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La oración por los difuntos

 

La oración es el recinto más íntimo de nuestra persona, el sancta sanctorum donde no permitimos que entre nada que lo profane. En la oración nuestro corazón brinda hospitalidad a todas las personas a quienes hacemos presentes en nuestro diálogo con Dios. Orar es hablarle a Dios no sólo de nosotros mismos, sino también hablarle de todas las personas a quienes amamos. Entre aquellos a quienes damos hospitalidad en la oración están también las personas queridas que ya han muerto. La muerte no puede romper la comunión que tuvimos con ellos en vida. No les ha exiliado de nuestro recuerdo, ni de nuestro afecto ni de nuestra solicitud, ni de nuestra oración.

El Dios de nuestros antepasados en la fe, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos siguen vivos para él. Y por eso también deben seguir vivos para nosotros. El pueblo de Israel tardó en comprender que los muertos no son sombras, ni seres dormidos en el olvido, sino personas cuya comunicación con Dios y con nosotros no se ha cortado. Israel tardó en descubrirlo, pero al final se abrió a esta revelación.

En el libro de los Macabeos tenemos el único texto bíblico que habla explícitamente del valor de la oración por los difuntos. Se trata de un relato a propósito de unos judíos que murieron en el combate en posesión de amuletos y objetos de culto idolátrico. Judas invitó a todo el pueblo a que oraran por ellos y ofreció sacrificios de expiación en el Templo para que les fuese borrado aquel pecado (2 Mc 12,38-46). El autor ve en esta oración por los difuntos una señal clara de la fe en la resurrección de los muertos.

Hay muchas maneras de orar en comunión con los difuntos. La primera es pedir perdón a Dios por los pecados que cometieron en vida, y para ello no hay nada más eficaz que perdonarles nosotros por las heridas que pudieron habernos causado. No hay nada que les haga sentirse más felices allí donde ahora se encuentran que el recibir nuestro perdón, sobre todo si en vida no supimos expresárselo explícitamente. Nuestro perdón les purifica, les ayuda a reconciliarse consigo mismos y con Dios, les libera del pesado fardo de la culpa.

Pero hay más. No hay nada que les haga tan felices allí donde ahora se encuentran que el comprobar que ya estamos curados de las heridas que nos causaron y que solo quedan en nosotros las marcas del bien que nos hicieron. Conocí a una mujer joven, muy traumatizada por un padre duro y exigente, que no le había ayudado a valorarse a sí misma. Me contaba que cuando ella empezó a aprender a tocar la guitarra, su padre se burlaba diciéndole que era una inútil y nunca aprendería. Tras la muerte de su padre tuvo una experiencia muy hermosa de la misericordia de Dios y eso le llevó a perdonar del todo a su padre. Pero ella quería algo más. Se puso a aprender guitarra, para que su padre difunto comprobase con gozo que ya estaba totalmente rehabilitada. Al ver cómo su hija había recuperado la confianza en sí misma, su padre en la otra vida ya no estaría triste por el mal que le causó.

La oración por los difuntos es también acción de gracias por todo lo bueno que hemos recibido de ellos. Bendecimos a Dios por la bendición tan grande que ellos han sido para nosotros. ¡Qué alegría sentirán al ver que somos sensibles a todo el bien que nos hicieron! Pero les hará aún más felices el ver que el bien que sembraron en nosotros sigue multiplicándose y dando fruto. Lo mismo que a los padres les causa alegría tener nietos, porque la vida que dieron se expande a una nueva generación, así también les causa alegría ver que nosotros seguimos expandiendo esos valores en los que creyeron y por los que lucharon. Dice un proverbio africano que la mejor manera de llorar a un muerto es seguir cultivando su campo

La Eucaristía es el lugar más indicado para hacer la anámnesis de los difuntos, asociándolos al recuerdo del misterio pascual de Jesús. En la Eucaristía entramos en comunión con ellos, y nos sentamos a la misma mesa compartida. Podemos invitarles con frecuencia a participar con nosotros en la Eucaristía; visualizarles allí, sentados en el banco, cantando con nosotros, comulgando con nosotros, aunque ellos ya no necesitan de sacramentos, porque ya "han pasado de una mesa a otra mesa, de la mesa misteriosa a la mesa revelada, del pan al cuerpo, y reposan en el mismo cuerpo de Cristo ya sin velos" (N. Cabasilas).

Pero no se trata sólo de orar por ellos, sino también de orar con ellos, juntar nuestra frágil voz con la de ellos para alabar al Dios que nos enseñó a querernos, en un canto unísono al Dios que nos hizo vivir al unísono. A los malos cantores les gusta unir su voz desentonada a una gran coral. Allí pueden cantar junto con los otros en voz alta sin que su mala voz se note demasiado.

Nos gusta también recordar lo que solía decir papá, lo que solía decir mamá. El recuerdo de estas palabras se puede fácilmente transformar en oración. Es bueno escucharlas ahora como palabras proféticas que nos vuelven a dirigir. Podríamos verbalizarlas en la oración, pronunciarlas, pero no como palabras del pasado, sino como palabras bien actuales. Nuestros queridos difuntos nos las repiten ahora, aplicadas a las nuevas circunstancias por las que pasamos.

Y finalmente es importante también experimentar que los difuntos interceden por nosotros, porque están ahora junto al que "siempre vive para interceder por nosotros" (Hb 7,25). Es una pena que los protestantes pidan la intercesión de sus hermanos de comunidad sólo cuando están vivos, y luego ya no quieran solicitar esta intercesión cuando han muerto.

La intercesión de nuestros hermanos no quita nada a la única mediación de Cristo, porque ellos son parte de Cristo, y es solo desde el cuerpo de Cristo como interceden, o mejor dicho es Cristo mismo quien intercede al Padre a través de sus voces.

Orar por los difuntos, orar con ellos y sentir que oran por nosotros es un modo muy hermoso de dar contenido y hacer realidad nuestra fe en la comunión de los santos.