46

Salmos imprecatorios

 

Hoy vamos a estudiar la lección más difícil de este curso bíblico sobre la oración. Me refiero a las imprecaciones en las que el justo humillado y perseguido pide a Dios la venganza contra sus enemigos. Como dice C. S. Lewis, el espíritu de odio que a veces brota de algunos salmos es como la llamarada que sale del horno. En algunos casos es tan extremoso que deja de meter miedo y llega a resultarle ridículo al hombre moderno.

Encontramos dos tipos de imprecaciones: las individuales y las colectivas. En el primer caso un individuo impreca a las personas que le han causado daño a él o a su familia. En el segundo caso es Israel entero quien impreca a sus enemigos, los pueblos hostiles.

Veamos algún ejemplo de imprecación individual: "¡Suscita un impío contra él, y que un fiscal esté a su diestra; que en el juicio resulte culpable, y su oración sea tenida por pecado!" (Sal 109 6-7) "Sean pocos sus días, que otro ocupe su cargo, queden sus hijos huérfanos y viuda su mujer. ¡Anden sus hijos errantes mendigando, y sean expulsados de sus ruinas; el acreedor le atrape todo lo que tiene, y saqueen su fruto los extraños! ¡Ni uno solo tenga con él amor, nadie se compadezca de sus huérfanos, sea dada al exterminio su posteridad, en una generación sea borrado su nombre!" (Sal 109,8-13).

"¡Que su mesa ante ellos se convierta en un lazo, y su abundancia en una trampa; anúblense sus ojos y no vean; haz que sus fuerzas sin cesar les fallen! ¡Derrama tu enojo sobre ellos, que les alcance el ardor de tu cólera; que su recinto quede hecho un desierto y en sus tiendas no haya quien habite […] Culpa añade a sus culpa; no tengan más acceso a tu justicia; del libro de la vida sean borrados, no sean inscritos con los justos!" (Sal 69,23-29).

Sería fácil ignorar estos fragmentos de los salmos y no utilizarlos en nuestra liturgia. Pero desgraciadamente no es fácil desgajar las partes que no nos gustan. A veces están mezcladas con los sentimientos más sublimes. El salmo 137, el de la nostalgia por Jerusalén, pronuncia una bendición sobre quienquiera que agarre a un bebé babilonio y lo estrelle contra las piedras (v.9). Y el salmo 143, después de un verso maravilloso que nos mueve profundamente hasta las lágrimas, añade: "¡Por tu amor mata a mis enemigos y destruye a mis opresores!" (v.12)

Después de haber leído el sermón del monte, ¿cómo reaccionar ante estos textos de terror y de desprecio que aparecen en los salmos tan a menudo? La manera más simple es evitar su uso. De hecho la liturgia romana nunca usa los salmos 58, 83 y 109, que son con mucho los salmos más chocantes.

En otros casos la liturgia censura algunos salmos cortando los versículos que pueden resultar más chocantes a los oídos del cristiano. El verso sobre los bebés babilonios estrellados contra la roca ha sido cuidadosamente omitido en el salmo 137 durante el rezo de Vísperas. A un salmo de los Laudes del Domingo de la Primera Semana que describe nuestra sed de Dios le han quitado los últimos versos: "¡Caigan en las honduras de la tierra los que tratan de perder mi alma! ¡Sean pasados al filo de la espada, sirvan de presa a los chacales!" (Sal 63, 10-11).

Muchos exegetas se oponen a esta práctica de censura por motivos literarios, o alegando que la Iglesia no tiene autoridad para censurar la palabra de Dios. Efectivamente es la Palabra divina la que juzga a la Iglesia, y no la Iglesia la que juzga a la Palabra divina. Estos exegetas se quejan de que se mutilen los salmos y llaman a esta censura barbarismo artístico, amputación textual.

Otra solución sería alegorizar las amenazas contra los enemigos, viendo en ellos no personas humanas, sino un símbolo de las fuerzas de las tinieblas, del poder de Satanás o del pecado del mundo. No negamos que puedan tener que las figuras de los enemigos puedan tener un sentido simbólico oculto. Esta solución puede acomodarse a ciertos lectores, pero a otros muchos les parece pueril e ingenua, y despierta una profunda desconfianza en los espíritus modernos.

Algunos han hecho ver que muchas de estas imprecaciones no siempre son palabras del salmista. En muchos casos él no hace sino citar las maldiciones que sus enemigos decían contra él. El salmista le cuenta ahora a Dios estas imprecaciones tan crueles, para mostrar lo vulnerable que se siente (Sal 3,3; 10,4.6.11.13; 12,5; 71,11; 73,11).

En el caso de las imprecaciones comunitarias que piden la destrucción de los pueblos enemigos, ¿podríamos acusar a los judíos por el hecho de que en sus oraciones pidiesen la derrota total de Hitler en la segunda guerra mundial? Es verdad que la respuesta cristiana más refinada sería pedir su conversión y no su aniquilamiento.

Pero en los casos de auténtico pecado contra el Espíritu Santo, la conversión parece ya imposible, y no queda otra solución sino pedir la destrucción de los que destruyen la tierra, como dice el libro del Apocalipsis, que por cierto pertenece ya al Nuevo Testamento (Ap 11,18). El deseo del salmista no es simplemente vengarse, sino vindicar a Dios. No puede ser que toda esa maldad y violencia agraden a Dios. Dios no puede pactar con ella, ni tampoco nosotros. Hay un grito que demanda que la justicia divina se deje ver y los violentos desaparezcan de la faz de la tierra.

C. S. Lewis ha tratado este tema detenidamente y nos da algunas pistas. En primer lugar no intentemos justificar estos textos imprecatorios. El odio se nos presenta sin máscara alguna, y no podemos ignorarlo ni aprobarlo ni, peor aún, utilizarlo para justificar en nosotros pasiones semejantes. Pero nos enseñan una cosa: el perdón es difícil y hay que renovarlo sin cesar. El esfuerzo de perdonar nos remite a la herida original y nos hace descubrir que el viejo resentimiento se reaviva una y otra vez como si nada hubiese pasado. No se trata de perdonar hasta siete ofensas, sino de perdonar la misma ofensa setenta veces siete, porque nunca acabamos de perdonarla del todo.

Las ofensas nutren en nosotros un sentimiento de agresividad del que hay que liberarse. Si no volcamos la agresividad contra las personas que nos han ofendido puede suceder que la volvamos contra nosotros mismos, y caigamos en la depresión o en el autodesprecio. Muchos niños maltratados pueden llegar a sentirse culpables de los malos tratos que han recibido. Antes de animarles a perdonar a los adultos conviene dejarles expresar su cólera, su frustración, su resentimiento ante lo que les han hecho.

Debe quedar absolutamente claro que la ofensa cometida contra ellos ha sido algo atroz y que son inocentes. Exprimir la cólera y el resentimiento es un paso en el proceso de curación interior que no podemos omitir ni puentear, aunque por supuesto no sea bueno quedarse paralizado en este estadio.

Podemos leer algunos textos de los salmos imprecatorios para expresar esta etapa en el proceso global del perdón que nos acabará conduciendo naturalmente mucho más lejos.

Se nos habla de que hay que odiar el pecado, pero amar al pecador. Nuestro mundo de hoy tiene el peligro de olvidar que la maldad existe en nuestra sociedad y que desagrada profundamente a Dios. Dios no quiere la muerte del pecador (Ez 18,23), pero sin duda guarda para con el pecado esa hostilidad implacable que los poetas bíblicos expresan con tanta fuerza. Implacable, sí, no hacia el pecador, sino hacia el pecado que nunca será tolerado ni excusado. Con él no hay componendas. La severidad del salmista está más próxima a una parte de la verdad que muchas de las actitudes modernas de indiferencia moral o de tolerancia pseudocientífica que reduce siempre la maldad a neurosis.