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¿Fariseo o publicano?

 

Lucas es el evangelista que más se interesa por el tema de la oración y ha hecho de su evangelio un manual en el que incluye unas catequesis muy elaboradas sobre la oración. Vamos a fijarnos ahora en una de estas catequesis, expuesta en forma de parábola. Es la parábola del fariseo y el publicano que los lectores ya conocen (Lc 18,9-14).

Dos hombres subieron al templo orar. El fariseo oraba en la primera fila alardeando ante Dios de todas sus buenas obras y sintiéndose más digno que aquel publicano que estaba junto a la puerta. "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" (Lc 18,11-12).

El publicano, en cambio, desde atrás, no se atrevía a alzar los ojos, sino que se daba golpes de pecho y repetía: "Ten piedad de mí, porque soy un pobre pecador" (Lc 18,13).

En realidad el fariseo no ora delante de Dios, sino delante de su propio yo. Ora delante de un espejo en el que proyecta su propia imagen maquillada. En su oración no hay un diálogo, sino un largo monólogo, en el que como Juan Palomo, "yo me lo guiso y yo me lo como".

El fariseo es a la vez demandante, testigo, abogado defensor y juez de su propia causa. ¿Qué necesidad hay ya de acudir delante de Dios? ¿Qué puesto se le deja a Dios en esa oración? Sólo el de espectador a quien le toca aplaudir al final. Pero precisamente lo que Jesús quiere decirnos en esta parábola es que Dios no aplaude tras ese tipo de alegatos.

El evangelio habla de dos hombres, un fariseo y un publicano, pero en realidad no se trata de dos personas distintas, sino de dos actitudes que pugnan en el interior de cada uno. Tengo que descubrir que hay en mí un poco del uno y otro poco del otro. Si no lo reconozco, es fácil darle la vuelta a la parábola. Hay también quien le da gracias a Dios por ser pecador, y no ser como esos despreciables fariseos virtuosos. ¡Cuántas veces encontramos en la vida a publicanos que le han dado la vuelta a la parábola! Las palabras cambian, pero la música sigue siendo la misma.

¡Es muy difícil presentarse delante de Dios como pecador! Cada vez que nos sorprendemos a nosotros mismos con las manos en la masa, culpables de un flagrante delito, lo primero que hacemos es huir del rostro de Dios como Adán. "Tuve miedo y me escondí" (Gn 3,10). ¡Cómo me voy a presentar así delante de Dios! No resisto esa vergüenza. Tengo que esperar a que se me pase el mal sabor de boca que me ha dejado mi pecado.

Lo que solemos hacer en esos casos es tratar de restaurar por nuestra cuenta la autoestima herida, hacer alguna obra buena que nos devuelva el sentido de autocomplacencia. Cuando ya solitos hemos mejorado nuestra imagen, entonces acudimos a Dios en la oración y nos presentamos ya "dignos" ante su presencia.

Lo suelo explicar con el siguiente ejemplo. Imaginemos a una mujer que necesita ir a la peluquería, pero se dice a sí misma: "¿Cómo me voy a presentar ante la peluquera con estos pelos?". Decide arreglarse el pelo ella sola primero, y cuando ya está presentable, entonces va delante de la peluquera.

Si nos parece ridícula la historia de esta mujer, podremos darnos cuenta de lo ridícula que es nuestra actitud para con Dios. A la peluquera va una para que le arregle, y por eso no tiene vergüenza de presentarse ante ella "con esos pelos". A Dios voy en la oración precisamente para que me devuelva él mi autoestima perdida, y no tengo necesidad de recuperarla primero yo mismo por mis propios méritos. Me puedo presentar ante Dios en plena conciencia de mi pecado.

Lo más grave del caso es que cuando me niego a presentarme ante Dios como pecador, me estoy privando de hacer la experiencia más maravillosa de todas: descubrir que Dios me ama y me acoge "con estos pelos"; descubrir que soy amado en mi condición de pecador, que no tengo que hacer méritos antes. Él es quien me devuelve la "gracia", quien me pone el anillo al dedo, las sandalias y la túnica blanca (Lc 15,22).

San Pablo lo expone de una manera sistemática. "En el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad apenas habrá quien muera por un justo, aunque por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8). Y San Juan insiste en su primera carta en que "Dios nos amó primero" (1 Jn 4,19).

La ternura de Dios sólo se percibe desde la realidad del pecado. Cuando no quiero confrontar mi pecado con Dios, me privo de descubrir su ternura, que es precisamente su amor por lo imperfecto. Ante Dios, como dice Bonhoeffer, puedes ser el pecador que eres. No necesitas maquillarte.

Y cuando uno ha hecho, como el publicano, la experiencia de la ternura de Dios, ¡qué fácil es entonces sentir uno también ternura por los demás en su condición de pecadores! Lo peor del fariseo no era tanto su autocomplacencia cuanto el desprecio que sentía por el publicano. Cuando uno se ha sentido perdonado gratuitamente, sin hacer méritos, ya no siente ganas de ir por la vida juzgando a los demás.

Aquel otro fariseo por nombre Simón, también despreció en su corazón a la prostituta que ungió los pies de Jesús con perfume y los lavó con sus lágrimas (Lc 7,39). Se sentía seguro de su propia justicia. Por eso no tuvo para con Jesús los detalles de cortesía que el anfitrión debe tener para su huésped, y al entrar en su casa no le había lavado los pies ni le había dado el beso de bienvenida.

Jesús al final del relato le dice a Simón que quien piensa que se le perdona poco muestra poco amor, mientras que aquella mujer que se sentía perdonada de mucho, mostraba con sus gestos un gran amor (Lc 7,47-48). Nuestra resistencia a reconocernos pecadores tiene como triste colofón la pobreza de nuestro amor por Jesús, y la desgana a la hora de manifestárselo en público o en privado.