Vocación cristiana de Italia y
Europa
Es la primera
vez que un Papa visita el Parlamento italiano, reunido en sesión conjunta en
Montecitorio
Señor presidente de la República italiana; honorables presidentes de la Cámara de diputados y del Senado; señor presidente del Gobierno; honorables diputados y senadores:
1. Me siento profundamente honrado por la solemne acogida que se me tributa hoy en esta prestigiosa sede, en la que todo el pueblo italiano está dignamente representado por vosotros. A todos y a cada uno dirijo mi saludo deferente y cordial, consciente del fuerte significado de la presencia del Sucesor de Pedro en el Parlamento italiano.
Agradezco al señor presidente de la Cámara de diputados y al señor presidente del Senado de la República las nobles palabras con las que han interpretado los sentimientos comunes, representando también a los millones de ciudadanos de cuyo afecto tengo muestras diarias en las numerosas ocasiones en que me encuentro con ellos. Es un afecto que me ha acompañado siempre, desde los primeros meses de mi elección a la Sede de Pedro. Por eso, quiero expresar a todos los italianos, también en esta circunstancia, mi profunda gratitud.
Ya
durante mis años de estudio en Roma, y después en las visitas periódicas que
realicé a Italia como obispo, especialmente durante el concilio ecuménico
Vaticano II, fue creciendo en mí la admiración por un país en el que el
anuncio evangélico, que llegó aquí desde los tiempos apostólicos, ha
suscitado una civilización rica en valores universales y un florecimiento de
admirables obras de arte, en las que los misterios de la fe se han expresado en
imágenes de incomparable belleza. ¡Cuántas veces he palpado, por decirlo así,
las huellas gloriosas que la religión cristiana ha impreso en las costumbres y
en la cultura del pueblo italiano, concretándose también en numerosas figuras
de santos y santas, cuyo carisma ha ejercido una influencia extraordinaria en
las poblaciones de Europa y del mundo! Basta pensar en san Francisco de Asís y
en santa Catalina de Siena, patronos de Italia.
A
esta obra de acercamiento y colaboración, en el respeto de la independencia y
de la autonomía recíprocas, contribuyeron en gran medida los grandes Papas que
Italia dio a la Iglesia y al mundo durante el siglo pasado: basta pensar
en Pío XI, el Papa de la Conciliación, y en Pío XII, el Papa de la salvación
de Roma, y, más cerca de nosotros, en los Papas Juan XXIII y Pablo VI,
cuyos nombres, como hizo Juan Pablo I, yo también quise adoptar.
Por tanto, permitidme que os invite respetuosamente a vosotros, representantes elegidos de esta nación, y juntamente con vosotros a todo el pueblo italiano, a cultivar una convencida y meditada confianza en el patrimonio de virtudes y valores transmitido por vuestros antepasados. Con esta confianza no sólo se pueden afrontar con lucidez los problemas, ciertamente complejos y difíciles, del momento actual, sino también dirigir audazmente la mirada hacia el futuro, interrogándose sobre la contribución que Italia puede dar al desarrollo de la civilización humana.
A la luz de la extraordinaria experiencia jurídica madurada a lo largo de los siglos a partir de la Roma pagana, ¡cómo no sentir, por ejemplo, el compromiso de seguir ofreciendo al mundo el mensaje fundamental según el cual, en el centro de todo orden civil justo, debe estar el respeto al hombre, a su dignidad y a sus derechos inalienables! Con razón ya el antiguo adagio afirmaba: Hominum causa omne ius constitutum est. En esta afirmación está implícita la convicción de que existe una "verdad sobre el hombre" que se impone más allá de las barreras de lenguas y culturas diferentes.
Desde
esta perspectiva, hablando ante la Asamblea de las Naciones
Unidas en el 50° aniversario de su fundación, recordé que hay derechos
humanos universales, arraigados en la naturaleza de la persona, en los que se
reflejan las exigencias objetivas de una ley moral universal. Y añadí:
"Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien
algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos
recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino
que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia
humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos" (Discurso
del 5 de octubre de 1995, n. 3: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 7).
El camino que permite mantener y valorar las diferencias, sin que se conviertan en motivos de contraposición y obstáculos al progreso común, es el de una solidaridad sincera y leal. Esta solidaridad tiene profundas raíces en el alma y en las costumbres del pueblo italiano y se expresa actualmente, entre otras manifestaciones, en numerosas y beneméritas formas de voluntariado. Pero también se siente su necesidad en las relaciones entre los múltiples componentes sociales de la población y las diversas áreas geográficas en las que está distribuida.
Vosotros mismos, como
responsables políticos y representantes de las instituciones, podéis dar en
este campo un ejemplo particularmente importante y eficaz, tanto más
significativo cuanto más tiende la dialéctica de las relaciones políticas a evidenciar los
contrastes. En efecto, vuestra actividad se aprecia en toda su nobleza en la
medida en que está animada por un auténtico espíritu de servicio a los
ciudadanos.
Los
desafíos que afronta un Estado democrático exigen de todos los hombres y
mujeres de buena voluntad, independientemente de la opción política de cada
uno, una cooperación solidaria y generosa en la construcción del bien común
de la nación. Por lo demás, esta cooperación no puede prescindir de la
referencia a los valores éticos fundamentales inscritos en la naturaleza
misma del ser humano. Al respecto, en la carta encíclica Veritatis
splendor puse en guardia contra el "riesgo de la alianza entre
democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier
punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del
reconocimiento de la verdad" (n. 101). En efecto, como afirmé en otra
carta encíclica, la Centesimus annus, si no existe ninguna verdad última
que guíe y oriente la acción política, "las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia" (n. 46), también la del siglo
XX, que acaba de concluir.
La
acción pastoral en favor de la familia y de la acogida de la vida, y más
en general de una existencia abierta a la lógica del don de sí, son la
contribución que la Iglesia da a la construcción de una mentalidad y de una
cultura en las que sea posible invertir esa tendencia. Pero también son grandes
los espacios para una iniciativa política que, manteniendo firme el
reconocimiento de los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el
matrimonio, según el dictado de la misma Constitución de la República
italiana (cf. art. 29), haga menos onerosas social y económicamente la
generación y la educación de los hijos.
El
hombre vive una existencia auténticamente humana gracias a la cultura.
Mediante la cultura el hombre se hace más hombre, accede más intensamente al
"ser" que le es propio. Por tanto, el ojo del sabio ve claramente que
el hombre cuenta como hombre por lo que es más que por lo que tiene.
El valor humano de la persona está en relación directa y esencial con el ser,
no con el tener. Precisamente por esto una nación preocupada por su
futuro favorece el desarrollo de la escuela en un sano clima de libertad,
y no escatima esfuerzos para mejorar su calidad, en estrecha unión con las
familias y con todos los componentes sociales, lo cual sucede, por lo demás, en
la mayor parte de los países europeos.
Igualmente importante, para la formación de la persona, es también el clima
moral que predomina en las relaciones sociales y que tiene actualmente una
expresión masiva y condicionante en los medios de comunicación:
se trata de un desafío que interpela a toda persona y a toda familia, pero de
modo peculiar a quienes tienen mayores responsabilidades políticas e
institucionales. La Iglesia, por su parte, no se cansará de cumplir, también
en este campo, la misión educativa que le corresponde por su misma naturaleza.
Desde
esta perspectiva, y sin descuidar la tutela necesaria a la seguridad de los
ciudadanos, merece atención la situación de las cárceles, en las que
los detenidos viven a menudo en condiciones de penoso hacinamiento. Un signo
de clemencia hacia ellos, mediante una reducción de la pena, constituiría
una clara manifestación de sensibilidad, que estimularía el compromiso de
recuperación personal con vistas a una reinserción positiva en la sociedad.
Así
pues, es necesario evitar una visión del continente que considere sólo sus
aspectos económicos y políticos o acepte de modo acrítico modelos de vida
inspirados en un consumismo indiferente a los valores del espíritu. Si se
quiere dar estabilidad duradera a la nueva unidad europea, es necesario
comprometerse para que se apoye en los cimientos éticos sobre los que se
constituyó en el pasado, acogiendo al mismo tiempo la riqueza y la diversidad
de las culturas y de las tradiciones que caracterizan a cada una de las
naciones. También en esta noble asamblea quisiera renovar el llamamiento que
durante estos años he dirigido a los diferentes pueblos del continente:
"Europa, al comienzo de un nuevo milenio, abre una vez más tus puertas a
Cristo".
Para esta gran empresa, de cuyo éxito dependerá en los próximos decenios el destino del género humano, el cristianismo tiene una actitud y una responsabilidad muy peculiares: al anunciar al Dios del amor, se presenta como la religión del respeto recíproco, del perdón y de la reconciliación. Italia y las demás naciones que tienen su matriz histórica en la fe cristiana están casi intrínsecamente preparadas para abrir a la humanidad nuevos caminos de paz, sin ignorar las peligrosas amenazas actuales, pero sin dejarse condicionar tampoco por una lógica de enfrentamientos que no tendría solución.
Ilustres representantes del pueblo italiano, de mi corazón brota espontáneamente una oración: desde esta antiquísima y gloriosa ciudad -desde esta "Roma donde Cristo es romano", según la conocida definición de Dante (Purgatorio, XXXII, 102)- pido al Redentor del hombre que conceda a la amada nación italiana seguir viviendo, en la actualidad y en el futuro, según su luminosa tradición, recogiendo de ella nuevos y abundantes frutos de civilización, para el progreso material y espiritual del mundo entero.
¡Dios
bendiga a Italia!
(©L'Osservatore Romano - 22 de noviembre de 2002)