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Toma y lee

 

Al regreso del exilio en Babilonia los judíos ya no recuperaron su independencia política sino tuvieron que resignarse a ser una provincia más dentro del imperio hegemónico de turno. En esta situación, desaparecido el estado israelita, surge el judaísmo como modo de congregar al pueblo no ya en torno al rey y al estado, sino en torno a la Ley.

El momento más emblemático de esta nueva etapa es la lectura solemne que el escriba Esdras hizo de la Ley ante el pueblo reunido solemnemente en la plaza que hay delante de la puerta del Agua. Esdras trajo el libro de la Ley ante la comunidad formada por "hombres, mujeres y cuantos eran capaces de entender". Leyó en el libro desde el alba al mediodía, de pie sobre una tribuna de madera, mientras los oídos del pueblo estaban atentos al libro.

"Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo, y cuando lo abrió el pueblo entero se puso en pie. Bendijo al Señor, el Dios grande, y respondió todo el pueblo alzando sus manos: ‘Amén, amén’. Luego se inclinaron y prosternaron ante el Señor, rostro en tierra" (Ne 8,5-6).

San Lucas se ha inspirado en este texto al describir la solemne lectura que Jesús hizo de la Biblia en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su ministerio. "Jesús se levantó a leer y se le entregó el rollo del profeta Isaías. Al desplegar el rollo se encontró con un pasaje y lo leyó […] Cuando enrolló el volumen y lo entregó al ministro, se sentó. Los ojos de todos estaban clavados en él" (Lc 4,16-17.20).

Ya dedicamos el capítulo 23 a la escucha de Dios durante la oración. Nos vamos a fijar hoy en una forma de escucha concreta que es la lectura de la Biblia, hecha un contexto de oración. Dice el Vaticano II que "la lectura de la Sagrada Escritura debe ir acompañada de la oración para que se realice el diálogo entre Dios y el hombre" (Dei Verbum 25).

¡Cuántos cristianos hacen largas sentadas delante del televisor, hojeando revistas insustanciales, enterándose de la vida de príncipes y princesas, de estrellas de cine, de magnates del petróleo, pero ignorándolo casi todo de aquel cuyas palabras son "espíritu y vida"! (Jn 6,63). ¡Cuántos cristianos, cuántos sacerdotes, pasan más horas sentados delante de la cajita del televisor que delante del sagrario! Decía Kart Barth que las dos lecturas obligatorias para el cristiano son la Biblia y el periódico, porque en el periódico Dios nos sigue hablando a través de los acontecimientos de hoy que son signos de los tiempos. Pero ¿cuánto tiempo dedicas cada día a leer el periódico y cuánto tiempo dedicas a leer la Biblia? ¿Hay proporción en el tiempo dedicado a una y otra lectura?

¿Quién es nuestro Maestro? ¿Quién va modelando nuestros criterios, nuestras actitudes, nuestra escala de valores? Nuestra indiferencia por la Escritura muchas veces pone solo de manifiesto nuestra indiferencia por el Maestro, pues, como decía San Jerónimo, "desconocer la Escritura es desconocer a Cristo", mientras que "la lectura asidua de la Escritura nos hace adquirir la ciencia suprema de Jesucristo" (Flp 3,8; DV 25).

Hablábamos en el capítulo anterior de la importancia de sentarnos junto a Dios como David. Es mayor el deseo que tiene el Señor de sentarse con nosotros que el que tenemos nosotros de sentarnos con él. El Señor no tiene prisa en estos ratos de sentada. En el evangelio nos dice que "les enseñaba con calma" (Mc 6,34). Cualquier sitio es bueno para un encuentro: el templo, la orilla del mar, el monte, el borde del pozo. Hoy son las páginas bíblicas los lugares de encuentro y de diálogo. Cada página es el brocal de un pozo donde el Señor espera a los que quieran sentarse a escucharlo con calma (Jn 4,6).

Pero, antes de empezar a leer, hay que invocar al Espíritu Santo. La Escritura, según San Pablo, es theopneustos, es decir, está "inspirada por Dios" y nos "inspira hacia Dios" (2 Tm 3,16). No solo está inspirada, sino que es también inspiradora. Así como en otro tiempo hubo escritores inspirados es importante que hoy haya también lectores inspirados. "La Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita" (DV 12).

Sin este soplo, la Biblia es un libro cerrado, como el libro cerrado con siete sellos del que nos habla el Apocalipsis (Ap 5,1). Uno de los dones de Cristo resucitado es el de romper los sellos y abrir el libro. En su aparición a los discípulos "les abrió la inteligencia para comprender las Escrituras" (Lc 24,45).

La simple lectura de una Vida de Cristo y de los santos convirtió a Iñigo de Loyola cuando convalecía de la herida de su pierna. No había en su casa los libros de caballerías que él buscaba, y se tuvo que resignar a leer lo único que había. Pero poco a poco empezaron a gustarle esos libros espirituales. No había nadie que se los explicase, pero el Espíritu Santo fue su maestro interior (cf. 1 Jn 2,27). Íñigo aprendió a comprender no sólo la vida de Cristo, sino también su propia vida: el pasado de su vida en pecado, la oportunidad presente que le ofrecía su pierna rota, y el futuro de la llamada de Dios a caminar cojeando por caminos nuevos.

Una humilde mujer de una aldea africana leía continuamente la Biblia en su choza. El misionero le daba otros libros para que leyera, pero ella insistía en leer solo la Biblia. "¿Por qué te gusta tanto ese libro?" le preguntaban. Ella solía responder: "Podría leer muchos otros libros, pero la Biblia es el único libro que me lee a mí".

Desde hace ya casi treinta años vengo utilizando para mi oración el mismo ejemplar de la Biblia de Jerusalén. Lo he tenido ya que encuadernar un par de veces. Está todo pintarrajeado de colores y de subrayados. He anotado en él las fechas en que una determinada cita me aportó luz, energía, consuelo, denuncia. Junto a algunos textos he escrito los nombres de personas que, al leerlos, tuvieron una experiencia fuerte de oración y luego me la compartieron. Hay en sus páginas manchas de cera, de lluvia, de lágrimas. Necesita una nueva encuadernación.

Suelo decir de forma un poco irreverente que el ejemplar de la Biblia para uso personal es como los pantalones vaqueros: cuanto más viejos, más bonitos. O, si se prefiere, como los zapatos, que cuanto más viejos, son más cómodos porque se han ido adaptando a nuestro pie. Nada me importaría perder tanto como ese ejemplar de la Biblia en el que está escrita la historia de mi vida. No concibo la oración sin alguna referencia a ese libro en el que Dios se nos ha revelado a sí mismo.

Pero no hay que olvidar que la lectura espiritual no consiste simplemente en leer sobre cosas o personas espirituales. Lo importante no es tanto lo que leemos, sino el modo como leemos. Se trata de leer espiritualmente, es decir, buscando a Dios en lo que leemos. El que es capaz de leer así transforma en lectura espiritual hasta la lectura de un periódico o de un panfleto.

Muchas veces leemos solo para adquirir conocimientos, o para satisfacer nuestra curiosidad, o para estar al tanto, o para pasar el rato, o para sacar ideas para una homilía. Esta manera de leer puede ser positiva en muchos aspectos, pero no es propiamente una lectura espiritual. Es posible leer la Biblia de un modo no espiritual. Por eso nos advierte Nouwen que la verdadera lectura espiritual es dejar que Dios nos lea a nosotros.