La luz en los iconos

Al hablar de los iconos, es necesario hacerlo de “una gracia que lleva la luz de Cristo”. En la iconografía ha encontrado su expresión una ciencia ortodoxa, el hesicasmo: Dios es desconocido en su esencia. Pero este Dios se manifiesta con su gracia a través de una energía divina que Él infunde en el mundo. Dios emana luz en el mundo.

Como enseñaba San Gregorio Palamas (1296-1359), Jesucristo es la Luz, y su enseñanza es la iluminación de los hombres. De una forma aceptable para los hombres, esta luz divina fue manifestada por Jesucristo a sus discípulos más próximos sobre el monte Tabor: “... Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él” (Mt 17,1-3).

La luz de la Trasfiguración sobre el Tabor no era ni sensual ni material, y los apóstoles iluminados por ella eran dignos de ver la no carnal “luz sobrenatural”.

La luz en la ortodoxia, bajo la influencia del hesicasmo, ha adquirido un significado especial y un sentido específico. Todo lo que hay que hacer con Dios está penetrado por un esplendor divino y lleva a la luz. El mismo Dios en su inaccesibilidad e incomprensibilidad es una “oscuridad sumamente clara”.

¿Cómo mostrarlo, aunque podamos usar el lenguaje de los símbolos? ¿Cómo podemos representar este “esplendor blanco como la luz” en la escena de la Trasfiguración? Los pintores de los iconos han intentado hacer lo imposible. Si han tenido éxito, podemos juzgarlo por las imágenes de la “Trasfiguración” que han llegado hasta nosotros.

Las energías divinas han agitado la tierra, y más sutilmente se hacen evidentes los bordes de las colinas del icono, “...una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Y los apóstoles cayeron por tierra llenos de miedo, tapándose los ojos con las manos.

La figura de Cristo emana una luz increible, que lleva al mundo la gracia y la iluminación espiritual. Sus rayos están diseñados en el icono con pinceladas doradas, que se propagan radialmente desde su Fuente inexplicable.

Es muy interesante comparar las imágenes rusas de la Trasfiguración con las bizantinas. Nos permitirá imaginar más claramente la intensidad de la vida espiritual de la antigua Rus y la relación de los pintores de iconos con el acto sacramental de la Trasfiguración.

“La gracia que lleva a la luz” se diseñaba en los iconos antiguos con trazos dorados sobre los pliegues del vestido de Jesucristo, y más tarde, sobre las alas de los ángeles y sobre los pliegues de los vestidos de la Virgen. Este esplendor brillante de las líneas doradas creaba un resplandor específico de los iconos, que atravesaba el aire alrededor de ellos.

La relación llena de temor del fiel ruso con la llama de la vela viene precisamente de aquí: esta lucecita de la vela es símbolo de la gracia divina que lleva a la luz bajada del cielo.

El hesicasmo (de la palabra griega esiquia = paz, quietud) es también la ciencia del camino de unión con Dios a través de la penitencia: “Purificado por la penitencia y por ríos de lágrimas, yo mismo llego a ser dios a través de una unión inexpresable”. Así escribía un religioso filósofo bizantino, Simeón el Nuevo Teologo (949-1022).

Esto explica una vez más por qué los rostros de los santos en los iconos son símbolos, es decir, rostros de quienes se han encontrado fuera del tiempo: en la eternidad. Y precisamente por ello, los rasgos individuales del rostro —la faz—, que son únicamente atributos casuales de la vida terrenal temporal, se abandonan sólo como signos que no deben ser fijados.

La faz es un rostro liberado de las pasiones mundanas, transformado espiritualmente. Reconocer o distinguir a uno u otro santo sólo es posible según una serie de signos canónicos (libro, vestido, barba, bigote, etc.). Esta serie es una constante iconográfica de su género, repetida sin cambios en toda representación de tal santo en los diferentes iconos de distintas épocas.

De todas maneras, aun cuando los rostros son símbolos de una elevada espiritualidad del hombre, son también los rostros de las personas. Y la misma faz del hombre llega a ser un icono, porque “el hombre ha sellado en sí mismo la imagen de Dios más perfectamente que los ángeles, que son espíritus puros”. El hombre, su carne, su rostro, han sido santificados por Cristo en el gran misterio de la Encarnación. “Dios ha elevado la naturaleza humana, a la que ya había preparado desde antes, como una condición de Su vestido en el cual se ha envuelto a través de la Virgen María”.

Pero los iconos no representan la carne, como lo hacía el arte de la antigüedad pagana. Reproducen sólo aquellos rasgos visibles que expresan las invisibles características del Prototipo, como la humildad, la bondad, la paciencia, la simplicidad y la mansedumbre.