LA TEOLOGÍA JUÁNICA

A) LA HORA Y LA GLORIA

B) INVITACIÓN Y RESPUESTA

C) CRISTOLOGÍA

D) TEMA DE LA CREACIÓN

E) TEMA DEL ÉXODO

F) PECADO Y CONVERSIÓN

G) ESCATOLOGÍA

H) ECLESIOLOGÍA JUÁNICA

I) PENUMATOLOGÍA

 

A) LA HORA DEL HIJO DEL HOMBRE

 

1) La Hora

La dinámica del evangelio conduce hacia un momento culminante que se designa como la hora de Jesús. Una hora que todavía no ha llegado en Caná (2,4), aunque de algún modo se adelanta a través del signo (2.11). Por fin llega en el momento de la muerte (13,1). ¿Qué representa esa hora? Es la hora del don de la vida como homenaje de amor al Padre y salvación de los hombres. 

Las repetidas afirmaciones de que todavía no ha llegado la hora crean un suspense

    2,4:           Todavía no ha llegado mi hora.

     4,21:        Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre aquí o allá.

     4,23:        Se acerca la hora, o mejor dicho, está aquí.

     5,25:        Se acerca la hora, mejor, ya ha llegado, en que los muertos escucharán su voz.

     5,28:        Se acerca la hora en la que escucharán su voz los que están en el sepulcro.

     7,30:        El arresto de Jesús fracasa, porque todavía no había llegado su hora.

     8,20:        Nuevamente fracasa el arresto de Jesús por el mismo motivo. 

    Comienzan las afirmaciones de que la hora ha llegado por fin.   

    12,23:     Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre sea glorificado.

     12,27:      No te pido que me libres de esta hora.

     13,1:        Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre.

     16,2:        Llegará la hora en la que os matarán creyendo prestar un servicio a Dios.

     16,21:      La mujer cuando da a luz… ha llegado su hora.

     16,32:      Se acerca la hora, o ya ha llegado, de que os disperséis.

     17,1:        Padre, ha llegado la hora, muestra la gloria de tu Hijo.

     19,27:      Desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.

 

2. La Gloria

Todo el evangelio nos ha ido preparando para una lectura de la Pasión en clave de gloria. En el momento solemne en que el costado de Cristo es traspasado, se cita a Zacarías: “Mirarán al que atravesaron” (Za 2,10 = Jn 19,37). En esta invitación a mirar se cumple lo que se había anunciado en el prólogo: “Hemos visto su gloria” (1,14).

Esta gloria comenzó ya a manifestarse inicialmente en Caná (2,11) y a través de los distintos signos de la misericordia de Jesús en un contexto de humildad y servicio. Pero hasta el momento de llegar la hora no se revela en plenitud. Es todavía como el sol cuando se filtra entre las nubes. Pero al llegar la hora de su muerte se descorren las nubes, y la gloria del amor de Jesús se revela en todo su esplendor. “Ha llegado la hora en que sea manifestada la gloria del Hijo del hombre” (12,23).

El término “gloria” en su acepción ordinaria significa homenajes, prestigio, privilegios, poder, éxito… Sin embargo en Jesús se va a manifestar su gloria en su muerte infamante. Porque precisamente es en la ignominia donde resplandece la grandeza del amor de Dios “hasta el final”. En ningún sitio se revela tan claramente el extremo del amor de Dios como en su capacidad de ser fiel en su amor hacia los que le injurian y tortura.

En el AT “Glorifica tu nombre” significaba “Muestra tu poder de salvación”. Por eso la glorificación del Hijo es la manifestación del poder de Dios para la salvación de los hombres. 

2. La Exaltación

Ya vimos cómo correspondiendo a las tres predicciones de la pasión en los sinópticos, hay en el 4Ev tres anuncios de la exaltación. La muerte en cruz da vida a los mordidos por las serpientes (3,13), revela quién es Jesús (8,28), y es principio de atracción universal (12,32). El verbo uJyou'n utilizado por el 4Ev es el mismo que aparece en Isaías 52,13 (LXX) anunciando que el siervo será exaltado y glorificado. El grito del “¡Tolle, tolle!”, “¡quita, quita!” (19,15), quiere significar a la vez quitar y ensalzar. Irónicamente lo que la multitud podría estar diciendo es “¡Ensálzalo, ensálzalo!”. El nombre hebreo del litóstroto es “Gabbatha” que significa “lugar de exaltación” (19,13). 

 

B) PROCLAMACIÓN E INVITACIÓN

El evangelio no es un simple atestado histórico de unos hechos sucedidos. Es ante todo kerigma, proclamación de unos acontecimientos salvíficos que pretenden no meramente informar, sino invitar, expresar una oferta de vida, que espera una respuesta. Frente a esta proclamación e invitación, el hombre tiene que decidir entre la aceptación y el rechazo. El mero hecho de aceptar o rechazar implica un juicio que supone ya la salvación o la condenación.

La proclamación expone el hecho redentor, el cumplimiento del designio salvífico prometido, anunciado y prefigurado en el AT. Se centra en Cristo, luz y vida de los hombres, y en el inmenso amor de Dios que se ha revelado en él.

La invitación es doble: a creer, a tomar una decisión, librándose de la mentira; y a amar introduciéndose en la comunión de la Trinidad.

Se puede hacer una lectura dramática del 4Ev desde el punto de vista de la respuesta humana a esta proclamación e invitación, constatando la doble respuesta: rechazo, aceptación: 

Prólogo: rechazo (1,5.10.11); aceptación (1,12.14).

Testimonio del Bautista:

     ante las autoridades: rechazo (1,19-28).

     ante los discípulos: aceptación (1,35-51).

 

Caná: aceptación de los discípulos (2,11). María el Israel fiel (2,5).

Jerusalén: desconfianza (2,18-20); fe imperfecta (2.24). 

 

Tres encuentros:

     Nicodemo. Oferta de Jesús y rechazo del mundo que se condena a sí mismo: 3,11.18.21.

     Samaritana: Jesús es acogido por los samaritanos como Mesías y Salvador: 4,26.42.

     Régulo: respuesta de fe: 4,53. 

 

El signo del pan

     provoca rechazo: 6,60.66.

     pero Pedro confiesa a Jesús.

 

Tabernáculos: siete grandes declaraciones seguidas por un rechazo.

     a) enviado del Padre: 7,20; rechazo en 7,32.

     b) Fuente de aguas vivas: 7,37-39; rechazo en 7,43-44.

     c) La luz del mundo: 8,12; rechazo en 8,20.

     d) Yo soy: 8,24.28; rechazo en 8,30 

     e) Dador de libertad: 8,31-36; rechazo en 8,37ss.

     f) Dador de vida: 8,51-52; rechazo en 8,53ss.

     g) Preexistente; 8,58; rechazo en 8,59. 

 

El signo de la luz:

        el ciego curado cree: 8,38;

        las autoridades judías rechazan: 9,33-40. 

Fiesta de la Dedicación:

        Jesús el consagrado; rechazo: 10,31.39;

        aceptación: 10,42.

 

Resurrección de Lázaro:

        fe de Marta y María: 11,27, y de muchos (11,45);

        rechazo de las autoridades: 11,50.

La Pasión: el papel de las tinieblas (rechazo) está representado por Judas, Anás, Caifás y Pilato. El papel de la fe está representado por el discípulo amado y María, y en la resurrección por la fe de los discípulos, especialmente el discípulo amado (20,7), Magdalena (20,11-18) y Tomás (20,28). El evangelio concluye con la fe de Tomás. 

 

 

1. Títulos cristológicos

 Reseñaremos los siguientes títulos cristológicos; algunos de ellos son comunes a otros escritos del Nuevo Testamento, otros son elaboraciones juánicas de lo que se ha dado en llamar una cristología alta o desde arriba, que subraya la preexistencia de Cristo.

1.- Verbo de Dios: 1,1.

2.- Morada de la gloria, Templo: 1,14; 2,19.

3.- Hijo único: 1,14.18; 3,16.18.

4.- Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: 1,29.36; 19,36.

5.- El que bautiza con Espíritu Santo: 1,33; 3,34; 7,38; 19,34.

6.- Elegido de Dios: 1,34.

7.- Rabbí, Maestro: 1,38.49; 3,2.26; 4,31; 6,25; 9,2; 11,18.

8.- Mesías: 1,41; 4,25; 7,26.27.41.42; 11,27; 20,31.

9.- Hijo de Dios: 1,49; 5,25; 10,36; 11,4.27; 20.31.

10.- Rey de Israel: 1,49; 6,15; 12,15.

11.- Rey de los judíos: 18,33.37; 19,3.14.19.

12.- Hijo del Hombre: 1.51; 3.13-14; 5.28; 6.27.53.62; 8,28; 9,35; 12,23.34; 13,31.

13.- El Hijo: 3,17.35.36; 5,19.20.21.23; 6,40; 8,35.36; 14,13; 17,1.

14.- El Novio: 3,29.

15.- Señor: 4,1.11.15.19; 4,49; 5,7; 6,25.34.68; 8,11; 9,38; 11,2.27; 13,13; 20,2.15.28.

16.- Profeta: 4,19; 6,14.

17.- Salvador del mundo: 4,42.

18.- Pan de vida: 6,35.41.48.51.

19.- Santo de Dios: 6,69.

20.- Linaje de David: 7,42.

21.- Luz del mundo: 1,9; 8,12; 9,5; 12,46.

22.- Enviado: 9,7.

23.- Puerta: 10,7.9.

24.- Buen Pastor: 10,11.14.16.

25.- Resurrección y vida: 11,35.

26.- Dador de la nueva ley: 13,34-35.

27.- Camino, verdad y vida: 14,6.

28.- Vid verdadera: 15,1.5.

29.- Sumo sacerdote: 17,19.

30.- Hombre: 19,5.

31.- Justo sufriente: 19,23.30.

32.- Descendencia de la mujer: 19,25-27.

33.- El traspasado: 12,10; 19,37.

34.- Rabbuni, querido Maestro: 20,16.

35.- Señor mío y Dos mío: 20,29.

 

2. El Hijo

Jesús es ante todo el “enviado” del Padre, y el Padre es correlativamente “el que me ha enviado”, fórmula que aparece 26 veces en el evangelio. “Ser enviado” constituye no sólo la misión de Jesús, sino su naturaleza. Jesús es el enviado, el plenipotenciario. Puede ser el enviado a causa de su identidad con el Padre (10,30) y su preexistencia junto a Dios. Sólo él puede ser el enviado, porque solo él es el Hijo

No viene en nombre propio (5,43). No hace nada por su cuenta, sino que habla como el Padre le enseñó (8,28). No busca su propia gloria, sino la gloria del que lo envió (5,41; 7,18;  8,54). Ese Jesús que parecía ser el centro desaparece para dejar el puesto central a otro que es mayor que él (14,28). El cristocentrismo da lugar al teocentrismo. Así expresa el cuarto evangelio el misterio de la kénosis, el vaciamiento de Jesús, que no ha venido a hablar de sí mismo, ni busca su propia gloria, ni tiene más palabra que decir que la que ha escuchado.

Jesús es total desposesión. Nada le pertenece. Todo lo recibe. El Padre es origen y destino: “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (16,26). Así transcurre toda la vida de Jesús. La hora de la muerte para él es sólo “la hora de pasar de este mundo al Padre” (13,1), el último latido del corazón, el último acto de abandono filial.

Jesús acoge todo lo que es y todo lo que tiene como un don gratuito recibido. No considera que nada sea suyo. Los discípulos son “los que tú me has dado” (17,6); sus palabras son “las palabras que tú me diste” (17,8; 14,24); su doctrina es “lo que he oído a mi Padre” (15,15); su propia pasión es “el cáliz de mi Padre” (18,11). Su vida es un don de amor del que es plenamente consciente. “El Padre me ama” (10,17). Su gloria sólo quiere recibirla del Padre, no de los hombres: “Es mi Padre el que me glorifica” (8,53). Jesús no busca su gloria, la recibe como un don.

Desposeído de todo, nunca cierra el puño sobre nada. Todo le ha sido dado. Su existir es una pura referencia a Otro, al Padre. Jesús es como un pájaro que no fuera más que vuelo. No tiene nada más que lo que recibe. Para Jesús ser es recibir, y por eso ser es dar, sin reservarse nada. Todo lo que recibe lo da sin guardar nada para sí. Ésta es la naturaleza propia del amor. “Como el Padre me amó, así os he amado yo” (15,9). Jesús ha tenido el mejor maestro para enseñarnos a amar.

Nos resulta difícil entender cómo la propia identidad pueda consistir en la referencia a Otro. Normalmente, para nosotros la autoconciencia es ante todo conciencia de nuestro yo; sólo secundariamente aparece un tú en el horizonte. En Dios no ocurre así. Como dice González Faus, si Dios es Amor, la conciencia del Amor es primariamente conciencia del Amado, y no autocontemplación de uno mismo. Lo que hace que Jesús sea divino es preci­samente el hecho de que no tenga una conciencia cerrada sobre sí mismo, sino que se viva a sí mismo en procedencia de Dios y en total referencia a Dios. Para explicar lo que sucede en Jesús, González Faus nos da el ejemplo de lo que nos dice la psicología evolutiva sobre el niño que adquiere antes la conciencia de su madre que de sí mismo. Pero la diferencia está en que al niño le pasa esto por defecto de autoconciencia, y a Jesús por sobreabundancia1.

Su pobreza y desposesión radical no son una actitud adoptada transitoriamente para realizar una misión temporal en la tierra. Su pobreza es la traducción en categorías humanas de lo que es el Hijo en el seno de Dios: pura referencia al Padre. Y porque es pura receptividad, puede ser también pura donación. Porque Jesús es sólo de Dios, es por lo que podrá ser también el hombre-para-los-demás.

Lo curioso es que en esa servidumbre radical, el Hijo encuentra su más perfecta libertad. No hay nadie tan libre como Jesús. Libre respecto a los prejuicios, a las modas, al qué dirán, a los convencionalismos, a las racionalizaciones, a las ideologías, a las manipulaciones afectivas y los chantajes, a los miedos, a las leyes y rúbricas, a los intereses mezquinos, a los estados de ánimo. Y porque es libre puede darnos también la libertad a cuantos nos vemos tiranizados por el deseo, la costumbre o el miedo. “Si sois fieles a mi palabra, seréis verda­deramente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (8,33). “Si el Hijo os da la libertad, seréis libres de verdad” (8,36).

El envío del Hijo es la mayor prueba del amor de Dios al mundo (Jn 3,16). Más aún, es porque Dios ama a su Hijo por lo que puede amarnos a nosotros. Un Dios no trinitario sólo podría ser un solterón egoísta incapaz de amar. Sólo un Dios trinitario puede definirse como Dios amor. El evangelista va a conjugar el verbo amar en todos sus tiempos y personas. Es el amor la corriente que circula entre el Padre y el Hijo. Jesús es consciente de ser amado. Nadie se ha sentido nunca tan amado como Jesús. “El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos” (3,35). “El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace” (5,20). “El Padre me ama” (10,17). “Como el Padre me amó así os he amado yo” (15,9). “Les has amado a ellos como me has amado a mí” (17,23). “Me has amado antes de la creación del mundo” (17,24). Y Jesús responde con amor al amor que recibe de su Padre. “El mundo tiene que saber que yo amo al Padre” (14,31).

Este amor trascendente entre el Padre y el Hijo es el que funda las relaciones de amor entre los hombres y Dios. Nosotros somos una oportunidad para que el Padre y el Hijo se muestren su mutuo amor. Ejercitan su amor en nosotros. Por amar a su Hijo es por lo que Dios también puede amarnos a nosotros en él. Es porque capta cuánto nos ama el Padre (16,27) por lo que Jesús vuelca todo su amor en nosotros.

Por haber recibido tanto amor de su Padre es por lo que Jesús puede darnos tanto amor, un amor hasta el final, un amor hasta dar la vida. Y porque Jesús ama tanto a su Padre es por lo que se pone tan totalmente al servicio de su plan de salvación. En el momento de levantarse de la mesa para ir al encuentro de su pasión, Jesús dice: “Para que el mundo sepa que yo amo al Padre y cumplo su encargo, levantaos, vamos de aquí” (14,31). “Cumpliendo el mandamiento de mi Padre es como permanezco en su amor” (15,10). “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo” (10,17). 

3. El Revelador

Jesús se nos muestra ante todo como el Revelador. Bultmann fue el primero que cayó en la cuenta de que en el cuarto evangelio Jesús no tiene otra cosa que revelar sino el hecho de ser el Revelador5.  Jesús no tiene un conjunto de doctrinas sobre Dios que proponga para nuestra aceptación. No solicita la fe en la doctrina que nos propone, sino la fe en su persona, la fe en el hecho de que él es el enviado del Padre, en la legitimidad de su envío, en el hecho de que en su persona se transparenta el Padre. Creer en Jesús es aceptar que el Padre es veraz (3,33). Lo que está en juego es nada menos que la veracidad de Dios.

La expresión “Yo soy” aparece 33 veces en labios de Jesús. En 23 ocasiones existe un predicado. Yo soy el camino, la verdad y la vida; yo soy la luz del mundo; yo soy la vid verdadera... Pero en cuatro ocasiones aparece usado este término en sentido absoluto, sin predicado y como objeto del verbo creer o conocer. Jesús exhorta a creer que El ES, a conocer que EL ES. Lo lógico sería preguntarnos: “Creer que él es ¿qué?”  Sorprende que el evangelio nos hable de creer simplemente que Jesús ES así sin más. Aunque esta declaración puede interpretarse de modos diversos, en cualquier caso es una prueba más de que el objeto de la fe en San Juan no es un enunciado doctrinal, sino la persona de Jesús.

 “Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (8,24). “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (8,27). “Antes que Abrahán existiera, Yo Soy” (8,58). “Os lo he dicho antes para que cuando suceda creáis que Yo Soy” (13,19)6.

Jesús justifica su pretensión de SER. No nos invita a una fe ciega, a un salto en el vacío, sino que aduce testimonios a su favor. El testimonio del Bautista: “Vosotros enviasteis enviados donde Juan y él dio testimonio de la verdad” (5,33-34); el testimonio de las Escrituras: “Vosotros escrutáis las Escrituras, ya que creéis tener vida en ellas; ellas dan testimonio de mí” (5,39). De entre las Escrituras Jesús singulariza a Moisés. “Vuestro acusador es Moisés, en quien habéis puesto vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés me creeríais a mí, porque él escribió de mí” (5,45-46). Jesús aduce un testimonio aún más importante: las obras. “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, ellas dan testimonio de mí” (5,36; 10,25.37; 14,11). Por eso Jesús concluye que es el Padre mismo quien da testimonio de él a través de todas esas mediaciones (5,32.37).

Todos estos testigos han validado la misión y el ser de Jesús durante su ministerio, mas, como veremos en la sección siguiente, queda aún un testigo, que será el decisivo. Se trata del testimonio del Paráclito, del Valedor, que dará testimonio de Jesús a través del testimonio de los propios discípulos (15,26).

Pero hay algo más. Los profetas comunicaban la palabra de Dios que les venía de fuera, que les era exterior. Jesús, en cambio, se nos presenta en el cuarto evangelio no tanto como un profeta, cuanto como la palabra misma, el Logos de Dios. El mensajero se ha convertido en mensaje, las palabras han dejado paso a la Palabra. ¿Cómo se ha producido este cambio radical? ¿Cómo poco a poco la primera comunidad juánica llegó a formular este cambio fundamental de enfoque, que distingue absolutamente a Jesús de todos los profetas y predicadores a quienes el pueblo de Israel estaba acostumbrado?

¿Cómo ha podido llegar a formular el evangelista esta doctrina del Verbo tan novedosa y tan única en el Nuevo Testamento? Algunos han supuesto que el origen de esta doctrina estaría en la filosofía helenista, o en las doctrinas mandeas, o en los escritos herméticos, y se vuelven hacia Egipto, hacia el Irán, hacia la India.

No hay que ir tan lejos. Podemos encontrar el trasfondo de la doctrina sobre el Verbo - logos- primeramente en el Antiguo Testamento, que nos habla ya de la Sabiduría de Dios personificada, que existía junto a Dios desde el principio. Es una emanación de la gloria del Todopoderoso (Sa 7,25), reflejo de la luz eterna de Dios (Sa 7,26);  baja del cielo para habitar entre los hombres (Pr 8,31; Si 24,8; Sa 9,10; Ba 3,37). Se sirve de los símbolos de pan y bebida para invitar a los hombres a comer y beber (Pr 9,2-5; Si 24,19-21; Is 55,1-3). Vaga por las calles buscando a los hombres a gritos (Pr 1,20-21; 8,1-4; Sa 6,16). Y al final regresará al cielo para siempre (Hen 42,2).

Pero sobre todo hay que buscar el trasfondo de la doctrina sobre el Verbo en el propio evangelio y en la predicación apostólica. El Nuevo Testamento comenzó a reservar el término “Verbum Dei” –palabra de Dios-  para el acontecimiento que es Jesús y su mensaje.

En un primer paso el “logos” era el contenido de la predicación apostólica que anunciaba a Jesús. El Verbum Dei se fue convirtiendo en Verbum Christi. Pablo ya en algunas ocasiones equipara el misterio que es Cristo con la palabra de Dios (Col 1,25-26). Nos expresa simultáneamente el deseo de que “Cristo habite en vosotros” con el deseo de que “la palabra de Dios habite en vosotros” (Ef 3,16-17). “Cristo” y “Palabra de Dios” empiezan a ser términos equivalentes.

De una manera especial el cuarto evangelio usa el término logos para designar la palabra de Jesús, que es palabra del Padre. Esta palabra debe ser oída y acogida por los discípulos7.  Poco a poco se van aplicando a Jesús los mismos verbos y conceptos que se aplicaban anteriormente a la palabra de Dios.

Porque la palabra que Dios nos revela no es un cuerpo doctrinal de verdades que habría que creer, ni una lista de preceptos éticos que habría que cumplir; es ante todo Jesús. Jesús es el contenido de esta revelación. Es a la vez el Revelador y el Revelado. Porque la revelación que Jesús hace de Dios la realiza no sólo con sus palabras, sino sobre todo con su vida y con su persona. Es en su corazón abierto donde se revela el Dios amor. Jesús encarna y vive la palabra de Dios al mismo tiempo que la anuncia. Él mismo es la Palabra de Dios.

Por eso decía San Juan de la Cruz que una vez que Dios había pronunciado su Palabra en su Hijo ya no tenía más que decir. “Pon los ojos sólo en él, porque en él lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aun más de lo que pides y deseas... Él es toda mi locución y respuesta”8.   En él se expresó de una vez para siempre. Sólo nos queda escuchar esta Palabra y contemplar este icono.

Los que convivieron con Jesús eran conscientes no sólo de que habían escuchado de sus labios la palabra de Dios, la palabra de vida, sino de que esta palabra había sido objeto de contemplación visual, y había sido alcanzable hasta por el tacto (1 Jn 1,1-2). Todo este proceso evolutivo en la primera comunidad cristiana culmina en el prólogo del cuarto evangelio donde se hace la identificación expresa de Jesús con el logos eterno de Dios.

Por eso el acento se ha ido corriendo desde las palabras que predicó Jesús hasta la Palabra que es el mismo. De un modo semejante se ha ido desplazando también el acento del Rei­no que Jesús anunciaba a la persona del Rey que lo instaura.

Jesús había predicado la instauración del Reinado de Dios. Esta predicación del Reino está continuamente presente en los sinópticos. Juan sólo usa el término “Reino de Dios” en una sola ocasión en 3,3.5; en cambio habla 15 veces de Jesús “rey” (el doble que cualquier otro evangelio). Juan ha desplazado el acento del Reino al Rey, explicitando mejor así la función de Jesús en el reino que anuncia.

Hay el peligro de insistir tanto en el mensaje de Jesús y en su estilo de vida, que su identidad se convierta en un acontecimiento irrelevante. Según esta tendencia, lo único importante de Jesús sería el mensaje tan bonito que predicó, su profunda comprensión de Dios y del hombre, su respuesta a los grandes interrogantes de la existencia, la autenticidad de su vida totalmente volcada al servicio de los demás, el ejemplo de valor y de audacia evangélica que nos dejó... Lo importante de Jesús sería simplemente su doctrina y su ejemplo a seguir.

Pero no se puede separar la doctrina de Jesús del hecho de su identidad. Lo importante de Jesús es el acontecimiento que él supone, lo que sucedió en él de una vez para siempre. La gran noticia sobre Jesús es que en él ha llegado ya el Reino de Dios. En él Dios ha querido entrar para siempre en una nueva relación con los hombres y que en Jesucristo Dios se ha unido incondicionalmente y para siempre a nuestra humanidad. Lo importante es que en Jesús ha empezado ya una humanidad nueva a la que pertenecemos.

El reino ya ha empezado en él y en el Espíritu que nos ha dado, que nos permite supe­rar el pecado y vivir como hijos de Dios. El gran don de Dios en Cristo es una vida nueva. Eso sí, la vida nueva es una vida evangélica según la imagen de Dios revelada en Jesús. Una vida nueva es una vida en el estilo de las bienaventuranzas.

4.  El Verbo encarnado

Ciertas lecturas sesgadas del evangelio ven al Jesús del cuarto evangelio como un ser tan divino que deja de ser humano. Algunos seguidores del discípulo amado, influidos por la filosofía helenística y el gnosticismo, llegaron a decantarse por esta herejía. Incluso hoy, algún exegeta moderno ha defendido que esto es precisamente lo que el autor pretendió: dibujar a Jesús como un ser divino que camina por el mundo disfrazado de hombre, pero que no es un hombre en realidad.

Las cartas de san Juan salen al paso de esta interpretación incorrecta que algunos estaban haciendo ya entonces, manipulando ciertos textos del evangelio que leían unilateralmente. El autor de las cartas exhorta a los miembros de la comunidad juánica a no dejarse llevar de estas interpretaciones sesgadas, sino volver a la enseñanza “del principio” (1 Jn 1,1; 2,24; 3,11), a la que habían recibido del propio discípulo amado.

“Todo espíritu que confiesa que Jesús vino en carne mortal procede de Dios...” (1 Jn 4,2). “Muchos impostores han venido al mundo diciendo que Jesucristo no ha venido en carne mortal; ellos son el Impostor y el Anticristo” (2 Jn 7). Apoyados en la insistencia del evangelio en la divinidad de Jesús, algunos miembros de la comunidad juánica llegaron al extremo de negar su humanidad.

Al corregir este abuso, las cartas afirman que no están dando una doctrina nueva, sino que simplemente están insistiendo en lo que ya estaba escrito desde el principio en el evangelio, es decir “que el Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros” (Jn 1,14). El evangelio reconoce que Jesús se fatigó y tuvo sed (4,6-7.31), que de su costado herido brotó sangre (19,34) y que murió realmente y fue enterrado.

La filosofía platónica no podía comprender como de la carne pudiese provenir la salvación. La salvación para los griegos consiste en liberarse de este cuerpo mortal. El cuerpo es una tumba para el alma. No podían entender cómo el Hijo de Dios podía haber caído tan bajo asumiendo esta carne nuestra y mucho menos cómo esta encarnación podría aportar la salvación a los hombres. Y sin embargo Jesús afirma: “El pan que yo daré para la vida del mundo es mi carne” (6,51).

La comunidad juánica, heredera del que se reclinó en el pecho de Jesús y escuchó los latidos de su corazón de carne, confiesa que el Verbo de Dios ha podido ser oído, visto y palpado por nuestras manos (1 Jn 1,1). Los discípulos han sentido en sus pies la caricia de las manos de Jesús durante el lavatorio; el ciego sintió en sus ojos el barro fresco mezclado con su saliva; María de Betania pudo acariciar la textura de su pelo mientras ungía su cabeza; las manos de Tomás se han hundido en sus heridas; la Magdalena abrazó sus pies.

El Jesús humano no sólo tuvo un cuerpo mortal, sino que tuvo también una psicología humana propia que le llevó turbarse ante la previsión del sufrimiento que había de padecer (12,27), a llorar por la muerte de su amigo Lázaro y por el sufrimiento de sus hermanas (11,35), y a estremecerse y agitarse en su interior (11,33-34).

El evangelista nos dice que esta carne de Jesús no es una pantalla que nos oculta a Dios, ni siquiera un cuerpo traslúcido que sólo deja pasar un esbozo. La carne de Jesús es plenamente transparente a la divinidad. Deja pasar toda su luz, precisamente porque la vida humana de Jesús es la perfecta traducción a categorías humanas de lo que Dios es.  Y es una traducción perfecta por estar tan absolutamente desposeído de sí mismo para ser una pura referencia al Padre.

A Dios no se le podía ver y seguir viviendo (Ex 19,21; 33,20; Lv 16,2). Dios es como el sol que quema las pupilas de todos los que lo miran cara a cara. Su luz es demasiado intensa para nosotros. Cuando queremos mirar un eclipse de sol nos aconsejan usar un cristal ahumado. Este cristal no oculta la forma del sol, pero filtra el fuego de sus rayos de modo que no dañe nuestros ojos. O, por usar otro ejemplo, ese sol que no podemos mirar cara a cara sin quemarnos, puede ser contemplado en su reflejo sobre las aguas de un lago. Algo parecido ocurre con la humanidad de Jesús. En ella podemos ver reflejado a Dios sin velos ni pantallas y sin que se quemen nuestras pupilas. “El que me ve, ve a aquél que me ha enviado” (12,45).

Hay en los laudes del viernes de la primera semana un himno que siempre me ha dado devoción de recitar: “Te necesito de carne y hueso”. Expresa poéticamente nuestra profunda necesidad de adorar a Dios visiblemente en la carne sin caer en la idolatría, y el gozo inmenso de ser capaces de hacerlo cuando adoramos a Dios en la carne de su Hijo. No fue idólatra Tomás al adorar las heridas de Jesús y pronunciar “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28).

 

 

D) TEMA DE LA CREACIÓN

 

1. En el prólogo

El evangelio se abre con las mismas palabras del principio del Génesis: Bere’shit, en el principio. Se hace un cotejo con la primera obra de la creación: la luz, y el Verbo que era la verdadera luz. La primera semana del ministerio de Jesús encuentra un correlato en la primera semana de la creación vieja. En el capítulo 5 hay una cierta confrontación con la visión habitual de los judíos sobre el descanso sabático. Mi Padre sigue trabajando (5,17). Yo no veo que él descanse ningún día de la semana. Dios sigue a la obra en la creación de una nueva humanidad. 

2. El hombre nuevo

Jesús es cabeza de una nueva Humanidad. “He aquí al hombre”, el nuevo Adán, el dador del Espíritu. El antiguo Adán recibió un soplo. El Nuevo Adán transmite él mismo su soplo a los hombres para recrearlos (19,30; 20,22). Para eso es necesario un nuevo nacimiento, nacer de Dios, nacer de lo alto (1,12-13; 3,5-6).

J. Mateos ha visto alusiones veladas al relato yavista del Génesis en el episodio de la lanzada; del costado de Adán dormido surge la esposa, la Iglesia, prefigurada la mañana de Pascua en una pecadora arrepentida que acompaña a Jesús en el jardín. Los ecos del Cantar dan un clima nupcial a toda la escena.

La doble mención del día primero en las dos apariciones de Jesús a los suyos privilegia este día por encima del sábado, y puede sugerir ya el primer uso cristiano de reuniones litúrgicas en el domingo (20,1.19.26). 

3. El tema bautismal

En la curación del ciego hay también abundantes resonancias al Génesis. Todo el relato es una catequesis bautismal. Aparece el tema del barro y de la luz. El Verbo va a iluminar al ciego. Encontramos también el tema del agua en la piscina de Siloé, las aguas primordiales de Gn 1,2. 

4. El Logos y la Sabiduría (cf. Pr 8,22, Sb 7,22; Si 24).

La Sabiduría existía junto a Dios desde el principio. Es una emanación de la gloria del Todopoderoso (Sb 7,25), reflejo de la luz eterna de Dios (Sb 7,26). Desciende los cielos para morar con los hombres (Pr 8,31; Si 24,8; Ba 3,37; Sb 9,10). Regresará definitivamente a los cielos (Hen 42,2). Se sirve de símbolos de pan y bebida, invita a los hombres a comer y beber (Pr 9,2-5; Si 24,19-21; Is 55,1-3). Vaga por las calles buscando a los hombres y gritándoles (Pr 1,20-21; 8,1-4; Sb 6,16).

  

E) TEMA DEL ÉXODO

Muchos de los temas del Éxodo reaparecen en el 4Ev en torno a la nueva Pascua y la nueva Alianza. La acción salvífica de Jesús se describe en términos de una nueva liberación de Egipto y el establecimiento de una nueva alianza. Continuamente el evangelio acude a la narrativa del éxodo para encontrar en ella signos de lo que ha acontecido en Jesús. Trataremos de resumirlos.

La gloria que brilla en la tienda del encuentro: 1,14; 2,18-21 = Ex 33,7-10; 25,8; 40,34.

El cordero: 1,19; 19,36 = Ex 12,46; Sal 34,21.

El paso del mar: 6,1.16.21.

El monte: 6,3.15.

El maná: 6,31.

Las codornices: 6,51.

Las murmuraciones: 6,43.

La Ley: 1,17; 3,1; 7,19-24.

El nombre de Dios, YO SOY: 8,24.28.58 = Ex 3,14.

La serpiente de bronce: 3,14 = Nm 21,4-9.

Moisés: 6,32; 7,22.

El mundo como tierra de esclavitud: 15,19; 17,6.

El camino: 8,12.

La columna de fuego: 8,12 = Ex 13,21.

La roca herida por la vara de Moisés: 19,34 = Nm 20,7-10.

Los truenos del Sinaí: 12,29 = Ex 19,29.

El agua: Jn 4,14 = Nm 20,8.

El mandamiento nuevo: 13,34.

La liberación: Jn 8,31-32 = Ex 6,6-7; 19,15.

La santificación: Jn 17,17-19 = Ex 28,36-38; Lv 17.

Conclusión y mención de signos: Jn 20,30-31 = Dt 34,10-12. 

 

F)  PECADO Y CONVERSIÓN

 El evangelista prefiere la forma singular al hablar del pecado, y generalmente con el artículo: -hJ aJmartiva-. De este modo el evangelista muestra que el foco de su interés no es una lista de pecados, sino el pecado como tal que subyace a toda la negatividad moral. Es el “pecado del mundo” (1,29). El cordero de Dios ha venido a quitar este pecado, más bien que a perdonar determinados pecados concretos que puedan pesar sobre nuestra conciencia.

Este pecado del mundo es una fuerza hostil a la luz, que se encuentra encarnada en poderosas estructuras, y está cerrada a la trascendencia. Da al hombre la ilusión de ser autosuficiente y de no necesitar de la salvación divina. Deslumbrados por lo que ya poseemos, no reconocemos la verdadera salvación que se nos acerca. La luz de Jesús viene a denunciar rincones oscuros de nuestra existencia que preferiríamos ignorar, esa parte de mí mismo que se enrosca sobre sí misma, y que tiene miedo de la luz. Los niños tienen miedo a las tinieblas, pero ¡cuántos adultos tienen miedo a la luz! No se sienten capaces de descubrir sus propios autoengaños.

El 4Ev tiene una orientación muy afín a determinados elementos del método psico­analítico, que detecta detrás de todas las perturbaciones psíquicas un proceso de racio­nalizaciones y autoengaños que hay que sacar a la luz.

El pecado en Juan es ante todo la incredulidad, la oposición a la verdad y la decisión de vivir dentro del confín de la propia inmanencia y el rechazo de cualquier denuncia. Toda denuncia provoca en el hombre un repliegue a la defensiva, y un deseo de cerrar todas las puertas y ventanas, para vivir incomunicado en la creencia de la propia justicia, de los engaños con los que se justifica a sí mismo, pero paradójicamente es con esta justificación como en realidad se condena. “El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no viene a la luz” (3,19-20).

El pecado es ante todo mentira. Se inició en el paraíso con una mentira que trajo la desgracia a la humanidad. El diablo “cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (8,44).

Estas mentiras esclavizan. “Todo el que comete el pecado es esclavo del pecado, y el esclavo no se queda en casa para siempre” (8,33). Encerrado en este círculo de sus propias mentiras, el hombre no puede salir de él si alguien no le saca desde fuera. “Si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres”. “La verdad os hará libres” (8,32).

Pero la mentira no sólo esclaviza, sino que mata. “Era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él” (8,44). “El ladrón no viene más que a matar, robar y destruir” (10,10). Por eso a la ecuación “luz y vida” (1,4) se enfrenta la ecuación “mentira y muerte”.

De esta situación de pecado surgen los pecados individuales, aunque el 4Ev pocas veces se detiene en ellos. El término “pecado” se usa algunas veces en plural (8,24; 9,34; 20,23). En 8,21.24 hay un doble textos paralelo: “Moriréis en vuestro pecado”, “Moriréis en vuestros pecados”. Plural y singular aparecen como términos intercambiables.

En el evangelio no hay más pecado que el rechazo de Jesús, y por ello el término pecado no se aplica nunca a los discípulos. En cambio en la primera carta aparece ya el pecado como una realidad referida ante todo a los miembros que se han separado de la comunidad, los anticristos (1 Jn 2,29; 3,4.8) que han rechazado el mensaje tradicional oído desde el principio, pero también referida a los miembros de la comunidad que perseveran dentro de ella.

A este respecto en la literatura juánica hay una afirmación paradójica. De una parte se afirma tajantemente que el cristiano es impecable (5,18), porque lleva en sí una semilla divina (1 Jn 3,9) y una unción divina que le impide pecar (1 Jn 2,27).

Por otra parte se afirma claramente que todos somos pecadores. “Si alguno peca, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo el Justo” (1 Jn 2,1). La frase “si uno peca”, con la conjunción ejavn, indica un pecado que puede repetirse y una confesión que puede repetirse. Efectivamente en el texto 1 Jn 1,7-10 encontramos varias prótasis que comienzan con esta conjunción, y en todas ellas el condicional se puede traducir por “siempre que”: “Siempre que uno peque, tenemos un abogado…”

Al paralítico que ha sido curado Jesús le advierte: “No continúes pecando no te suceda algo peor” (5,14). La posibilidad de volver a pecar es una posibilidad real. Más aún, los que afirman que no tienen pecados se engañan a sí mismos (1 Jn 1,8), y lo que es más, le dejan a Dios por mentiroso (1 Jn 1,10). El pecado es una realidad que puede nuevamente presente en el cristiano como se deja ver por el hecho de que Juan nos invita a confesar nuestros pecados, porque Dios es justo y fiel para perdonarnos y purificarnos (1 Jn 1,10).

Esta confesión a la que alude es probablemente una confesión pública en algún tipo de rito o ceremonia comunitaria. Efectivamente el verbo confesar en Juan -oJmologei'n- indica siempre una confesión pública (1,20; 9,22; 12,42; 1 Jn 2,23; 4,2.3.15; 2 Jn 7). Juan se refiere incluso a una oración que hay que hacer por el hermano que ha pecado (1 Jn 5,16). El contexto nos lleva a pensar en una oración pública en la asamblea, en la que la comunidad ejerce su poder intercesor a favor de los hermanos pecadores. En respuesta a esta oración de la comunidad, los pecados son perdonados.

Para esto la comunidad ha recibido una misión de Jesús y una capacitación: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados, y a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (20,23).

En el evangelio no aparece explícitamente la llamada a la conversión. Faltan en el 4Ev los verbos clásicos metanoei'n y ejpistrevfein, que tanto abundan en los sinópticos. Implícitamente vemos en el evangelio episodios de conversión de personas que pasan de las tinieblas a la luz, Nicodemo, la samaritana, el ciego y también Pedro.

Aunque no se usen los verbos técnicos del lenguaje de la conversión cristiana, se constata que en la acogida a Jesús hay una transformación, una pascua, un paso: “de la muerte a la vida” (5,24). Las obras humanas más que ser una condición para pasar de la muerte a la vida, son sólo la consecuencia, el desarrollo de la vida en la que hemos sido introducidos. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14). El amor es la manifestación de que realmente vivimos, más bien que una condición previa para disfrutar de la vida.

Con un lenguaje totalmente diverso Juan viene a coincidir con la teología paulina de la justificación por la fe y no por las obras. “La obra de Dios es que creáis” (6,29). San Pablo no hubiera podido decirlo más lapida-riamente.

Estamos en el discurso de la sinagoga de Cafarnaún. La gente le ha preguntado a Jesús: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (6,28). Llama la atención el parecido de esta pregunta con la que le dirigen a Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer?” (Hch 2,38). Mientras que en este segundo caso Pedro invita a la gente a convertirse y bautizarse, en el evangelio de Juan la única invitación es a creer. La fe es una realidad que engloba toda la vida, y tiene una profunda dimensión moral. En Juan creer -pisteuvein ei["- es volverse hacia la luz, y para ello hay que dar la espalda a la tiniebla en la que se vivía. Para caminar con él hay que renunciar a caminar en la tiniebla (8,12).

La llamada a la conversión se expresa en el evangelio y en las cartas mediante una multiplicidad de imágenes que invitan a vivir de una manera nueva. Estas imágenes pueden ser positivas, describiendo la vida nueva a realizar: “obrar la verdad” (3,21), “obedecer al Hijo” (3,36), “caminar en la luz” (1 Jn 1,7), “observar los mandamientos” (1 Jn 2,4; 3,4), “practicar la justicia” (1 Jn 3,10), o negativas describiendo el tipo de vida que hay que abandonar: “No buscar la gloria que viene de los hombres, sino la gloria que viene de Dios” (5,44), “vencer al maligno” (1 Jn 2,13), “no amar el mundo ni las cosas del mundo” (1 Jn 2,15). 

 

 En el 4Ev hay una tensión entre dos lenguajes distintos a la hora de entender el juicio de Dios como salvación y condena. Por una parte encontramos un lenguaje tradicional de escatología futura, afín al de otros textos del Nuevo Testamento. Según ellos el juicio de Dios tendrá lugar al final de los tiempos, cuando la resurrección de los muertos.

En determinados pasajes Juan mantienen la referencia a un “día final” relacionado con la resurrección de los muertos (Jn 6,39.40.44.54; 11,24). Jesús es aquél que en el día final resucitará a los muertos que han creído en él. “Los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán, cuantos hicieron el bien para una resurrección de vida, cuantos hicieron el mal, para una resurrección de juicio” (5, 28-29).

Este día final se describe también conforme a la teología tradicional como el día del juicio (1 Jn 4,17). Aunque la teología tradicional usa la palabra juicio para todos los hombres, absueltos o condenados, en Juan el juicio es siempre un juicio de condena. “El que me rechaza y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue; la palabra que yo he hablado, esa le juzgará en el último día (12,49). La alternativa que se da no es entre absolución y condenación, sino entre una resurrección de vida, y una resurrección de juicio. Los que acogen la palabra de Jesús, no solamente no serán condenados, sino que ni siquiera serán juzgados . “El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida (5,24). “El que cree en él no es juzgado” (3,18).

Pero este lenguaje escatológico sobre el día final, sobre la resurrección y el juicio, viene yuxtapuesto a otro lenguaje radicalmente diverso en forma de escatología realizada, que es típicamente juánico. Podríamos resumirlo en las siguientes afirmaciones: El juicio tiene lugar en el mismo momento en que un toma partido en contra de Jesús. La vida eterna se recibe ya en el momento en que uno cree en Jesús. En uno y otro caso no hay que esperar al día final. Es lo que Schnackenburg llama “concentración teológica”, “grandiosa unilate­ralidad”. En la toma de postura en relación a Jesús, se concentra y adelanta ya el juicio y la re­surrección.

“El juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron las tinieblas más que la luz, porque sus obras eran malas” (3,19). “El que no cree en él ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios” (3,18). Insiste el evangelio por una parte en que no es Dios quien juzga. “El Padre no juzga a nadie” (5,22). Más bien ha delegado esta autoridad de juzgar en el Hijo, eso es en su palabra que nos conmina a pronunciarnos. “Todo el poder de juzgar lo ha entregado al Hijo (5,22). “Le dio autoridad de juzgar” (5,27).

Y sin embargo, tampoco el Hijo juzga. “Yo no juzgo a nadie” (8,25). “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (12,47). “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3,17). Frente a una imagen equilibrada de un Dios que juzga y como consecuencia salva a los buenos y condena a los malos, el 4Ev presenta una ecuación asimétrica. Dios es quien salva en su Hijo, mientras que el hombre que lo rechaza es él quien se juzga a sí mismo en su rechazo de la palabra de salvación.

Este adelanto del juicio al momento mismo en que uno se confronta con la luz, es paralelo al adelanto de la vida eterna al momento de la fe en Jesús. La vida eterna no es una vida para después de la resurrección de los muertos, sino que es una vida que empieza ya aquí, y es una vida que no puede terminar, una vida que ni siquiera la muerte física puede destruir.

El kerigma de Juan no tiene nada que ver con la creencia en la “otra vida”. No hay más vida verdadera que la vida en el Espíritu, y “esa” vida se vive ya aquí, pero es eterna, no puede extinguirse. El 4Ev no trata el tema filosófico de la inmortalidad del alma. Al evangelista no le interesa si el alma, así en abstracto, es inmortal, ni si los condenados seguirán existiendo o no. Lo que él predica es la pervivencia de la vida en el Espíritu. Ésa es la única que por su propia naturaleza no puede nunca destruirse.

Según la fe tradicional de Marta la resurrección tendría lugar en el último día (11,24). Tras la muerte los hombres bajan al Sheol donde sólo son sombras privadas de vida hasta el momento de la resurrección. Jesús predica en cambio que la vida que él da sigue latiendo en el corazón de creyente más allá de la muerte, sin necesidad de tener que esperar a la resurrección del último día. “Yo soy la Resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (11,25). La resurrección ha tenido ya lugar en el momento del nuevo nacimiento.

El creyente no sólo evita el juicio, sino que evita también la muerte. Muerte y juicio son realidades que han quedado abolidas para el creyente. “Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, éste es el pan que baja del cielo para que quien lo come no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre” (6,49-51).

La coexistencia en Juan de los dos lenguajes, el de la escatología ya realizada y el de la escatología final sigue siendo una aporía para los intérpretes. Muchos de ellos incapaces de encontrar una síntesis entre ambos lenguajes, los atribuyen a diversas fases en la redacción del evangelio. Según Bultmann los textos auténticamente juánicos serían los de la escatología realizada (3,15-19; 5,19-25); mientras que los de la escatología final (5,26-30; 12, 46-48) serían unos añadidos del redactor eclesial, para tratar de censurar el evangelio y hacerlo así más aceptable por la gran Iglesia.

Boismard defiende exactamente lo contrario. Los textos de escatología final son los más antiguos y contienen los datos más tradicionales de la teología juánica, los datos “del principio (1 Jn 2,24)”. Pertenecen a la época cuando la espera de un retorno escatológico era inminente. Los textos de escatología realizada serían la gran creación juánica para dar respuesta al retraso de la parusía.

Sin embargo la fe en la parusía, aunque relativizada, no ha desaparecido en la comunidad juánica. Por eso los viejos textos pueden ser conservados paralelamente a los nuevos. En los escritos juánicos la parusía o regreso de Jesús también ha sido ya adelantada al tiempo de las apariciones y al tiempo del Espíritu. En un cierto modo, ese “Me voy y vuelvo a vosotros” (14,28) ya se ha cumplido. “Al que me ama, mi Padre lo amará, y me manifestaré a él” (14,21). “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada” (14,23). “El mundo no me verá, pero vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis” (16,19). “Os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (16,22).

Sin embargo esta certeza de que Jesús ya ha vuelto a los suyos no ha hecho desaparecer la expectativa de una parusía proyectada hacia el futuro. “Voy a prepararos un lugar y volveré para tomaros conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros” (14,3). Aunque el Hijo ya nos ha dado la vida que no termina, tiene todavía que “resucitarnos en el último día” (6,39.40.44.54). La comunidad juánica seguía esperando la llegada de esa “última hora”. Durante la vida del DA pensaban incluso que la segunda venida tendría lugar antes de que éste muriese (21,23); es más, para el tiempo de la redacción de la primera carta había una conciencia de que esa hora estaba ya muy próxima (1 Jn 18) y el discernimiento de la presencia del anticristo daba más certeza a su inminencia. Por otra parte el Apocalipsis que pertenece también al círculo juánico no deja lugar a dudas de que esta comunidad no había perdido de vista la perspectiva de una escatología final y una segunda venida de Jesús. 

 

H) ECLESIOLOGÍA JUÁNICA

Faltan en el evangelio algunos de los vocablos típicos con que se designa a la comunidad cristiana en el NT. Falta la palabra ekklesía, cuerpo de Cristo, pueblo de Dios, alianza. Como hemos visto se insiste en la dimensión personal de la fe como adhesión individualizada a la persona de Cristo.

Desde Bultmann ha sido frecuente decir que en el 4Ev no hay una eclesiología. Los pocos indicios de presencia eclesial serían meros añadidos tardíos del redactor final, a quien precisamente llama Bultmann “redactor eclesial”. La Iglesia en Juan no sería más que un conjunto de individuos unidos por su fe común en Jesús, no el pueblo de Dios formado a partir de Israel.

Bultmann incurre en varios errores metodológicos: 

a.- Argumentar a partir del silencio.

Efectivamente Juan no utiliza vocabulario eclesial paulino (tampoco los sinópticos). Pero esto puede deberse a una fidelidad al vocabulario de Jesús evitando flagrantes anacronismos.

Por otra parte la omisión de escenas eclesiológicas sinópticas como la elección (Mc 3,13ss) y misión de los discípulos, el bautismo y la institución de la Eucaristía, no significa que Juan no esté de acuerdo con ellas o las ignore, sino que precisamente las da ya por bien conocidas. Y efectivamente hay indicios de que conocía estas escenas.

Si el evangelista ha subrayado la unión personal con Jesús no significa que se oponga a la mediación de la Iglesia y de los sacramentos, sino que está en desacuerdo con el formalismo que amenaza a estas instituciones, cuando se convierten en entidades independientes de la fe y la adhesión personal a Jesús. 

b.- Incurrir en un círculo.

Bultmann desvaloriza las afirmaciones eclesiológicas del evangelio atribuyéndolas a un redactor final. Pero el criterio que utiliza para señalar que determinadas afirmaciones pertenecen a este redactor es precisamente su carácter eclesiológico. 

c.- Dejar de lado el estudio de las otras obras juánicas (cartas y Apocalipsis). Si bien no está demostrado que estos escritos pertenezcan al mismo autor, sin embargo pertenecen todos ellos a la misma escuela. Recurrir, pues, a estos textos es menos arriesgado que reconstrucciones hipotéticas basadas en lo que el evangelista no dijo. Después de estas precisiones metodológicas, R. Brown pasa a exponer tres aspectos de la eclesiología juánica. 

1. La cuestión de la comunidad

Sin duda Juan insiste en la adhesión personal a Jesús. El uso de la metáfora de la vid subraya ante todo la unión personal y directa del sarmiento a la vid, pero la preocupación de Juan por la unidad (17,22) extiende esta unión a la comunión fraterna. No se puede permanecer en el amor a Jesús sin permanecer en el amor a los hermanos (15,12). Se trata aquí no de un amor universal al género humano, sino de un amor intracomunitario. Lo mismo sucede con la imagen del rebaño (10,16) y en el interés por su unidad. Ap 19,7 y 21,2 y utilizan la imagen de la esposa, que ya aparece también el evangelio (Jn 3,29) y en Ap 21,3 con referencia al pueblo de Dios, presentando así implícitamente a los cristianos como una continuación del pueblo de Israel. 

2. La cuestión de la organización eclesial

Se acusa a Juan de no tener una idea de una organización comunitaria. No hay diversidad de carismas ni de ministerios. La imagen de la vid se opondría en esto a la imagen paulina del cuerpo. Lo único que interesa es que los sarmientos estén unidos a la vid. No hay sarmientos que sirvan de cauce a otros. Cada uno está directamente unido a Jesús. No hay mediaciones eclesiales.

Es cierto que Juan subraya la importancia de la relación con Jesús por encima de todas las diferencias surgidas en los distintos ministerios eclesiales.

¿Había diversos ministerios y carismas en la comunidad juánica? Respecto a los profetas y maestros, sólo se citan los falsos profetas (1 Jn 4,1), y se niega la necesidad de maestros (1 Jn 2,27). El término apóstol, que era quizás el ministerio más importante en Pablo, no aparece en los escritos juánicos. Juan conoce la existencia de los Doce (6,67.70.71; 20,24), pero no es la condición de apóstol la que viene subrayada en el 4Ev, sino la de discípulo. En Jn 21,15-17 se confía a Pedro el cuidado del rebaño. En 4,35-38 y 13,20 se da por supuesto que los discípulos tienen un cometido y una función en la misión de Jesús. En 20,23 se les otorga el poder de perdonar pecados. 1 Jn 2.24 implica una enseñanza autoritativa. Ap 21,14 describe a la nueva Jerusalén construida sobre los cimientos de los doce apóstoles.

Juan subraya la adhesión y la relación personal con Jesús, que ninguna pertenencia sociológica a la Iglesia podrá nunca suplir. El peligro de este tipo de espiritualidad si se exagera es llevar a un pietismo de tipo evangélico, de “Jesús mi salvador personal”, que aleja a la gente de la dimensión comunitaria, de la celebración, de los sacramentos. Por eso la espiritualidad juánica debe ser completada con la espiritualidad que se respira en las cartas pastorales, en las cartas a Efesios y Colosenses o e en la Primera Pedro.

La eclesiología juánica subraya el igualitarismo entre todos sus miembros, porque lo que se valora es lo que tienen en común, más bien que los carismas o ministerios particulares de cada uno. Éste sería un buen correctivo contra cualquier tipo de clericalismo que discrimina entre “estados” dentro de la Iglesia, para valorar excesivamente determinados ministerios. 

3. La cuestión del reino de Dios

Juan sólo usa este término en una ocasión en 3,3.5. Pero en cambio llama quince veces rey a Jesús (el doble que cualquier otro evangelio). Juan ha desplazado el acento de basileiva a basileuv", del Reino al Rey, explicitando mejor la función de Jesús en el reino que anuncia. Tampoco los sinópticos se referían a un reino como lugar o institución, sino al reinado o potestad de Dios. El Reinado de Dios en los sinópticos tampoco se identificaba lisa y llanamente con la Iglesia.

4. La cuestión de los sacramentos

El 4Ev no menciona la institución de ningún sacramento durante el tiempo del ministerio de Jesús. Sólo se alude al bautismo (3,5) y a la eucaristía (6,48-58). Pero la dimensión sacramental está siempre presente, porque el 4Ev usa un lenguaje esencialmente simbólico. Una vez más Bultmann incurre en un círculo al decir que las alusiones sacramentales son tardías y se deben a la pluma del redactor eclesiástico. El motivo de atribuir las alusiones sacramentales al redactor es el hecho de que el evangelio no es sacramental, y el evangelio no es sacramental porque las alusiones sacramentales se deben a la pluma del redactor eclesiástico.

 

Parecía que ya habíamos terminado de presentar la galería de personajes juánicos, y de repente descubrimos que aún nos queda el personaje final. Se trata de alguien que apenas aparece durante el transcurso del evangelio, pero cuya presencia será decisiva en el futuro. Es alguien que estaba aún por venir, pero, sólo cuando venga, la obra de Jesús alcanzará su plenitud.

El ministerio de Jesús y su tarea de revelación habían quedado incompletas durante su vida mortal. Hablando con sus discípulos la víspera de su muerte, Jesús mismo constataba: “Todavía no me conocéis” (14,9). Y sin embargo alude a un tiempo futuro ya próximo en el que sí serán capaces de conocerle. “Aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (14,20). ¿Por qué hasta ahora no, y a partir de ahora sí? Un primer motivo que se nos da es el hecho de que los discípulos todavía no podían “soportar” lo que le quedaba aún a Jesús por explicar (16,12).

De algún modo durante su ministerio Jesús continúa siendo un desconocido incluso para sus discípulos. El tono parabólico de su predicación mantiene velado un misterio que aún no puede entenderse del todo. Esta falta de inteligencia a veces exaspera a los discípulos que se quejan de la falta de claridad de Jesús (16,18). Este reconoce que “hasta ahora ha hablado en parábolas”, pero anuncia que “llega la hora en que no os hablaré ya en parábolas, sino que os explicaré claramente lo de mi Padre” (16,25). Entonces ya no habrá necesidad de preguntarle nada (16,23). Si tenemos en cuenta que Jesús dice estas palabras pocas horas antes de morir, ¿cuándo será que les hablará sin parábolas y claramente?

El velo se va a descorrer sólo a partir del momento de la muerte de Jesús, es decir a partir de su glorificación. El motivo de que antes todavía no se hubiese descorrido ese velo es que durante la vida pública, “aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (7,39).

Como dice Mollat, la revelación sólo llega a su plenitud cuando se hace efectivamente luz y vida en el corazón de los creyentes; esta plenitud es obra del Espíritu (16,7)11. Es el Espíritu Santo el que lo enseñará todo y recordará todo lo que Jesús dijo (14,26), el que llevará a los discípulos a la verdad plena (16,13).

Se establece un contraste entre las cosas que Jesús lleva ya dichas y las que aún le quedan por decir. Se repite machaconamente la expresión “estas cosas” para referirse a lo ya dicho (15,11;16,1.4.6.25.33). Alguno ha comparado este estribillo al que se repite después de cada uno de los cinco sermones de Mateo. Pero estas cosas que Jesús ha dicho durante su existencia histórica se contrastan con las que dirá el Espíritu que Jesús va a enviar.

Lo que el Espíritu hablará no es radicalmente distinto de lo que Jesús ha hablado. Empezará “recordando” (14,26). “Tomará de lo mío y os lo explicará” (16,14). No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oye (16,13). Sin embargo es claro que el Espíritu no se limita a repetir mecánicamente las palabras del Jesús histórico, sino que “guía hacia la verdad plena”. Este nivel de plenitud no es exterior a la predicación de Jesús, no es un simple añadido, sino un cumplimiento.

En el cuarto evangelio el Espíritu está ya presente desde el principio en la persona de Jesús. Ya en el primer momento el Bautista tuvo esta premonición: “Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (1,33). El Espíritu se posa, “permanece” en Jesús, en todo el sentido juánico de la palabra “permanecer”, uno de los términos favoritos del evangelista. Conforme se le había anunciado, el Bautista contempló al Espíritu bajando del cielo como una paloma y posándose sobre Jesús (1,32). Sólo aquél en quien permanece el Espíritu podrá un día “bautizar en el Espíritu” y “dar el Espíritu sin medida” (3,34), y hablar palabras que son Espíritu y vida (6,63).

Sin embargo ese Espíritu que ya está presente desde el principio en la persona de Jesús aún no estaba presente “en los discípulos”, aunque estuviera cerca, “junto a ellos” (14,17). El evangelista usa el tiempo presente para afirmar que el Espíritu estaba “junto a” los discípulos, pero usa el tiempo futuro para afirmar que sólo más adelante estará “dentro de ellos”12.

El Pentecostés juánico, el envío del Espíritu, tiene lugar en dos momentos. Pri­me­ramente se significa ya, de un modo simbólico, en el momento de la muerte de Jesús. El evan­gelista ha escogido sus verbos cuidadosamente y dice: “Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (19,30). Pero la entrega del Espíritu se nos describe narrativamente en la primera aparición del Resucitado a los discípulos en el domingo de Pascua. “Sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (20,22).

Con esta estrategia literaria el evangelista ha ligado la donación del Espíritu simultáneamente a la muerte y a la resurrección de Jesús, mostrando la profunda unidad del misterio pascual. La donación del Espíritu es el último suspiro del Jesús histórico y el primer suspiro del Jesús resucitado. Ya hay Espíritu (cf. 7,39). Como quien dice “Ya hay luz en el pueblo” o “Ya hay agua en la fuente”.

En la fiesta de las Tiendas, mientras llevaban en procesión el agua ritual de la piscina de Siloé, Jesús invitó a todos los sedientos a que viniesen a beber de él. “De sus entrañas brotarán ríos de agua viva” (7,38-39). El evangelista hace una acotación diciendo explíci­tamente que Jesús se refería al Espíritu que habían de recibir en el futuro los que creyeran en él. Imposible no relacionar este texto con el agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús muerto en la cruz (19,34). Sobre todo si tenemos en cuenta la relación entre Espíritu y agua que se da en la conversación con Nicodemo cuando Jesús habla de “nacer del agua y del Espíritu” (3,5) y recordamos el don de Dios prometido a la samaritana bajo la forma del agua viva que Jesús promete (4,14).

Por eso el Espíritu no significa sólo la plenitud de la verdad y la revelación, sino también la plenitud de vida y de energía. Los ríos de agua viva que brotan del costado de Jesús nos traen un doble eco del agua que Ezequiel el profeta vio brotar del lado derecho del Templo (Ez 47,1), y de la fuente que Zacarías vio abierta para lavar el pecado y la impureza (Za 13,1). Ya el evangelista al principio del evangelio nos hizo ver en Jesús el nuevo Templo, reconstruido en tres días (Jn 2,19). El agua que anunciaba Ezequiel bajaba desde Jerusalén, desde el costado derecho del templo, hasta el Mar de las aguas pútridas, el Mar Muerto. Saneaba esas aguas (Ez 47,8), permitía que a sus orillas crecieran toda clase de árboles frutales, y de árboles medicinales (Ez 47,12), y les hacía bullir de seres vivos. “La vida prosperará en todas partes adonde llega el torrente” (Ez 47,9). Recordemos cómo el soplo de Jesús el domingo de Pascua se ponía en relación explícita con el perdón de los pecados, que es el inicio de la vida nueva bautismal (Jn 20,23).

De forma alternativa se nos dice que el Espíritu es enviado por el Padre en el nombre de Jesús (14,16.26) y que es enviado por Jesús mismo (15,26; 16,7)13. De algún modo el Espíritu es el nuevo modo que Jesús tiene de estar presente. Jesús le llama “otro consolador” (14,16). “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Espí­­ritu no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré” (16,7). Tras la partida de Jesús el Espíritu toma su puesto en la comunidad. El don del Espíritu es la nueva presencia íntima y activa de Jesús, la culminación de su obra y su modo de regresar. En realidad Jesús no deja a los suyos huérfanos (14,18). “Me voy y vuelvo a vosotros” (14,3.28). Vuelve a ellos infundiendo su Espíritu en ellos14.

Jesús sigue vivo y operante entre sus discípulos, de una manera mucho más eficaz que en su propio ministerio histórico. Su presencia en el Espíritu será mucho más plena que su presencia anterior. Por eso Jesús puede prometer que tras su partida los discípulos van a poder seguir esa misma misión que él tuvo, su ministerio de revelación y salvación cuyo signo han sido “las obras” y señales. “El que crea en mí hará las obras que yo hago, y las hará mayores todavía, porque voy al Padre” (14,12).

La gran pregunta es por qué no se ha podido comunicar el Espíritu hasta la muerte de Jesús. ¿Por qué era necesario que Jesús se fuera –muriera-, para que el Espíritu pudiese venir a llevar su obra a la plenitud?

Porque la muerte de Jesús es la revelación de su amor y la donación de su amor hasta el final (13,1). Sólo cuando Jesús ha mostrado su amor hasta el final en su atroz muerte, se revela en plenitud el amor y la fidelidad de Dios, y pueden los discípulos tener acceso a la verdad plena que antes no habían podido comprender. Hasta entonces sólo había signos, destellos de amor, pero esos signos eran aún ambiguos.

Sólo el amor que se manifiesta en la cruz ha eliminado toda su ambigüedad. El desbordamiento del amor sólo tiene lugar cuando el corazón de Jesús abierto en la cruz, revela la hondura de su amor, y al mismo tiempo efunde su Espíritu. Como dice R. Mercier, “lo que resulta imposible es la simultánea  presencia del Jesús terreno y el don del Espíritu en orden a llevar a los discípulos a la inteligencia plena de Jesús glorificado. ¡Cómo se puede entender al Jesús glorificado antes de que sea glorificado”!15.

Antes de la muerte-glorificación de Jesús no se podía entender la gloria de Jesús. Pero después, Jesús ya no estará presente en la tierra para explicarla él mismo. La única solución a esta aporía es que tras la ida de Jesús venga alguien distinto que pueda explicar aquello que antes de la muerte de Jesús no se había podido comprender.