EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO
Y A LOS FIELES DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN DE LA
FAMILIA CRISTIANA EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCION
La Iglesia al servicio de la familia
1. La familia, en los
tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las
transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura. Muchas
familias viven esta situación permaneciendo fieles a los valores que constituyen el
fundamento de la institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a
su cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado último y
a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de diferentes
situaciones de injusticia se ven impedidas para realizar sus derechos fundamentales.
La Iglesia, consciente
de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la
humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya
el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en
medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve
injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a
los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su
servicio a todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia[1].
De manera especial se
dirige a los jóvenes que están para emprender su camino hacia el matrimonio y la
familia, con el fin de abrirles nuevos horizontes, ayudándoles a descubrir la belleza y
la grandeza de la vocación al amor y al servicio de la vida.
El Sínodo de 1980
continuación de los Sínodos anteriores
2. Una señal de este
profundo interés de la Iglesia por la familia ha sido el último Sínodo de los Obispos,
celebrado en Roma del 26 de setiembre al 25 de octubre de 1980. Fue continuación natural
de los anteriores[2]. En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad llamada a
anunciar el Evangelio a la persona humana en desarrollo y a conducirla a la plena madurez
humana y cristiana, mediante una progresiva educación y catequesis. Es más, el reciente
Sínodo conecta idealmente, en cierto sentido, con el que abordó el tema del sacerdocio
ministerial y de la justicia en el mundo contemporáneo. Efectivamente, en cuanto
comunidad educativa, la familia debe ayudar al hombre a discernir la propia vocación y a
poner todo el empeño necesario en orden a una mayor justicia, formándolo desde el
principio para unas relaciones interpersonales ricas en justicia y amor. Los Padres
Sinodales, al concluir su Asamblea, me presentaron una larga lista de propuestas, en las
que recogían los frutos de las reflexiones hechas durante las intensas jornadas de
trabajo, a la vez que me pedían, con voto unánime, que me hiciera intérprete ante la
humanidad de la viva solicitud de la Iglesia en favor de la familia, dando oportunas
indicaciones para un renovado empeño pastoral en este sector fundamental de la vida
humana y eclesial. Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación, como una
actuación peculiar del ministerio apostólico que se me ha encomendado, quiero expresar
mi gratitud a todos los miembros del Sínodo por la preciosa contribución en doctrina y
experiencia que han ofrecido, sobre todo con sus "propositiones", cuyo texto he
confiado al Pontificio Consejo para la Familia, disponiendo que haga un estudio profundo
de las mismas, a fin de valorizar todos los aspectos de las riquezas allí contenidas.
El bien precioso del
matrimonio y de la familia
3. La Iglesia,
iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad acerca del bien precioso del
matrimonio y de la familia y acerca de sus significados más profundos, siente una vez
más el deber de anunciar el Evangelio, esto es, la "buena nueva", a todos
indistintamente, en particular a aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan
para él, a todos los esposos y padres del mundo. Está íntimamente convencida de que
sólo con la aceptación del Evangelio se realiza de manera plena toda esperanza puesta
legítimamente en el matrimonio y en la familia. Queridos por Dios con la misma
creación[3], matrimonio y familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo[4]
y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado[5] y ser
devueltos "a su principio"[6], es decir, al conocimiento pleno y a la
realización integral del designio de Dios. En un momento histórico en que la familia es
objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de
que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la
familia[7], siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el
designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad, así
como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a la renovación de la
sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
PRIMERA PARTE
LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA EN LA ACTUALIDAD
Necesidad de conocer la
situación
4. Dado que los
designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer en su
concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la
Iglesia, para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual
matrimonio y familia se realiza hoy[8]. Este conocimiento constituye consiguientemente una
exigencia imprescindible de la tarea evangelizadora. En efecto, es a las familias de
nuestro tiempo a las que la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo Evangelio de
Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en las presentes condiciones del
mundo, las que están llamadas a acoger y a vivir el proyecto de Dios sobre ellas. Es
más, las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los
acontecimientos mismos de la historia, y por tanto la Iglesia puede ser guiada a una
comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia, incluso
por las situaciones, interrogantes, ansias y esperanzas de los jóvenes, de los esposos y
de los padres de hoy[9]. A esto hay que añadir una ulterior reflexión de especial
importancia en los tiempos actuales. No raras veces al hombre y a la mujer de hoy día,
que están en búsqueda sincera y profunda de una respuesta a los problemas cotidianos y
graves de su vida matrimonial y familiar, se les ofrecen perspectivas y propuestas
seductoras, pero que en diversa medida comprometen la verdad y la dignidad de la persona
humana. Se trata de un ofrecimiento sostenido con frecuencia por una potente y capilar
organización de los medios de comunicación social que ponen sutilmente en peligro la
libertad y la capacidad de juzgar con objetividad. Muchos son conscientes de este peligro
que corre la persona humana y trabajan en favor de la verdad. La Iglesia, con su
discernimiento evangélico, se une a ellos, poniendo a disposición su propio servicio a
la verdad, libertad y dignidad de todo hombre y mujer.
Discernimiento
evangélico
5. El discernimiento
hecho por la Iglesia se convierte en el ofrecimiento de una orientación, a fin de que se
salve y realice la verdad y la dignidad plena del matrimonio y de la familia. Tal
discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe[10] que es un don participado por
el Espíritu Santo a todos los fieles[11]. Es por tanto obra de toda la Iglesia, según la
diversidad de los diferentes dones y carismas que junto y según la responsabilidad propia
de cada uno, cooperan para un más hondo conocimiento y actuación de la Palabra de Dios.
La Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio discernimiento evangélico
únicamente por medio de los Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder de
Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo "los constituye sus testigos
y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cfr. Act. 2, 17-18; Ap. 19,
10) para que la virtud del evangelio brille en la vida diaria familiar y social"[12].
Más aún, los seglares por razón de su vocación particular tienen el cometido
específico de interpretar a la luz de Cristo la historia de este mundo, en cuanto que
están llamados a iluminar y ordenar todas las realidades temporales según el designio de
Dios Creador y Redentor. El "sentido sobrenatural de la fe"[13] no consiste sin
embargo única o necesariamente en el consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo
a Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la opinión de la mayoría. Escucha
a la conciencia y no al poder, en lo cual defiende a los pobres y despreciados. La Iglesia
puede recurrir también a la investigación sociológica y estadística, cuando se revele
útil para captar el contexto histórico dentro del cual la acción pastoral debe
desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no obstante tal investigación por sí sola
no debe considerarse, sin más, expresión del sentido de la fe.
Dado que es cometido
del ministerio apostólico asegurar la permanencia de la Iglesia en la verdad de Cristo e
introducirla en ella cada vez más profundamente, los Pastores deben promover el sentido
de la fe en todos los fieles, valorar y juzgar con autoridad la genuidad de sus
expresiones, educar a los creyentes para un discernimiento evangélico cada vez más
maduro[14].
Para hacer un
auténtico discernimiento evangélico en las diversas situaciones y culturas en que el
hombre y la mujer viven su matrimonio y su vida familiar, los esposos y padres cristianos
pueden y deben ofrecer su propia e insustituible contribución. A este cometido les
habilita su carisma y don propio, el don del sacramento del matrimonio[15].
Situación de la
familia en el mundo de hoy
6. La situación en que
se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos negativos: signo, los unos, de
la salvación de Cristo operante en el mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre
opone al amor de Dios. En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la
libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en
el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable,
a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar
relaciones entre las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y material, al
conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la
construcción de una sociedad más justa. Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de
preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción
teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves
ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades
concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el
número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más
frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad
anticoncepcional.
En la base de estos
fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de
la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios
sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no
raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta. Merece también
nuestra atención el hecho de que en los Países del llamado Tercer Mundo a las familias
les faltan muchas veces bien sea los medios fundamentales para la supervivencia como son
el alimento, el trabajo, la vivienda, las medicinas, bien sea las libertades más
elementales. En cambio, en los Países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad
consumística, paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el
futuro, quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas
humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve ya como una bendición, sino como un
peligro del que hay que defenderse.
La situación
histórica en que vive la familia se presenta pues como un conjunto de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino
más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se
oponen entre sí, es decir, según la conocida expresión de San Agustín, un conflicto
entre dos amores: el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí
mismo llevado hasta el desprecio de Dios[16]. Se sigue de ahí que solamente la educación
en el amor enraizado en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los
"signos de los tiempos", que son la expresión histórica de este doble amor.
Influjo de la
situación en la conciencia de los fieles
7. Viviendo en un mundo
así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los medios de comunicación social, los
fieles no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores
fundamentales y colocarse como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos
activos de la construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos más
preocupantes de este fenómeno, los Padres Sinodales han señalado en particular la
facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la
aceptación del matrimonio puramente civil, en contradicción con la vocación de los
bautizados a "desposarse en el Señor"; la celebración del matrimonio
sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de las normas
morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del
matrimonio.
Nuestra época tiene
necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a
toda la Iglesia el deber de una reflexión y de un compromiso profundos, para que la nueva
cultura que está emergiendo sea íntimamente evangelizada, se reconozcan los verdaderos
valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en
las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el "nuevo humanismo" no
apartará a los hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera
más plena.
En la construcción de
tal humanismo, la ciencia y sus aplicaciones técnicas ofrecen nuevas e inmensas
posibilidades. Sin embargo, la ciencia, como consecuencia de las opciones políticas que
deciden su dirección de investigación y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su
significado original, la promoción de la persona humana. Se hace pues necesario recuperar
por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los
valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido último de la
vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante cometido que se impone hoy
día para la renovación de la sociedad. Sólo la conciencia de la primacía de éstos
permite un uso de las inmensas posibilidades, puestas en manos del hombre por la ciencia;
un uso verdaderamente orientado como fin a la promoción de la persona humana en toda su
verdad, en su libertad y dignidad. La ciencia está llamada a ser aliada de la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la familia las palabras del
Concilio Vaticano II: "Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta
sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino
futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta
sabiduría"[17].
La educación de la
conciencia moral que hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados
para realizarse según su verdad original, se convierte así en una exigencia prioritaria
e irrenunciable. Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más profundamente
reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho partícipe
por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a esta alianza como
las familias de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción
de un mundo más justo y fraterno.
Gradualidad y
conversión
9. A la injusticia
originada por el pecado -que ha penetrado profundamente también en las estructuras del
mundo de hoy- y que con frecuencia pone obstáculos a la familia en la plena realización
de sí misma y de sus derechos fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión
de la mente y del corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la renuncia al propio
egoísmo: semejante conversión no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y
renovadora incluso en las estructuras de la sociedad. Se pide una conversión continua,
permanente, que, aunque exija el alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien
en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más
lejos. Se desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en
toda la vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de
crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma
civilización, partiendo de lo que han recibido ya del misterio de Cristo sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una integración
más plena de este misterio en su vida.
Inculturación
10. Está en
conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar de las culturas de los
pueblos, todo aquello que está en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas
de Cristo[18]. Sólo con el concurso de todas las culturas, tales riquezas podrán
manifestarse cada vez más claramente y la Iglesia podrá caminar hacia un conocimiento
cada día más completo y profundo de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente por su
Señor. Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad con el Evangelio de las
varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia Universal se deberá proseguir
en el estudio, en especial por parte de las Conferencias Episcopales y de los Dicasterios
competentes de la Curia Romana, y en el empeño pastoral para que esta
"inculturación" de la fe cristiana se lleve a cabo cada vez más ampliamente,
también en el ámbito del matrimonio y de la familia.
Es mediante la
"inculturación" como se camina hacia la reconstitución plena de la alianza con
la Sabiduría de Dios que es Cristo mismo. La Iglesia entera quedará enriquecida también
por aquellas culturas que, aun privadas de tecnología, abundan en sabiduría humana y
están vivificadas por profundos valores morales. Para que sea clara la meta y,
consiguientemente, quede indicado con seguridad el camino, el Sínodo justamente ha
considerado a fondo en primer lugar el proyecto original de Dios acerca del matrimonio y
de la familia: ha querido "volver al principio", siguiendo las enseñanzas de
Cristo[19].
SEGUNDA PARTE
EL DESIGNIO DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
El hombre imagen de
Dios Amor
11. Dios ha creado al
hombre a su imagen y semejanza[20]: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al
mismo tiempo al amor.
Dios es amor[21] y vive
en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y
conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la
mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la
comunión[22]. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El
amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la
vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como
la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del
hombre, de su "ser imagen de Dios".
En consecuencia, la
sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios
y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo
íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano,
solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no
fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona incluso en
su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de
otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente. Esta totalidad, exigida por
el amor conyugal, corresponde también con las exigencias de una fecundidad responsable,
la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden
puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento
armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres.
El único
"lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el
pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer
aceptan la comunidad íntma de vida y amor, querida por Dios mismo[23], que sólo bajo
esta luz manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial no es una
ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición intrínseca de una
forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente
como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios
Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el
subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría creadora.
Matrimonio y comunión
entre Dios y los hombres
12. La comunión de
amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia
de fe de Israel, encuentra una significativa expresión en la alianza esponsal que se
establece entre el hombre y la mujer. Por esta razón, la palabra central de la
Revelación, "Dios ama a su pueblo", es pronunciada a través de las palabras
vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se
convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo[24]. El mismo
pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad
del pueblo a su Dios: la idolatría es prostitución[25], la infidelidad es adulterio, la
desobediencia a la ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de
Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios
se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los
esposos[26].
Jesucristo, esposo de
la Iglesia, y el sacramento del matrimonio
13. La comunión entre
Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y
se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo. El revela la verdad
original del matrimonio, la verdad del "principio"[27] y, liberando al hombre de
la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente. Esta revelación alcanza
su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad
asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la
cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que
Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación[28]; el
matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna
Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el
corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor
conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la
caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y
están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz. En una
página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente la grandez y belleza de
esta vida conyugal en Cristo: "¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese
matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la
bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padra ratifica?... [exclamdown]Qué
yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito, en una sola
observancia, en una sola servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay
división ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una
sola carne y donde la carne es única, único es el espíritu"[29].
La Iglesia, acogiendo y
meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el
matrimonio de los bautizaos es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza[30]. En
efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer con inseridos definitivamente en la
Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta
inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el
Creador[31], es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y
enriquecida por su fuerza redentora. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los
esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su
recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma
relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por
tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno
para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace
partícipes. De este acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es
memorial, actualización y profecía; "en cuanto memorial, el sacramento les da la
gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de
ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por
obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que
perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de
testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo"[32]. Al igual que cada uno
de los siete sacramentos, el Matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de
la salvación, pero de modo propio. "Los esposos participan en cuanto esposos, los
dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res
et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano,
una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la
Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la participación en la
vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que
entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del
sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira a una
unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no
hacer más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de
la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae, 9). En
una palabra, se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con
un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el
punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos"[33].
Los hijos, don
preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio
de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que
la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación
y educación de la prole, en la que encuentran su coronación[34].
En su realidad más
profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los
esposos al recíproco "conocimiento" que les hace "una sola
carne"[35], no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima
donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida
a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan
más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo
permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su
amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios,
"del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra"[36]. Sin embargo,
no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su
valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los
esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo
la adopción, las diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los
niños pobres o minusválidos.
La familia, comunión
de personas
15. En el matrimonio y
en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales -relación conyugal,
paternidad-maternidad, filiación, fraternidad- mediante las cuales toda persona humana
queda introducida en la "familia humana" y en la "familia de Dios",
que es la Iglesia. El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto,
dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente
introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante la
regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la
familia de Dios, que es la Iglesia. La familia humana, disgregada por el pecado, queda
reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de
Cristo[37]. El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de este
acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción
de la persona humana en la gran familia de la Iglesia. El mandato de crecer y
multiplicarse, dado al principio al hombre y la mujer, alcanza de este modo su verdad y
realización plenas. La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su
cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y
éstas, a su vez, en la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el
celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que
la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de
vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el
matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana
no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el
Reino de los cielos. En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: "Quien
condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo
alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en
comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes por
todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado superlativo"[38].
En la virginidad el
hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con
la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se de a ésta
en la plena verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo
nuevo de la resurrección futura[39]. En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene
viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda
reducción y empobrecimiento. Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre[40],
"hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los
hombres"[41], la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia con la
perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que
hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia, durante toda su
historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio,
por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios[42]. Aun habiendo
renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda,
padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de
Dios.
Los esposos cristianos
tiene pues el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio
de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se
hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también
puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales
pruebas, debe edificar la fidelidad de aquellos[43]. Estas reflexiones sobre la virginidad
pueden iluminar y ayudar a aquellos que por motivos independientes de su voluntad no han
podido casarse y han aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio.
TERCERA PARTE
MISION DE LA FAMILIA CRISTIANA
¡Familia, sé lo que
eres!
17. En el designio de
Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo su "identidad", lo que
"es", sino también su "misión", lo que puede y debe
"hacer". El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar
en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial.
Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez
su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡"sé" lo que "eres"!
Remontarse al
"principio" del gesto creador de Dios es una necesidad para la familia, si
quiere conocerse y realizarse según la verdad interior no sólo de su ser, sino también
de su actuación histórica. Y dado que, según el designio divino, está constituido como
"íntima comunidad de vida y de amor"[44], la familia tiene la misión de ser
cada vez más lo que es, es decir, comunidad de vida y amor, en una tensión que, al igual
que para toda realidad creada y redimida, hallará su cumplimiento en el Reino de Dios. En
una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que
la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por
esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo
vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor
por la Iglesia su esposa. Todo cometido particular de la familia es la expresión y la
actuación concreta de tal misión fundamental. Es necesario por tanto penetrar más a
fondo en la singular riqueza de la misión de la familia y sondear sus múltiples y
unitarios contenidos. En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él,
el reciente Sínodo ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la familia: 1)
formación de una comunidad de personas; 2) servicio a la vida; 3) participación en el
desarrollo de la sociedad; 4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
I.- FORMACION DE UNA
COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y
fuerza de la comunión
18. La familia, fundada
y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos,
de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir
fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una
auténtica comunidad de personas. El principio interior, la fuerza permanente y la meta
última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad
de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse
como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la Encíclica Redemptor hominis encuentra
su originalidad y aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal:
"El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible,
su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el
amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamnte"[45].
El amor entre el hombre
y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros
de la misma familia -entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y
familiares- está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la
familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la
comunidad conyugal y familia.
Unidad indivisible de
la comunión conyugal
19. La comunión
primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de
amor conyugal, el hombre y la mujer "no son ya dos, sino una sola carne"[46] y
están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana
a la promesa matrimonial de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde
sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta
mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que
tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia
profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la
confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del
matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los
esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la
singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor
Jesús.
El don del Espíritu
Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso
estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre
ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y
voluntad, del alma[47]-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de
amor, donada por la gracia de Cristo. Semejante comunión queda radicalmente contradicha
por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es
revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre
y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y
exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: "La unidad matrimonial confirmada
por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del hombre y de
la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor"[48].
Una comunión
indisoluble
20. La comunión
conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad:
"Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien
de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble
unidad"[49]. Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza -como han hecho
los Padres del Sínodo- la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en
nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda
la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad
matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es
necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo
su fundamento y su fuerza[50]. Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges
y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad
última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la
indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel
que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el
designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y
en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un "corazón nuevo": de
este modo los cónyuges no sólo pueden superar la "dureza de corazón"[51],
sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo,
nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el "testigo
fiel"[52], es el "sí" de las promesas de Dios[53] y consiguientemente la
realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así
también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la
indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por él
hasta el fin[54].
El don del sacramento
es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que
permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa
obediencia a la santa voluntad del Señor: "lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre"[55]. Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad
matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de
nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el Episcopado que han tomado
parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun
encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad;
cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un
"signo" en el mundo -un signo pequeño y precioso, a veces expuestos a
tentación, pero siempre renovado- de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo
aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también reconocer el valor del
testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge,
con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión:
también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy
gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles
de la Iglesia.
La más amplia
comunión de la familia
21. La comunión
conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión
de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí,
de los parientes y demás familiares. Esta comunión radica en los vínculos naturales de
la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente
humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del
espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la
familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad
familiar.
La familia cristiana
está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que
confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, "el
Primogénito entre los hermanos"[56], es por su naturaleza y dinamismo interior una
"gracia fraterna como la llama Santo Tomás de Aquino[57]. El Espíritu Santo,
infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable
de la comunión sobrenatural que acumula y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí
en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de la
comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto puede
y debe decirse "Iglesia doméstica"[58].
Todos los miembros de
la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de
construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una
"escuela de humanidad más completa y más rica"[59]: es lo que sucede con el
cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio
recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos. Un
momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio
educativo entre padres e hijos[60], en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el
respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible
contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana[61]. En
esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un
verdadero y propio "ministerio", esto es, como un servicio ordenado al bien
humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad
verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia del
"don" que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar
puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en
efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la
tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en
la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a
hacer la experiencia gozosa y renovadora de la "reconciliación", esto es, de la
comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la
participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo
de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda
división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo
así al vivísimo deseo del Señor: que todos "sean una sola cosa"[62].
Derechos y obligaciones
de la mujer
22. La familia, en
cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas, encuentra en el amor la
fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada uno de sus
miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios.
Como han afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de
las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y
vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el don
sincero de sí mismas[63].
En esta perspectiva, el
Sínodo ha querido reservar una atención privilegiada a la mujer, a sus derechos y
deberes en la familia y en la sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse
también el hombre como esposo y padre, el niño y los ancianos. De la mujer hay que
resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad
encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de
ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón
humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la
historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Creando al hombre
"varón y mujer"[64], Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a
la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que
son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada
posible la dignidad de la mujer asumiendo El mismo la carne humana de María Virgen, que
la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo
de la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su
seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los
otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la
Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor
Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: "Todos, pues, sois hijos de Dios por
la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o
hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús"[65].
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a
tratar de los diferentes aspectos del amplio y complejo tema de las relaciones
mujer-sociedad, sino limitándonos a algunos puntos esenciales, no se puede dejar de
observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida
tradición social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y
madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al
hombre. No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer
justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la
verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de
su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras
profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si
se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana. Esto
resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada "teología del
trabajo" ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida cristiana y
determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por
consiguiente el significado original e insustituible del trabajo de la casa y la
educación de los hijos[66]. Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad actual,
pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea reconocido por todos y
estimado por su valor insustituible. Esto tiene una importancia especial en la acción
educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la posible discriminación entre los
diversos trabajos y profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos los
sectores se empeñan con idéntico derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así
más espléndida la imagen de Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer
también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones
públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y
madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir
y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia. Se debe
superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo
exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen
verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad persona, y que la sociedad
cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico. La Iglesia, con el
debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe promover en la
medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el
bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia. Es evidente sin embargo que
todo esto no significa para la mujer la renuncia a su femineidad ni la imitación del
carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe
expresarse en su comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por
otra parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad
de la mujer
24. Desgraciadamente el
mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla oposición en la persistente
mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de
compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de
tal mentalidad es la mujer. Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio
del hombre y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la
prostitución -tanto más cuando es organizada- y todas las diferentes discriminaciones
que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del
trabajo, etc. Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas
formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos
particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas,
las separadas, las divorciadas, las madres solteras.
Estas y otras
discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza posible por los Padres Sinodales.
Por lo tanto, pido que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica
más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente,
de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos
los seres humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y
padre
25. Dentro de la
comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y su
función de esposo y padre. El ve en la esposa la realización del designio de Dios:
"No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada"[67], y
hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: "Esta vez sí que es hueso de
mis huesos y carne de mi carne"[68]. El auténtico amor conyugal supone y exige que
el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: "No eres su amo
-escribe S. Ambrosio- sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer...
Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecida por su amor"[69].
El hombre debe vivir con la esposa "un tipo muy especial de amistad
personal"[70]. El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor
nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a
la Iglesia[71].
El amor a la esposa
madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la
realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales
inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una
presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere
socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia
son de una importancia única e insustituible[72]. Como la experiencia enseña, la
ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades
notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la
presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del
"machismo", o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que
humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo
en la tierra la misma paternidad de Dios[73], el hombre está llamado a garantizar el
desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante
una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un
compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa[74], un trabajo que
no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un
testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la
experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia,
comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño,
desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un
generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una
urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado
o es minusválido. Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que
viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada a
revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha querido
poner al niño en el centro del Reino de Dios: "Dejad que los niños vengan a mí,
...que de ellos es el reino de los cielos"[75].
Repito nuevamente lo
que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979:
"Deseo... expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños,
primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres
actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio
futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus
padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la
nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el
niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a
continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primaria y
fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué más se podría
desear a cada nación y a toda la humanida, a todos los niños del mundo, sino un futuro
mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en
las dimensiones del Dos mil que se acerca?"[76].
La acogida, el amor, la
estima, el servicio múltiple y unitario -material, afectivo, educativo, espiritual- a
cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e
irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los
niños, a la vez que crecen "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante
los hombres"[77], serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad
familiar y para la misma santificación de los padres[78].
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que
manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado
de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en la
vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable -aun debiendo respetar la
autonomía de la nueva familia- y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del
pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro. Otras culturas, en
cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y
urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de
marginación, que son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de
empobrecimiento espiritual para tantas familias. Es necesario que la acción pastoral de
la Iglesia estimule a todos a descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la
comunidad civil y eclesial, y en particular en la familia. En realidad, "la vida de
los ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la continuidad de
las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios. Los
ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de
que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras
y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha subscrito con agrado las
palabras inspiradas "la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos"
(Prov. 17, 6)!"[79].
1 Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.
2 Cfr. Juan Pablo II,
Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos, 2 (26 de setiembre de 1980): AAS
72 (1980), 1008.
3 Cfr. Gén. 1-2.
4 Cfr. Ef. 5.
5 Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47; Juan Pablo
II, Carta Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980): AAS 72 (1980), 791.
6 Cfr. Mt. 19, 4.
7 Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47.
8 Cfr. Juan Pablo II,
Discurso al Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos (23 de febrero de
1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 472-476.
9 Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 4.
10 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.
11 Cfr. 1 Jn. 2, 20.
12 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 35.
13 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 12; Sagrada Congregación para
la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973), 398-400.
14 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 12; Const. dogmática sobre la
divina revelación Dei Verbum, 10.
15 Cfr. Juan Pablo II,
Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos, 3 (26 de setiembre de 1980): AAS
72 (1980), 1008.
16 Cfr. S. Agustín, De
Civitate Dei, XIV, 28: CSEL 40, II, 56 s.
17 Const. pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 15.
18 Cfr. Ef. 3, 8; Conc.
Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44;
Decr. sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 15 y 22.
19 Cfr. Mt. 19, 4 s.
20 Cfr. Gén. 1, 26 s.
21 1 Jn. 4, 8.
22 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 12.
23 Ibid., 48.
24 Cfr. por ej. Os., 2,
21; Jer. 3, 6-13; Is. 54.
25 Cfr. Ez. 16, 25.
26 Cfr. Os. 3.
27 Cfr. Gén. 2, 24;
Mt. 19, 5.
28 Cfr. Ef. 5, 32 s.
29 Tertuliano, Ad
uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393.
30 Cfr. Conc. Ecum.
Trident., Sessio XXIV, can. 1: I. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima
Collectio, 33, 149 s.
31 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
32 Juan Pablo II,
Discurso a los Delegados del "Centre de Liaison des Equipes de Recherche", 3 (3
de noviembre de 1979): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1032.
33 Ibid., 4: l. c., p.
1032.
34 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 50.
35 Cfr. Gén. 2, 24.
36 Ef. 3, 15.
37 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 78.
38 S. Juan Crisóstomo,
La Virginidad, X: PG 48, 540.
39 Cfr. Mt. 22, 30.
40 Cfr. 1 Cor. 7, 32 s.
41 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. sobre la adecuada renovación de la vida religiosa Perfectae caritatis, 12.
42 Cfr. Pío XII, Cart.
Enc. Sacra virginitas, II: AAS 46 (1954), 174 ss.
43 Cfr. Juan Pablo II,
Carta Novo incipiente, 9 (8 de abril de 1979): AAS 71 (1979), 410 s.
44 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
45 Juan Pablo II, Cart.
Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71 (1979), 274.
46 Mt. 19, 6; cfr.
Gén. 2, 24.
47 Cfr. Juan Pablo II,
Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): AAS 72 (1980), 426 s.
48 Const. pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 49; cfr. Juan Pablo II. Discurso a
los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): l. c.
49 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
50 Cfr. Ef. 5, 25.
51 Cfr. Mt. 19, 8.
52 Ap. 3, 14.
53 Cfr. 2 Cor. 1, 20.
54 Cfr. Jn. 13, 1.
55 Mt. 19, 6.
56 Rom. 8, 29.
57 Summa Theologiae,
IIa - IIae, 14, 2, ad 4.
58 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11; cfr. Decr. sobre el apostolado de
los seglares Apostolicam actuositatem, 11.
59 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.
60 Cfr. Ef. 6, 1-4;
Col. 3, 20 s.
61 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
62 Jn. 17, 21.
63 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.
64 Gén. 1, 27.
65 Gal. 3, 26.28.
66 Cfr. Juan Pablo II,
Cart. Enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981), 625.
67 Gén. 2, 18.
68 Ibid., 2, 23.
69 S. Ambrosio,
Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
70 Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486.
71 Cfr. Ef. 5, 25.
72 Cfr. Juan Pablo II,
Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271.
73 Cfr. Ef. 3, 15.
74 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.
75 Lc. 18, 16; cfr. Mt.
19, 14; Mc. 10, 14.
76 Juan Pablo II,
Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21 (2 de octubre de 1979): AAS 71
(1979), 1159.
77 Lc. 2, 52.
78 Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
79 Juan Pablo II,
Discurso a los participantes en el "International Forum on Active Aging", 5 (5
de setiembre de 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539.
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