ORACIÓN ANTE EL ICONO
DE LA VIRGEN DE VLADIMIR

UNA INVITACIÓN A PERTENECER A DIOS


Henry J.M.Nouwen


" He comenzado a descubrir en profundidad la esencia del icono. Cuando recitaba mi oración cotidiana a la Virgen, me llamaba su intimidad llena de misterio y comencé a descubrir, con el corazón, su insistente invitación".

" ¿A quién pertenecemos?" Esta es la pregunta fundamental de nuestra vida espiritual. "¿Pertenecemos al mundo,-se nos pide- a la humanidad, a la cadena sin fin de necesidades y de necesitados, o también pertenecemos a Dios y somos sus criaturas?" No es muy difícil responder a esta pregunta. Nuestro centro (personas y hechos de los que se habla, que nos preocupan y por los que nos alegramos y agradecemos), nos hacen comprender a quién pertenecemos en realidad. El problema sin embargo es que, para muchos de nosotros, este centro está lejos del centro divino.

La imagen de la Virgen de Vladimir ha sido para mí, poco a poco, una fuerte, pero al mismo tiempo discreta invitación a olvidar el oprimente y divisorio centro terreno y a entrar en liberador y unitario centro divino.

Este icono, conocido también como Nuestra Señora de la Ternura, es una de las más veneradas en toda Rusia. Pintada al inicio del s. XII por un anónimo artista griego, en torno al 1.183 es llevada a Constantinopla a Kiev y después, casi veinte años más tarde, de Kiev a Vladimir, donde permanece custodiada hasta el 1.395. Si bien durante los últimos seis siglos ha permanecido conservada en la ciudad de Moscú, es todavía denominada Virgen de Vladimir. Este tesoro sacro nacional ha escapado a numeroso incendios y saqueos, ha tenido varias restauraciones, sólo los dos rostros han permanecido como originales de la obra maestra bizantina.

Durante años, muchas veces he visto este icono colgado en las paredes de casas, institutos, conventos y ya no me llamaba la atención. Se me había hecho tan familiar como un crucifijo y había perdido para mí gran parte de su "fuerza de conversión".

Durante un retiro espiritual, encima de mi mesa había una gran reproducción de esta imagen. Poco a poco según iban pasando los días, comencé a comprender su esencia profunda. Cuando recitaba mi oración cotidiana a la Virgen, me impresionaba su intimidad cargada de misterio y poco a poco descubría, con el corazón, su incesante invitación a pertenecer a Dios.

La contemplación de este icono ha constituido para mí una experiencia profunda: era transportado, con la intercesión de la Beata Madre, en la íntima esencia de Dios.

Buscaré ahora de traducir en palabras esta experiencia mía, con la misma secuencia con la que se ha desarrollado mi contemplación, comenzando por los ojos de la Virgen, pasando después a sus manos, de sus manos al Niño, del Niño de nuevo a la Virgen y finalmente volviendo de nuevo a sus ojos. Esta secuencia dará respuesta a nuestra pregunta: "¿A quién pertenecemos?"

Los ojos de la Virgen.

Cuando encuentro una persona busco siempre, basándome en los más rígidos criterios de moderna sicología, de cruzarme con su mirada, esto me da la sensación de sentirme aceptado o, por lo menos, me da un sentido de seguridad. Sin embargo cuando quería cruzarme con la mirada de la Virgen de Vladimir, me daba cuenta que esto era imposible. En un primer momento quedé profundamente turbado por este hecho. Deseaba ardientemente que Ella me mirase, que me diera la sensación de ser único y me hiciera sentir como su amigo personal. Pero la Madre de Dios no me miraba.

Contrariamente a muchas imágenes renacentistas de vírgenes, caracterizadas por una mirada llena de familiaridad y que parecen dedicarnos una atención particular, la Virgen de Vladimir, da la sensación de no establecer con nosotros una relación personal; Ella nos invita a entrar, junto a Ella, en la vida eterna de Dios. Sus ojos nos escrutan dentro, pero al mismo tiempo se pierden más allá de nosotros. Miran dentro al corazón de Dios y fuera, hacia el corazón del mundo, revelando así la insondable unidad entre el Creador y su creación. Unen lo eterno en lo temporal, lo permanente en lo efímero, lo divino en lo humano. Escrutan los espacios infinitos del corazón, donde alegría y dolor no son ya emociones contrastantes, sino que transcienden en una unidad espiritual.

?Observando atentamente las estrellas lucientes sobre la frente de la Virgen y sobre sus hombros, me he dado cuenta que María es mucho más que Virgen antes, durante y después del nacimiento de su Hijo Jesús. Sus ojos, fijos en los de Dios, expresan una virginidad que transparenta todo sus ser. Es una apertura total al Espíritu Divino que la hace ser junto a la fuerza creadora de Dios. Así, ser madre y al mismo tiempo virgen, no se excluyen de hecho. Al contrario, se complementan mutuamente. La maternidad de María completa su virginidad y su virginidad completa su maternidad. Y es por esto que se puede llamar a María con el más sublime apelativo que un ser humano haya recibido jamás: Theotócos - Aquella que contiene a Dios.

Cuando se reza a la Virgen de Vladimir se comprende que, aunque su mirada no se dirige hacia nosotros, ella nos mira de verdad. Nos mira con los mismos ojos con los que ve a Jesús. Y son los ojos con los que ha visto a su Señor antes de concebirlo, ha contemplado el Verbo antes que este se hiciera carne en ella y ha percibido a Dios en sí misma, antes de oír el mensaje del ángel. Con estos ojos la Virgen ve a su Hijo. Su mirada no es la de una madre posesiva de un hijo no común, ella lo mira con ojos llenos de fe de Madre de Dios. Antes todavía de verlo con los ojos físicos, lo había percibido con los ojos de la fe. Por esto la Sagrada Liturgia se dirige a María como a Aquélla que ha concebido a Dios en su corazón antes que en su cuerpo.

Así como María mira a Jesús, del mismo modo Ella mira a aquellos que la piden y no los ve como criaturas que esperan de Ella algo, sino como seres humanos llamados de las tinieblas del pecado a la luz de la fe, llamado a llegar a ser hijos de Dios. Deseamos con tanta fuerza ser observados que no estamos preparados realmente para ser mirados de verdad. Pero los ojos de la Virgen nos invitan a olvidar todas nuestras antiguas esclavitudes y aceptar la buena noticia de que en verdad nosotros pertenecemos a Dios.

Las manos de la Virgen.

El segundo detalle de la imagen que me ha impresionado después de los ojos, han sido las manos de la Virgen. Es imposible orar largo rato delante del icono sin quedar fascinados por las manos de María. Una sujeta al Niño, mientras la otra está libre en un amplio gesto de invitación. En un primer momento me había parecido que la mano abierta indicaba a Jesús. Me doy cuenta ahora que la palabra indicar no responde a la idea del verdadero significado del gesto. María no quiere simplemente llamar la atención sobre su Hijo ni tampoco quiere indicárnoslo. Sería un gesto demasiado exterior, manual y autoritario. Poco a poco he comprendido que el gesto de la Virgen es una discreta, delicada invitación a acercarnos a Jesús y a descubrir, siguiendo su exhortación, el Dios al que todos pertenecemos.

Aunque parece que la Virgen ocupa la parte central del icono, una más devota observación revela sin embargo que su presencia es total y exclusivamente en función del Niño. María es la Madre de Jesús. Su ser entero es por Jesús. Su mano no indica ni siquiera explica o pide; simplemente muestra al Hijo como el Salvador del mundo a todos aquéllos que están abiertos a ver a Jesús con los ojos de la fe.

La mano de María, que ocupa el corazón del icono, es indescriptiblemente bella. En esta centralidad se resume el icono entero. Ella lleva la entera imagen sagrada a una estrofa del canto mariano: "Mi alma proclama la grandeza del Señor y mi espíritu exulta en Dios mi Salvador" e invita a la veneración. Parece decir: "Alaba a Jesús, agradece a Jesús, glorifica a Jesús, invoca a Jesús, suplica a Jesús y siempre, siempre, ora a Jesús". Pero todo esto lo dice del mismo modo con que una madre se dirige a sus hijos sin forzarlos, más bien creando para ellos un espacio, donde puedan descubrir en lo profundo de su corazón el deseo de esta incesante invocación.

Los ojos de la Virgen no son ni curiosos, ni indagadores, ni inteligibles, son ojos que nos revelan a nosotros mismos nuestra íntima esencia. Al mismo modo sus manos no quieren ni aferrarnos, ni indicarnos y ni siquiera dirigirnos, son manos que nos abren un espacio para que, sin temor, podamos acercarnos a Dios.

Cuando se reza delante del icono, la mano de María, que con su gesto nos invita, adquiere cada vez más importancia. Nos invita a acercarnos más a Dios y parece decirnos: "mi misión es únicamente la de guiaros hacia Jesús". María no nos quiere miedosos, sino confiados como lo fue ella misma porque:"las promesas del Señor se cumplirán".

A medida que nuestra observación desde los ojos de la Virgen va hacia sus manos ,percibimos la paciencia profunda de María. La palabra paciencia, del latín pati, significa padecer, sufrir. Así, como el cuerpo del Resucitado lleva los signos del sufrimiento, del mismo modo el corazón de la gloriosa Madre de Dios lleva los signos de las heridas del sufrimiento. Ella conoce lo que significa ser pobres, oprimidos, prófugos, inseguros e inciertos por el propio futuro, ella sabe que significa ser rechazados, estar bajo la cruz, tener dentro de sí pensamientos y sentimientos que no pueden confiarse a nadie. Y estos sufrimientos afloran a su rostro, se dejan ver en sus ojos y en el gesto de sus manos, no como pena que intimida, sino como signos gloriosos de su paciencia.?

Por ello María no es sólo madre del Hijo crucificado, sino también de todos aquellos que en este mundo sufren. Nos invita, a nosotros criaturas sufrientes, a acercarnos a Jesús. No nos empuja con gesto impaciente, sino simplemente nos invita, como haría quien conociese profundamente nuestros temores, nuestras impaciencias, angustias, dudas e incertidumbres. Es madre paciente que espera el momento oportuno para recibir nuestro consentimiento. Pero su paciencia es fuerte, inderrumbable, infinita. Su manos allí, en el centro del misterio de la Encarnación; nos invita a encaminarnos hacia Jesús, que es el camino hacia la morada de Dios, a lo que nosotros verdaderamente pertenecemos.

El Hijo de la Virgen

Dirigimos por fin nuestra atención al Niño. Tanto los ojos de la Virgen como sus manos adquieren su significado profundo en la presencia del Niño. Aunque en un primer momento se puede tener la impresión de que la figura del Niño sea secundaria, mirando el icono con una mayor devoción se descubre que es justamente el Niño el que da significado a todo lo que circunda. Es admirable ver el Niño, inicialmente sujeto por María, emerger no solo como el Señor de su misma Madre, sino como el Señor de todas las criaturas del universo. No llego a comprender como el Niño, con su rostro luminoso y el manto de oro, haya podido permanecer "velado" tanto tiempo a mi mirada, escondido entre las líneas curvas de la figura de la Virgen. Difícilmente miro ahora el icono sin que El me aparezca como la persona más madura, más sabia, más fuerte. Ahora la madre se ha convertido en Aquella que nos presenta el Santo y permanece a reverente distancia.

Es fácil darse cuenta de que nos se trata de un niño. Es un hombre sabio con vestidos de adulto. Además, su rostro luminoso y la túnica de oro nos hacen comprender que este hombre sabio es en realidad el Verbo divino, lleno de majestad y esplendor. Es el Verbo hecho carne, el Señor de todos los siglos, el Manantial de todo discernimiento, el Alfa y la Omega de la creación, la Gloria de Dios. Todo es luz dentro y entorno a la figura del Niño. En El no existen sombras. El es, como ha sido definido en el Concilio de Nicea: "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero".

Contemplando el Hijo de la Virgen de Vladimir, no es difícil descubrir una luz desde siempre presente, que no podía, sin embargo, ser percibida a causa de las tinieblas que la precedían. ¡Miremos el rostro del Niño! Una espléndida luminosidad baja de la parte derecha del Icono, resbala delicadamente a lo largo de la nariz de la Virgen hasta iluminar el rostro del Niño. Pero es una luz que sale de dentro. Es un esplendor interior que brilla exteriormente y hace más profunda la intimidad entre Madre e Hijo, ya evidente en el tierno abrazo. la luz ilumina y da color. No se trata de un imprevisto e invadiante fulgor, sino de una gradual aparición de una radiante intimidad. Esta intimidad-iluminante, no solamente ha transformado el icono en una obra maestra del arte, sino, todavía más importante, ha llevado muchas personas a una comunión devota con su Señor. Durante nueve siglos, creyentes de todo el mundo se han acercado a esta imagen sagrada para ser consolados y confortados por su ternura portadora de vida.

Pero hay más. El divino Hijo se da totalmente a la Virgen Madre. Su brazo la envuelve en un amoroso abrazo, sus ojos están fijos en los de ella con dilección profunda, y sus labios se acercan a los de la Madre y le ofrecen su aliento divino.¡ Qué cercana es al misterio de la Encarnación esta visión de la totalidad, absoluta entrega de Dios a la Humanidad! . Esta sagrada imagen nos lleva a la oración de Jesús al Padre, por sus discípulos: "Las palabras que me has dado a mi, yo se las he dado a ellos, ellos las han acogido"(Jn 17,8). Jesús presenta toda su divina sabiduría a la Madre de la Humanidad. Todo cuanto El ha recibido, nos es donado, todo lo que El ha visto, nos es desvelado, todo lo que El ha oído, nos es revelado, todo lo que El es, nos es ofrecido. Y nos lleva también a la promesa hecha por Jesús: "Si me pedís cualquier cosa en mi nombre, yo la haré"(Jn 14,14).

Sin embargo, Jesús no solamente da todo, El recibe también todo. el no solo revela todo lo que ha oído, sino que oye todo lo que se le dice. Él no solo revela todo lo que ha visto, sino que ilumina todo lo que se le muestra. Nada que le llegue a través de la Virgen, escapa de su divina atención. Todo aquello que Ella le muestra, es acogido, escuchado, comprendido. Por ello la Virgen es la mediadora de la humanidad, la madre que intercede por los hijos, cualquiera que sean sus penas.

El tierno abrazo de esta madre al Hijo no es un abrazo sentimental. Es la demostración del intercambio lleno de misterio entre Dios y la humanidad, hecho posible por la Encarnación del Verbo.

La profundidad y la consistencia de este intercambio se resalta en el largo cuello del Niño. el cuello ha sido pintado así porque representa el Espíritu Santo. Espíritu significa "Aliento". El Espíritu es el aliento de Dios. Es el aliento divino que Jesús ofrece a la humanidad: "Es bueno que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el Consolador (El Espíritu); pero cuando me vaya, os lo mandaré" (Jn 16,7). Jesús a la humanidad, no le ofrece sólo su luz, El ofrece su espíritu, su íntima esencia, de modo que podamos verdaderamente pertenecer a El como hermanos y como hijos de su Padre Celestial.

Los ojos de la Virgen llevan nuestra atención a sus manos, sus manos nos llevan a observar el Niño y el Niño nos lleva a Ella, que habla a su Hijo en nombre de toda la humanidad.

Observemos ahora el icono en su complejidad. Si se le observa con devoción se llega a comprender que el Niño es Aquel que anhelamos; y que el Niño nos ofrece a nosotros criaturas, representadas en la Virgen, el don de su mismo aliento, que es la vida espiritual.

Pero, ¿qué decir del Padre, de Aquel que ha mandado su Hijo y cuyo amor por el Hijo es el Espíritu Santo? El Padre no está ausente. Al contrario, El es totalmente presente, omnipresente. Pero su presencia se advierte con dificultad, a no ser que se consiga ver la imagen en su totalidad. Cuando se observa el icono de lejos, se nota que la figura de la Virgen y del Niño están encerradas en un triángulo, a su ver insertado en una estructura rectangular. La estructura rectangular representa el mundo, amado por Dios pero prisionero del pecado y del poder del diablo. El triángulo, dentro del que está representado el misterio de la Encarnación, revela la presencia redentora de Dios trino: Padre, Hijo, Espíritu Santo. Aunque el padre no se le ve de modo directo, la forma geométrica del icono revela el Padre como el divino iconógrafo de nuestra redención.

Por ello, la Virgen de Vladimir es la articulación iconográfica de las palabras de Jesús a Nicodemo: "Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Único Hijo, para que todo el que crea en Él, no muera sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,6). ¿Qué es, por tanto, la vida eterna, sino caminar hacia la casa del Padre y participar en la íntima comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?. Esto es lo que verdaderamente significa pertenecer a Dios. Y la Virgen de Vladimir es precisamente a esto a lo que nos invita.