La inserción de los movimientos eclesiales en
las iglesias particulares
Autor: Arturo Cattaneo
Publicado por escrito en "Ius Canonicum", 38 (1998) 571-594.
Se publica en esta página web con permiso del autor.
La novedad constituida por el surgir repentino
y vivaz de los movimientos ha llevado consigo algunas lógicas dificultades
para su inserción en la pastoral de las Iglesias particulares. La historia
enseña que las novedades en el ámbito de las iniciativas carismáticas y
apostólicas requieren siempre un tiempo para ser asimiladas e integradas
en las estructuras de la Iglesia. En este sentido, se ha señalado un
paralelismo entre las dificultades encontradas por los movimientos y
aquellas que encontraron en su día las nuevas órdenes religiosas, y en
particular las órdenes mendicantes (1). Éstas constituían, en efecto, una
presencia diocesana mayor que las órdenes monásticas; pero mucho mayor aún
es la presencia diocesana de los movimientos eclesiales.
Otras dificultades para la inserción de los
movimientos surgen de las inevitables limitaciones y defectos humanos que
pueden darse tanto por parte de los miembros de los movimientos, como por
parte de la Jerarquía local: falta de prudencia, de experiencia,
prejuicios, incomprensiones, espíritu de capillita, etc. Este tipo de
dificultades se supera sobre todo con el diálogo animado por la caridad,
con paciencia y buena voluntad para comprender y hacerse entender.
Además de los motivos mencionados, nos parece
advertir otra dificultad de orden más propiamente teológico. Se trata de
la asimilación y la aplicación pastoral de las consecuencias del misterio
de la Iglesia particular, y esto tanto por parte de las Iglesias locales,
como también por parte de los movimientos (2). Cuando hablamos del
misterio de la Iglesia particular nos referimos a la mutua interioridad
entre Iglesia universal e Iglesia particular, y –como consecuencia de esta
reciprocidad– a la apertura de la Iglesia particular hacia la universal,
o, en otras palabras, a la catolicidad como característica esencial de
cada Iglesia particular y, en ella, a la comunión que implica
pluriformidad en la unidad. Es significativo que la exhortación apostólica
Christifideles laici inicie el capítulo “Iglesias particulares e Iglesia
universal” con las siguientes palabras: “Para poder participar
adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles
laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su
relación originaria con la Iglesia universal” (n. 25).
Pero antes de examinar dichas consecuencias
pastorales, resumimos los aspectos principales del misterio de la Iglesia
particular, que constituyen los presupuestos eclesiológicos para la
inserción de los movimientos eclesiales.
1. Los presupuestos eclesiológicos y jurídicos
para la inserción de los movimientos en las Iglesias particulares
El Vaticano II ha ofrecido las bases para el
desarrollo de la teología de la Iglesia particular, y para la comprensión
de su misterio (3). Está así creciendo la sensibilidad hacia las
consecuencias pastorales que de él se desprenden, como la unidad, la
catolicidad, la comunión y la misión de la Iglesia particular.
– La mutua interioridad entre Iglesia
universal e Iglesia particular. El núcleo del misterio de la Iglesia
particular ha sido situado por el Vaticano II en la mutua interioridad
entre las dos dimensiones de la Iglesia: universal y particular. Dicho
misterio puede, por tanto, definirse como “la presencia del todo en la
parte, permaneciendo ésta como parte del todo” (4). La mutua
interioridad se manifiesta como exigencia de ejemplaridad para la
Iglesia particular cuando el Concilio afirma que “los Obispos son
principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares,
formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y desde las
cuales existe la sola y única Iglesia católica” (Lumen Gentium,
23/a). Las consecuencias operativas de esta realidad se encuentran
expresadas en las siguientes afirmaciones: “En la Iglesia particular se
encuentra verdaderamente presente y operante la Iglesia de Cristo, una,
santa, católica y apostólica” (Christus Dominus, 11/a); y “la
lglesia particular está llamada a hacer presente, en el modo más
perfecto posible, la Iglesia universal” (AG, 20/a) (5). Acerca de esta
característica del misterio de la Iglesia particular se ha observado:
“Esta pluriformidad de la communio que es la Iglesia universal reaparece
como exigencia de fondo y, por tanto, como tarea, en el misterio de la
Iglesia particular [...]. Los diversos carismas, las múltiples
vocaciones, el ministerio presbiteral y diaconal, el testimonio de la
vida consagrada, la acción apostólica de las instituciones jerárquicas
de naturaleza transdiocesana, es decir, las riquezas vitales y
estructurales de la Iglesia universal, todas las exigencias de su misión
en el mundo, existunt, insunt et operantur en la realidad
concreta de la Iglesia local” (6). Desde este núcleo del misterio de la
Iglesia particular se derivan numerosas consecuencias para su gobierno,
su estructura, su vida, y por tanto también para los movimientos. Ellos,
en cuanto realidades de la Iglesia universal (7), y en virtud de la
mencionada mutua interioridad, están llamados a hacerse presentes y a
obrar en las Iglesias particulares. Las reflexiones que siguen pueden
ser consideradas como un desarrollo de las consecuencias de este
principio eclesiológico.
– La catolicidad de la Iglesia particular:
el espacio para la variedad de los carismas. El misterio de la Iglesia
particular puede también sintetizarse en su catolicidad, una de las
cuatro propiedades esenciales –mutuamente implicadas– de la naturaleza y
de la misión de la Iglesia. Estas propiedades son un don y una tarea que
la Iglesia no se confiere a si misma; “es Cristo, quien, por el Espíritu
Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y El es
también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades”
(Catecismo de la Iglesia Católica, 811). Una insuficiente o incorrecta
comprensión de esta tarea llevaría hacia un empobrecimiento de la
Iglesia particular y provocaría un uniformismo pastoral que haría
difícil, si no imposible, la inserción y la actuación de los distintos
movimientos de origen carismático. A veces, “bajo el entusiasmo de la
«coordinación pastoral» y de la «pastoral de conjunto», con la
fascinación de aplicar técnicas de eficacia, asumidas de la sociología
empresarial o de la psicología pedagógica, se ha invadido la Iglesia de
normas, programas, planificaciones obligatorias, etc. La tendencia es al
control y a no reconocer como legítima más que la acción promovida
oficialmente a través de organismos públicos. En muchos programas de
pastoral se imponen no sólo los objetivos comunes, sino los métodos y
las instituciones, no dando cabida a la iniciativa personal o de grupo
más que en la medida en que se subordinen a todo el entramado” (8). Ha
sido también perspicazmente observado que “con frecuencia, el primer
prisionero del organigrama es el mismo Obispo, como ya ha sido puesto de
relieve en el análisis de algunas Iglesias particulares de la provincia
eclesiástica de Holanda. Quienes no se pliegan a las determinaciones del
Apparat son considerados marginales a la vida de la diócesis, quedan
fuera de las paradójicamente llamadas «estructuras de comunión»” (9).
Entender la catolicidad de la Iglesia
particular significa, entre otras cosas, considerar al Espíritu Santo y
sus dones multiformes como elementos esenciales de su vida. Según el can
369 del Código de Derecho Canónico la tarea ministerial del obispo y su
presbiterio consiste en congregar la porción del pueblo de Dios “en el
Espíritu Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía”. Y el Catecismo de
la Iglesia católica, entre los aspectos de la catolicidad de la Iglesia,
señala la “plenitud de los medios de salvación” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 868). Entre estos últimos es el Espíritu Santo quien juega el
papel principal, quien –en términos del Vaticano II– santifica,
vivifica, renueva, guía, unifica la Iglesia y “la enriquece con
múltiples dones jerárquicos y carismáticos” (Lumen Gentium, 4).
De ahí que “el olvido del Espíritu Santo como principio de unidad y de
diversidad, ha llevado a una concepción unitaria y uniformizadora de la
vida eclesial. [...] La renovación de la pneumatología es pues la clave
para poder revitalizar las Iglesias particulares” (10). Podemos entonces
concluir que “la reflexión teológica acerca de la catolicidad de la
Iglesia local aparece cada vez más importante para la configuración de
la identidad de la Iglesia local y de la relación entre la Iglesia local
y la Iglesia universal, y para poner de relieve las dimensiones
ecuménica, misional y antropológica de la Iglesia” (11).
– La comunión en la Iglesia particular: la
pluriformidad en la unidad. Una de las ideas centrales del Concilio,
cuya relevancia fue gradualmente reconocida en el periodo posconciliar,
es la de comunión. Esta noción se reveló muy apropiada para expresar los
diversos aspectos de la vida eclesial: su origen, su fin y las
relaciones entre los fieles de cada orden. Para el tema que nos ocupa,
interesa recordar que la comunión permite armonizar diversidad y unidad.
El Sínodo extraordinario de los Obispos –convocado en el 1985 para
celebrar, verificar y promover el Vaticano II– ha evidenciado este
principio eclesiológico. La Relación final del Sínodo ha señalado: “Aquí
encontramos el verdadero principio teológico de la variedad y la
pluriformidad en la unidad, pero hay que distinguir la pluriformidad del
mero pluralismo. Cuando la pluriformidad es una verdadera riqueza y
lleva consigo la plenitud, ella es la verdadera catolicidad. Por el
contrario, el pluralismo de posturas fundamentalmente opuestas lleva a
la disolución, destrucción y perdida de la identidad” (12).
2. La misión del obispo diocesano
De manera sucinta, apuntamos los aspectos de
la misión del obispo diocesano que más de cerca se refieren a la inserción
de los movimientos en la pastoral de la Iglesia particular.
– Principio y fundamento de la unidad en la
Iglesia particular. El Vaticano II ha afirmado que los obispos
diocesanos son “principio y fundamento visible de la unidad en sus
Iglesias particulares” (Lumen Gentium, 23/a). En esta frase
está sintetizada la tarea del obispo en la Iglesia particular a él
confiada. Por lo que se refiere la inserción de los movimientos en la
Iglesia particular compete al obispo establecer las directrices y las
prioridades pastorales en orden a la coordinación y a la íntima unidad
de las diferentes formas de apostolado (13), y vigilar a fin de que los
movimientos armonicen en este sentido su acción apostólica. El obispo
podrá también pedir a los movimientos colaborar con iniciativas
pastorales diocesanas, pero esto no puede significar que un carisma sea
torcido o alterado en favor de exigencias particulares. El Pastor local
buscará, al contrario –aunque manteniendo siempre la perspectiva del
bien de toda su Iglesia–, valorar la especificidad de los diversos
movimientos. Ellos procurarán, a su vez, sintonizar con las líneas
pastorales marcadas por el obispo y seguirlas, pero siempre según las
características del propio carisma.
– Promotor de la catolicidad y de la
comunión en la Iglesia particular. La catolicidad de la Iglesia
particular es, en un cierto sentido, una realidad complementaria a su
unidad. La misión del obispo, en cuanto promotor de esta característica
de la Iglesia, implica la captación de que la diversidad de ministerios,
carismas, formas de vida y de apostolado no son un obstáculo para la
unidad de la Iglesia particular, sino un enriquecimiento. Esta
pluriformidad en la comunión de la Iglesia particular no puede,
consiguientemente, ser simplemente aceptada, sino que debe ser apreciada
y promovida. En este sentido, el canon 394 § 1 del Código de Derecho
Canónico así se expresa: “Fomente el Obispo en la diócesis las distintas
formas de apostolado”. Y en el § 2 dice: “... exhorte a los fieles a que
participen en las diversas iniciativas de apostolado”. En todo esto es
decisivo saber distinguir entre unidad y uniformismo. Un importante
documento magisterial afirma que los obispos diocesanos han de promover
“una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad,
sino que les confieren en cambio el carácter de «comunión»” (14). Al
respecto se ha también observado que “la tentación de la uniformidad,
del monolitismo, del concordismo, es antieclesial, precisamente porque
transforma la comunión en un monismo” (15). Para la inserción de los
movimientos en la pastoral de la Iglesia particular juegan un papel de
primaria importancia las parroquias. Compete al obispo cuidar de que
éstas sean células vivas en el organismo eclesial y que se establezca
una sana simbiosis entre ellas y la vitalidad de los movimientos. Hay
que superar la tendencia a considerarse “en competencia”, procurando que
las parroquias se abran a los movimientos (16), según aquella concepción
de parroquia que en la teología pastoral suele designarse “comunidad de
comunidades” (17).
– Discernimiento y promoción de los
carismas. Apoyándose en la doctrina paulina (cfr. 1Ts 5,12 y 19-21), el
Vaticano II ha reafirmado que a los Pastores compete el juicio acerca de
la autenticidad de los carismas y de su ordenado ejercicio. Sin embargo,
el Concilio ha también recordado a los Pastores la responsabilidad “de
no apagar el Espíritu, sino de probarlo todo y quedarse con lo bueno” (Lumen
Gentium, 12). En este sentido, se entiende que el Papa no se limite
a afirmar la necesidad del discernimiento de los carismas por parte de
los obispos, sino que los exhorte a acompañar esta función “con la guía
y, sobre todo, con el estímulo a un crecimiento de las asociaciones de
los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia” (CfL, 31/a).
Esta tarea de discernimiento y de acompañamiento de los carismas por
parte del obispo diocesano adquiere una importancia capital en el surgir
de los movimientos. En el ejercicio de esta función, el obispo tendrá en
cuenta las numerosas advertencias del Vaticano II y del Código de
Derecho Canónico a los Pastores para que respeten, alienten y promuevan
la libertad, la responsabilidad y las iniciativas de los fieles laicos,
en modo particular en el perfeccionamiento cristiano de las realidades
temporales (18).
Una observación puede hacerse a propósito
del discernimiento por obra del obispo local de los movimientos que ya
han recibido la aprobación de la Santa Sede. En el caso en que uno de
estos movimientos quisiera empezar su actividad en una diócesis, el
obispo local –garante de la catolicidad de su Iglesia particular– tendrá
en cuenta la aprobación que el movimiento ha recibido a nivel de Iglesia
universal. La tarea del obispo no será entonces la de llevar a cabo un
discernimiento “ex novo”, sino que se limitará a verificar la fidelidad
al Espíritu o al carisma por parte de los que quieren hacerlo operativo
en el ámbito de la diócesis (19). Esta verificación tendrá lógicamente
que hacerse en diálogo con los responsables del movimiento. Siendo cada
carisma un don a la Iglesia particular, y recordando el deber de no
apagar el Espíritu, sino de conservar lo que es bueno (cfr. Lumen
Gentium, 12/b), se comprende que sólo razones verdaderamente graves
podrían justificar por parte de un obispo no acoger en la diócesis un
movimiento aprobado por la Santa Sede (20). La responsabilidad del
obispo de armonizar el ejercicio de un carisma con la pastoral diocesana
no puede separarse de la de ser “custodio paterno del bien de aquel
carisma que debe considerar como confiado a él, como un bien para su
Iglesia, un bien que debe proteger, porque el Espíritu se lo ha confiado
también para su santidad y la de su comunidad” (21).
– Moderador de “todo aquello que pertenece
al orden del culto y del apostolado” (Lumen Gentium, 27/a). El
obispo diocesano está, por tanto, en el corazón de la Iglesia particular
ejercitando una función de moderador, de episkopé. En virtud de la
potestad sagrada, por la cual es ministro (servidor) del Espíritu, tiene
que vigilar para que las diversas iniciativas apostólicas, originadas
por los carismas, se desenvuelvan en la concordia y contribuyan a la
edificación de la Iglesia en la fidelidad a la tradición apostólica. Su
potestad no puede entenderse como el centro desde cuya plenitud manan
todos los ministerios y las iniciativas apostólicas en la su Iglesia,
sino como el centro que unifica, coordina, alienta, promueve y modera,
siempre consciente de la responsabilidad de secundar la multiforme
acción del Espíritu (22).
En esta perspectiva debe leerse la
afirmación de Lumen gentium según la cual “vi huius
potestatis Episcopi sacrum ius et coram Domino officium habent in suos
subditos leges ferendi, iudicium faciendi, atque omnia, quae ad cultus
apostolatusque ordinem pertinent, moderandi” (Lumen Gentium,
27/a). El Concilio no quiere aquí afirmar que el obispo tenga que
gobernar el apostolado realizado por cada fiel o grupo de fieles de la
diócesis, lo cual sería además sencillamente imposible. El Concilio no
dice , en efecto, “gobernar todo el apostolado”, sino “moderar todo lo
que se refiere al orden del culto y del apostolado”. El objeto de lo que
debe ser moderado no es directamente el apostolado, sino el orden del
apostolado. No es lo mismo decir “moderar el apostolado” que decir
“moderar el orden del apostolado”, es decir, cuidar de que las
actividades apostólicas se desenvuelvan ordenadamente. La misma idea
emerge en otros textos conciliares que se refieren a la misión de la
Jerarquía respecto del apostolado (23), y en este sentido hay que
entender el can 394 del Código de Derecho Canónico cuando exhorta al
obispo a cuidar que “omnia apostolatus opera, servata uniuscuiusque
propria indole, sub suo moderamine coordinentur”. A propósito de
las asociaciones privadas se señala que corresponde a la autoridad
eclesiástica, respetando su autonomía, “vigilar y procurar que se evite
la dispersión de fuerzas, y ordenar al bien común el ejercicio de su
apostolado” (can 323 § 2).
El sentido del término “moderar” es
explicitado en el decreto conciliar sobre la función pastoral de los
obispos en el sentido de una “coordinación e íntima conexión de todas
las obras apostólicas” (Christus Dominus, 17/a) (24). Para ello
el obispo establecerá las grandes directrices que servirán para orientar
y promover las diversas iniciativas apostólicas, y vigilará a fin de que
todo (en la variedad de vocaciones y carismas) contribuya a la
edificación de la Iglesia. Lo cual implica, evidentemente, que si fuera
necesario, el obispo podrá (o tendrá) que intervenir ejercitando su
potestad de gobierno para evitar un pluralismo disolvente (25). En esta
tarea de moderación el obispo ejercitará su potestad de gobierno en la
medida en que las diversas personas e iniciativas apostólicas estén,
también jurídicamente, vinculadas a él. En una diócesis hay, de hecho,
una gran variedad de situaciones personales e institucionales que
reflejan la pluriformidad de la vida eclesial. Evidentemente, la misión
del obispo en la Iglesia particular no se limita al ejercicio,
jurídicamente vinculante, de la potestad de jurisdicción, sino que
implicará consejos y exhortaciones que los movimientos, como todos en la
diócesis, acogerán con espíritu filial.
3. Exigencias que los movimientos han de tener
en cuenta para su inserción en las Iglesias particulares
Asimilar y expresar el misterio de la Iglesia
particular –y sobre todo la unidad y la catolicidad– es una tarea que
recae también sobre los movimientos. En caso contrario, se daría razón a
las críticas que hemos señalado a propósito de las dificultades en orden a
su inserción en la Iglesia particular. Nadie –y ningún movimiento tampoco–
puede estar tan seguro de sí mismo para rechazar, por principio, las
sugerencias que se le hacen. Por otro lado, no hay que olvidar que en los
movimientos eclesiales existe, además del impulso carismático, una
dimensión humana e histórica. Esto implica limitaciones y defectos que
requieren un continuo proceso de perfeccionamiento.
A continuación señalamos las exigencias más
relevantes en orden a la inserción de los movimientos en las Iglesias
particulares. Nuestras consideraciones tienen necesariamente un carácter
general, ya que en la inserción de los movimientos habrá que tener en
cuenta también las peculiaridades de cada uno de ellos. Todas estas
exigencias se reflejarán en sus Estatutos, o normas equivalentes. Parte
importante de la misión de sus dirigentes será el promover entre todos los
miembros la correspondiente toma de conciencia y la adecuada actitud
eclesial.
– Unidad con el obispo diocesano. La primera
y principal exigencia que los movimientos han de tener en cuenta en
orden a su inserción en la Iglesia particular es, sin duda, la filial y
cordial unión con el obispo diocesano, además de con el Romano
Pontífice. En la medida en que un movimiento adquiere fuerza y extensión
esta exigencia se hace particularmente importante. Junto con el
desarrollo del movimiento podría crecer también la tentación de
considerarse “independientes” del obispo. Conviene entonces recordar
que, como consecuencia de la mutua interioridad entre Iglesia universal
y particular, el bien conocido principio eclesiológico “ubi Petrus,
ibi Ecclesia” se puede formular también diciendo: “ubi
episcopus, ibi Ecclesia” (26). Si se quiere que las diversas
iniciativas apostólicas introducidas en la diócesis por los movimientos
no provoquen un pluralismo disolvente, sino que contribuyan a la
verdadera riqueza católica, ellos tendrán que cultivar la comunión que
tiene en el obispo el primer punto de referencia. La oración de Jesús en
el cenáculo por la unidad de la Iglesia (Ioh 17,21), en aquel momento
tan especial de su vida, nos muestra su relevancia para el bien de la
Iglesia.
– Enraizamiento del carisma en la realidad
social y pastoral de cada lugar. La característica universalidad de los
movimientos no puede hacernos olvidar que la Iglesia posee también una
esencial dimensión particular. Los movimientos son, pues, plenamente
eclesiales también en la medida en que consiguen enraizarse en las
Iglesias particulares. La visión universal de la Iglesia, que representa
una de las contribuciones más valiosas de los movimientos a las Iglesias
particulares, se volvería una visión platónicamente universalista, si
llevara a perder de vista la realidad y los problemas de la Iglesia
local. También esto es amor a la Iglesia. La tendencia universalista
podría ser favorecida por el hecho de que el punto de referencia de los
miembros de los movimientos se halla normalmente fuera del ámbito
diocesano. El fuerte sentido de pertenencia experimentado al interior
del movimiento podría oscurecer el sentido de pertenencia originaria a
la Iglesia particular y la responsabilidad de cada uno hacia ella (27).
Problemático sería si un movimiento eclesial
quisiera “exportar” su experiencia –madurada, por ejemplo, en ámbito y
con características europeas– a otros continentes, donde la situación
social y cultural es tan diversa, sin adecuarse y sin prestar la
suficiente atención al camino pastoral realizado por aquellas Iglesias
locales (28). Los miembros de los movimientos, permaneciendo fieles al
respectivo carisma, tendrán que empeñarse para introducirlo
creativamente en la vida de la respectiva Iglesia local. Lo cual no
significa necesariamente que tengan que participar en las estructuras
pastorales diocesanas: el campo de acción eclesial propio de los fieles
laicos es, en efecto, la vida familiar, social, profesional, política,
cultural, deportiva, etc. Con su presencia capilar en la vida de la
diócesis evitarán que el carisma del movimiento pueda resultar en ella
como un cuerpo extraño. Se podría comparar con la inserción de un nuevo
instrumento musical en una orquesta que, aun conservando sus
características, se adecúa a las particularidades que encuentra con el
fin de ofrecer una verdadera sinfonía.
– Aprecio de otras realidades eclesiales. En
la medida en que los miembros de un movimiento tienen clara conciencia
de la catolicidad de la Iglesia particular, entenderán que su
movimiento, por excelente y completo que sea, constituye tan sólo uno de
los varios y complementares elementos que componen el conjunto sinfónico
que llamamos “catolicidad”. De esto se sigue que los miembros de los
movimientos tendrán aprecio también para otras experiencias y estilos de
vida cristiana. Se ha señalado el peligro que algunos miembros de un
movimiento, llevados por el entusiasmo de la propia experiencia, tiendan
a absolutizarla, y en consecuencia no sepan valorar otras maneras de
vivir y expresar la fe. Este peligro podría llevar también a querer
imponer a todos la propia espiritualidad o estilo de vida, sin la
necesaria apertura mental hacia tantas y variadas vocaciones existentes
en la Iglesia, y podría favorecer “una lectura en clave reductora del
mensaje cristiano” (29). Los miembros de los movimientos tendrán pues
que cultivar la humildad de reconocer que la propia experiencia no es la
única posible, y que el desarrollo de todo carisma es una
enriquecimiento para la Iglesia particular. Gracias a esta pluralidad de
rayos de luz el insondable misterio de Cristo podrá reflejarse en el
rostro de la Iglesia.
– Espíritu de servicio, sin dar cabida al
protagonismo. La conciencia de la naturaleza de la Iglesia particular y
la humildad de que hablábamos, llevará los movimientos a llevar a cabo
sus obras apostólicas con espíritu de servicio, con sincero deseo de
apoyar las iniciativas del obispo, según las características del propio
carisma. Esta actitud de servicio evitará, además, que los miembros de
un movimiento, dejándose arrastrar por un comprensible entusiasmo,
caigan en un protagonismo poco eclesial, que puede resultar
contraproducente en orden a la inserción en la comunión de la Iglesia
local. Esto no significa que un movimiento no tenga que promover
encuentros de distinto tipo y aparecer como tal. Sin embargo, cuando se
trata de participar en acontecimientos eclesiales junto con otros fieles
convendrá cuidar que el “espíritu de grupo” no dañe la comunión que
tiene que haber entre todos los miembros de la Iglesia.
– Espíritu de colaboración, superando la
tentación de encerrarse en la propia comunidad. Consecuencia de todo lo
expuesto es la disponibilidad de los miembros de los movimientos a
colaborar con otros fieles en iniciativas diocesanas o civiles:
catequesis, obras sociales, caritativas o educativas, etc. La actuación
de los miembros de un movimiento en semejantes iniciativas tendrá, de
todos modos, que ser compatible con las características del propio
carisma. Conviene además recordar que la acción apostólica de los fieles
laicos no puede limitarse a la colaboración en dichas iniciativas, sino
que tendrá que desarrollarse sobre todo en los múltiples contactos
personales en el ámbito familiar, social, profesional, etc. Este
espíritu de colaboración y de apertura hacia los demás es esencial para
evitar que surja aquella forma de “guetización” que fue descrita así:
“Los frecuentes contactos entre personas homogéneas y unidas por la
convergencia de ideales, puede facilitar la formación de comunidades en
las que se exalta la misma comunidad en detrimento de la comunión” (30).
– Consecuencias para la formación. Las
exigencias que hemos apuntado tendrán sus repercusiones en la formación
dada en los movimientos. Entre ellas hay que subrayar la necesidad de
evitar “particularismos” y educar según un espíritu auténticamente
católico. En este sentido habla el Directorio general para la catequesis
en el apartado titulado: “Asociaciones, movimientos y agrupaciones de
fieles” (31). Apoyándose en la exhortación apostólica de Juan Pablo II
Catechesi tradendae, el Directorio recuerda que “se debe
respetar la «naturaleza propia» de la catequesis, tratando de
desarrollar toda la riqueza de su concepto. [...] La catequesis, sea
cual sea el «lugar’ donde se realice, es, ante todo, formación orgánica
y básica de la fe. Ha de incluir, por tanto, un verdadero estudio de la
doctrina cristiana y constituir una seria formación religiosa, abierta a
todas las esferas de la vida cristiana” (n. 262, a). Esto no impide que
la finalidad y el carisma propio de cada movimiento confiera a la
formación dada por él determinados acentos, pero “la educación en la
espiritualidad particular de una asociación o movimiento, de una gran
riqueza para la Iglesia, siempre será más propia de un momento posterior
al de la formación básica cristiana, que inicia con lo que es común a
cada cristiano” (n. 262, b).
– Transparencia en el modo de actuar y de
informar. La inserción en la Iglesia particular será, sin duda,
favorecida por la transparencia con la cual un movimiento actúa e
informa acerca de sus características, objetivos y actividades. Aunque
tenga que respetarse el derecho de cada persona –y también de cada
movimiento– a la propia intimidad, y no se pueda exigir que todo sea
exhibido al público, no se debe olvidar que una actitud de excesiva
discreción puede causar temores, desconfianzas o sospechas que
dificultarían la inserción del movimiento. El deber de informar adquiere
una importancia especial con respecto al obispo diocesano.
Aunque estas reflexiones sobre las exigencias
que los movimientos eclesiales han de tener en cuenta podrían parecer algo
críticas hacia ellos, no queremos en absoluto minimizar su providencial
nacimiento y difusión. Deseamos, eso sí, que las consideraciones hechas
contribuyan al discernimiento del carisma y camino eclesial de cada uno.
“La actual progresiva secularización nos lleva
a mirar con especial interés hacia la actividad insustituible de estas
«células» vitales, donde se mantiene y se difunde una fe firme” (32). En
el umbral del tercer milenio y frente a la cada vez más urgente nueva
evangelización, su importancia aparece en continuo aumento. Al mismo
tiempo ha de crecer también la profundización teológica y el sabio
perfeccionamiento de la praxis pastoral y apostólica por parte de los
movimientos. La condición histórica de cada experiencia eclesial implica
la necesidad de sucesivas revisiones y el esfuerzo para superar las
dificultades y corregir eventuales defectos. La eclesiología avanza
también así: desde abajo hacia arriba, resolviendo poco a poco los
problemas que van surgiendo en la fidelidad al Espíritu que no cesa de
guiar la Iglesia.
Notas
(1) Cfr., por ejemplo, P.J. CORDES, La
“communio” nella Chiesa, en AA.VV., “I movimenti nella Chiesa”,
Atti del II Colloquio Internazionale, Milano 1987, pp. 51-55.
(2) En este sentido, se ha observado: “I
reiterati inviti del Concilio e dei Pontefici seguenti alle aggregazioni
ecclesiali, perché intrattengano un rapporto cordiale di collaborazione
con l’autorità pastorale, corrono il rischio di introdurre strategie
compromissorie, che servono al più a contenere gli eccessi, ma non
propiziano una effettiva «pedagogia» di introduzione al senso della Chiesa
quale realtà storica” (F.G. BRAMBILLA, Le aggregazioni ecclesiali nei
documenti del magistero dal Concilio fino a oggi, en “La Scuola
Cattolica” 116 (1988) p. 509).
(3) Para la teología de la Iglesia particular
en vísperas del Concilio, vid. J. R. VILLAR, Teología de la Iglesia
particular. La doctrina sobre la Iglesia particular en la teología de
lengua francesa (1945-1964), Pamplona 1991.
(4) P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y
Prelaturas personales, Pamplona 1985, p. 142.
(5) Afirmaciones recogidas en el canon 369 del
CIC.
(6) P. RODRÍGUEZ, La comunión dentro de la
Iglesia local, en AA.VV., “Iglesia universal e Iglesias
particulares”, Actas del IX Simposio Internacional de Teología,
Pamplona 1989, pp. 490-491.
(7) Aunque los movimientos surgen,
lógicamente, en una determinada diócesis, se caracterizan por una misión
tendencialmente universal o transdiocesana.
(8) L. VELA, Dialéctica eclesial: Carismas
y derecho canónico, en “Estudios Eclesiásticos” 65 (1990) p.
38. El mismo autor aclara que “son convenientes los directorios y los
programas de pastoral, pero concebidos como integración de un pluralismo y
como promotores de todas las virtualidades carismáticas que el Espíritu
conceda a la Iglesia. Los monocultivos suelen ser la ruina de la economía
agrícola, y las monopastorales, la ruina de la creatividad carismática”
(ibid.).
(9) P. RODRÍGUEZ, La comunión dentro de la
Iglesia local, o.c., p. 488.
(10) H.-M. LEGRAND, Implicazioni
teologiche della rivalorizzazione delle Chiese locali, en
“Concilium” 8, 1 (1972) p. 80 (la traducción es nuestra).
(11) D. VALENTINI, La cattolicità della
Chiesa locale, en AA.VV., “L’ecclesiologia contemporanea”
editado por D. Valentini, Padova 1994, p. 70 (la traducción es nuestra).
(12) SINODO EXTRAORDINARIO DE LOS OBISPOS DEL
1985, Relación final, II B 2.
(13) Cfr. CD, 17/a.
(14) CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Communionis notio. Carta a los Obispos sobre algunos aspectos de la
Iglesia entendida como comunión (1992), n. 15/a.
(15) J.M.R. TILLARD, L’Église de Dieu est
une communion, en “Irenikon” 53 (1980) p. 457 (la traducción
es nuestra).
(16) Al respecto, Juan Pablo II ha señalado:
“È necessario perciò che la parrocchia sia una comunità aperta a tutte
queste iniziative di irradiazione religiosa e di apostolato di ambiente
che non hanno o non possono avere la parrocchia come punto di partenza”
(JUAN PABLO II, Discorso alla Plenaria della Congregazione per il
Clero, 20 ottobre 1984, en “Insegnamenti” VII, 2 (1984) p. 986).
(17) La significativa expresión parece haber
sido introducida por G. BONICELLI en 1971. Sobre la cuestión cfr. G.
ANGELINI, L’immagine concreta della parrocchia: rischi e opportunità
di un progetto pastorale, en AA.VV., “Chiesa e parrocchia”
(editado por la Facoltà Teologica dell’Italia Settentrionale), Torino
1989, p. 112, nota 9.
(18) Cfr. Lumen Gentium, 37/b; CD,
16/e; PO, 9/b; AG, 21/d; AA, 24/a. El Código de Derecho Canónico ha
formalizado esta doctrina afirmando los respectivos derechos y deberes de
los fieles laicos (cfr., en particular, cánones 225 y 227).
(19) En este sentido, se ha pronunciado el
entonces arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia episcopal
española, Mons. A. SUQUÍA, el cual dedicó su intervención en el Sínodo de
los obispos de 1987 al tema de los movimientos. Cfr. “Vida nueva” 1606
(1987) p. 53 [2373].
(20) Cfr. J. CASTELLANO, Movimenti
ecclesiali. Una presenza carismatica nella Chiesa di oggi, en
“Rivista di Vita Spirituale” 41 (1987) p. 513.
(21) A. SICARI, Unità e pluriformità nella
Chiesa, en AA.VV., “I laici e la missione della Chiesa”,
Milano 1987, p. 80 (la traducción es nuestra).
(22) Cfr. E. LANNE, L’Évêque et les autres
ministères, en “Irenikon” 48 (1975) p. 196. Al respecto, se
ha también señalado: “Il Vescovo ha il carisma dell’insieme, non l’insieme
dei carismi; ha il carisma di salvaguardare l’unità nella varietà” (L.
NEGRI, L’insegnamento di Giovanni Paolo II, Milano 1991, p. 103).
(23) En el Decreto sobre el apostolado de los
laicos se encuentran las dos siguientes afirmaciones: “Non minus
necessaria est cooperatio inter varias apostolatus incepta, congrue ab
Hierarchia ordinata” (AA, 23/a); y esta otra: “Hierarchiae est laicorum
apostolatum fovere, principia et subsidia spiritualia praebere, eiusdem
apostolatus exercitium ad bonum commune Ecclesiae ordinare” (Decreto
Apostolicam Actuositatem, 24/a).
(24) “...omnium operum apostolatus, sub
moderamini Episcopi, coordinatio atque intima coniunctio...”.
(25) A propósito de “pluralismo”, recordemos
la ya citada distinción entre una legítima pluriformidad y un pluralismo
que lleva a la disolución (cfr. SÍNODO EXTRAORDINARIO DE LOS OBISPOS DEL
1985, Relación final, II B 2).
(26) Entendiendo, evidentemente, que el obispo
esté en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio
episcopal (cfr. Lumen Gentium, 22/a).
(27) Cfr. S. DIANICH, Le nuove comunità e
la “grande Chiesa”: un problema ecclesiologico, en “La Scuola
Cattolica” 116 (1988) p. 528. En esta perspectiva el canon 209 del
Código de Derecho Canónico ha sido comentado por L. MARTÍNEZ SISTACH,
Los movimientos y asociaciones de fieles y la Iglesia particular, en
AA.VV., “El laicado en la Iglesia”. XXI Semana Española de Derecho
Canónico, Salamanca 1989, p. 141.
(28) Cfr. P. CODA, I movimenti ecclesiali.
Una lettura ecclesiologica, en “Lateranum” 57 (1991) p. 143.
(29) CEI - COMMISSIONE PER IL LAICATO, Le
aggregazioni laicali nella Chiesa, Roma 1993, n. 13, en “Il Regno-documenti”
11 (1993) p. 344 (la traducción es nuestra).
(30) A. FAVALE, Movimenti ecclesiali
contemporanei. Dimensioni storiche teologico-spirituali ed apostoliche,
Roma 1991, p. 574 (la traducción es nuestra).
(31) CONGREGACIÓN PARA EL CLERO,
Directorio general para la catequesis, Ciudad del Vaticano 1997, nn.
261-262.
(32) K. LEHMANN, I nuovi movimenti
ecclesiali: motivazioni e finalità, en “Il Regno-documenti”
32 (1987) p. 31 (la traducción es nuestra).
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