Discurso de Juan Pablo II
en la celebración de Vísperas en la abadía de Pannohalma,
en el viaje apostólico a Hungría


 

TEMA:

Paz y reconciliación

Venerados hermanos en el episcopado; querido padre archiabad y queridos padres de esta abadía; amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría he venido como peregrino aquí, al antiguo monasterio de Pannonhalma, situado en la colina de san Martín. Conmemoramos juntos el milenario de la fundación de este histórico centro de vida espiritual y de cultura, en el que comenzó una tradición que ha permanecido viva de forma ininterrumpida hasta nuestros días. Por primera vez, el Obispo de Roma viene a visitaros a vosotros que, ya desde los orígenes, habéis permanecido vinculados muy estrechamente a la Sede apostólica.

Al inicio vino de Roma, para fundar Brevnov, cerca de Praga, y desde allí vuestra abadía, un grupito de monjes, compañeros y discípulos de san Adalberto, obispo de Praga. San Adalberto, el protomártir y patrono de mi patria, es el santo común de los pueblos de la histórica corona bohemia, polaca y húngara. Así, la especial veneración a san Adalberto os vincula con los pueblos que han vivido y viven en la Europa central, junto a los eslavos. En la primavera del año próximo, con ocasión del milenario del martirio de san Adalberto si Dios quiere, tendré la alegría de visitar su antigua sede.

La colina en que habitáis lleva el nombre de san Martín. Así, vivís bajo el patrocinio de un santo nacido en esta región, que en aquel tiempo constituía la provincia romana de Pannonia. San Martín es venerado, desde hace mil quinientos años, en numerosos países de Europa. Vosotros estáis espiritualmente muy unidos a ellos a través de su persona, tan rica de carisma. Por eso, desde esta tierra que le vio nacer, me complace enviar un saludo a los habitantes de Tours, en Francia, adonde tendré la alegría de dirigirme en peregrinación dentro de pocos días.

Los comienzos de vuestra historia nos hacen remontarnos a la época en que el Oriente y el Occidente cristianos aún no se habían dividido. Conmemorar el milenario de la fundación de Pannonhalma significa, por consiguiente, trasladarse con la memoria a aquella situación de unidad entre los creyentes, que caracterizó el primer milenio. Vuestras raíces se hunden en esa época bendita. Es un pasado que os vincula y os compromete, pero al mismo tiempo os da seguridad para vuestro futuro.

2. «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa?» (Rm 11, 33­34).

En el marco de esta celebración, las palabras de la carta del apóstol Pablo a los Romanos cobran un significado especial. Hemos celebrado recientemente el milenario del bautismo de Hungría -casi al mismo tiempo que el de Polonia- y hoy elevamos en esta antiquísima abadía benedictina un solemne canto de acción de gracias al Señor por los mil años pasados. Son días conmemorativos de notable significado histórico, vinculados como están al recuerdo del santo rey Esteban. Pero la liturgia nos lleva más allá de la dimensión histórica de ese acontecimiento, impulsándonos a buscar sus raíces más profundas en la sabiduría y en la ciencia de Dios fundamento del orden creado y de la historia.

En efecto, si en el curso de los siglos los hombres han puesto en marcha grandes obras; si los inicios de los Estados y de los reinos se hallan vinculados a algunas personalidades, el creyente sabe reconocer en estas vicisitudes humanas la acción misteriosa y sabia de la Providencia divina. A menudo las mismas personas que dieron vida a esos acontecimientos históricos fueron conscientes de que su capacidad creativa y sus iniciativas estaban arraigadas sólo en Dios en su infinita sabiduría y en su eterno amor. Y dado que -como dice el Apóstol- todas las cosas vienen «de él y por él», también todas las cosas son «para él» (cf. Rm 11, 35). Ut in omnibus glorificetur Deus, como solía decir san Benito. Todas las cosas son para él. ¡A él honor y gloria, por los siglos!

3. «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). Aquí el Apóstol evoca la figura del Siervo del Señor, como lo profetizó Isaías: el Siervo se sacrifica como víctima viva santa y agradable a Dios, haciéndose «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Por su obediencia redimió al mundo. Con ella, de alguna manera, inspiró no sólo la Regla de san Benito, sino también las Reglas de todas las órdenes religiosas, permitiendo así a hombres y mujeres seguir, en el curso de los siglos, el camino del santo servicio de Dios, como fiel respuesta a la vocación del perfecto amor esponsal de Cristo.

En la Encarnación, el Hijo de Dios «se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo» (Flp 2, 7). Así creaba, y sigue creando para muchas personas el camino admirable de la vocación. En él dice a cada uno: Sígueme; lo dice normalmente con palabras que sólo el corazón logra percibir.

Cristo habla con la fuerza expresiva del misterio de su muerte y resurrección. Así revela una forma de vida humana que permite al hombre encontrar el sentido más profundo de su ser. En la vocación benedictina como en toda vocación cristiana, y especialmente en la vida consagrada, la persona está llamada a ofrecer el «culto espiritual» (Rm 12, 1); está llamada a realizar plenamente su ser, que Dios ha creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27). Como enseña el concilio Vaticano II el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma y que no puede encontrarse plenamente a sí misma sino en la entrega sincera de sí (cf., Gaudium et spes, 24).

Este es el motivo por el que todos vosotros estáis aquí, venerados y queridos hermanos: Cristo os ha llamado mediante el don único y gratuito de sí mismo que él ha hecho; os ha llamado mediante el sacrificio ofrecido al Padre en el altar de la cruz. De este modo, ha engendrado en vosotros la disponibilidad para convertiros, como él y en él, en don gratuito a su pueblo santo, participando en la vida de vuestra comunidad benedictina. Así es como se escribe, desde hace mil años, la historia de esta abadía, llamada Pannonhalma.

4. El Apóstol, a continuación, exhorta así: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Tal vez san Benito tuvo presentes estas palabras cuando escribió su Regla. De todos modos, es significativo que alejándose del espíritu de su tiempo, insertase en su Regla una serie de principios extraordinariamente eficaces, orientados a la transformación del mundo.

En esto están todos de acuerdo. Incluso autores que no siempre son muy objetivos con respecto al cristianismo concuerdan en reconocer que san Benito y sus hijos «renovaron la faz de la tierra» (cf. Sal 103, 30) y que Europa, especialmente en el primer milenio, les debe en gran parte la gigantesca renovación cultural y social de la que se benefició. La sencilla frase «ora et labora» puso las bases de un vasto programa, gracias al cual el continente, después de los acontecimientos de la gran emigración de los pueblos, comenzó a asumir las formas culturales que han caracterizado hasta hoy a las naciones europeas y el papel especial que han desempeñado en el mundo.

La economía era entonces principalmente agrícola. La roturación de vastísimas zonas boscosas y el cultivo de los campos fueron la contribución más significativa con que los hijos de san Benito influyeron en la mejora del nivel de vida de las poblaciones. Eso puso en marcha decisivos procesos de transformación social y cultural. En el marco de esta secular preparación se pudieron formar, en el segundo milenio, las ciudades europeas, con las obras de arte y de arquitectura que podemos admirar también hoy. Celebrando el milenario de la fundación de la abadía de Pannonhalma, recordamos, en cierto sentido, un milenio de la Europa benedictina, sobre cuyos cimientos se ha construido la civilización europea y también la de vuestra patria, Hungría.

5. San Pablo prosigue: «Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12 2). La transformación del aspecto exterior de la tierra tiene su base y su origen en la transformación del corazón del hombre, en su renovación interior. Todo bien económico, cultural y estético, surgido del gran trabajo benedictino, encuentra su primer inicio en el espíritu de vuestros antiguos predecesores que manifestaron con obras su madurez interior.

San Benito enseñaba que nada se debe anteponer al amor de Cristo: es el amor de Cristo, el Amor crucificado y resucitado, que en vuestra abadía ha reinado en el pasado y sigue reinando aún. Este amor se halla presente en la contribución de cultura y civilización brindada por vuestra abadía a la historia de la nación húngara y de toda Europa. Por todo ello demos gracias hoy, después de mil años, a la divina Providencia. El Obispo de Roma se alegra de poder participar en el solemne Te Deum de la comunidad de Pannonhalma y del pueblo húngaro.

6. Demos gracias, juntos, a Dios por los prodigios que ha realizado en estos mil años. Y tú, comunidad benedictina de Pannonhalma, sigue siendo, como ciudad colocada en la cima del monte, fuente de luz para este territorio y para la nación entera. Permanece fiel a esta vocación tuya, como lo has hecho en el decurso de los siglos. Sigue introduciendo a las nuevas generaciones en las sendas de la sabiduría humana y divina y para lograrlo con la misma eficacia hazte tú misma, de acuerdo con la palabra de san Benito, alumna «de la escuela del servicio al Señor» (Regula Benedicti, Prol. 45).

Permanecer a la escucha de la palabra de Dios, como alumnos diligentes, amadísimos hermanos, hace que vuestro corazón esté disponible a todo lo que el Señor sugiere como respuesta a las exigencias de cada época de la historia. Estad vigilantes y atentos para escrutar los signos de los tiempos, con una actitud de obediencia humilde al Señor a fin de que su mensaje de salvación, bien acogido por vosotros, sea transmitido con eficacia. Ya en el umbral del tercer milenio la Iglesia espera de vosotros un renovado impulso espiritual y apostólico. Cristo, crucificado y resucitado, ilumine los pasos de vuestra misión. Que él sea para vosotros todo: el alfa y la omega, el principio y el fin. Sed testigos de su resurrección y apóstoles de su amor.

Esforzaos en vuestro ministerio diario, por favorecer la unidad de los cristianos, dialogando con todos. De vuestro compromiso en el diálogo, en la escucha, en la promoción de las convergencias puede beneficiarse grandemente el movimiento ecuménico. Que vuestra abadía sea una casa siempre abierta a las necesidades de los hermanos.

Os acompañe, en este camino diario, el ejemplo de vuestro patrono, san Martín, que dejó cuanto poseía e incluso la mitad de su capa al pobre, que resultó ser Cristo mismo. Os protejan el santo obispo Adalberto, que dio su vida por Jesús, y el primer rey san Esteban, servidor fiel de Dios y del pueblo en una larga existencia llena de abnegación y generosidad. Permanezca siempre vivo en cada uno de vosotros el espíritu de san Benito, para que la cadena de los monasterios benedictinos una entre sí a las naciones y a los cristianos en Occidente y en Oriente. Que, también gracias a vuestro servicio, brille sobre la cuenca de los Cárpatos el arco iris de la paz y de la reconciliación. María, delicia Benedictorum, os acompañe y proteja siempre.

Discurso de S.S. Juan Pablo II en la celebración de Vísperas en la abadía de Pannohalma, el 6 de septiembre, en el viaje apostólico del Santo Padre a Hungría.

WB01343_.gif (599 bytes)