El tiempo sobre los iconos

 

Para comprender los iconos es necesario saber cómo percibía y comprendía el tiempo la gente en el Medievo. Las diferencias de comprensión del tiempo en la Europa Occidental y en Bizancio se formaron en la época del Renacimiento, cuando Europa, a diferencia de Bizancio, inició el camino hacia una nueva concepción del mundo. En el año 1204, tras la conquista temporal de Constantinopla por parte de los cruzados, la separación de Bizancio de Europa se hizo aún más profunda e irreconciliable.

La diferente aproximación al concepto del tiempo ha delimitado la diferencia de referirse al mundo, a los acontecimientos que en él han tenido lugar, al papel del hombre en estos acontecimientos. Como consecuencia, han cambiado los objetivos y el sentido del arte representativo en Bizancio y en la Europa Occidental, hecho por el que se formaron de manera esencial diferentes modos de aceptación representativa, utilizados, respectivamente, por los pintores de la Europa Occidental y por los pintores de iconos de los países ortodoxos.

La época del Renacimiento suscitó la comprensión de la historia, separando la historia sacra de la secular. En las fuentes de la historia en cuanto ciencia están los grandes italianos: Francisco Petrarca (1304-1374), Leonardo Bruni (1374-1444) y Lorenzo Balla (1403-1457).

Lorenzo Balla –autor de un celebre escrito “Sobre la belleza de hablar en latín”– tuvo como uno de sus objetivos el renacimiento del latín clásico, en el cual la filosofía, la retórica y el lenguaje eran inseparables. Y debió no sólo volverse a la herencia de la antigüedad, sino también seguir las causas del “deterioro de la lengua” y de la caida de la cultura en un “siglo bárbaro”. Esto condujo al descubrimiento de la retrospectiva historica y del tiempo histórico.

El tiempo comenzaba a ser referido al cambio, a la unión causa-efecto de los acontecimientos en su sucesión histórica. Nacía la concepción de la continuidad histórica, y en relación con todo ello apareció la comprensión de la profundidad del tiempo: la retrospectiva.

El descubrimiento de la retrospectiva y del tiempo histórico coincidió, prácticamente, con el nacimiento de la ciencia sobre la perspectiva espacial y con el descubrimiento de la perspectiva lineal.

El reconocimiento de la localización espacio-temporal de los acontecimientos condujo al hecho de que en los cuadros de los pintores europeos desaparecieran las escenas donde algunos hechos que sucedían en diferente época se presentaban juntos. Así, en el fresco de Giotto de la “Natividad de María” vemos a una muchachita en dos lugares al mismo tiempo: en manos de la comadrona que está sentada en el suelo cerca del lecho y junto a la madre. Los ejemplos de esta clase son muchísimos.

La nueva relación con el tiempo y el nuevo pensamiento teológico que reconocía al hombre la liberdad de su volundad, a través de la cual se realiza el proyecto divino, dieron a luz un hombre nuevo: el hombre consciente de la acción. El hombre que crea su historia junto a los demás: la historia de su pueblo (Leonardo Bruni). Este hombre nuevo ha podido decir de sí mismo: “yo utilizo el tiempo, ocupado siempre en algún asunto, yo prefiero perder el sueño que perder el tiempo” (León Bautista Alberti, “Sobre la familia”).

Todo esto tuvo un efecto inmediato sobre el arte representativo. Los pintores comenzaron a estudiar el movimiento del cuerpo humano, los cambios de su aspecto exterior, condicionados por el estado de ánimo (ira, alegría, risa, dolor) o por los procesos de envejecimiento. En este campo se hicieron descubrimientos fundamentales: se comprendió el papel de los músculos y su especialización.

La concepción del movimiento como contradicción del equilibrio aportó nuevas formas de composición, como, por ejemplo, el desplazamiento del centro de gravedad del cuerpo, la representación sobre el cuadro del gesto no acabado, que era aceptado por el espectador como movimiento continuo.

El hombre pasivo de la época gótica fue cambiado por otro hombre: el hombre que expresa libremente su voluntad. La prontitud en la acción, el movimiento, se representaba con los músculos tensos, con la expresión del rostro y de los ojos. Al mirar el cuadro esperamos la acción. Gracias a este esperar, el cuadro está vivo, en él se siente el latido del tiempo.

En la Europa oriental –en Bizancio y en la antigua Rus– se conserva en cambio la concepción primitiva del tiempo y de la historia, heredada una vez más de los Padres de la Iglesia (San Agustín y otros). La vida del hombre es un tiempo que tiene su inicio y su final desde el momento de la creación del hombre por Dios hasta la segunda venida de Jesucristo. El acontecimiento que ha separado la historia en dos partes –la antigua y la nueva– fue el nacimiento de Jesucristo, la encarnación de Dios bajo la forma humana.

Antes de la creación del mundo el tiempo no existía. El tiempo es un concepto inaplicable a Dios. De Dios no puede decirse “era” o “es” o “será”: Dios es eterno, todo presente e inmutable. Dios no envejece, no cambia.

En los iconos bizantinos y rusos este hecho se hace evidente con tres letras griegas en la aureola de Cristo, dentro de la cual se pinta la cruz. En ruso se traduce por “existente”, el que “ha sido siempre”, “siempre es” y “siempre será”, y hace referencia al nombre de Dios en el Antiguo Testamento: Yahvéh, el Existente.

Dios creó el mundo y el tiempo se “inició”. El tiempo se inició y se acabará cuando se produzca la segunda venida de Jesucristo, “cuando el tiempo ya no será más”. De este modo, también el tiempo mismo resulta ser algo “temporal”, algo que pasa. Es como una “piececita” en lo profundo de la eternidad sobre la cual Dios realiza su proyecto, creó a Adán conociendo desde el inicio la suerte de sus descendientes. Y todo acontecimiento de la vida de los hombres es expresión de la omnipotencia de Dios, y de ningún modo resultado de la acción autónoma de los hombres.

El plan divino existe ya en su plenitud, en la cual encuentra lugar todo: el tiempo, la historia, la vida, todos los objetos, todos los hombres, todos los acontecimientos, y todo tiene su lugar bien delimitado. De este modo, la causa de cualquier hecho no se explica en nuestro mundo terrenal, sino que ya existe, pero en otro mundo. Dios es la fuente de todo, de lo que ya ha existido y de lo que aún existirá.

La vida terrenal de la humanidad es un espacio entre la creación del mundo y la segunda venida, es una prueba antes de la eternidad, cuando el tiempo ya no será más. A los que venzan durante esta prueba les espera la vida eterna. Los santos, representados en los iconos antiguos, ya son considerados dignos de esta vida eterna en la cual no hay movimiento ni cambio, en el sentido habitual de estas palabras. Los dedos de la mano derecha que bendicen son un mensaje de un reino que no se encuentra en este mundo. Dedos muy finos, alzados sin ningún esfuerzo ni tensión. No tienen peso, porque en aquel mundo no existe gravedad. La mirada del santo del icono es una mirada de la eternidad. Esta mirada no está oscurecida por las pasiones, y sólo en momentos de lucidez espiritual podemos responder a esta mirada. Y por ello, los ojos que nos miran desde los iconos nos producen tanto temor, y nos inculcan inquietud, temor, esperanza.

Lo que se representa en los antiguos iconos rusos no se somete ni a la localización espacial ni a la temporal. La imagen está fuera del espacio y fuera del tiempo.

He aquí una de las imágenes del pincel de Andrei Rublev (1360/70-1430): “Cristo Salvador”.

Los ojos se vuelven hacia nosotros desde la eternidad: lo ven todo, lo comprenden todo, lo abarcan todo. Y precisamente porque en la mirada del Salvador puede encontrarse todo, a Él pueden convertirse todos y siempre.

Esta específica comprensión del tiempo y del espacio en la iconografía rusa antigua tenía un carácter principalmente dogmático.
He aquí por qué, cuando, en la segunda mitad del siglo XVII, en la iconografía rusa comienzan a aparecer las influencias del arte occidental, esto ha provocado descontento y protestas. La causa no reside en el conservadurismo de la iconografía, sino en el peligro de deformación de la esencia misma y del significado de los iconos. “Pintar como si estuviera vivo” no se admite en los iconos. Es difícil no estar de acuerdo con ello. Los santos se encuentran en otro mundo, en la eternidad, y ya no viven la vida terrenal y efímera, medida por el tiempo y manifestada en los cambios.

Esto explica por qué a la iconografía no es plenamente oportuno llamarla arte.