozo y de frutos para gloria de Dios y bien de la Iglesia entera, se exige por parte de todos, en primer lugar, el conocimiento y discernimiento de los carismas propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos acompañado siempre por la humildad cristiana, la valentía de la autocrítica y la intención -por encima de cualquier otra preocupación-, de ayudar a la edificación de toda la comunidad, a cuyo servicio está puesto todo carisma particular. Se pide, además, a todos un sincero esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y de valoración coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote.

32. La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular[87] y del ministerio sacerdotal, aquella no pueden reducirse a estrechos límites. El Concilio enseña sobre esto: El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación "hasta los confines de la tierra" (Hch. 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles[88]. Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe estar profundamente marcada por el anhelo y el dinamismo misionero. Corresponde a ellos, en el ejercicio del ministerio y en el testimonio de su vida, plasmar la comunidad que se les ha confiado para que sea una comunidad auténticamente misionera. Como he señalado en la encíclica Redemptoris missio, "todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad de misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera"[89].

Si este espíritu misionero anima generosamente la vida de los sacerdotes, será fácil la respuesta a una necesidad cada día más grave en la Iglesia, que nace de una desigual distribución del clero. En este sentido ya el Concilio se mostró preciso y enérgico: "Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto, los presbíteros de aquellas diócesis que son más ricas en abundancia de vocaciones, muéstrense de buen grado dispuestos, con permiso o por exhortación de su propio Obispo, a ejercer su ministerio en regiones, misiones u obras que padecen escasez de clero"[90].

"Renueva en sus Corazones el Espíritu de Santidad"
33. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva..." (Lc. 4, 18). Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón de sacerdotes las palabras que pronunció en la sinagoga de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden.

Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. El crea el "corazón nuevo", lo anima y lo guía con la "ley nueva" de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual.

Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso grupo de ellos, "La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad.

¿Cómo no reflexionar... sobre la función esencial que el Espíritu Santo ejerce en la específica llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la Ordenación sacerdotal, que se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida". Mediante la Ordenación, amadísimos hermanos, habéis recibido el mismo Espíritu de Cristo, que os hace semejantes a El, para que podáis actuar en su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta íntima comunión con el Espíritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de la acción sacramental que realizáis "in persona Christi", debe expresarse también en el fervor de la oración, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido incansablemente a la salvación de los hermanos. Requiere, en una palabra, vuestra santificación personal[91].

VENID Y LO VEREÍS:
LA VOCACIÓN SACERDOTAL EN LA PASTORAL DE LA IGLESIA

Buscar, Seguir, Permanecer
34. "Venid y lo veréis" (Jn. 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación. Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: <<Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo: "¡Este es el cordero de Dios!". Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?". Ellos contestaron: "Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?". El les respondió: "Venid y lo veréis". Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)". Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)">> (Jn. 1, 35-42).

Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el "misterio" de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt. 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las frases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con El.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque "la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia"[92], la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular[93], de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la llamada "cura de almas" ordinaria[94], de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión[95].

La dimensión vocacional es esencial y connatural en la pastoral de la Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente "convocatoria", esto es, asamblea de los llamados: "Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica"[96]. Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

La Iglesia y el Don de la Vocación
35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre "que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. El nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo" (Ef. 1, 3-5).

Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente"[97]. La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, "pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"[98], lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf. Rom. 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es "vocación", es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de "sacramento", en cuanto "signo" e "instrumento" en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva "de" la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple "en" la Iglesia, sino que -en el servicio fundamental de Dios- se configura necesariamente como servicio "a" la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo[99]. Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Esta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre "et in persona" de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: "La vocación de cada sacerdote presbítero existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete"[100].

El Diálogo Vocacional: Iniciativa de Dios y Respuesta del Hombre
36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que, responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús "subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él" (3, 13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el "venir" de los doce, o sea, el "seguir" a Jesús.

Este es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona. Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo ésta es, la experiencia del profeta Jeremías: <<El Señor me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constitui profeta de las naciones">> (Jr. 1, 4-5). Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha "antes de la creación del mundo" y "conforme al beneplácito de su voluntad" (Ef. 1, 4. 5). La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: "No me elegisteis vosotros a mi, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y déis fruto y que vuestro fruto permanezca" (Jn. 15, 16).

Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que "nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal"[101]. De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb. 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama. "Llamó a los que él quiso y vinieron a él" (Mc. 3, 13). Este "venir", que se identifica con el "seguir" a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: <<'Venid conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron, las redes y le siguieron>> (Mt. 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt. 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a El.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contraria, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn. 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al "ven y sígueme" de Jesús, el joven rico contesta con el rechazo, signo -aunque sea negativo- de su libertad: "Pero él, abatido por estas palabras, se machó entristecido, porque tenía muchos bienes" (Mc. 10, 22).

Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se cualifica como adhesión personal profunda, como donación de amor -o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama- esto es, como oblación. "A la llamada -decía Pablo VI- corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio"[102]. La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo -primero de los llamados- a la voluntad del Padre: <<Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad">> (Heb. 10, 5.7).

En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios[103].

37. "Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes" (Mc. 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.

Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse en total pasividad. Pero no es éste el rostro de Dios que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con El, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la vocación no puede ser ni percibida, ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.

También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filosóficos o "científicos", inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.

En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles[104]. El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos[105].

De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la "mentalidad cristiana", tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios -el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros- así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo.

Contenidos y Medios de la Pastoral Vocacional
38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la relación que Dios establece con el hombre como ser único e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel "sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad"[106]. Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en concreto, eclesial de la vocación: la Iglesia está realmente presente y operante en la vocación de cada sacerdote. En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano lo que le había sucedido: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)" (Jn. 1, 41). Y la narración de este "descubrimiento" abre el camino al encuentro: "Y lo llevó a Jesús" (Jn. 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre, ni sobre la decisión soberana de Jesús: es Jesús el que llama a Simón y le da un nuevo nombre: <<Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el Hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro)">> (Jn. 1, 42). Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jesús. "Y lo llevó a Jesús". Este es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirviéndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia, como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.

En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra en la oración y en la celebración de la liturgia los momentos esenciales y primarios de la pastoral vocacional. En efecto, la oración cristiana, alimentándose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que cada uno pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida, personal e irrepetible, que el Padre le confía. Por eso es necesario educar, especialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad.

La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús, que nos pide que "roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt. 9, 38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las vocaciones -mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión- reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica incesante y confiada. Ahora bien, esta oración, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometerse no sólo a cada persona sino también a todas las comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de las iniciativas de oración y de los momentos especiales reservados a ésta -comenzando por la Jornada Mundial anual por las Vocaciones- así como el compromiso explícito de personas y grupos particularmente sensibles al problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. Así se podrá revivir la experiencia de los apóstoles que en el Cenáculo, unidos con María, esperan en oración la venida del Espíritu (cf. Hch. 1, 14), que no dejará de suscitar también hoy en el Pueblo de Dios "dignos ministros del altar, testigos valientes y humildes del Evangelio"[107].

También la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia[108] y, en particular, de toda oración cristiana, tiene un papel indispensable así como una incidencia privilegiada en la pastoral de las vocaciones. En efecto, la liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebración litúrgica, y sobre todo la eucarística, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicación con el misterio de la Pascua, o sea, con la "hora" por la que Jesús vino al mundo y hacia la que se encaminó libre y voluntariamente en obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn. 13, 1); nos manifiesta el rostro de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la variedad y complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio redentor de Cristo, que la Iglesia celebra sacramentalmente, da un valor particularmente precioso al sufrimiento vivido en unión con el Señor Jesús. Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que "a través de la oblación de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el cristiano enfermo se ofrece a sí mismo como víctima a Dios, a imagen de Cristo, que se inmoló a sí mismo por todos nosotros (cf. Jn. 17, 19)" y que "el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intención es de gran provecho para la promoción de las vocaciones"[109].

39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocación: lo que podríamos llamar "el Evangelio de la vocación". También en este campo descubre la urgencia de las palabras del apóstol: "¡Ay de mí si no evangelizara!" (1 Cor. 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar siempre su intrínseca dimensión vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal.

Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicación directa sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo de Dios[110]. Una catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, además de disipar dudad y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica. Por lo demás, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas.

40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la "ley del Espíritu que da la vida" (Rom. 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant. 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant. 1, 25). Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad.

En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños, adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde también a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el Espíritu, que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn. 3, 24), es infundido a cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible, y para escuchar las palabras que el Espíritu de Dios le dirige. En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda psicológica[111]. Invítese a los niños, los adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don de la dirección espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los llamados.

Finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del Espíritu, a la "plena madurez de Cristo" (Ef. 4, 13). Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su caridad, se hace de toda la vida propia un servicio de amor (cf. Jn. 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual agradable a Dios (cf. Rom. 12, 1) y entregándose a los hermanos. El servicio de amor es el sentido fundamental de toda vocación, que encuentra una realización específica en la vocación del sacerdote. En efecto, él es llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral de Jesús, o sea, el amor del buen Pastor que "da su vida por las ovejas" (Jn. 10, 11).

Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicionada de sí mismo. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la experiencia del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente, capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en la vida consgrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita, y al que lo practica, le hará más sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podría aceptar la invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc. 10, 21); y la podría aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y "perder" su vida. Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales 41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los elementos del Pueblo de Dios. Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que "el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana"[112]. Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo[113] que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. El se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales[114].

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, "a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación"[115]. "Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios"[116]. La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicionada a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia -un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual-, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional[117].

Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, "la familia cristiana, que es verdaderamente "como iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen "como un primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia"[118]. En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de "comunidad educativa" incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir "en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal"[119].

También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal. En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad[120]. Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal -empezando por la parroquia- para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusividad a unos "encargados" (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular) pues, por tratarse de "un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia"[121], debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.


[40] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.

[41] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[42] Sermo 340, 1: PL 38, 1483.

[43] Ibid.: l. c.

[44] Cf. Propositio 8.

[45] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 2; 12.

[46] Cf. Propositio 8.

[47] Sermo Morin Guelferbytanus, 32, 1: PLS 2, 637.

[48] Misal Romano, Antífona de comunión de la Misa del IV domingo de Pascua.

[49] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.

[50] Propositio 7.

[51] Homilía durante la adoración eucarística en Seúl (7 octubre 1989), 2: Insegnamenti XII/2 (1989), 785.

[52] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 123,5: CCL 36, 678.

[53] A los sacerdotes participantes en un encuentro convocado por la Conf. Episcopal Italiana (4 noviembre 1980): Insegnamenti, III/2 (1980), 1055.

[54] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.

[55] Ibid.

[56] Ibid.

[57] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64-67.

[58] Cf. Propositio 8.

[59] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[60] In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: l. c.

[61] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[62] Ibid. 5.

[63] Cf. Conc. Ecum. Trident. Decretum de iustificatione, cap. 7; Decretum de sacramentis, can. 6, (DS 1529; 1606).

[64] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[65] S. Agustín, Sermo de Nat. sanct. Apost. Petri et Pauli ex Evangelio in quo ait: Simon Iohannis diligis me?: ex Bibliot. Casin. in Miscellanea Augustiniana, vol. I, dir. G. Morin O.S.B., Roma, Tip. Poligl. Vat. 1930, p. 404.

[66] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 4-6; 13.

[67] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 15: l. c., 13-15.

[68] Cf. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8; 10.

[69] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 5.

[70] Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 31, VI: AAS 77 (1985), 265-266.

[71] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.

[72] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42.

[73] Cf. Propositio 9.

[74] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 15.

[75] Cf. Ibid.

[76] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42.

[77] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 16: AAS 74 (1982), 98.

[78] Propositio 11.

[79] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, 16.

[80] Ibid.

[81] Propositio 8.

[82] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 17.

[83] Propositio 10.

[84] Ibid.

[85] Cf. S. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y S. Congregación para los Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 18: AAS 70 (1978), 484-485.

[86] Cf. Propositio 25; 38.

[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.

[88] Cf. Propositio 12.

[89] Carta Enc. Redemptoris missio, (7 diciembre 1990), 67: AAS 83 (1991), 315-316.

[90] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.

[91] Homilía a 5.000 sacerdotes provenientes de todo el mundo (9 octubre 1984), 2: Insegnamenti, VII/2 (1984), 839.

[92] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: l. c.

[93] Cf. Propositio 6.

[94] Cf. Propositio 13.

[95] Cf. Propositio 4.

[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 9.

[97] Ibid.

[98] S. Cipriano, De dominica Oratione, 23: CCL 3/A, 105.

[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 3.

[100] Propositio 5.

[101] Angelus (3 diciembre 1989), 2: Insegnamenti, XII/2 (1989), 1417.

[102] Mensaje para la V Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (19 abril 1968): Insegnamenti, VI (1968), 134-135.

[103] Cf. Propositio 5.

[104] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[105] Cf. Propositio, 13.

[106] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 16.

[107] Misal Romano, Colecta de la Misa por las vocaciones a las Ordenes sagradas.

[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 10.

[109] Propositio 15.

[110] Ibid.

[111] Cf. C.I.C. can. 220: "A nadie es lícito (...) violar el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad"; cf. can. 642.

[112] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2.

[113] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, 15.

[114] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius 2.

[115] Decreto sobre el ministerio vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.

[116] Ibid., 11.

[117] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius 2.

[118] Propositio 14.

[119] Propositio 15.

[120] Cf. Propositio 16.

[121] Mensaje para la XXII Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (13 abril 1985) 1: AAS 77 (1985) 982.

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