CARTA DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
CON OCASIÓN
DEL JUEVES SANTO DE 2004
Queridos sacerdotes:
1. Os escribo con alegría y afecto con ocasión del
Jueves Santo, siguiendo una tradición iniciada en la primera Pascua como Obispo
de Roma, hace ahora veinticinco años. Este contacto epistolar, que tiene un
carácter especial de hermandad por la participación común en el Sacerdocio de
Cristo, se sitúa en el contexto litúrgico de este día santo, marcado por dos
ritos significativos: la Misa Crismal por el mañana y la Misa «in Cena Domini»
por la tarde.
Pienso en vosotros, reunidos en las Catedrales de vuestras Diócesis, en torno a
los respectivos Ordinarios, para renovar las promesas sacerdotales. Este rito
tan elocuente tiene lugar después de la consagración de los Santos Óleos, en
particular el del Crisma, y encaja bien en dicha celebración, que pone de
relieve la imagen de la Iglesia, pueblo sacerdotal santificado por los
Sacramentos y enviado a difundir en el mundo el suave aroma de Cristo, el
Salvador (cf. 2 Co 2,14-16).
Al atardecer, os veo entrar en el Cenáculo para iniciar el Triduo pascual. Jesús
nos invita a volver cada Jueves Santo precisamente a aquella «sala grande» en el
piso superior (Lc 22,12), y ahí es donde quiero encontrarme con vosotros,
queridos hermanos en el Sacerdocio. En la Última Cena hemos nacido como
sacerdotes. Por eso es bello y obligado encontrarnos en el Cenáculo,
compartiendo la conmemoración, llena de gratitud, de la alta misión que nos
acomuna.
2. Hemos nacido de la Eucaristía. Lo que decimos de toda la Iglesia, es decir,
que «de Eucharistia vivit», como he querido recordar en la reciente Encíclica,
podemos afirmarlo también del Sacerdocio ministerial: éste tiene su origen,
vive, actúa y da frutos «de Eucharistia» (cf. Conc. Trid., Sess. XXII, can. 2:
DS 1752). «No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin
Eucaristía» (Don y misterio. Madrid 1996, 95).
El ministerio ordenado, que nunca puede reducirse al aspecto funcional, pues
afecta al ámbito del «ser», faculta al presbítero para actuar «in persona
Christi» y culmina en el momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo
los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena.
Ante esa realidad extraordinaria permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuánta
condescendencia humilde ha querido Dios unirse al hombre! Si estamos conmovidos
ante el pesebre contemplando la encarnación del Verbo, ¿qué podemos sentir ante
el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las
pobres manos del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este
gran misterio de la fe.
3.«Mysterium fidei», proclama el sacerdote después de la consagración. Misterio
de la fe es la Eucaristía, pero, como consecuencia, concierne también al
Sacerdocio (cf. «Don y misterio», pp. 89s.). El misterio de santificación y
amor, obra del Espíritu Santo, por el cual el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, actúa también en la persona del ministro en el
momento de la ordenación sacerdotal. Hay, pues, una reciprocidad específica
entre la Eucaristía y el Sacerdocio, que se remonta hasta el Cenáculo: se trata
de dos Sacramentos nacidos juntos y que están indisolublemente unidos hasta el
fin del mundo.
Estamos ante lo que he llamado la «apostolicidad de la Eucaristía» (Cf.
encíclica «Ecclesia de Eucharistia», 26-33). El Sacramento eucarístico --como el
de la Reconciliación-- ha sido confiado por Cristo a los Apóstoles y transmitido
por ellos y sus sucesores de generación en generación. Al comenzar su vida
pública, el Mesías llamó a los Doce, los instituyó «para que estuvieran con él y
para enviarlos a predicar» (Marcos 3, 14-15). En la Última Cena, los Apóstoles
experimentaron el culmen de «estar con» Jesús. Al celebrar la Cena pascual e
instituir la Eucaristía, el divino Maestro cumplió su vocación. Al decir: «Haced
esto en conmemoración mía» puso el cuño eucarístico en su misión y, uniéndolos
consigo en la comunión sacramental, los encargó que perpetuaran aquel gesto
santo.
Mientras pronunciaba aquellas palabras: «Haced esto...», pensaba también en los
sucesores de los Apóstoles, que habrían de prolongar su misión, distribuyendo el
alimento de vida hasta los últimos confines del tierra. Así, queridos hermanos
sacerdotes, en el Cenáculo hemos sido en cierto modo llamados personalmente, uno
a uno, «con amor de hermano» («Prefacio de la Misa Crismal»), para recibir de
las manos santas y venerables del Señor el Pan eucarístico, que se ha partir
como alimento del Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo hacia la Patria.
4. La Eucaristía, como el Sacerdocio, son un regalo de Dios, «que está
radicalmente por encima del poder de la asamblea» y que ésta «recibe por la
sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles» («Ecclesia de Eucharistia»,
29). El Concilio Vaticano II enseña que «el sacerdote ministerial, por el poder
sagrado de que goza [...], realiza como representante de Cristo el sacrificio
eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (constitución
dogmática «Lumen gentium», 10). La asamblea de los fieles, unida en la fe y en
el Espíritu, se enriquece con múltiples dones y, aun siendo el lugar donde
Cristo «está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos
litúrgicos» (constitución «Sacrosanctum Concilium», 7), no puede por sí sola ni
«realizar» la Eucaristía ni «darse» el ministro ordenado.
Por tanto, el pueblo cristiano tiene buenos motivos para, por un lado, dar
gracias Dios por el don de la Eucaristía y el Sacerdocio y, por otro, rogar
incesantemente para que no falten sacerdotes en la Iglesia. El número de
presbíteros nunca es suficiente para afrontar las exigencias crecientes de la
evangelización y del cuidado pastoral de los fieles. Su escasez se nota hoy
especialmente en algunas partes del mundo, porque disminuyen los sacerdotes sin
que haya un suficiente reemplazo generacional. Gracias a Dios, en otras partes
está despuntando una prometedora primavera vocacional. Así pues, ha de aumentar
en el Pueblo de Dios la conciencia de tener que orar y actuar diligentemente en
favor de las vocaciones al Sacerdocio y a la Vida consagrada.
5. Sí, las vocaciones son un don de Dios que se ha de suplicar continuamente.
Siguiendo la invitación de Jesús, hay que rogar ante todo al Dueño de la mies
para que envíe obreros a su mies (cf. Mateo 9,37-38). La oración, reforzada con
el ofrecimiento silencioso del sufrimiento, es el primero y más eficaz medio de
la pastoral vocacional. Orar es mantener la mirada fija en Cristo, con la
confianza de que de Él mismo, único Sumo Sacerdote, y de su entrega divina,
manan abundantemente, por la acción del Espíritu Santo, los gérmenes de vocación
necesarios en cada momento para la vida y la misión de la Iglesia.
Quedémonos en el Cenáculo contemplando al Redentor que, en la Última Cena,
instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio. En aquella noche santa Él ha llamado
por su nombre, a los sacerdotes de todos los tiempos. Su mirada se ha dirigido a
cada uno, una mirada afectuosa y premonitoria, como la que se detuvo sobre Simón
y Andrés, Santiago y Juan, sobre Natanael cuando estaba bajo la higuera o sobre
Mateo, sentado en el despacho de los impuestos. Jesús nos ha llamado y, por los
medios más diversos, sigue llamando a otros muchos para que sean sus ministros.
Cristo, desde el Cenáculo, no se cansa de buscar y de llamar: éste es el origen
y la fuente perenne de la auténtica pastoral de las vocaciones sacerdotales.
Hermanos, sintámonos sus primeros responsables, dispuestos a ayudar a quienes Él
quiera asociar a su Sacerdocio, para que respondan generosamente a su
invitación.
No obstante, más que cualquier otra iniciativa vocacional, es indispensable
nuestra fidelidad personal. En efecto, importa nuestra adhesión a Cristo, el
amor que sentimos por la Eucaristía, el fervor con que la celebramos, la
devoción con que la adoramos, el celo con que la dispensamos a los hermanos,
especialmente a los enfermos. Jesús, Sumo Sacerdote, sigue invitando
personalmente a obreros para su viña, pero ha querido necesitar de nuestra
cooperación desde el principio. Los sacerdotes enamorados de la Eucaristía son
capaces de comunicar a chicos y jóvenes el «asombro eucarístico» que he
pretendido suscitar con la encíclica «Ecclesia de Eucharistia» (cf. n. 6).
Precisamente son ellos quienes generalmente atraen de este modo a los jóvenes
hacia el camino del sacerdocio, como podría demostrar elocuentemente la historia
de nuestra propia vocación.
6. Precisamente en esta perspectiva, queridos hermanos sacerdotes, junto con
otras iniciativas, cuidad especialmente de los monaguillos, que son como un
«vivero» de vocaciones sacerdotales. El grupo de acólitos, atendidos por
vosotros dentro de la comunidad parroquial, puede seguir un itinerario valioso
de crecimiento cristiano, formando como una especie de pre-seminario. Educad a
la parroquia, familia de familias, a que vean en los acólitos a sus hijos, «como
renuevos de olivo» alrededor de la mesa de Cristo, Pan de vida (cf.Sal 127,3).
Aprovechando la colaboración de las familias más sensibles y de los catequistas,
seguid con solicitud al grupo de los acólitos para que, mediante el servicio del
altar, cada uno de ellos aprenda a amar cada vez más al Señor Jesús, lo
reconozca realmente presente en la Eucaristía y aprecie la belleza de la
liturgia. Todas las iniciativas en favor de los acólitos, organizadas en el
ámbito diocesano o de las zonas pastorales, deben ser promovidas y animadas,
teniendo siempre en cuenta las diversas fases de edad. En los años de ministerio
episcopal en Cracovia he podido apreciar lo provechoso que es dedicarse a su
formación humana, espiritual y litúrgica. Cuando niños y adolescentes desempeñan
el servicio del altar con alegría y entusiasmo, ofrecen a sus coetáneos un
elocuente testimonio de la importancia y belleza de la Eucaristía. Gracias a la
gran sensibilidad imaginativa propia de su edad, y con las explicaciones y el
ejemplo de los sacerdotes y de los compañeros mayores, también los más pequeños
pueden crecer en la fe y apasionarse por las realidades espirituales.
En fin, no olvidéis que los primeros «apóstoles» de Jesús, Sumo Sacerdote, sois
vosotros mismos: vuestro testimonio cuenta más que cualquier otro medio o
subsidio. En la regularidad de las celebraciones dominicales y diarias, los
acólitos se encuentran con vosotros, en vuestras manos ven «realizarse» la
Eucaristía, en vuestro rostro leen el reflejo del Misterio, en vuestro corazón
intuyen la llamada de un amor más grande. Sed para ellos padres, maestros y
testigos de piedad eucarística y santidad de vida.
7. Queridos hermanos sacerdotes, vuestra peculiar misión en la Iglesia exige que
seáis «amigos» de Cristo, contemplando asiduamente su rostro y acudiendo
dócilmente a la escuela de María Santísima. Orad constantemente, como exhorta el
Apóstol (cf. 1 Ts 5,17), e invitad a los fieles a rezar por las vocaciones, por
la perseverancia de los llamados a la vida sacerdotal y por la santificación de
todos los sacerdotes. Procurad que vuestras comunidades amen cada vez más el
«don y misterio» tan singular que es el Sacerdocio ministerial.
En el clima de oración del Jueves Santo me vienen a la mente algunas
invocaciones de las letanías de Jesús, Sacerdote y Víctima (cf. Don y misterio,
pp.121-124), que recito desde hace muchos años con gran provecho espiritual.
Iesu, Sacerdos et Victima,
Iesu, Sacerdos qui in novissima Cena formam sacrificii perennis instituisti,
Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte,
Iesu, Pontifex pro hominibus constitute,
Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam,
miserere nobis!
Ut pastores secundum cor tuum populo tuo providere digneris,
ut in messem tuam operarios fideles mittere digneris,
ut fideles mysteriorum tuorum dispensatores multiplicare digneris,
Te rogamus, audi nos!
8. Confío a cada uno de vosotros y vuestro ministerio cotidiano a la Madre de
los sacerdotes. En el rezo del Rosario, el quinto misterio de la luz nos lleva a
contemplar con los ojos de María el don de la Eucaristía, a sentir asombro ante
el amor «hasta el extremo» (Gv 13,1) que Jesús manifestó en el Cenáculo y ante
la humildad de su presencia en cada Sagrario. Que la Santísima Virgen os alcance
la gracia de no caer nunca en la rutina del Misterio puesto en vuestras manos.
Dando gracias continuamente al Señor por el don extraordinario de su Cuerpo y de
su Sangre, podréis perseverar fielmente en vuestro ministerio sacerdotal.
Y Tú, Madre de Cristo, Sumo Sacerdote, intercede siempre para que en la Iglesia
haya numerosas y santas vocaciones, fieles y generosos ministros del altar.
Queridos hermanos sacerdotes, a vosotros y a vuestras Comunidades os deseo una
Santa Pascua, a la vez que os bendigo de corazón.
Vaticano, 28 de marzo, V domingo de Cuaresma, del año 2004, vigésimo sexto de
Pontificado.
JUAN PABLO II
[Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede]