Juan Pablo II, audiencia general del 30 agosto, 2000. Texto íntegro .

1. Canta el salmista: «De mi vida errante llevas tú la cuenta» (Salmo 56, 9). En esta frase breve y esencial se resume la historia del hombre que vaga en el desierto de la soledad, del mal, de la aridez. Con el pecado, ha roto la admirable armonía de la creación establecida por Dios en los orígenes: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien». Y, sin embargo, Dios nunca está lejos de su criatura, es más, permanece siempre presente en su intimidad, según la bella intuición de san Agustín: «¿Dónde estabas tú cuando estabas lejos de mí? Yo vagaba lejos de ti (...). Tú, sin embargo, estabas dentro de mí, en lo más profundo de mí mismo, y en lo más alto de lo más elevado de mí» (Confesiones 3, 6, 11). Pero ya el salmista había trazado en un himno estupendo la vana fuga del hombre de su Creador: «¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: «¡Me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día». Dios sale al encuentro

2. Dios busca con particular insistencia y amor al hijo rebelde que huye lejos de su mirada. Dios se ha puesto en camino por las sendas tortuosas de los pecadores a través de su Hijo, Jesucristo, que precisamente al irrumpir en el escenario de la historia se presentó como «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Juan 1, 29). Las primeras palabras que pronuncia en público son éstas: «Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mateo 4, 17). Aparece así un término importante que Jesús ilustrará repetidamente tanto con sus palabras como con sus actos: «Convertíos», en griego «metanoéite», es decir, emprended una «metánoia», un cambio radical de la mente y del corazón. Es necesario dejar a las espaldas el mal y entrar en el reino de justicia, de amor y de verdad, que está comenzando. La trilogía de las parábolas de la misericordia divina recogidas  por Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio constituye la representación más incisiva de la búsqueda activa y de la espera amorosa de Dios a su criatura pecadora. Al realizar la «metánoia», la conversión, el hombre vuelve, como el hijo pródigo, a abrazar al Padre, que nunca lo ha olvidado ni abandonado. El abrazo

3. San Ambrosio, comentando esta parábola del padre pródigo de amor hacia su hijo pródigo de pecado, introduce la presencia de la Trinidad: «Levántate, ven corriendo a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu Santo. Te sale al encuentro, pues te escucha mientras estás reflexionando dentro de ti, en el secreto del corazón. Y, cuando todavía estás lejos, te ve y se pone a correr. Ve en tu corazón, corre para que nadie te detenga, y por su fuera poco, te abraza... Se echa a tu cuello para levantarte a ti, que yacías en el suelo, y para hacer que, quien estaba oprimido por el peso de los pecados y postrado por lo terreno, vuelva a dirigir su mirada al cielo, donde debía buscar al propio Creador. Cristo se echa al cuello, pues quiere quitarte de la nuca el yugo de la esclavitud e ponerte en el cuello su dulce yugo» (In Lucam VII, 229-230). Jesús cambia una vida

4. El encuentro con Cristo cambia la existencia de una persona, como enseña el caso de Zaqueo, que hemos escuchado al comenzar. Así sucedió también a los pecadores y pecadoras que cruzaron sus caminos con Jesús. En la cruz, tiene lugar un extremo acto de perdón y de esperanza, ofrecido al malhechor, que cumple con su propia «metánoia» cuando llega a la frontera última entre la vida y la muerte y dice a su compañero: «A nosotros se nos hace justicia por lo que hemos hecho» (Lucas 23, 41). Y cuando implora: «Acuérdate de mi cuando estés en tu reino», Jesús responde: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (cf. Lucas 23, 42-43). De este modo, la misión terrena de Cristo, comenzada con la invitación a convertirse para entrar en el reino de Dios, se concluye con una conversión y la entrada de una persona en su reino. El mensaje de los apóstoles

5. La misión de los apóstoles (Pentecostés) también comenzó con una invitación apremiante a la conversión. Los que escuchaban su primer discurso, conmovidos en lo más profundo de su corazón, preguntaban con ansia: «¿Qué es lo que tenemos que hacer?». Pedro respondió: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión  de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2, 37-38).

Esta respuesta de Pedro fue acogida inmediatamente: «unas tres mil almas» se convirtieron aquel día (cf. Hechos, 2, 41). Después de la curación milagrosa de un cojo, Pedro renovó su exhortación. Recordó a los habitantes de Jerusalén su horrendo pecado: «Vosotros renegasteis del Santo y del Justo (...), y matasteis al Jefe que lleva a la Vida» (Hechos, 3, 14-15). Sin embargo, atenuó su culpabilidad diciendo: «Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia» (Hechos 3, 17); después, los invitó a convertirse (cf. 3,19) y a cada uno le dio una esperanza inmensa: «Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades» (3,26). Una puerta de esperanza

Del mismo modo, el apóstol Pablo predicaba la conversión. Lo dice en su discurso al rey Agripa, describiendo así su apostolado: a todos, « he predicado que se convirtieran y que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de conversión» (Hechos 26, 20; cf. 1 Ts 1,9-10). Pablo enseñaba que la «bondad de Dios te impulsa a la conversión». Inspirada por el amor (cf. Apocalipsis 3,19), la exhortación es vigorosa y manifiesta la urgencia de la conversión (cf. Apocalipsis 2,5.16.21-22; 3,3.19), pero es acompañada por promesas maravillosas de intimidad con el Salvador (cf. 3,20-21). Por tanto, a todos los pecadores siempre se les abre una puerta de esperanza. «El hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él derrama la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia» («Orientale lumen», n.15).