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Jesús, cantor de los salmos

 

La tradición antigua ha atribuido a David el libro de los salmos. Sabemos que David sabía tocar la cítara, y con su música y su canto aliviaba las depresiones que sufría Saúl (1 S 16,14-23). Esta atribución a David no es estrictamente histórica, sino teológica. Significa que el salterio es un libro mesiánico. Todo él nos habla del hijo de David, de la esperanza mesiánica, del futuro rey Mesías, retoño de David.

Maldonado me hizo caer en la cuenta de que los datos biográficos mencionados en los títulos de los salmos que aluden a David "no se refieren al David héroe o guerrero, sino al David perseguido, sufriente, penitente o arrepentido, que personifica simbólicamente al Israel amado por Dios y amante de Dios. David en medio de la ‘noche’, lleno de nostalgia por el amanecer, es la mesiánica figura-guía que se hace presente a partir de los salmos y en los salmos".

Cristo es el protagonista de los salmos, porque todos ellos nos hablan de él. De hecho el Salterio, junto con Isaías, son los dos libros del Antiguo Testamento más citados en el evangelio. Una tercera parte de todos los textos en que se cita el Antiguo Testamento en el Nuevo, se trata de citas tomadas de uno solo de los 46 libros del AT, precisamente del libro de los salmos.

Pero ahora no trataremos de Jesús como protagonista, sino como cantor de los salmos. Una de las intuiciones que más nos puede ayudar en su recitación es tener presente que antes que nosotros los ha recitado Jesús. Lucas redacta la plegaria de María en el Magnificat como un potpurrí de textos bíblicos. De ahí podemos deducir que la plegaria de Jesús estaría también saturada de citas de los salmos.

Al recitarlos, nos unimos con el Jesús histórico que hizo de esos textos su fuente de inspiración para hablar con su Padre. Y nos unimos también con el Cristo glorioso que sigue orando por nosotros ante el Padre.

San Agustín llama a Jesús "iste cantator psalmorum", "este cantor de los salmos". La palabra "iste" contiene un sentido de admiración. Sería mejor traducirlo como "este admirable cantor de los salmos". Cuando Jesús oraba los salmos, proyectaba sobre ellos una luz nueva que los hacía brillar con un nuevo resplandor.

Propongo al lector una clave de recitación de los salmos. Se trata de pensar que, antes que yo, Jesús en su vida mortal tomó esas mismas palabras en su boca. ¿A qué le supieron? ¿Cuál fue su reacción emocional? ¿Cómo sintonizó su corazón con esas palabras? A partir de ahí debo tratar de sintonizar con el corazón de Jesús, y hacer mía esa misma vibración afectiva. Cumplo así el deseo de Pablo: "Tened en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2,5). ¡Qué mejor fruto puede dar la oración!

Para este ejercicio puede ayudarnos saber en qué momento de su vida Jesús pudo haber rezado alguno de los salmos. Cuando subió a Jerusalén a la edad de 12 años como peregrino de la Pascua, cantaría gozosamente junto con su pueblo los "Cantos de las Subidas", y especialmente el salmo 122. Jesús guardaba fielmente todas las fiestas judías que marcan el año litúrgico. Cada año al final de la Cena pascual recitaría el gran Hallel (Sal 136) y el pequeño Hallel que incluye salmos como el 114 que recuerda la salida de Egipto, la travesía del Mar Rojo y del Jordán.

El día de Año Nuevo Jesús habrá sin duda tocado el cuerno o shofar, y cantado los 3 salmos (105, 19 y 34) que exaltan la majestad divina en la creación. Durante los días santos entre el Año Nuevo y el Yom Kippur cantaría los salmos escogidos para cada día: 24, 48, 81, 82, 92, 93, 94...

Durante sus visitas semanales a la sinagoga se aplicó a sí mismo los salmos que cantaba la liturgia, de la misma forma que más tarde se aplicó la profecía de Isaías que acababan de leer (Lc 4,16.21).

Conociendo en qué situaciones especiales de su vida pudo Jesús haber recitado esos mismos salmos que ahora recito yo, puedo identificarme con sus sentimientos. Voy a dar algunas sugerencias, a modo de ejemplo, para que veamos cómo se puede rezar así los salmos en comunión con Jesús.

Durante las tres largas horas de Getsemaní es difícil pensar que Jesús no se haya apropiado de las palabras del salmo 40 para expresar el profundo deseo del cumplimiento de la voluntad del Padre. "No quieres sacrificio ni ofrenda, por eso vengo para hacer tu voluntad. Dios mío lo quiero, y llevo tu ley en mis entrañas" (Sal 40, 7-9).

Jesús se presentó a sí mismo como el esposo cuya presencia es causa de alegría (Mc 2,19), y nos contó la parábola del rey que da un banquete de bodas para su hijo (Mt 22,2). ¿Qué sentiría al leer el canto de las bodas reales (Sal 45) y aplicárselo a sí mismo? El salmo 72 describe al rey que viene a gobernar a los pobres con justicia y se apiada del humilde e indigente, ¿no habrá sido su fuente de inspiración cuando proclamó el Re‍ino como un cambio radical en el destino de los pobres?

¿Cómo leería todas las frases sálmicas sobre los pobres, los "anawim" que profesan en los salmos su confianza ilimitada en Dios? "Yo soy un ‘anaw’, manso y humilde de corazón (Mt 11,29). "Que los pobres lo escuchen y se alegren" (Sal 34,3). "Los pobres poseerán la tierra y gozarán de una gran paz" (Sal 37, 11).

La presencia de Judas sentado a la mesa trajo sin duda a la memoria de Jesús el salmo 41: "Incluso mi amigo y confidente que comía mi pan, levanta contra mí su calcañar" (Sal 41,10).

A la hora de la muerte los evangelistas ponen en labios de Jesús dos citas distintas, ambas tomadas de los salmos. Según Marcos y Mateo, el salmo 22,2: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" Según Lucas, el salmo 31, 6: "En tus manos encomiendo mi espíritu". Prueba a recitar esos salmos desde el corazón de Jesús agonizante, y hazlos tuyos desde todas las situaciones de muerte en las que puedas encontrarte.

Son solo unos pocos ejemplos, pero ofrecen una clave de lectura que puede ser muy iluminadora. Me descubre que ya no soy yo quien oro, sino que es Cristo quien sigue orando a su Padre en mí, cada vez que tomo en mis labios las mismas palabras que él usó en su vida mortal.

Lo expresa con gran belleza San Agustín: "Cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del Cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces, y reconozcamos también su voz en nosotros" (Comentarios sobre los salmos, 85,1).