Los movimientos eclesiales
Cuestiones eclesiológicas
Autor: Arturo Cattaneo
Publicado por escrito en "Ius Canonicum", 38 (1998) 571-594.
Se publica en esta página web con permiso del autor.
I. Introducción
El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve
cómo el Espíritu de Cristo sigue santificando, dirigiendo, y edificando la
Iglesia. Especialmente ricas en consecuencias eclesiológicas y jurídicas
son las afirmaciones de Lumen gentium que describen así la acción
del Espíritu: “Inter omnis ordinis fideles distribuit gratias quoque
speciales, quibus illus aptos et promptos reddit ad suscipienda varia
opera vel officia, pro renovatione et ampliore aedificatione Ecclesiae
proficua [...]. Quae charismata, sive clarissima, sive etiam simpliciora
et latius diffusa, cum gratiarum actione ac consolatione accipienda sunt”
(Lumen Gentium, 12/b). Dos aspectos merecen aquí ser subrayados:
el reconocimiento del reparto de los carismas entre los fieles de todo
género, y el hecho de que estos dones no son sólo gracias extraordinarias,
sino también “de los más sencillos y comunes”.
Entre las manifestaciones de los carismas en
la vida de la Iglesia de estos últimos decenios, ocupan un lugar relevante
los movimientos eclesiales. Su nacimiento, su rápido desarrollo, y sus
abundantes frutos apostólicos, constituyen sin duda uno de los rasgos más
característicos y esperanzadores de la Iglesia en este final de siglo. El
cardenal Ratzinger, en el libro-entrevista de Vittorio Messori, después de
señalar con su acostumbrada perspicacia algunos desarrollos negativos de
la época inmediatamente sucesiva al Vaticano II, añade: “Lo que a lo largo
y ancho de la Iglesia universal resuena con tonos de esperanza –y esto
sucede justamente en el corazón de la crisis de la Iglesia en el mundo
occidental– es la floración de nuevos movimientos, que nadie planea ni
convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se
manifiesta –muy tenuemente, es cierto– algo así como una primavera
pentecostal en la Iglesia” (1).
El desarrollo de los movimientos eclesiales es
valorado generalmente de modo muy positivo, sin que falten tampoco ciertas
observaciones críticas. Así por ejemplo, se ha hecho notar que “estos
movimientos recuerdan a una rosa, brotada inesperadamente y en un contexto
difícil; pero, como reza el dicho popular, no hay rosa sin espina, y esta
espina amenaza con clavarse en la concreta vida pastoral de la comunidad
eclesial” (2).
La cuestión más problemática –alrededor de la
cual giran casi todas las críticas a los movimientos– se plantea a
propósito de su inserción en la pastoral de las Iglesias particulares.
Algunos advierten que los movimientos pueden convertirse en un peligro
para la unidad de la Iglesia particular. Aunque es evidente que algunas
críticas son exageradas y, en buena medida, injustas, se trata sin duda de
un tema en el que eclesiólogos, pastoralistas y canonistas deben seguir
reflexionando, para encontrar los cauces que permitan el desarrollo de los
carismas y su armónica inserción en la estructura eclesial. Para los
canonistas, en particular, se trata de una tarea de no fácil solución,
habida cuenta de la gran variedad que se observa entre los diversos
movimientos, de la amplitud de la acción desarrollada por sus miembros, y
de las escasas normas codiciales al respecto (3).
Con nuestro estudio, queremos poner de
relieve, en primer lugar, el marco eclesiológico que permite situar las
mencionadas cuestiones acerca de los movimientos en la perspectiva
adecuada y, en particular, su inserción en las Iglesias particulares,
señalando luego las exigencias que deben ser tenida en cuenta, tanto por
parte de la autoridad de las Iglesias locales, como de los movimientos.
II. El marco eclesiológico del pluriforme
fenómeno de los movimientos eclesiales
Para trazar las coordenadas eclesiológicas que
permitan abrir el camino hacia una mejor comprensión del fenómeno
sumamente variado de los movimientos eclesiales, empezaremos analizando
los impulsos conciliares que contribuyeron a forjar las líneas de fuerza
de dichos movimientos. Veremos luego cómo éstos se han desarrollado,
revelándose providenciales en la época posconciliar, y terminaremos
señalando algunas de sus características estructurales.
1. La renovación eclesiológica conciliar y su
impulso para el desarrollo de los movimientos eclesiales
Aunque algunos movimientos eclesiales
surgieron en años anteriores al Vaticano II, está claro que su desarrollo
debe ser situado en el marco de la renovación eclesiológica y pastoral
promovida por el Concilio Vaticano II. Una renovación en la que han
intervenido un conjunto de factores precediendo, preparando y acompañando
la celebración del Concilio. Entre dichos factores destacan el movimiento
litúrgico, los movimientos bíblico y patrístico, los estudios acerca de la
teología de la misión y del ecumenismo, así como otros fermentos
apostólicos y espirituales. A continuación, sintetizamos los aspectos de
mayor incidencia en el desarrollo de los movimientos.
– La revalorización del bautismo y del
sacerdocio común. El Vaticano II ha subrayado la dimensión cristológica
y eclesiológica del bautismo, redescubriendo la raíz de la dignidad,
vocación, misión y comunión entre los que, por Cristo y en su Espíritu,
son hechos hijos de Dios Padre y pertenecen a su Pueblo. En el surco
marcado por la doctrina conciliar, los movimientos se caracterizan por
la manera de presentar y ayudar a descubrir (o a redescubrir) la vida
cristiana como encuentro personal con Cristo; un encuentro que lleva
consigo una gracia que “pone en movimiento”, que empuja a seguir a
Cristo, arrastrando a otros en su seguimiento. Junto con la valorización
del bautismo, el Concilio Vaticano II ha señalado que la vocación-misión
bautismal es radicalmente sacerdotal, en conformidad con el ser y el
actuar de Cristo. Esto ha permitido abrir paso a una consideración
positiva del papel de los fieles laicos en la Iglesia (4). En esta línea
se han desarrollado los movimientos: entre los fieles laicos y
dirigiéndose principalmente a ellos (5), ayudándoles a asumir la
importante tarea eclesial que les corresponde.
– La relevancia de los carismas. El Vaticano
II ha puesto las bases para una comprensión cristológico-pneumatológica
de la Iglesia, prestando una renovada atención al elemento carismático.
En diversos documentos conciliares se evidencia la continua acción del
Espíritu, y se observa que los dones carismáticos son otorgados a todo
orden de fieles, capacitándoles a cooperar, con sus iniciativas, en la
edificación de la Iglesia. El Concilio reconoce además la existencia de
carismas “comunes y difusos” (Lumen Gentium, 12/b). El carácter
carismático de los movimientos –que, por otro lado, deberá ser
debidamente comprobado por la competente autoridad eclesial– tiene
generalmente inicio en una persona (fundador o fundadora) para
extenderse luego y ser participado a otros fieles (6). Las
características que señalaremos a continuación nos llevarán a esbozar
las peculiaridades de los carismas que dan origen a un movimiento (7).
– La llamada universal a la plenitud de la
vida cristiana y la participación activa en la misión de la Iglesia.
Encontramos aquí una de las principales consecuencias de lo que hemos
señalado en los dos puntos anteriores. La constitución Lumen gentium,
después de tratar en el capítulo IV de los laicos, dedica el quinto a la
llamada universal a la santidad, que es calificada como “llamada a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen
Gentium, 40/b). El CIC ha recogido esta doctrina afirmando que
“todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por
llevar una vida santa” (can 210). Han quedado así superadas ciertas
tendencias que consideraban que la santidad, en la práctica, sólo era
posible en el estado religioso o clerical (8). Los movimientos pueden
considerarse unos cauces providenciales –aunque no los únicos– para
difundir esta llamada entre los fieles laicos, ayudándolos a buscar
aquella plenitud de vida cristiana.
– La vocación y la misión de los laicos en
la Iglesia. Siguiendo el surco señalado en los puntos anteriores, el
Concilio ha prestado una particular atención a los laicos y a su misión.
Su plena revalorización e integración en la misión de la Iglesia puede
considerarse como uno de los más importantes frutos del Concilio (9). La
especificidad cristiana y eclesial de los fieles laicos se define por su
peculiar inserción en las realidades temporales (cfr. Lumen Gentium,
31-36), lo cual presupone una actitud positiva hacia el mundo, entendido
no ya como reino del pecado, sino como parte integrante del plan
salvífico de Dios. Todo esto ha llevado a comprender el apostolado de
los laicos como algo que surge de su vocación bautismal, abierto a las
innumerables iniciativas personales y comunitarias, superando así la
visión limitada del apostolado laical como cooperación con la Jerarquía.
El CIC lo ha expresado con toda claridad en el can 225. Una de las
características de los movimientos es el fuerte testimonio de fe y el
espíritu apostólico que los anima. Los frutos de la actuación de sus
miembros son bien evidentes. De modo inequívoco se ha expresado el
cardenal Danneels: “Está claro que hoy en día la mayor parte de las
«conversiones» se dan en los movimientos, mientras que nuestras
estructuras clásicas parecen relegadas al papel de entretenimiento y de
servicios” (10).
– La dimensión comunional propia de la
Iglesia. Una de las ideas centrales del Concilio –gradualmente
reconocida en el periodo posconciliar– es la noción de comunión como
clave para entender la Iglesia (11). En efecto, dicha noción es
particularmente apropiada para expresar los diversos aspectos de la vida
eclesial: su origen, su fin, y las relaciones que se dan entre todo tipo
de fieles. Ha podido así incrementarse la conciencia del ser-social
específico de la Iglesia, y se ha evidenciado su valor de “signo para el
mundo y fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo” (Christifideles
laici, 31/in fine). Es significativo que la enumeración codicial de
las obligaciones y derechos de todo los fieles comience recordando la
obligación de vivir siempre la comunión con la Iglesia (cfr. can 209 §
1). En los movimientos se observa una acentuación de la experiencia de
la Iglesia en su aspecto de comunión entre los fieles, de aquella
fraternidad cristiana que el Señor ha puesto como signo distintivo para
sus discípulos (cfr. Ioh 13,35).
2. La contribución de los movimientos en la
circunstancias actuales
Para enmarcar adecuadamente los movimientos
eclesiales, además de la renovación eclesiológica del Vaticano II, es
necesario tener en cuenta la importante contribución que ellos están
providencialmente ofreciendo a la Iglesia en la época posconciliar. Dicha
contribución podríamos sintetizarla en los puntos siguientes:
– El desafío del secularismo y la urgencia
de una nueva evangelización. La creciente secularización que, con
diversos matices y expresiones, ha dilagado en la sociedad occidental,
constituye actualmente uno de los mayores desafíos para la Iglesia. No
es nada fácil resistir a esta corriente, y muchas veces resulta arduo
vivir en coherencia con el Evangelio. Más difícil aún es, sin la ayuda
de otras personas –y, por ejemplo, sin el aliento recibido en un
movimiento–, desarrollar una acción que incida socialmente y contribuya
a transformar el ambiente según los principios cristianos. En este
sentido, a la luz de las exigencias que plantea la nueva evangelización,
los movimientos ofrecen una preciosa aportación (12). El fundador de uno
de los principales movimientos ha observado: “Evangelizar de modo
misional hoy no significa sólo salir para tierras lejanas, sino también
penetrar en aquellos nuevos ambientes de vida, que continuamente son
creados por las transformaciones de nuestra sociedad, y testimoniar el
amor de Cristo que hace la vida del hombre más humana, y le permite
caminar hacia la verdad” (13). Se explica así por qué en los movimientos
se aprecia una clara actitud anticonformista, un deseo de transformar el
mundo siendo levadura en la masa. Es precisamente el aspecto que el
Vaticano II ha individuado como peculiaridad de la misión de los fieles
laicos en la Iglesia (cfr. Lumen Gentium, 31-36), lo cual
supone una actitud positiva frente al mundo, no entendido ya como reino
del pecado, sino como parte integrante del plan salvífico de Dios.
– Las dificultades de la época posconciliar.
Los años que siguieron al Vaticano II se caracterizaron por un gran
entusiasmo, pero también por unos deseos de cambios animados, a veces,
por interpretaciones incorrectas de los textos conciliares. De ahí
surgió una confusión doctrinal que tuvo notables consecuencias, también
prácticas, en la vida de los fieles. No nos detenemos a explicar dicho
fenómeno, que ha sido analizado por muchos autores y es sobradamente
conocido (14). Lo que sí nos interesa señalar es cómo en los movimientos
se advierte el deseo de una renovación teológica y espiritual que
valorice adecuadamente la función de guía ejercida por el Magisterio.
Esto ha contribuido indudablemente a serenar el ambiente, y a promover
una correcta recepción del Concilio. En esta perspectiva, hay que
reconocer el papel providencial de muchos movimientos que, con sus
carismas, subrayan y dan operatividad a unas u otras enseñanzas
conciliares, llevando a cabo una función importante en el proceso de su
recepción, puesta en práctica y difusión. Además, los carismas de los
movimientos están contribuyendo a revitalizar aspectos de la vida
eclesial que parecían haberse oscurecido en algunos sectores del pueblo
de Dios. Entre ellos destacan el amor a la Iglesia y a su liturgia, la
relación filial hacia el Romano Pontífice y la devoción mariana. La
acentuación que estos importantes aspectos de la fe reciben en los
movimientos muestra claramente la acción providencial del Espíritu que
sigue guiando y animando la Iglesia.
– Las limitaciones de la pastoral
parroquial. Numerosas declaraciones magisteriales y estudios teológicos
han subrayado la función insustituible de la parroquia, recordando
también la urgencia de revitalizarla (15). Al mismo tiempo, ha sido
señalado que muchas veces la parroquia no está en condiciones de hacer
frente a la inmensa y compleja tarea pastoral de la Iglesia en nuestros
días. “En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y
de acción, para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las
múltiples y variadas condiciones de vida de los hombres de hoy.
Igualmente, otras muchas funciones de irradiación religiosa y de
apostolado de ambiente en el campo cultural, social, educativo,
profesional, etc., no pueden tener como centro o punto de partida la
parroquia” (Christifideles laici, 26/c).
3. Las características estructurales de los
movimientos
Para concluir estas observaciones acerca del
marco eclesiológico de los movimientos, señalamos las principales
características estructurales de los movimientos.
– Un fenómeno de ámbito universal o
transdiocesano. La universalidad propia de los movimientos no es una
característica sólo geográfica o sociológica, sino que también
teológica. Ellos constituyen una realidad de la Iglesia universal que
está llamada a actuarse en las Iglesias particulares. De esta manera,
los movimientos las enriquecen, alejando el peligro de los
“particularismos”, y favoreciendo la comunión entre ellas (16).
– Elasticidad y variedad de formas de
pertenencia y de compromiso. Es ésta una característica estructural que
refleja el espíritu subyacente al fenómeno de los movimientos. La
elasticidad y la variedad entre las modalidades de pertenencia, reflejan
la gran diversidad de situaciones en las que viven los fieles laicos, y
en las que siguen viviendo también después de su adhesión a un
movimiento. Se observa aquí algo que distingue los movimientos de los
institutos de vida consagrada, y que implica serias dificultades cuando
se quiera dar a un movimiento una configuración canónica unitaria. De
hecho la mayoría de ellos han tenido que asumir diversas figuras
jurídicas (asociación, sociedad de vida apostólica, instituto secular
etc.) correspondientes a diversas ramas de sus miembros.
– Un fenómeno que interesa e implica,
frecuentemente, todo género de fieles. Aunque, como dijimos antes, los
movimientos eclesiales se dirigen principalmente a los fieles laicos, en
no pocas ocasiones se observa que no sólo sacerdotes, sino también
religiosos participan del impulso carismático del movimiento y colaboran
en sus actividades apostólicas. Esta participación no suscita dificultad
desde el punto de vista del movimiento, en virtud de la flexibilidad de
las formas de pertenencia al mismo. Sin embargo, sí puede resultar
problemático desde el punto de vista de los compromisos que los
religiosos han contraído con su respectivo instituto.
Notas
(1) J. RATZINGER, V. MESSORI, Informe
sobre la fe, Madrid 1985, pp. 49-50.
(2) G. AMBROSIO, La comunità ecclesiale
italiana tra istituzione e movimenti, en “La Rivista del Clero
Italiano” 68 (1987) p. 87 (la traducción es nuestra).
(3) Para las asociaciones –que constituyen la
forma jurídica más común para los movimientos– el CIC dice tan sólo que
“están bajo la vigilancia de la autoridad eclesiástica competente” (can
305 § 1). Para las asociaciones públicas se especifica que, según sus
estatutos, pueden tomar iniciativas, pero “siempre bajo la alta dirección
de la autoridad eclesiástica” (can 315); y para las asociaciones privadas,
además de la tarea de vigilancia por parte de la autoridad eclesiástica
competente, se añade la responsabilidad de “procurar que se evite la
dispersión de fuerzas, y ordenar al bien común el ejercicio de su
apostolado” (can 323 § 2).
(4) Cfr. especialmente el capítulo IV de
Lumen gentium y el decreto Apostolicam actuositatem.
Elocuente reflejo de este redescubrimiento conciliar son las obligaciones
y derechos de los fieles laicos formalizados por el CIC (cfr. cann
224-231).
(5) Decimos “principalmente”, ya que algunos
movimientos, además de los presbíteros que son necesarios para el
ministerio sagrado, acogen también a otros clérigos y a miembros de
Institutos religiosos.
(6) Una excepción aquí es el Movimiento
carismático.
(7) Acerca de las características de la noción
de carisma transmitida por los movimientos eclesiales cfr. L. GEROSA,
Carismi e movimenti nella Chiesa oggi. Riflessioni canonistiche alla
chiusura del Sinodo dei Vescovi sui laici, en “Ius Canonicum” 28
(1988) pp. 665-680.
(8) Uno de los precursores en este aspecto de
la doctrina conciliar, el Beato J. Escrivá, ya en el año 1930 había
escrito: “Hemos venido a decir [...] que la santidad no es cosa para
privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor:
de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su
profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin
apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el
propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma
la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser
ocasión de un encuentro con Cristo” (Beato J. ESCRIVÁ, Carta, 24-III-1930,
n. 2, citada por F. OCÁRIZ, La vocación al Opus Dei como vocación en
la Iglesia, en AA.VV., “El Opus Dei en la Iglesia”, Madrid 1993, pp.
168-169).
(9) Además del cap. IV de Lumen gentium
y de diversos números de Gaudium et spes, el Concilio ha dedicado
a los laicos el decreto Apostolicam actuositatem. Acerca del tema
cfr. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Madrid 1969.
(10) G. DANNEELS, Evangelizzare l’Europa
secolarizzata, en “Il Regno-documenti” 30 (1985) p. 585 (la
traducción es nuestra).
(11) Cfr., sobre todo, la Relación final
del Sínodo extraordinario de los Obispos celebrado en 1985.
(12) Cfr. Christifideles laici, 29/d
y las consideraciones de la encíclica Redemptoris Missio (1990)
acerca de los “modernos aeropagos” (cfr. n. 37/c).
(13) L. GIUSSANI, Missione della Chiesa e
carisma di fondazione. È la sfida della cattolicità ai movimenti
ecclesiali, en “L’Osservatore Romano”, Anno 125, N. 249 (27-X-1985),
p. 5 (la traducción es nuestra).
(14) Cfr., por ejemplo, J. RATZINGER, V.
MESSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985.
(15) Entre los textos del Magisterio
recordamos las afirmaciones de Christifideles laici, 26 y 27.
(16) Bajo este punto de vista, se trata de un
fenómeno análogo al de los Religiosos. Sobre la cuestión cfr. S. RECCHI,
Gli istituti di vita consacrata: segno dell’universalità nella Chiesa
particolare, en “Quaderni di diritto ecclesiale” 9 (1996) pp. 58-65.
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