9.
ATAQUE DEL LIBERALISMO

1789 - 1878


- Espíritu de este período
- Francia
- Alemania
- Nuevas órdenes religiosas; santos; el Concilio Vaticano I

 

Espíritu de este período

No es exagerado decir que la revolución francesa fue, para las autoridades que gobernaban la Iglesia, como un rayo caído de un sereno cielo estival. A Pío vi, la larga serie de acontecimientos desarrollados desde 1758 le habían aleccionado en todo, excepto en la única cosa que realmente importaba, esto es, que más pronto o más tarde, tanto las monarquías absolutistas como el papado, que no acertaba a independizarse de ellas, serían igualmente víctimas de la nueva agresión filosófica. El papado había capitulado incluso ante la criminal injusticia de la supresión de los más leales siervos de la causa de Dios, y se había rebajado hasta ensalzar públicamente como un modelo de monarca cristiano al perverso, al lujurioso rey de Francia, que había sido uno de sus principales tormentos. Ahora el propio papado sufriría un largo castigo de ochenta años (1789-1870), para ser renovado, consumido su antiguo espíritu mundano en el fuego de nuevos sufrimientos soportados con espíritu sobrenatural. Y en el desbarajuste universal del cuarto de siglo que siguió a la destrucción de la Bastilla (14 julio 1789), serían destruidos los últimos restos de la estructura material que había conservado el catolicismo de la Edad Media. En Francia primeramente, y después en todos los países que cayeron bajo su influencia, en Alemania, Italia y España, desaparecieron las grandes abadías principescas, para no resurgir jamás, excepto como casas religiosas, y desapareció también el permanente, el irreformable escándalo del príncipe-obispo. Tanto lo bueno como lo malo sufrieron las consecuencias, pues los revolucionarios no obraban inspirados por amor al bien, sino con un afán iconoclasta de destruir toda la obra del catolicismo. Los estados semisagrados de la Iglesia fueron ocupados sin el menor escrúpulo en 1798 por el nuevo estado absolutista creado por la revolución, y el anciano papa puesto en cautiverio, en la ciudadela de Valence (Francia), donde murió dieciocho meses, después (1799).

La misma suerte del cautiverio aguardaba en 1808 a su sucesor Pío vii (1800-1823), y en los sufrimientos de estos dos papas la cómoda y frívola mundanería del régimen dieciochesco había de hallar su expiación, y había de cimentarse esa devoción a la persona del papa reinante que, desde hace setenta años, ha sido característica tan destacada de la vida católica y fuente del prestigio de que goza el papado moderno.

Pío vii volvió a su capital en 1815 para enfrentarse con la tarea de reconstruir una Iglesia en ruinas por doquier, y una Iglesia que en la catástrofe había perdido toda esa inmensa organización de órdenes religiosas que, durante un milenio, había sido el mejor instrumento de gobierno del papado. Desde los tiempos de San Gregorio Magno nunca habían existido tan pocas abadías benedictinas. Los dominicos sufrieron tan duramente, que habrían de transcurrir sesenta años para que volviesen a constituir una fuerza. Newman, en 1846, pudo hablar del ideal de los dominicos como de algo magnífico, pero desgraciadamente fenecido. Hasta nuestros días no se han recobrado los canónigos regulares de la agonía de aquellos años de guerra y revolución. Y éstas eran las órdenes a cuya prosperidad iba ligada, por ser una gran base de su prosperidad, el público desempeño de la liturgia sagrada y, con ello, la proclamación del carácter social de la piedad católica y de los mismos católicos que no son simplemente una colección de individuos piadosos que labran su salvación bajo sus directores particularmente elegidos. El catolicismo del siglo venidero había de verse grandemente perjudicado en su desarrollo por esta carencia de religiosos. Había de ser un grave percance el que este importante aspecto de la vida católica no estuviera representado en el cuadro de la restauración.

Las órdenes monásticas, y con ellas la influencia de la liturgia, habían quedado reducidas casi a la nada. Otra grave pérdida fue la desaparición de todas las universidades. Éstas habían sido fundaciones católicas, y con frecuencia papales. En todas ellas había existido una facultad de teología, en torno a la cual había girado toda su vida intelectual. Ahora se habían perdido, y al crearse de nuevo, lo serían como universidades estatales, academias para la investigación y exposición de verdades naturales tan sólo. La educación, la formación de la mente católica en la nueva Europa católica sufriría un daño inconmensurable, y la formación religiosa sería, respecto de su desarrollo intelectual, algo aparte, un apéndice. Otro efecto pernicioso sería que, a partir de entonces, no serían universidades sino seminarios los que darían el tono a la vida teológica. Los conductores del pensamiento católico no serían ya pensadores profesionales surgidos de una universidad, sino técnicos, a los cuales se encomienda la importante tarea de formar al futuro sacerdote y que, entre otras cosas, le enseñan teología. El efecto de esta destrucción de las facultades de teología en las universidades de la Europa católica, su desaparición de la vieja Salamanca, Alcalá, Coimbra, Bolonia, Douai, Lovaina y París, es un tema que todavía espera su historiador. Cierto que Lovaina se restableció en 1834, pero el saludable intercambio entre las mentes teológicas de una decena de universidades católicas, el siglo xix no había de conocerlo jamás1.

Esto es lo que registra el "debe" de la cuenta. En los años recientes, no obstante, figuraban en el activo algunas partidas más esperanzadoras. Se observaba por doquier la renovada buena voluntad de los católicos en general, su nueva adhesión al papado y su nueva apreciación del valor de una religión independiente de la esclavizante tutela estatal. La vieja tradición de la primacía de lo espiritual en la alianza eternamente necesaria entre lo espiritual y lo temporal había renovado su vigencia en todos los ámbitos de la Iglesia. Las monarquías absolutistas, tal como existían antes de 1789, habían desaparecido para siempre. Y allí donde todavía existían, como en Austria, país destinado a ser el ángel malo del papado2 durante otros treinta años aún, existían bajo la mirada de una nueva Europa y un nuevo catolicismo, tan hostiles a su reivindicación de regular lo espiritual, como los liberales a su reivindicación de un absolutismo político.

Había también una multitud de nuevas y activas órdenes religiosas femeninas, y particularmente órdenes dedicadas a la enseñanza, gracias a cuyo celo y abnegación el sistema de la libre educación popular, destruido por la revolución, se restablecería en Francia, Bélgica y Alemania.

En fin, existían de nuevo los jesuitas, pues en 1814 Pío VII había devuelto la existencia a la gran Compañía, que gracias a su flexible organización sería el principal auxiliar de los papas en la restauración católica de los sesenta años venideros.

El gran resultado de la revolución había sido destruir para siempre el incuestionable reino del absolutismo. Pero en 1815 la derrota del estado francés revolucionario acarreó una restauración general de monarquías absolutistas, restauración en algunos casos restringida por las garantías de ciertos derechos constitucionales a los súbditos. Este arreglo causó gran descontento en todos los países de Europa, pues en todos los países existía, hacia 1815, un poderoso núcleo de liberales, un partido que había hecho su evangelio de los principios de 1789 y que, luego de la experiencia de verlos traducidos en acción durante más de veinte años, no toleraría pacientemente ninguna limitación de la expresión práctica de los mismos. La situación de 1815 duraría exactamente el tiempo en que fuese posible conjurar el conflicto entre los dos monarcas instaurados y sus súbditos liberales.

Hablando en términos generales, los primeros treinta años (1815-1848) son un período durante el cual los monarcas absolutistas procuran recuperar el terreno perdido y los liberales intentan derrocar la situación establecida en 1815. Los primeros levantamientos liberales, en España y en Italia, son sofocados con facilidad. Pero el éxito de los liberales al derribar la restaurada monarquía borbónica en Francia (183o) y al establecer, aliados con los católicos, el reino de Bélgica, señala el comienzo de un gran cambio. En España, durante los años "treinta", y lo mismo en Portugal, se desencadena una guerra civil entre liberales y absolutistas, culminando dicho período en el año de las revoluciones, el 1848, que ve triunfar una revolución liberal en casi todas las capitales de Europa. De 1848 a 1870 el liberalismo alcanza su apogeo, y con el movimiento que integra la totalidad territorial de Italia bajo la casa de Saboya, logra el más espectacular y simbólico de sus triunfos.

Los papas son soberanos temporales y, como soberanos temporales, son teóricamente absolutistas. No pueden, por tanto, sino estar interesados y verse afectados por este duelo político entre liberalismo y absolutismo. Pero el liberalismo les atañe de otra forma, pues posee también un aspecto moral. Es un sistema que se propone luchar contra todos los males que afligen a la humanidad, y en esta lucha no tan sólo no se propone valerse del sistema espiritual representado por la Iglesia católica, sino que niega a este sistema toda existencia legal, consintiendo únicamente en tolerar la profesión y la práctica del catolicismo por el ciudadano particular. Peor aún, el liberalismo niega a la Iglesia católica el derecho a ser un sistema que se interese por la moralidad de la vida pública. La política es algo independiente de la moral. Posee su propio código de lo justo y lo injusto, y la Iglesia debe aceptar la acción del estado tal como se le presente. La situación se complica y se hace inevitable la crisis, por el hecho de ser en los estados de mayoría católica donde el movimiento liberal desarrolla una mayor actividad. En fin, algunos de los postulados fundamentales del liberalismo son inconciliables con la doctrina católica, y algunas de las instituciones más características del estado liberal son de tal naturaleza que la Iglesia no puede aprobarlas. Y, por desgracia, los liberales son casi en todas partes el único partido realmente interesado en mejorar las condiciones materiales de la humanidad y en la corrección de los abusos sociales.

La Iglesia combate en todas partes al liberalismo, en el sentido anteriormente apuntado, y, al propio tiempo, sigue todavía enfrentada con la amenaza de los reyes absolutistas. A éstos ya no los tolera con la suplicante mansedumbre del siglo xviii, sino que los combate con los primeros impulsos de un nuevo rigor, luchando el restaurado catolicismo de esos años especialmente por la libertad de la Iglesia en los estados de Sudamérica, que hasta poco antes habían sido colonias de España en activa rebelión contra la madre patria.

El período termina con la derrota final del papado como poder temporal, destruido en este aspecto por los estados liberales. El hundimiento de los estados pontificios en 1879 es una especie de símbolo de que el proceso iniciado en Westfalia en 1648 ha alcanzado su culminación. Al propio tiempo, el concilio Vaticano convocado este mismo año da testimonio del triunfo final, dentro de la propia Iglesia, del antiguo concepto romano de la función papal. En adelante no habrá más galicanismo, ni siquiera de nombre, ni siquiera como escuela de política eclesiástica. Y, lo más notable de todo, habrá un nuevo tipo de papa; una nueva mentalidad regirá en adelante los destinos de la Iglesia. Los papas de la restauración del siglo xix (1800-1878)3 son todos hombres preeminentes en santidad y de probada capacidad. Pero todos ellos son hombres del siglo xviii, o más bien de la época absolutista que este siglo corrientemente simboliza. Les resultaba difícil comprender el mundo nuevo que la revolución había creado; el modo de combatirlo y el modo de convertirlo. Pero a la muerte de Pío IX (1846-1878) fue elegirlo un papa extraordinariamente dotado, tanto por su capacidad política como por sus dotes diplomáticas. Fue éste León XIII (1878-1903), la más grande autoridad pontificia desde Paulo III (1534-1549), tradicionalista y conservador que pensaba en términos modernos y se expresaba en el lenguaje moderno, y cuyo largo reinado señala el comienzo de una nueva época en la historia del catolicismo, la época en que vivimos, una época que se halla todavía en estado de transición y cuyo carácter revolucionario sólo ahora empieza a manifestarse para nosotros.

Francia.

La revolución francesa fue un acontecimiento de magnitud tan compleja, que no podemos, aquí, sino limitarnos a enumerar los principales sucesos que más directamente afectaron a la Iglesia.

Los estados generales, convocados (por primera vez desde 1614) para aconsejar a Luis xvi en la crisis general de la nación, se reunieron el 4 de mayo de 1789. Era un cuerpo con tres "miembros": el clero, la nobleza y el "tercer estado". Los representantes del primer estado habían sido elegidos por un sistema que concedía a cada cura párroco un voto, mientras que los monasterios y abadías tenían un solo voto por convento, y los cabildos un voto por cada diez canónigos. Así fue como los párrocos de Francia decidieron la elección, y de los 296 representantes del clero, 208 eran párrocos y sólo se contaban 47 obispos. Fueron también los párrocos quienes determinaron que los estados generales debían convertirse en asamblea nacional (22 junio 1789), y el 4 de agosto siguiente, por votación de la asamblea, la Iglesia de Francia perdió todos sus privilegios y exenciones legales. El 10 de octubre, Talleyrand, todavía obispo de Autun, propuso que la nación se hiciera cargo de los bienes de la Iglesia, dos mil millones de francos de capital, con setenta millones de renta al año, y el 2 de noviembre así lo votó la asamblea por 568 votos contra 346. Luego se dispuso la venta de los bienes y se hicieron los correspondientes inventarios (enero de 1790). En febrero partieron los encargados de "libertar" a los religiosos y religiosas. Hacia fines de año todas las comunidades habían desaparecido4 y la mayor parte de los bienes se hallaban en trámite de venta.

La asamblea adoptó, a continuación, la medida fatal que divorció inevitablemente a la Iglesia del movimiento de reforma, pues no afectaba a los bienes sino a la jurisdicción eclesiástica, y al fundamento último, la primacía de reforma, obra de los innumerables juristas galicanos, que fueron la herencia que los parlamentos legaron a la asamblea. Ahora se les presentó la ocasión, a esos jansenistas galicanos, para vengarse de los autores de la bula Unigenitus y excluir al papa totalmente de la vida eclesiástica francesa. Lo que consiguieron fue dividir la vida nacional de Francia como jamás lo estuviera, división que todavía perdura. Las diócesis de Francia hubieron de reorganizarse y, en adelante, los obispos serían elegidos por el pueblo. El arzobispo confirmaría la elección y consagraría al elegido; el nuevo obispo escribiría entonces una respetuosa carta para notificar al papa su sucesión (12 julio 1790). Luis xvi, aconsejado por sus obispos, firmó el decreto. Escribió a Roma pidiendo la aprobación, y la nunciatura de París escribió en el mismo sentido. Pasó tiempo antes de que el papa se aventurase a un enjuiciamiento público. En privado exhortó al rey para que revocase su firma, y entretanto empezaron a manifestarse señales de resistencia en la propia Francia. En octubre, 93 obispos denunciaron la ley, y en réplica a esta oposición la asamblea (27 de noviembre) decretó que todos los eclesiásticos debían prestar juramento de que acatarían la constitución.

Las altas autoridades seguían vacilantes entre la desaprobación y el temor de que una declaración definitiva tuviera como consecuencia la pérdida de Francia para la Iglesia. Finalmente, antes de que el papa se decidiera, el rey firmó el decreto que establecía el juramento, también aconsejado por los obispos (26 de diciembre). Y ahora, por toda Francia, se produjeron escenas que podían recordar la instauración de la supremacía regia en la Inglaterra de Enrique viii. El clero, privado de toda guía que no fuese el buen sentido de cada cual, quedó dividido en dos bandos. Los que se negaron al juramento fueron desposeídos de sus beneficios, y, mientras esto se iba llevando a efecto por todo el país, llegó la noticia de que el papa había replicado al fin (10 abril 1791) condenando la constitución y prohibiendo que se prestase el juramento. Además, los que habían jurado habían de retractarse en un plazo de cuarenta días, bajo pena de ser suspendidos en sus funciones.

La posición era clara al fin, e inmediatamente empezó una persecución del clero que se negaba a prestar juramento y de sus partidarios. Los católicos rechazaban en todas partes los servicios de los sacerdotes y obispos del gobierno, y mediante una serie de nuevas medidas el clero leal a las decisiones de Roma fue acorralado, encarcelado, desterrado y, una vez iniciado el período sangriento, enviado a la guillotina. En septiembre de 1792 hubo matanzas de sacerdotes en toda Francia, y, en el caso de mayor benignidad, deportaciones en masa.

Tampoco fue la revolución, en su progreso, más indulgente con su propia creación, la Iglesia constitucional. La despojó de todos sus cálices, de todas sus imágenes y pinturas, prohibió la vestidura talar, se injirió en la liturgia, abolió el celibato del clero. Finalmente se instituyó, en lugar del catolicismo, el culto a la razón, y una actriz fue entronizada como diosa de la razón en el altar mayor de la catedral de París (1793).

Todavía durante otros seis años la suerte del catolicismo mejoraría o empeoraría, al compás de los cambios políticos. La misa, durante la mayor parte de ese tiempo, estuvo proscrita y los sacerdotes que no habían prestado juramento carecieron de existencia legal. Miles de sacerdotes fueron deportados y centenares perecieron en las cárceles. En 1797 el régimen más suave del Directorio permitió que regresaran unos doce mil sacerdotes, pero a los pocos meses el antiguo salvajismo se impuso de nuevo. Entonces fue cuando entró en funciones el salvajismo definitivo, y la gran iglesia abadial de Cluny, la segunda entre las más grandes del mundo, fue arrasada hasta los cimientos, como también las catedrales de Arras. Lieja, Cambrai y Brujas, mientras que la de Amberes se salvó únicamente por la llegada del hombre que había ele cambiarlo todo: Napoleón.

El golpe de estado del 9 de noviembre de 1799 instaló a Napoleón en el poder, y al día siguiente de la batalla de Marengo (14 junio 1800), que afianzó definitivamente su posición, envió un mensaje al papa recientemente elegido, Pío vii, manifestando que estaba dispuesto a restablecer el catolicismo en Francia y a llegar a un acuerdo respecto de la futura dotación a la Iglesia.

Pío vii, un papa "joven" de cincuenta y ocho años, que ya se había enfrentado, siendo obispo de Imola, con la revolución en la persona del propio Napoleón, y que estaba dispuesto a reconocer que el mundo anterior a 1789 había terminado de una vez y para siempre, se apresuró a aceptar el ofrecimiento de negociar. El resultado de la conferencia de estos dos personajes fue el concordato de 1801, que aseguró el inmediato restablecimiento de la religión en Francia, Bélgica, Holanda, Suiza y norte de Italia, determinó la suerte del catolicismo en Francia hasta 1906 y sirvió de modelo para las relaciones generales entre Roma y los diferentes estados a lo largo del siglo xix.

No era, desde luego, celo religioso lo que inspiraba a Napoleón. "Si yo gobernase a los judíos, manifestó, estaría reconstruyendo el templo de Salomón." Deseaba restaurar el catolicismo a fin de acabar con una división que poco a poco iba destruyendo a la nación; y la Iglesia restaurada, según su propósito, sería un instrumento más de su gobierno absoluto. En cuanto a Roma, lo que interesaba al papa era el restablecimiento de la vida católica, que hubiera ocasión para celebrar la misa y administrar los sacramentos, así como para el reclutamiento de nuevos sacerdotes que viniesen a nutrir las mermadas filas en un país donde más de la mitad del clero de 1789 había desaparecido, arrastrado por la muerte, el cisma o la apostasía, y donde, en el entretanto, no se había ordenado ningún nuevo sacerdote.

El arreglo, en algunos aspectos, fue revolucionario. Las 133 antiguas sedes fueron suprimidas y se crearon 60 nuevas en sustitución de aquéllas. Los clérigos que quedaban de la antigua jerarquía fueron invitados por Roma a someterse y así lo hicieron todos, excepto trece: estos trece fueron destituidos por el papa. Éste se avino a convalidar los matrimonios autorizados por los sacerdotes apóstatas de los años de confusión, y también a admitir entre los nuevos obispos a algunos de los que habían sido elegidos y consagrados bajo la Constitución civil del clero. El catolicismo no fue declarado religión oficial del país, pero la autoridad del obispo en su diócesis fue reconocida y apoyada por el estado, al cual se le restituyó el derecho de nombramiento que anteriormente disfrutaban los soberanos de Francia. El clero, en compensación por la pérdida de sus bienes, recibiría una pequeña paga. Se garantizó el pleno y libre ejercicio de la religión católica, se restablecieron los cabildos y los seminarios, y las catedrales e iglesias fueron devueltas a los obispos.

A este concordato añadió Napoleón, y recurriendo a un ardid obtuvo para ello el consentimiento del legado, cardenal Caprara, otra serie de artículos en que reaparecían las viejas reivindicaciones de los teólogos galicanos, limitando el ejercicio de la autoridad papal en Francia. El papa protestó y, después de una especie cle desautorización por parte de Talleyrand, se consideró resuelta la cuestión... para luego motivar nuevos disgustos, como no podía ser menos.

Fue el domingo de Pascua de 1802 cuando se publicó el concordato, y los tres cónsules que entonces gobernaban en Francia asistieron a una misa solemne en acción de gracias en Notre Dame.

En el decurso de los diez años siguientes, Napoleón fue de triunfo en triunfo, desalojando a antiguos soberanos e instalando a sus parientes en los tronos vacantes. Entre 1806 y 1808, sus ejércitos ocuparon, una ciudad tras otra, los estados pontificios, que por un decreto del 17 de mayo de 1809 fueron anexionados al imperio. Pío vii replicó excomulgando al emperador y entonces, el 5 de julio, fue arrestado, y hubo de sufrir un cautiverio que duró casi seis años y no terminó hasta la abdicación del emperador, en 1814. A partir de la conversión de Clodoveo, fue Francia casi invariablemente la provincia clave del catolicismo. Así había de ocurrir también en el siglo xix, y el examen de la historia de la restauración católica bien puede hacerse empezando por Francia. Bajo los Borbones restaurados, Luis XVIII (1814-1824) y Carlos x (1824-1830), que aceptaron el convenio eclesiástico de 1801, los obispos se apoyaron confiadamente en la monarquía para gozar de su protección y, al producirse una crisis, estuvieron a punto de crear, a su vez, una nueva crisis con el papa León xii (1823-1829). Pero la figura prominente en la Iglesia francesa durante esos años no era un obispo, sino un sacerdote, escritor genial: Lamennais. Este dotado publicista vio en la alianza de la Iglesia con el estado el origen de todos los males que aquejaban al mundo religioso de su tiempo. La revolución francesa de 1830 significaba para él el comienzo de una nueva era. Bajo la nueva monarquía liberal orleanista, la Iglesia, desligada del estado, ejercería la plenitud de su influencia. Este intento prematuro de conciliar catolicismo y revolución suscitó el más enconado antagonismo. Los obispos de Francia se alarmaron seriamente, y cuando el profeta intentó ganarse la simpatía del papa, Gregorio xvi (1831-1846), en favor de su solución a un problema que, en realidad, él simplificaba hasta el máximo, no se hizo esperar el fin. En una encíclica famosa, Mirari vos (15 agosto 1832), fueron condenadas sus teorías, aunque no se mencionaba a Lamennais ni a sus colaboradores igualmente famosos: el conde de Montalembert y Enrique Lacordaire. El golpe de esta condena por Roma fue decisivo para Lamennais, que abandonó la Iglesia y se convirtió en su más acerbo crítico.

La discusión que él tanto hizo encender entre galicanos y ultramontanos (como se dió en llamar al partido antigalicano) prosiguió con creciente encono durante los cuarenta años subsiguientes; discusiones, es cierto, sobre cuestiones de disciplina y política y relativas a la actitud que propiamente debía adoptar la Iglesia ante los nuevos tiempos, nunca discusiones sobre doctrinas definitivas, pero discusiones, al fin, que a la vez envenenaban la vida católica y la debilitaron para la generación inmediata posterior. Esos cuarenta años presenciaron otras tres revoluciones en Francia. Las numerosas divisiones políticas en el seno de la nación, de las cuales dan testimonio dichas revoluciones, produjeron también el inevitable efecto de dividir a las fuerzas católicas en la pugna por la auténtica libertad religiosa. Hacia la época en que murió Pío ix (1878) se iban sintiendo todas las consecuencias de esas divisiones, y los católicos de Francia pronto se hallaron enfrentados con la transformación de la tercera república en un típico ejemplo de estado liberal perseguidor y desprovistos de una dirección efectiva, eclesiástica o seglar; desgracia que había de privar de la mitad de su valor al gobierno magistral de León xiii.

Alemania.

La entrada de las tropas francesas revolucionarias en Alemania, en 1792, sorprendió allí a la Iglesia, según todas las apariencias, en el umbral de una grave ruptura con Roma. Pero los príncipes-obispos huyeron ante el vencedor, y su importancia política desapareció para siempre y con ello la amenaza para la unidad católica. "Ahora somos libres, clamaron sus súbditos, y otra vez se dirá la misa en latín." Veinte años después, terminadas las guerras por fin, hubo que hacer frente a un grave problema de reconstrucción religiosa. Los tratados de 1815 ratificaron la gran reforma de Napoleón, que había reducido de 303 a 38 el número de estados independientes en Alemania. Los principados eclesiásticos no se restauraron en el congreso de Viena, y, como resultado de los traslados masivos, centenares de miles de católicos quedaron bajo autoridades protestantes. Fue a la vez un peligro y una bendición el que sólo hubiera cinco obispos en toda Alemania. cuatro de ellos de ochenta años de edad. El primer movimiento instintivo en esas altas esferas eclesiásticas de Alemania fue planear una Iglesia nacional independiente. Gracias en buena parte al redentorista San Clemente Hofbauer, pudo conjurarse este peligro. La Iglesia pudo agradecerlo también al cálculo de los príncipes germanos, que esperaban obtener de Roma concesiones que les asegurarían un más fácil dominio de la vida eclesiástica que el que podrían ejercer si existiera una sola Iglesia nacional para los 38 estados.

Napoleón había mostrado a los príncipes el camino, y su concordato sirvió de modelo para una serie de ellos que entonces se negociaron entre la Santa Sede y los diversos príncipes: Baviera en 1817, Prusia en 1821, Hannover en 1824 y los principados del Rin en 1827. Todos estos príncipes procuraron imitar el ardid ideado por Napoleón, esto es, agregar al concordato ciertas cláusulas que les conferían poderes adicionales en asuntos eclesiásticos. Ello acarreó en cada caso una grave crisis que puso a prueba toda la capacidad 'diplomática de la Santa Sede para superarla. Los concordatos produjeron un efecto admirable, si bien inesperado, en toda Alemania. Fueron un reconocimiento práctico por parte de todos los príncipes, tanto protestantes como católicos, de que la Santa Sede era la primada efectiva de toda la Iglesia. El galicanismo de Alemania, el josefinismo, recibió con ello un golpe del que no se recobró jamás.

Inicióse entonces un sorprendente resurgimiento de la vida católica en todos los estados de Alemania, resurgimiento tanto más singular por cuanto procedía de abajo. Sus propulsores no eran obispos, ni siquiera eclesiásticos, sino eruditos distinguidos, escritores y publicistas, y muchos de ellos eran conversos. Fue sobre las obras de Stolberg, Schlegel, Górres y Móhler sobre las que se cimentó el nuevo catolicismo. Los estudios teológicos de una nueva generación de eruditos, entre los que se contaba Ignacio Dóllinger, dotaron al resurgimiento de una base intelectual que hizo del catolicismo alemán algo único durante cincuenta años y dio a la Iglesia un prestigio, entre este pueblo tan amante del saber, cual no había gozado jamás. El movimiento romántico, con su interés por la cultura de la Edad Media, influyó también poderosamente en favor del resurgimiento católico.

Una de las ventajas de este resurgimiento católico fue el que se desarrollara con independencia del patrocinio del estado y de cualquier partido político. En Baviera, es cierto, debió mucho al interés personal del rey, Luis I (1825-1848), pero ni siquiera aquí fue nunca una restauración dirigida desde el poder. En otros estados el movimiento tuvo que abrirse paso, a menudo, contra la oposición de la burocracia estatal, decididamente opuesta a cualquier tendencia que acentuase las diferencias entre catolicismo y protestantismo y ávida de fomentar un indiferentismo religioso que pudiera derivar hacia un ambiguo "cristianismo" común. Las diferencias sobre la cuestión práctica de los matrimonios mixtos dieron, finalmente, lugar, en Prusia, a una persecución en miniatura, siendo encarcelados el arzobispo de Colonia y el obispo de Posen al resistirse a las órdenes del gobierno de ignorar las instrucciones de Roma sobre este punto (1837).

El nuevo espíritu puesto de manifiesto por estos obispos influyó muy poderosamente en todo el episcopado y Roma se sintió lo bastante fuerte para ordenar que resignara su sede el único obispo que todavía mostraba el antiguo servilismo. Ya el gobierno prusiano empezaba a vacilar ante la tarea de reprimir a sus millones de nuevos súbditos católicos cuando, en 1840, el advenimiento de un nuevo rey, Federico Guillermo IV, le dió ocasión para reanudar las negociaciones sin perder de su prestigio. El resultado fue la concesión de una libertad religiosa, de una verdadera independencia del estado, cual los católicos no habían conocido hasta entonces, y que durante treinta años hizo del sistema prusiano un modelo que los católicos de los otros estados alemanes deseaban ver imitado.

En Austria, país que desde 1815 ya no gozaba de una incontestable hegemonía en los asuntos alemanes, el resurgimiento católico hizo pocos progresos. Los obispos, en su mayoría todavía preladps cortesanos, elegidos entre la nobleza, preferían el sistema josefinista, que consentía las irregularidades de su conducta y les protegía de la "injerencia" romana; y mientras en otras partes de Alemania los católicos estaban poniendo los cimientos de una tradición de vida cívica católica y de apostolado en cuestiones sociales, la Iglesia austríaca permanecía en su voluntario estancamiento, contentándose simplemente con procurar una especie de marco religioso al sistema político.

El año de las revoluciones, 1848, presenció otra iniciativa de enorme importancia, no sólo para Alemania, sino para la Iglesia toda. Nos referimos al Congreso de Maguncia. Con la aparición por toda Europa de constituciones que establecían en todas partes algo así como un sistema parlamentario, el catolicismo sumó una nueva partida en su haber, la de los votantes católicos, y los obispos contrajeron una nueva responsabilidad, a saber, la de educar a los votantes para sus funciones cívicas y organizarlos en el ejercicio de las mismas. Fueron los católicos de Alemania los que primero advirtieron las nuevas posibilidades y entendieron el modo de convertirlas en realidad, y constituye un timbre de gloria para el nuevo episcopado alemán el haber acogido y bendecido, medio siglo antes de que lo hiciera el resto de la Iglesia, la nueva iniciativa, y haberse asegurado con ello no ya el derecho a dirigirla, sino la entera confianza del ejército de entusiastas que había puesto en movimiento. En Maguncia se fundó por vez primera una unión de católicos para el fomento de los ideales católicos en la vida social. "Esta asociación, rezaba su programa, no puede limitarse al objeto puramente educativo de la libertad legítima de la Iglesia ni a la educación en sí. Por el contrario, debe luchar para despertar de nuevo e infundir nueva vida en la opinión pública católica ; debe fomentar la misma y los ideales morales del catolicismo, debe sembrar estos ideales por todo el ámbito de la vida nacional y, así, preparar la solución al gran problema de nuestro tiempo, el problema social". Esto se dijo más de cuarenta años antes de que León xiii publicase su Rerum Novarum! Aquí estaba el principio de un movimiento maravilloso que pronto tuvo en Ketteler, obispo de Maguncia, un guía genial.

La unión de Alemania bajo la dirección de Prusia se consumó al terminar la guerra de 1870. Este triunfo nacional no quedó sin su precio para los católicos. Bismarck, que lo había planeado, era anticatólico, y así lo había demostrado ya. Ahora, dueño de una Alemania unida, aplicóse a poner al catolicismo alemán en su lugar como institución supeditada al estado. La generosidad de la antigua constitución prusiana no había de inspirar al régimen del nuevo imperio alemán. La primera maniobra consistió en intentar, a través de Roma, la supresión del partido político, el Centrum, en que se integraba la mayoría de católicos alemanes. Aquí fracasó Bismarck, que luego, por una serie de leyes dictadas entre 1871 y 1875, privó a la Iglesia de la dirección de sus propias escuelas, expulsó a los jesuitas y otras órdenes religiosas, se incautó de los seminarios, reivindicó el derecho de nombramiento del clero y, finalmente, castigó con severas penas de reclusión a los sacerdotes que violaban alguna de esas disposiciones.

Los católicos opusieron una resistencia admirable. Pronto centenares de sacerdotes sufrieron prisión, y con ellos, los arzobispos de Posen y Colonia y el obispo de Tréveris. La persecución se mantuvo en todo su rigor a lo largo de siete años. Luego, el temor al creciente poder de los socialistas frenó algo a Bismarck. La fuerza del partido del centro y la habilidad de su gran jefe. Windthorst, empezaron a hacerse sentir, y cuando León xiii fue elegido papa (1878), el canciller estaba ya dispuesto a llegar a un acuerdo. Gradualmente fueron revocadas las leyes persecutorias, de forma que al advenimiento del emperador Guillermo II (1888), la Iglesia alemana estaba rehaciendo con gran ímpetu su vasto sistema de escuelas, colegios, hospitales, universidades, sus innumerables sociedades, clubs de estudios y organizaciones sociales que hicieron de ella, en los primeros años de este siglo, un modelo para todo el orbe católico.

En parte alguna, en el siglo que siguió a la revolución francesa, la lucha del catolicismo con los principios de la revolución fue tan enconada como en Italia, y la razón de ello estaba, naturalmente, en la circunstancia de que en Italia los papas eran también soberanos temporales.

Italia, durante siglos y siglos, no había sido más que "una expresión geográfica". Existían siete estados italianos, más el territorio pontificio, que desde Roma se extendía en dirección nordeste, dividiendo la península en dos mitades. Al sur de este estado pontificio estaba Nápoles, donde en 1815 fueron restaurados los Borbones. Al norte estaban situados los ducados habsburgueses de Toscana y Parma, Lombardía y Venecia, que eran provincias del imperio austro-húngaro, y el reino de Cerdeña. Este último reino estaba regido por los más nacionalistas de todos esos príncipes. Era, aproximadamente desde 1830, el único reino en que el liberalismo tenía depositada alguna esperanza; y desde 1848, cuando se puso en guerra con Austria, su poderosa vecina, en un desesperado intento de arrojar a los austríacos del suelo italiano, Cerdeña se convirtió en aliada inseparable de la causa del liberalismo, del anticlericalismo, por tanto, y de la unidad italiana.

En los diez años que median entre sus dos guerras con Austria, la derrota de 1849 y el triunfo de 1859, este estado, desde el cual se organizó la revolución que en 1860 desalojó a todos los soberanos italianos menores (incluido el papa), desarrolló un drástico programa de legislación antirreligiosa. Se suprimieron los monasterios, se expulsó a las órdenes religiosas, se encarceló a sacerdotes y obispos por hacer resistencia a las nuevas leyes, y aun por criticarlas. Había de constituir la tragedia del nuevo movimiento nacional italiano el Risorgimento, el que sus promotores atacasen no sólo a los papas como obstáculo político a su proyecto, sino al propio catolicismo, y que para hacer su ataque más efectivo llamasen en su ayuda a todas las sociedades secretas, y especialmente a los francmasones. El resultado inevitable fue un siglo y medio de controversia en extremo enconada y una pérdida inmensa de almas para la Iglesia.

Sólo con gran dificultad pudo convencerse a las potencias, en el congreso de Viena de 1814, a que restablecieran los estados pontificios. Durante años habían formado parte del imperio napoleónico y a lo largo de todos esos años Austria había ambicionado su herencia. Pero la diplomacia de Consalvi, cardenal-secretario de Estado de Pío vii, había triunfado; y a partir de 1815, como parte del precio de su independencia, los papas tuvieron que afrontar el insoluble problema de gobernar un país cuya inteligencia, cuya clase culta en bloque era decidida e irremediablemente contraria al sistema político y a los ideales que ellos representaban. Y la raíz de este malestar, según observó el propio Consalvi, era la natural disconformidad del seglar a estar gobernado por sacerdotes. Y en este estado toda la administración, podernos afirmarlo sin pecar de exagerados, desde el soberano hasta los mismos empleados de las oficinas públicas, era clerical. Y era ineficaz. Cierto que los tributos no eran gravosos, pero la industria y el comercio eran nulos y una enorme proporción del pueblo vivía del pordioseo sistemático. En ninguna otra parte conquistaron adeptos tan rápidamente las sociedades secretas, y los conquistaron en todas las clases sociales, incluso entre el clero y las órdenes religiosas. El recuerdo del eficiente sistema de gobierno de los franceses, de las ventajas que podían obtenerse de un sistema jurídico uniforme definido; el recuerdo de una época en que todos eran iguales ante la ley, y la mezquina tiranía del pequeño funcionario podía ser corregida por los tribunales..., todo ello se mantenía vivo y endurecía el espíritu de los hombres contra las admoniciones paternales, los favores espirituales y las excomuniones, que era cuanto unos papas como León xii (1823-1829), Pío VIII (1829-1&30) y Gregorio xvi (1831-1846) podían oponer a la propaganda revolucionaria. Si ello había de traducirse algún día en una insurrección, los papas se verían impotentes para contrarrestarla, en tanto no acudiese en su ayuda una potencia amiga con sus tropas. Una de esas potencias amigas era Austria, que, bajo la guía de su gran canciller, el príncipe de Metternich, se había consagrado, desde 1815, a la tarea de reprimir el liberalismo dondequiera que se manifestase. Consalvi había temido el resultado final de pasar a una dependencia de Austria. Comprendía muy bien que el antiguo espíritu de José II seguía alentando aún, y con suma habilidad consiguió mantener independiente la política exterior pontificia. Pero murió en 1824, y sus sucesores se arrojaron voluntariamente en brazos de Austria, obsesionados por la idea de que el liberalismo debía ser aplastado a toda costa.

En 1831 se produjo la rebelión, una grave amenaza cuyo centro radicaba en Bolonia. El papa apeló a Austria, de donde enviaron un ejército que restauró su autoridad y se estableció con carácter de ocupación permanente en las provincias alborotadas. Los franceses. celosos de la intervención austríaca, sin que se les invitara enviaron una flota y un ejército al puerto papal de Ancona y lo ocuparon por todo el tiempo que los austríacos permaneciesen en el norte. Un estado que había de tolerar tal situación, que había de recurrir a ejércitos extranjeros para defenderse de sus propios súbditos, estaba claramente predestinado a la ruina.

El sucesor de Gregorio xvi fue Pío IX (1846-1878), un prelado benigno, bien intencionado, benévolo, incluso con los revolucionarios, y dispuesto a introducir reformas. Los dos primeros años de su reinado presenciaron una serie escalonada de concesiones cuya suma representaba una revolución, y que llenaron de horror a la mayoría de los cardenales y funcionarios curiales. Una de las mayores dificultades con que tropezó el papa, fue la hosca negativa de éstos a cooperar con él. No obstante, construyéronse ferrocarriles, redujéronse los aranceles, restringiéronse los monopolios, se reorganizaron los tribunales, se abolió la censura de prensa, se formalizaron tratados comerciales con países extranjeros, se celebraron concilios locales y se concedió una amnistía para todos los delitos políticos. Los romanos "fueron obsequiados, en un par de años, con un progreso constitucional de tan vasto alcance como el conseguido por los ingleses, trabajosamente, en un par de siglos" 5.

Pío IX no era, bajo ningún aspecto, un hombre de este mundo. Ni poseía dotes políticas, ni se le podía llamar un hombre de estado. Y entre los liberales, que acogieron con júbilo sus reformas proclamando que era uno de ellos y planearon utilizarle para fomentar el liberalismo bajo capa de patriotismo italiano y los reaccionarios clericales, estaba destinado a fracasar pronto como soberano temporal.

La crisis se produjo en 1848, al lanzarse Cerdeña contra Austria. El papa, que como soberano no tenía desavenencia alguna con Austria, se negó a representar el papel de "libertador" que le habían asignado los liberales. Éstos replicaron volviéndose definitivamente contra él y promoviendo una revolución en la misma Roma. En noviembre de 1848 el papa se vio obligado a huir, proclamándose inmediatamente la República romana. Ésta duró hasta julio del año siguiente, cuando un ejército francés conquistó Roma y restauró la autoridad pontificia. Pío IX quedó curado de cualquier inclinación a promover reformas políticas, y durante el resto de su reinado fue la guarnición francesa en Roma la que garantizó la independencia del papa y su seguridad.

Diez años más tarde (1859) hubo otra guerra con Austria, siendo ahora Francia aliada de Cerdeña. El emperador francés, Napoleón III, una vez terminada la guerra concedió libertad de acción al primer ministro de Cerdeña, Camilo Cavour, que con Garibaldi llevó a cabo la unidad italiana (1860), expulsando a todos los soberanos extranjeros de sus territorios, con la excepción de Austria, que retuvo todavía Venecia, y el papa, a quien se le dejó la capital con el distrito circundante, es decir, el llamado patrimonio de San Pedro.. Al cabo de otros diez años la guerra franco-prusiana tuvo por consecuencia la retirada de la guarnición francesa de Roma. Con la entrada de las tropas italianas se puso finalmente término al poder temporal del papa (20 septiembre 1870).

Para los papas este acontecimiento tenía una trascendencia mucho más grave que cualquier pérdida de territorio o de ingresos. Todos los hombres son una de estas dos cosas: o soberanos, o súbditos de soberanos. El papa, por la Iglesia que rige, no podía consentir en ser súbdito, ya que en tal caso, a los ojos del mundo, convertiría a su soberano en jefe activo de la Iglesia católica. Si los italianos no querían reconocer explícitamente que el papa es un soberano, ¿qué podía hacer el papa para demostrar al mundo su independencia del gobierno italiano? Por lo menos podía negarse a reconocer el "hecho consumado" de 1870 y no dejar pasar ocasión sin protestar de la violencia que le había hecho, y de la situación ambigua en que esta violencia le había colocado. Éste es el significado de ese papel de "prisionero del Vaticano" que los papas adoptaron durante los cincuenta y nueve años siguientes, pues sólo así podían refutar cualquier idea de que el papa no tenía ahora otra opción que la de ser rey de los curas de Italia.

 

Nuevas órdenes religiosas; santos;
el Concilio Vaticano I

El reinado de Pío IX (1846-1878), el más largo en los anales del papado, fue, en lo político, una sucesión de desastres, un período en que muchas inquietudes, que ya iban madurando antes de ser elegido papa, alcanzaron su desagradable punto de sazón. Y fue un reinado caracterizado por graves pérdidas para la posición oficial del catolicismo en casi todos los países de Europa. Pero, en el sentido puramente religioso, esos mismos años son años de inmensa recuperación y nuevos progresos. Son los años en que los numerosos institutos docentes femeninos empiezan a recristianizar la educación de la mujer en Francia, España, Bélgica, Alemania e Italia. Son los años en que, poco a poco, y como por una serie de milagros, las dos grandes órdenes de benedictinos y dominicos vuelven a la vida. Las figuras principales son, en ambos casos, súbditos franceses : Dom Guéranger para los benedictinos y Lacordaire y Jandel para los dominicos.

Francia es también el escenario de la heroica vida de San Juan María Vianney (1786-1859), el Cura de Ars, y de muchas apariciones de la Virgen (1830, 1846, 1858, 1871), siendo las más conocidas la serie de las ocurridas en Lourdes en 1858, ante la niña que había de ser Santa Bernardita Soubirous. Italia puede mostrarnos a San Juan Bosco y San José Cottolengo, y al joven pasionista San Gabriel de la Dolorosa.

España da a la Iglesia dos figuras gigantescas: San Antonio María Claret. fundador de los Misioneros del inmaculado Corazón de María, y Santa Micaela María, fundadora del Instituto de Hermanas del Santísimo Sacramento y de la caridad.

Y el reconocimiento de la primacía papal alcanza una nueva plenitud en las últimas etapas del movimiento para la definición del dogma de la Inmaculada Concepción. Éste fue proclamado por Pío IX (8 diciembre 1854), en un acto personal, en respuesta al apremio de todos los obispos del orbe católico. La demostración más impresionante, sin embargo, de la esencial independencia de la Iglesia, independencia de todo, excepto de la gracia de su divino fundador y su divino guía, fue el concilio ecuménico del Vaticano I (convocado para el 8 de diciembre de 1869). Aquí se congregó el episcopado del mundo entero en número jamás visto hasta entonces; y después de definir de un modo singularmente concreto la tradicional creencia católica en el valor de la razón y de sus derechos en el campo de la religión, pasó a definir nuevamente la primacía universal del Romano Pontífice en la Iglesia de Cristo, y la infalibilidad que le asiste en el ejercicio de su magisterio, como supremo maestro de toda la Iglesia, prometida por el mismo Jesucristo.

Las largas discusiones entre neogalicanos y ultramontanos, en las que, por ambos lados, habían abundado las exageraciones, se acabaron ahora para siempre. La Iglesia podía afrontar los problemas de los nuevos tiempos con una nueva unidad interna, sin verse perturbada por la última herencia de viejas disensiones, la última tradición de un modelo de teología renacentista especialmente pernicioso. Después de cuatrocientos cincuenta años la Iglesia se vio finalmente libre del infortunio del gran cisma y de los errores de Constanza.

El estallido de la guerra franco-prusiana puso término al concilio mucho antes de haber finalizado sus tareas. Pero muchas de las principales reformas que se había convenido discutir, fueron puestas en práctica por ulteriores papas: León xiii (1878-1903), San Pío x (1903-1914), Benedicto xv (1914-1922) y Pío XI (1922-1939), y hallaron expresión legal permanente en el Código de Derecho Canónico, compilado por disposición de San Pío x y promulgado (1917) por Benedicto xv.
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1 Los lectores de Newman recordarán los numerosos comentarios amargos que la falta de universidades católicas suscita en sus obras.

2 En asuntos puramente políticos.

3 Pío VII (1800-1823), León xii (1823-1829), Pío viii (1829-1830), Gregorio xvi (1831-1846), Pío ix (1846-1878).

4 La mitad de los religiosos salieron sin coacción, pero todo el cuerpo de religiosas resistió firmemente hasta el fin.

5 6 F. A. Simpson, Louis Napoleon and the Recovery of France, 1923, p. 57.