6. DECADENCIA
1270 - 1517


- Nuevos peligros internos
- La derrota de Bonifacio viii
- La lucha contra Luis de Baviera
- La peste negra
- La corte pontificia de Aviñón
- El cisma de Occidente
- Papas contra concilios
- Nuevas formas de devoción
- El Renacimiento
- Los papas secularizados


Nuevos peligros internos

Santo Tomás de Aquino murió en 1274 cuando se dirigía al xiv concilio ecuménico1, adonde le había llamado San Gregorio x (1271-1276). Doscientos cuarenta y tres años más tarde, sólo cuestión de semanas después de la solemne clausura del XVIII concilio ecuménico2 un fraile alemán, Martín Lutero, inició aquel decidido ataque contra el papa León x, que había de ocasionar el fin del mundo que Santo Tomás había conocido. El período que va de Santo Tomás a Lutero ofrece el mayor contraste con los doscientos años anteriores, poco más o menos, que separan a Santo Tomás de San León IX. Entonces todo era constructivo en el esfuerzo general católico ; cada generación vio alguna nueva arremetida contra algún abuso inveterado, alguna embestida lanzada con sincero afán, secundada por el pueblo, siendo la prosperidad del catolicismo lo más importante en el mundo para los miembros de la Iglesia. Los abusos, es cierto, nunca llegaron a remediarse totalmente, y parte de la necesaria obra de construcción nunca pasó de sus comienzos ; pero la tendencia general de la época se mantuvo siempre en esa dirección.

Los cien años últimos del gran período, desde el comienzo de la lucha con los Hohenstaufen en 1155, contemplaron el desarrollo de nuevos abusos, en parte debido a esa lucha y como secuela inseparable de la misma, en parte por la nueva perfección que la burocracia eclesiástica y su instrumento, el derecho canónico, iban alcanzando, y en parte, también, porque la naturaleza humana es siempre humana, y la lucha de la Iglesia contra ésta, por no tener nunca fin, aparece envuelta en un cierto aire de derrota. Ni el sacerdote concubinario, ni el monje profesional, ni el obispo político desaparecieron nunca por completo. El problema de la preparación y la instrucción profesional del clero parroquial apenas se tomaba en consideración. Contra esos males y defectos, el papa del siglo XIV, que asumía su función con toda la seriedad que ésta merecía, tenía que luchar tan de continuo como sus predecesores del XII. Pero tenía que luchar, además, contra nuevos males y nuevas adversidades.

Constituyó un nuevo infortunio el hecho de que el sistema electivo como medio para la designación de obispos y abades, el sistema que los papas hildebrandianos habían procurado restablecer como un medio para librar a la Iglesia de la mediatización laica y asegurar la selección del mejor hombre para el cargo, hubiese bajado a un nivel desastroso. Las elecciones habían significado competencia y, con harta frecuencia, camarillas, rivalidades permanentes, pendencias, sediciones, oposición entre obispos y hasta la intervención del poder civil buscada por todos los medios. En parte para contrarrestar esto, en parte por una natural afinidad con la tendencia general a la centralización, los papas, desde Clemente IV (1268), tienden a sustituir la elección absolutamente libre (o la designación para beneficios menores) por una especie de nombramiento indirecto desde Roma. Ellos designan los nuevos obispos, abades, canónigos, etc. Inevitablemente Roma, o mejor la curia papal, que, residente sólo con suma rareza en Roma durante el siglo XIII, mantiene una ausencia permanente durante tres cuartos del xiv, establecida, con los papas, en la sede de Aviñón (Francia), se convierte en un centro al que acuden, por decenas de millares, los que buscan nombramientos eclesiásticos, con buena o mala intención. La extensa red administrativa resulta costosa, y se hace incesante el pago de retribuciones. Se producen, además, esos otros corolarios financieros, inevitables entonces como ahora en cualquier corte, lo mismo que en todas las burocracias gobernadas por autócratas con excesivas ocupaciones para estar realmente en condiciones de vigilar a sus subordinados, y con demasiados gastos para comprobar que todos se pagan honradamente. El sistema de beneficios, tal como se desarrolló y se administró en los siglos xiv y xv y comienzos del xvi, y progresivamente al correr de los años, ofrece en muchos aspectos uno de los más grandes escándalos de la historia de la Iglesia.

Otro escándalo del mismo orden financiero fue el impuesto papal, exigido a los bienes de la Iglesia, rentas eclesiásticas, pagas. pensiones, etc., por todo el ámbito de la Iglesia universal. Creáronse registros para señalar el valor de aquéllos, y en todas las regiones fue apareciendo gradualmente una nueva clase social de recaudadores de impuestos, intermediarios entre el papa y el clero local obligado a satisfacer esos tributos.

Todo ese dinero se requirió para fines no siempre laudables, y especialmente una vez que el papado quedó radicado en Francia, separado, en apariencia para siempre, de sus propios estados y de las rentas que de los mismos pudieran haberse obtenido, y sin el vasallaje efectivo de los reinos feudatarios. Ese dinero servía para el sostenimiento de la corte papal. Era necesario para financiar las llamadas cruzadas o guerras del papa contra el emperador, o de príncipes católicos contra herejes cuando el papa decidía ayudarles. Se requirió también para sostener la lucha entablada por los dos papas rivales, en ese período desgraciado para la cristiandad que duró cuarenta años (1378-1417), cuando un papa en Roma y otro en Aviñón se disputaban la fidelidad del orbe católico. Y debe también decirse que no poco de ese dinero halló con frecuencia su destino entre los parientes del papa. Cuando en 1314 murió Clemente v, había en la tesorería más de un millón de florines oro, de los que sólo setenta mil llegaron a su sucesor. Los legados daban cuenta del resto. Así había de repetirse una y otra vez, y como los fondos se precisaban para las eternas guerras en Italia contra los saqueadores del estado papal, el papado no sólo había de exigir todos los tributos posibles, sino que tuvo que acudir a los banqueros solicitando fuertes préstamos y a elevado interés.

Esas operaciones financieras hicieron que el papado centralizado fuese objeto de acerbas críticas en todos los ámbitos de la Iglesia. Desde la época de San Gregorio VII los papas tenían nueva responsabilidad frente a la Iglesia en general. Habían centralizado su poder. Habían monopolizado la iniciativa en gran parte. Si eran hombres dignos y gobernantes prudentes, toda la Iglesia podía beneficiarse de ello y les bendeciría, pues todos conocían ahora sus actos. Si eran frívolos, o débiles, el papado, por la misma razón de que ahora tendía a ser omnipresente, sufriría una pérdida de prestigio como no era posible antes.

Otro nuevo hábito papal, nacido de la concepción de la Iglesia como un estado, bien que fuese un estado supranacional, fue el de lanzar a un enemigo contra otro. Así, los antiguos papas se aliaron con la liga de ciudades longobardas contra Federico Barbarroja, y en el siglo siguiente Inocencio IV, Alejandro IV y Urbano IV se esforzaron en buscar ayuda contra los descendientes de aquél, ofreciendo la corona que había perdido a Ricardo de Cornualles, Edmundo de Lancaster, Alfonso de Castilla y Carlos de Valois, sucesivamente. Aunque tal acción pudiera estar basada en la unidad esencial de una Europa en la que, siendo todos los hombres igualmente católicos, todos se hallaban igualmente en su propia casa en cualquier parte de Europa; tal práctica contribuía en definitiva a que se rompiera esa unidad. Los odios nacionalistas se manifestaron ya activamente en el siglo XIII, como lo había evidenciado el levantamiento siciliano de 1282 contra el rey francés, Carlos de Anjou, entronizado por el papa, y la atroz matanza con que el francés respondió. Este sentimiento nacionalista había de progresar constantemente, en adelante, por todas partes. El papado inspiraría recelo en la Inglaterra del siglo xiv por ser los papas franceses y residir en Francia, país con el que Inglaterra sostenía la guerra de los cien años. Más adelante aún, los papas, obligados por las cirunstancias, habían de aliarse contra sus enemigos concualesquiera poderes que pareciesen amistosos, de lo que había de resultar toda una sucesión de alianzas y ligas santas. Quizá todo ello fuera inevitable, pero tal proceder nunca se vió milagrosamente libre de los malos efectos que generalmente acarreó consigo, llegando el papado, aparte de ser aborrecido por sus exacciones financieras. a ser despreciado y temido por su papel político. Entonces se llegó al último peldaño de la degradación. Durante cincuenta años no pocos papas se aprovecharon de cuantas ventajas les procuraba su posición para establecer a sus parientes en los diversos tronos de Italia, y unirlos mediante matrimonio con las casas reales de Europa.

El período que va de 1270 a 1517 es, pues, de constante decadencia. Pero en todas las generaciones surgen reformadores que hacen frente a los males de la época y recuerdan los primitivos ideales denunciando con lenguaje claro y abierto los abusos en que se hallan envueltos y sus causas. Tampoco faltan papas entre esos reformadores. Pero los intereses creados representan, con harta frecuencia, algo más que una lucha para los mejores entre los papas reformadores, y el principal obstáculo para la reforma es, una y otra vez, la curia romana, y a su cabeza el colegio cardenalicio.

El primer signo inequívoco de que había empezado una nueva era para el catolicismo fue la ruptura entre el papado y su apoyo tradicional, la monarquía francesa, en los años finales del siglo XIII, que terminó con una tremenda derrota para el papado.

La derrota de Bonifacio VIII.

El rey francés, Felipe IV (1285-1314), llamado el Hermoso, en el proceso de extensión y centralización del poder real, y especialmente en la cuestión tributaria, encontró que los derechos de la Iglesia eran un importante obstáculo para sus designios. Sin consultar al papa, impuso diversos tributos al clero, y en la mayoría de los casos obligó al pago por el terror. El clero apeló a Roma, y el papa, Bonifacio VIII, en una famosa bula, Clericis laicos, reiteró la teoría tradicional según la cual el poder laico no puede imponer tributos a la Iglesia sin el consentimiento de la Iglesia (1296). La Bula prohibía el pago de los impuestos y excomulgaba a todos los que los pagasen o los percibiesen. El rey replicó con un violento desafío. El estado es la autoridad suprema en sus dominios, y en los asuntos temporales nadie es superior al rey en este mundo. Un real decreto prohibiendo la exportación de oro y plata retuvo los tributos pontificios recaudados en Francia. El papa fue cediendo gradualmente de su posición, y durante cuatro años (1297-1301) se mantuvo una paz molesta. El motivo para la reanudación de la lucha fue el arresto por el rey francés del obispo de Pamiers. Al negarse el rey a dar satisfacción a las protestas del papa, Bonifacio retiró las concesiones hechas en 1297, y en la Bula Ausculta fili (1302), reprendiendo a Felipe por sus diversos crímenes públicos y por la tiranía de su régimen absolutista, le amenazó con deponerle. Además, llamó a todos los obispos franceses a Roma para discutir con él las medidas que se debían adoptar para la protección de la religión en Francia. El rey replicó con otra asamblea de prelados y nobles para protestar por la usurpación que el papa hacía de la jurisdicción real. De momento, la aplastante derrota del ejército francés en Courtrai (1 de julio, 1302) detuvo al rey. Para ganar tiempo fingió sumisión, mientras Bonifacio, en la Bula Unam sanctam, solemnemente repitió la doctrina de que la salvación de toda criatura humana gira en torno de su obediencia al papa.

La discordia había llevado así a una discusión de principios fundamentales. En ambos campos los escritores se mostraron activos y se desarrolló una intensa propaganda, arguyendo los teólogos del lado del papa y los juristas, no canonistas, pero letrados formados en el recientemente resucitado derecho antiguo del imperio romano por la parte del rey.

Luego de la declaración final de Unam sanctam (noviembre de 1302), el rey determinó asestar un nuevo golpe. Envió fuerzas a Italia para arrestar al papa y traerlo cautivo a Francia. El 7 de septiembre de 1303 los franceses irrumpieron en el palacio papal de Anagniy. en un momento tremendo para Europa, quedó de manifiesto la debilidad del papado, la eterna debilidad de la razón ante la fuerza. Bonifacio se mantuvo firme frente a las amenazas y se negó a revocar sus edictos. El comisionado francés vaciló. Dar muerte al papa sería una locura, y, sin embargo, conducirlo a través de Italia, cautivo del extranjero, del aborrecido francés, apenas era factible. Mientras dudaba, el pueblo de Anagni se levantó, fueron expulsados los invasores y se salvó el papa. Pero la impresión del ultraje fue demasiado fuerte para él, y al cabo de un mes dejaba de existir (11 de octubre de 1303).

No vamos a negar que una cierta impetuosa brusquedad y una naturaleza altiva en el papa contribuyeron bastante a agravar la situación, como tampoco puede negarse que en Felipe el Hermoso encontró un adversario más peligroso y mejor armado que Federico II o Enrique IV. Pero la importancia del suceso desborda esos pormenores. Había venido a discutirse la cuestión de la autoridad de la Iglesia sobre los reyes. Un rey había desafiado abiertamente al papa, y en Anagni "lo inconcebible había tenido efecto". Y el papado tuvo que aceptar la situación. Una tremenda sacudida había derrocado su prestigio para siempre, no por cierto en todos los aspectos, pero lo había derrocado de esa región de principios universalmente aceptados como esenciales en la vida.

El nuevo papa, Benedicto XI, en su breve reinado de nueve meses, aunque excomulgó al jefe efectivo del ejército francés, no se aventuró a condenar al rey. Siguió luego un interregno de un año, y cuando, finalmente, fue cubierta la sede romana por la elección del francés Clemente V, sólo fue para establecer un reinado que, señaló el verdadero nadir de la reivindicación papal por la independencia política.

El rey de Francia no cesó de perseguir a su enemigo, el papa Bonifacio. Los famosos edictos contra la tiranía real todavía seguían en pie, y sólo la condenación de Bonifacio como hereje y falso papa, cosa que ya se había esforzado en lograr cuando el papa vivía, y que era todavía posible ahora que había muerto, podía anular la importancia de sus actos y los principios que suponían. Desde el comienzo del reinado del desdichado Clemente v (1305-1314), terriblemente aquejado por un cáncer torturador, el rey francés insistió en que ese juicio debía celebrarse. El papa, aunque revocó las bulas Clericis laicos y Unam sanctam "en cuanto representasen una injuria para el rey", se negó, y con éxito, al propuesto juicio. Pero a un alto precio, el precio de ser cómplice del rey en la supresión y destrucción de la gran orden religiosa de los Templarios, uno de los crímenes más grandes de la historia, una horrorosa y cruel traición.

Clemente v murió, como había vivido, en Francia. Jamás fue su intención establecer permanentemente el papado fuera de Roma, pero su propio estado de salud, las informaciones que recibía de la confusa situación, de las anárquicas condiciones de vida en Italia y en Roma, y la urgencia de negociar asuntos de la mayor importancia con el rey francés, le retuvieron de continuo en su país natal. En 1309 inauguró su residencia en Aviñón, en el priorato de los frailes predicadores. Mucha mayor significación aún encierra el dato de que de los veinticuatro cardenales por él creados, veintitrés eran franceses.

El primero de esta serie de papas franceses había arriado su bandera ante Francia. Fue la desventura de su inmediato sucesor, Juan XXII (1316-1334), tener que librar una batalla perdida con el emperador, una batalla que, en definitiva, no implicaba ningún principio importante, y que con tacto y buen sentido político por parte del irascible y anciano papa hubiese podido terminar en seguida y, posiblemente, evitarse por completo.

Juan xxii fue elegido al cabo de casi dos años de vacante la sede romana. Uno de los actos postreros de su predecesor, a la muerte del emperador Enrique VII (1314), fue declarar que, en virtud de los juramentos de fidelidad de los príncipes y de los poderes conferidos a San Pedro por Nuestro Señor, el imperio como estado estaba sujeto al gobierno del papa durante el interregno.

Los príncipes electores no habían logrado ponerse de acuerdo sobre quién debía ser emperador, y Juan xxii encontró a Alemania dividida entre los rivales de Luis de Baviera y Federico de Austria. No permitió que se considerase emperador ninguno de los dos y anunció su intención de juzgar por su cuenta el asunto. Entretanto él, el papa, gobernaría el imperio. y nombró un vicario para los derechos imperiales en Italia. La guerra prosiguió, a despecho del papa, y en 1322 Luis venció definitivamente a su rival. El papa se negó, no obstante, a reconocerle, y los dos poderes se encontraron inmediatamente en guerra en Italia. Todas las fuerzas clescontentas de la Iglesia se unieron a Luis.

Entre éstas constituía un partido muy importante el de los franciscanos extremistas, llamados los espirituales. que pretendían se impusiera como regla para toda la orden la pobreza absoluta practicada por San Francisco y sus primeros compañeros. No admitían ninguna mitigación en la norma, y al denunciarlo a los papas cuyo sentido práctico admitía tales mitigaciones, pasaron a la posición herética de considerar que esas mitigaciones eran heréticas en sí. Por tal causa habían ya tenido que sufrir a manos de Juan XXII, y el emperador encontró en ellos unos útiles auxiliares.

Otro gran apoyo en la lucha lo encontró el emperador en los tres grandes pensadores de la época : Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua y Juan de Jandun.

El papa conminó a Luis a que cesara en el ejercicio de los derechos imperiales, y como se negara, lo excomulgó (23 de marzo de 1324). El emperador replicó con un manifiesto denunciando al papa como herético y Marsilio publicó su obra, que hizo época, Defensor pacis. En ésta quedaba expuesta una teoría completa de política europea, según la cual todo estaba subordinado al emperador como representante del pueblo. El papado se definía como una institución humana, subordinada al concilio general, y convocar el concilio general era un derecho del emperador.

La lucha contra Luis de Baviera.

Luis invadió Italia seguidamente y, en una solemne asamblea en Roma, fue aceptado como emperador por aclamación popular (11 de enero de 1328). Seis días después fue consagrado y coronado, y luego, en abril, ya por tercera o cuarta vez, en otra asamblea popular pronunció la destitución del papa por herejía y traición. Para completar el programa marsiliano sólo faltaba dar un "sucesor" a Juan XXII, y Luis lo halló en un frasciscano, a quien designó públicamente, dándole el nombre de Nicolás V e invistiéndole personalmente con el anillo del pescador.

La lucha duró años. Juan XXII murió sin verla terminada, lo mismo que su sucesor Benedicto XII (1334-1342), de disposición más conciliatoria. Entretanto, el catolicismo alemán era víctima de toda clase de desórdenes, pues en las diversas sedes y órdenes religiosas una parte apoyaba al papa y otra al emperador. Los papas procedieron según el método habitual de buscarse aliados entre los príncipes alemanes ; pero, también aquí, sus derechos sufrieron un grave descalabro cuando, en Rense (16 de julio de 1338), los príncipes electores hicieron una declaración en el sentido de que la dignidad de emperador se recibía directamente de Dios y recaía en quien obtuviese la mayoría de votos de los propios príncipes. El emperador, una vez elegido, no tenía necesidad de ninguna confirmación papal para asumir legalmente sus funciones.

Dos años después, Luis vióse obligado a abdicar y el papa Clemente vi (1342-1352) tuvo la satisfacción de llevar a efecto la elección de Carlos de Bohemia, que había dado satisfactorias garantías de subordinación al papado.

Pero el triunfo pontificio fue mera apariencia. Una vez proclamado emperador y desembarazado de sus rivales, Carlos se mostró tan independiente como su predecesor, aunque más honesto y respetuoso. En 1356 renovó la declaración hecha en Rense, dieciocho años antes, del modo más sorprendente, publicando la llamada "Bula aurea", fijando las condiciones según las cuales fueron elegidos todos los emperadores de allí en adelante. Esta bula áurea señaló los siete príncipes electores y estableció quién debía ejercer el poder imperial durante un interregno. De la Iglesia, el papa y los derechos tanto tiempo reivindicados, y tan a menudo ejercidos por la sede romana, no se decía una palabra. El imperio es una institución secular, y en ella no le cabe ningún lugar al papado. El imperio es totalmente independiente del papado, como lo temporal de lo espiritual. El papa, Inocencio VI (1352-1362), ni siquiera protestó. Y aun, bajo la presión de este príncipe tan favorable a la Iglesia que, irónicamente, era llamado "el emperador de los curas", desautorizó la declaración de Clemente v, como Clemente había desautorizado las de Bonifacio VIII bajo la presión de Felipe el Hermoso.

Los papas habían ya empezado a adentrarse por la senda de las concesiones a los príncipes católicos, hechas a veces bajo presión, a veces propuestas como un cohecho, que habían de conducirles, finalmente, a ceder al por mayor los derechos y ejercicio de jurisdicción, por los que San Gregorio VII y su época habían luchado tan magníficamente y con tan buen éxito. Y como consecuencia de esas concesiones y renuncias había de producirse, en los diversos países de toda Europa, una renovación de todos aquellos desórdenes de los que la restauración hildebrandiana había librado por un tiempo a la Iglesia.

La peste negra.

Mediado el curso de este siglo deplorable sobrevino la inmensa catástrofe de la "peste negra". Era ésta una especie de peste bubónica, procedente de China y la India por las rutas comerciales. Era en extremo contagiosa. Aquellos a los que atacaba morían en cuestión de horas y no había remedio conocido para combatirla. Y principalmente eran las personas jóvenes y sanas las que caían víctimas de la infección. Italia fue el primer país de Occidente donde se manifestó, a principios de 1348. Se propagó rápidamente. España, el sur de Francia y luego Baviera y Renania quedaron rápidamente infestadas. Hacia el verano del mismo año el contagio había alcanzado a Inglaterra. Ningún país de Europa se libró, propagándose la peste a Islandia y a Groenlandia. La mortandad fue increíble. En Aviñón, por ejemplo, el papa, aparte de otras caridades en mayor escala, cedió terrenos para un cementerio especial, en el que fueron inhumados en sólo seis semanas unos once mil cadáveres. En Inglaterra pereció en doce meses la mitad de la población. Ninguna clase sufrió tanto como el clero. Esto, al mismo tiempo que testimonia su leal cumplimiento del deber, hace adivinar la enorme escasez de sacerdotes que se produjo, con el lamentable remedio de tener que ser cubiertas muchas veces las bajas por individuos inexpertos e inconvenientes.

Es imposible exagerar lo catastrófico de la situación que siguió a aquel azote que en menos de dos años acabó con unos cuarenta millones de personas en la Europa occidental. Hasta qué punto desorganizó la vida económica de aquel siglo, es materia que no nos compete. El historiador de la Iglesia señalará cómo, en muchos aspectos, quebrantó el espíritu de la generación que la padeció. La tentación de desesperar de lo espiritual y vivir sólo para el momento presente se apoderó universalmente de los supervivientes. A partir de entonces se aprecia claramente cierta indiferencia y temerario desafío a la verdad y a los castigos divinos. La primavera había desaparecido del calendario. En la vida de Europa se había desvanecido algo que la había animado desde la gran victoria sobre el caos del siglo x. En adelante se advierte en todo el mundo la sensación de que puede suceder lo imprevisible, y una indiferencia general por lo que ello pueda ser y cuándo pueda ocurrir.

Esas prolongadas contiendas con Francia y el Imperio fueron los principales episodios de una lucha que se sostuvo, más o menos continuamente, por toda Europa durante ese infortunado siglo. Ningún país gozó de paz. Inglaterra estaba empeñada en una de las mayores perversidades de su larga historia, en esa sucesión de incursiones piratas contra Francia que se conoce por el nombre de guerra de los cien años. Los perjuicios que para el catolicismo se derivaron de ese pillaje realizado por una fuerza católica en un país católico fueron tales que, al fin, intervino la Providencia directamente y, para librar del azote al país, envió el inspirado caudillaje de la doncella campesina de Lorena, Santa Juana de Arco (1428).

Rasgo notable de la vida del siglo xiv es el descontento social y político alimentado por un rápido incremento de la riqueza y por el consiguiente aumento de la codicia individual. Por doquier la acaudalada burguesía aumentaba su caudal. Disputaba a los nobles el dominio de las ciudades, y comenzó a establecerse como apretada oligarquía en los gremios o agrupaciones de oficios, medio inventado para reducir a los obreros a una casta de la que jamás podrían emanciparse. Y ambos partidos, los nobles lo mismo que la burguesía, hallaron una víctima común, para hacerla objeto de sus ataques, en los dignatarios eclesiásticos. Todos los pequeños principados de Francia, Alemania e Italia donde el señor era un obispo o abad, fueron cayendo sucesivamente ante la violencia de sus súbditos.

Por doquier, a lo largo de este siglo, aparecen indicios de que el creciente individualismo y particularismo repudia la sujeción a un sistema de leyes morales impuestas desde fuera, y a los clérigos como funcionarios del sistema que incorpora la autoridad y administra esas leyes. Los estados vasallos fueron sacudiendo gradualmente su sometimiento a San Pedro. Inglaterra se niega reiteradamente a pagar sus atrasos tributarios y, en 1364, rey y parlamento rechazan de plano a su soberano papal y declaran que, al ceder su reino a Inocencio III, Juan procedió más allá de su poder, pues lo hizo sin el consentimiento de la nación. Es en Inglaterra, también, donde el estatuto de los Provisores (1351) se convierte en ley, para evitar que los clérigos provistos por el papa de beneficios ingleses perjudiquen los derechos de los patrocinadores ingleses, así como los estatutos de Praemunire (1353-1393), para castigar con la confiscación de todos los bienes y reclusión perpetua a quien intente desquitarse con la apelación a la sede romana, haciendo uso del antiguo estatuto.

El daño mayor que produjeron los papas franceses del siglo xiv, después de su exagerada e imprudente explotación del sistema financiero, se debió a su excesiva predilección por sus compatriotas3. Hasta tal punto se excedieron en el nombramiento de súbditos franceses para el colegio cardenalicio, que apareció el peligro de un mundo oficial para el cual un papa no francés parecía una anormalidad, resultando, por el contrario, legal cualquier medida que asegurase la sucesión francesa. Esta mentalidad desempeñó un papel no poco importante en el cisma con que se cerró el siglo.

El primero que intentó trasladar de nuevo la sede pontificia a Roma fue el papa benedictino Urbano v (1362-1370). Nunca había sido cardenal, y debió su elección a un punto muerto entre los bandos contendientes en el conclave que siguió a la muerte de Inocencio vi. De papa siguió observando la misma vida santa de oración y penitencia que había llevado siendo monje. Fue en 1366 cuando concibió por vez primera la idea de volver a Roma. El rey de Francia, los cardenales y toda la corte pontificia opusieron todos los obstáculos imaginables a tal designio.. Urbano se mantuvo firme, y el 16 de octubre de 1367 entraba en la ciudad que no había visto a su obispo durante más de sesenta años.

La corte pontificia de Aviñón.

Pero, en poco más de dos años, las revueltas, en las que los romanos contaron con el auxilio de las cuadrillas de bandoleros capitaneadas por el inglés Juan Hawkwood, convirtieron a Roma en lugar inseguro. Y como ninguno de los reyes cristianos, a los que el papa apeló, acudió en su auxilio, resolvió volver a Aviñón. Y a despecho de los ruegos y las profecías de Santa Brígida de Suecia, se mantuvo firme en su decisión. El 27 de septiembre de 1370 hizo de nuevo su entrada en el gran palacio del Ródano, y en diciembre, como Santa Brígida había profetizado, falleció.

Once días después, tras un breve conclave de sólo unas horas de duración, los cardenales eligieron papa, por unanimidad, al más joven de ellos, Roger de Beaufort, de cuarenta y dos años. Tomó el nombre de Gregorio xi. Su primer pensamiento fue llevar a cabo la empresa que su predecesor había tenido que abandonar. Un obstáculo tras otro iban surgiendo ante él. Con frecuencia se fijaba la fecha de la partida, y con la misma frecuencia tenía que anularse. Finalmente llegó de Italia, para alentar la voluntad del papa y arrumbar a un lado los últimos impedimentos, la voz del único personaje realmente grande que produjo ese calamitoso siglo : Santa Catalina de Siena. El 13 de septiembre de 1376 abandonaba el papa Aviñón, y el 17 de enero del siguiente año hacía su entrada en Roma.

Gregorio xi sobrevivió a su retorno a Roma sólo catorce meses. El 8 de abril de 1378, mientras la plebe rugía en torno al Vaticano : "Elegid a un italiano o moriréis", los dieciséis aterrados cardenales eligieron como sucesor al arzobispo de Bari, el primer papa italiano desde hacía setenta y dos años, que tomó el nombre de Urbano vi.

¿Fue Urbano VI (1378-1389) válidamente elegido? Los historiadores lo afirman hoy día casi universalmente. Pero, dadas las circunstancias de la elección, el caso se prestaba a ser explotado para dudar de su validez. siempre que así conviniese a alguien. Y pronto fueron muchos los interesados en librarse del papa Urbano, y por todos los medios posibles.

Como Bartolomeo Pregnani, arzobispo de Bari, Urbano había sido un funcionario modelo en su alto cargo de vicecanciller en la corte de Aviñón. Llevaba una vida austera y se le conocía como firme defensor de la reforma. Ahora, después de su elección, cambió todo su proceder, o su gran celo por la reforma ahogó su serenidad de juicio. Más adelante fue tal su proceder, que bien puede hablarse de pérdida de la razón, siendo posible que este trastorno empezara a raíz de su elección. Lo cierto es que su modo de obrar sin el menor tacto y su proceder tiránico hicieron que rápidamente se indispusieran con él los cardenales que lo habían elegido y que, para elegirlo, lo habían buscado fuera del sacro colegio. Uno de sus defensores más leales fue Santa Catalina de Siena, y ella misma le escribe: "Por el amor de Jesús crucificado, Santo Padre, suavizad un poco los bruscos impulsos de vuestro carácter."

Lentamente .aumentó la oposición, y los cardenales, excepto cinco de los dieciséis que había en Roma, pues todos los demás eran franceses, empezaron a huir de la ciudad. En junio, Urbano intentó hacerlos regresar, pero el único resultádo fue provocar una declaración en el sentido de que dudaban que la elección hecha fuese válida, y esto después de tres meses en que todos ellos le habían reconocido repetidas veces, habían buscado y aceptado de él favores como papa y lo habían proclamado papa en una carta colectiva dirigida al mundo cristiano.

El cisma de Occidente

En agosto anunciaron que no era papa. Le habían elegido simplemente para escapar de la muerte que les aguardaba si procedían de otra manera. Entretanto habían conseguido sembrar dudas en otros personajes, especialmente en el rey de Francia, Carlos v (1364-1380). Cuando los trece cardenales se reunieron en Fondi, una carta del rey francés puso fin a su última vacilación. Procedieron a una nueva elección y, sin que votasen los tres italianos, eligieron por unanimidad al cardenal Roberto de Ginebra, que durante algunos años había sido, como legado en Italia, el afortunado generalísimo del ejército pontificio, e indudablemente algo más que un simple condottiere. Adoptó el nombre de Clemente VII.

Todos los cardenales, excepto uno, reconocieron a Clemente como papa. ¿Qué debía hacer la cristiandad? ¿Cómo iba a decidir entre las dos posiciones en pugna? ¿Y cómo podía saber si este mismo grupo de cardenales había elegido realmente papa en abril, hacía unos meses, o más bien ahora en septiembre? Pronto se dividió la cristiandad en dos bandos cón marcada orientación política, según que las simpatías fueran francesas o antifrancesas. Y los dos bandos eran igualmente representativos de la Iglesia, hallándose personas de vida santa, posteriormente canonizadas, tanto entre los defensores del papa de Aviñón como entre los de su antagonista romano. ¿Es que estaba dividida la Iglesia? Tan sólo en el punto concreto de si era Urbano el verdadero papa o lo era Clemente. En el conjunto doctrinal, en el punto de los poderes papales y la obediencia debida al papa, todos estaban de acuerdo. En parte alguna se produjo una rebelión contra el papa reconocidamente legal. La división no era un cisma, en el sentido real de la palabra. Pero era una división muy real y que duró poco menos de cuarenta años.

Urbano vi murió, y sus cardenales — el nuevo sacro colegio que él creó después de su elección de septiembre de 1378 y de haber excomulgado a cuantos tomaron parte en ella — eligieron a Bonifacio IX (1389). Luego murió Clemente VII (1394), y sus cardenales, rehusando terminar la división por sí mismos eligiendo a Bonifacio, eligieron a Pedro Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII. Cuando Bonifacio ix murió (1404), los cardenales romanos le reemplazaron primero por Inocencio VII y después por Gregorio XII (1406). Hay que afrontar la triste verdad de que ningún papa, así de un lado como del otro, estaba a la altura de su cargo. Todos ellos eran jefes partidistas de facciones rivales, y al fin la Iglesia como un todo, cansada de ambos, rechazó su autoridad y, reuniéndose en un singular concilio general en Pisa (1409), eligió un tercer papa por su cuenta, Alejandro v.

La Iglesia en modo alguno se resignaba pasivamente a la división. Desde el primer momento en que se dió cuenta de que la división existía, se formularon planes para una reunión y se discutieron por ambas partes. Y como tales proyectos tenían que justificarse haciendo referencia a principios teológicos, empezaron a circular nuevas y extrañas ideas, y esto bajo las firmas más respetables. La idea de que debía convocarse un concilio general para entender en el asunto era bastante natural, y estaba muy generalizada. Los partidarios de esta idea empezaron luego a explicar que la verdadera autoridad de la Iglesia residía primariamente en el episcopado como cuerpo, y que los concilios ecuménicos eran superiores a los papas. Uno de los personajes más famosos de la época, Juan Gerson, canciller de la universidad de París, fue un paso más lejos. No sólo los obispos, sino los sacerdotes, y aun todos los bautizados, constituían el verdadero fundamento de la autoridad papal. El poder reside en la Iglesia como un todo, y sólo puede conferirlo la elección legal. Como la Iglesia tiene el derecho de elegir, así tiene el derecho de corregir, y de castigar, y aun de deponer al papa en caso necesario. En un concilio general todos los católicos tienen derecho al voto.

Otra corriente de opinión se resignaba a la división, por considerarla una manifestación de la voluntad de Dios en el asunto, y si no, la división nunca se hubiera producido. ¿Por qué sólo dos papas, seguían argumentando, y no uno para cada país ?

El movimiento general para poner fin a la división empezó de hecho con la elección de Gregorio XII en 1406, pues todos los cardenales romanos en el conclave habían jurado que, cualquiera de ellos que saliese elegido, estaría dispuesto a renunciar si el papa de Aviñón, Benedicto XIII, hacía lo mismo. Así quedaría abierto el camino para una sola elección conjunta de un papa, al cual ambas partes, y por tanto la Iglesia toda, habrían de reconocer. Inmediatamente después de su elección, Gregorio XII renovó solemnemente su juramento.

Los dos años siguientes se pasaron en negociaciones para convenir un encuentro entre los dos papas, fijar el lugar y señalar la fecha. Benedicto se mostraba hábil y escurridizo; Gregorio, aunque honrado, vacilante. Nunca llegaron a encontrarse, aun cuando en una ocasión sólo les separaba un día de camino. "El uno era un animal terrestre que no podía arrostrar el mar, dijo un testigo de la época; el otro un animal marino que había de morir en tierra." Y cuando el rey de Nápoles conquistó Roma, nadie se alegró tanto como Gregorio XII, pues ahora tenía como nunca un argumento para justificar su imposibilidad de reunirse con su rival (1408).

El rey de Francia abandonó entonces al papa de Aviñón y se declaró neutral. La universidad de París hizo lo mismo, y rogó a los dos grupos de cardenales que establecieran contacto y se esforzasen por lograr la reunión. Esto tuvo efecto en el término de unas semanas, y la mayoría de los cardenales de ambos papas se reunieron en una asamblea conjunta, convocando un concilio en Pisa. Cada uno de los papas convocó también un concilio a su vez. Pero mientras los concilios convocados por los papas resultaron tristes fracasos, a Pisa acudieron, además de los veinticuatro cardenales, numerosos obispos y trescientos doctores en teología y derecho canónico. A las nuevas teorías sobre la constitución de la Iglesia se les presentaba ahora su oportunidad.

Ambos papas fueron citados en Pisa, y en vista de que no comparecían se les condenó en su ausencia por cisma, herejía y perjurio, y fueron depuestos. Luego los cardenales eligieron al arzobispo .de Milán, uno de los antiguos defensores del papa romano. Tomó el nombre de Alejandro v. A continuación el concilio procedió a la promulgación de una serie de decretos para la reforma de la vida eclesiástica, encaminados principalmente a defender la autoridad tradicional de los obispos.

La situación era ahora, en muchos aspectos, peor que nunca. Había tres papas en lugar de dos, y, en definitiva, era al tercer papa — el que de los tres, precisamente, con mayor certeza no era papa — a quien prácticamente obedecía toda la cristiandad, pues Benedicto no tenía sostenedores fuera de la pequeña localidad española donde ahora moraba, y Gregorio sólo contaba con la lealtad de unos príncipes italianos que variaba según las perspectivas políticas de los mismos.

El papa Alejandro duró sólo diez meses, eligiendo a continuación el partido pisano como sucesor a Baldassare Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Era éste un financiero eclesiástico con fama de haber sido pirata en otro tiempo, y ahora negociante de indulgencias tan indigno de cualquier cargo eclesiástico, que, por último, el emperador Segismundo intervino y puso en marcha la serie de acontecimientos que al fin salvaron a la Iglesia.

Como papa, Juan XXIII no mostró nada de la habilidad política que le había valido la tiara. Durante tres años fue dando traspiés, cayendo de error en error y alejando de sí a todos sus valedores, uno tras otro. De no haberle obligado el emperador, Segismundo, a convocar un nuevo concilio, no es improbable que la Iglesia hubiera visto una nueva división, y aun un cuarto pretendiente al papado.

Este concilio, que se celebró en Constanza (noviembre de 1414), es el más extraño de toda la historia de la Iglesia por su composición, su actuación y la naturaleza de lo que se llevó a cabo en el curso del mismo. Los frutos de cuarenta años de caos quedaron ahora de manifiesto. Las más disparatadas teorías sobre el principio de la autoridad eclesiástica parecía que iban a tener efecto cuando acudieron a la ciudad, además de los 185 obispos, 300 doctores en teología y derecho, 18.000 eclesiásticos más y una inmensa multitud de magnates, príncipes y representantes de ciudades y corporaciones, hasta un número superior a los cien mil. La figura dominante era el emperador, y él fue quien había de salvar la situación en el momento crítico, cuando Juan xxiii, dándose cuenta de que debía afrontar un juicio y, con toda seguridad, su propia deposición, huyó de la ciudad con el intento de revocar su convocación, declarar nulo el concilio y provocar un movimiento contrario. El papa fue arrestado y puesto bajo vigilancia, y el concilio prosiguió sus deliberaciones.

Todos los doctores tenían voto, lo mismo que los obispos, y las decisiones se tomaban, no computando los votos individuales, sino los votos de las naciones representadas en el concilio, que eran cinco : Italia, Francia, Inglaterra, Alemania y España. Cada una de ellas con derecho a un voto. Los cardenales, que juntos tenían derecho a un sexto voto, no tenían más autoridad de la de cualquier otro miembro particular de la propia nación. El papa fue juzgado por diversos cargos y, seguidamente, condenado por simonía, malversación de los bienes de la Iglesia y desleal administración en los asuntos tanto espirituales como temporales. El 29 de mayo de 1415 fue depuesto, y seis días después aceptó su condena.

Entretanto, el papa romano, Gregorio XII, que contaba ochenta y nueve años de edad, seguía manteniéndose firme en Rímini. Había rehusado la invitación del emperador al concilio, así como la cita del propio concilio. Pero, finalmente, decidió abdicar y reconocer el concilio como una asamblea convocada por el emperador. El 15 de junio de 1415 llegaron a Constanza sus delegados, no acreditados ante el concilio, sino ante el emperador, y el 4 de julio dieron lectura a la bula de Gregorio para el concilio.

En primer lugar convocaba solemnemente el concilio, y después anunciaba su dimisión al concilio así convocado. El concilio se lo agradeció formalmente y le notificó su nombramiento como cardenal-obispo de Oporto, por lo cual el expapa expuso su agradecimiento e hizo un acto de sumisión al concilio.

Todavía quedaba, en la lejana España, el sucesor del papa que había iniciado el cisma : Pedro de Luna, Benedicto XIII, que se mantuvo obstinado hasta el fin, y a la condenación de que le hizo objeto el concilio (26 de julio de 1417) replicó con una renovada excomunión y amenazas de deposición de los príncipes. Sus valedores quedaban ahora reducidos a sus sirvientes particulares y a un puñado de guardas.

Por fin, el día de San Martín, 11 de noviembre de 1417, el conclave (integrado por veintitrés cardenales y cinco prelados de cada una de las seis naciones) eligió papa al cardenal Odón Colonna, con el nombre de Martín v. El cisma había terminado. Toda la Iglesia estaba unida en obediencia a un solo papa.

Papas contra concilios

Pero este mismo concilio que había dado fin al cisma, había esparcido las semillas de no pocas discordias futuras. Cualesquiera que fuesen las sutilezas del derecho canónico para salvaguardar la legitimidad de la gran liquidación que se había hecho con un problema tan complejo, quedaba en pie el hecho de que el concilio de Constanza había juzgado y condenado a dos pretendientes al papado, eligiendo a su vez un nuevo papa. Y había declarado también, en términos explícitos, que los concilios generales eran superiores a los papas, disponiendo que cada cinco años se reuniría este concilio general, al que el papa, en cierta medida, rendiría cuentas de su gestión. En virtud de las pretensiones del concilio de Constanza se había producido una auténtica revolución : en lo sucesivo la Iglesia sería gobernada de un modo parlamentario y no por la autoridad absoluta, divinamente otorgada, de su cabeza, el Vicario de Cristo. Los cuarenta años que siguieron al concilio habían de contemplar los esfuerzos de los diversos papas, Martín v, Eugenio IV y Nicolás v, por desarraigar esa nueva teoría y mantener a raya los concilios basados e inspirados en la misma. Pero donde se recogieron los frutos del grave mal en toda su plenitud fue en las prolongadas disensiones del concilio de Basilea (1431-1449).

Entretanto, la causa de la reforma sufrió un retroceso imposible de medir. Y, en esos mismo años, un nuevo resurgir del Islam conquistó provincia tras provincia del imperio cristiano de Oriente, e incluso territorio en Europa, preparándose de este modo el camino para el hecho más resonante de todos, la conquista de Constantinopla en 1453. Contra esta amenaza para la existencia misma de Europa, los papas se esforzaron reiteradamente en organizar a los príncipes de Occidente para hacer frente a esta amenaza que comprometía la misma existencia de Europa. Pero sus llamamientos resultaron inútiles. El prestigio supranacional del papado en cuestiones políticas había desaparecido, y con él el único custodio efectivo de Europa contra los peligros antieuropeos. Los príncipes se habían negado a combatir el Islam en el Jordán y en Siria. Ahora tendrían que hacerle frente en el Danubio, en Alemania y en Italia.

Martín v (1417-1431) se consagró principalmente a la obra de reconstrucción de Roma, ciudad en ruinas con una población reducida a unos diez mil habitantes, y a recuperar poco a poco el dominio sobre los estados pontificios. La experiencia de Aviñón y lo ocurrido en los años del cisma habían demostrado bien a las claras que el papa que no fuese realmente un soberano propendía a convertirse muy pronto en vasallo, pasando a ser su poder el instrumento de la política de cualquier soberano. El concilio ecuménico ocasionó a Martín v relativamente pocas molestias. Se convocó, como se había previsto en Constanza, y se reunió en Pavía el 23 de abril de 1423. Al declararse la peste fue trasladado a Siena. Pero la concurrencia fue tan reducida que hubiera sido un desacierto seguir adelante. El papa aprovechó el pretexto de buen grado y disolvió la asamblea. Martín v no vivió lo bastante para ver reunido el segundo concilio que convocó y correspondió a su sucesor, Eugenio IV (1431-1447) — sobrino de Gregorio xxi —, enfrentarse con él. Fue éste el famoso concilio de Basilea. Desde el comienzo se advirtió en él una firme determinación de someter al papa y continuar la obra perniciosa de Pisa y Constanza. Las alternativas de impetuosa violencia y débil sumisión por parte del papa hicieron el juego a tales designios. En realidad, éste no poseía ninguna de las dotes diplomáticas de su predecesor. Disolvió la asamblea, y ésta se negó a obedecerle. A continuación el concilio suspendió al papa y luego le destituyó. El papa, a su vez, excomulgó al concilio, abriéndose negociaciones en las que finalmente se llegó a un compromiso, por el cual accedía el papa a anular la orden de disolución. Luego el concilio propuso establecer un nuevo sistema permanente de intervención cerca del papa y la curia romana. Pero en esto Eugenio se mantuvo firme y trasladó el concilio, primero a Ferrara (1438) y después a Florencia (1439). Un pequeño grupo que se negó a seguirle permaneció en Basilea, depuso una vez más a Eugenio y, en su lugar, eligió al duque de Saboya, "Félix V".

En Florencia, entretanto, se desarrollaba un asunto de capital importancia ; el gran proyecto en que Eugenio había estado trabajando tenazmente durante años: la unión de las iglesias cismáticas orientales griega, armenia y jacobita. Los innovadores teológicos recibieron una enérgica réplica a sus teorías con la definición de la primacía papal sobre toda la Iglesia como algo divinamente instituido (1439).

Estos dos primeros papas, que reinaron después de restablecida la unidad, fueron hombres de vida admirable y agudos reformadores. Por doquier empezaba a advertirse el comienzo de días mejores. La nueva congregación de Santa Justina reorganizó la vida de los monasterios benedictinos en Italia. Los canónigos regulares crearon en Holanda la nueva congregación de Windesheim, de donde había de salir la nueva escuela ascética, cuyos frutos más conocidos son tal vez Tomás de Kempis y la Imitación de Cristo. También en la orden franciscana se inició una renovación de la vida primitiva, esta vez de signo ortodoxo, libre de llamativas extravagancias y bendecida por los papas, cuyos guías fueron santos, tales como Bernardino de Sena, uno de los más grandes predicadores de masas que jamás se ha conocido, y Juan de Capistrano, que más tarde había de levantar en armas a Hungría con tan buen éxito para la derrota de los turcos. Realizó una obra semejante de restauración entre las monjas franciscanas la borgoñona Santa Coleta. A la orden de Predicadores le infundieron nuevo vigor los discípulos de Santa Catalina de Siena, y con San Antonino, arzobispo de Florencia, dió a la Iglesia un guía modelo, un reformador y uno de los primeros teólogos especializados en moral.

En todas partes, en España, en Alemania, en Francia y en Italia, a través de sus legados y mediante los concilios provinciales que éstos convocaban, los papas urgieron la restauración de la vida católica, tan maltrecha, y en Florencia, en 1436, Eugenio IV fundó el primer seminario : una casa de estudio y disciplina clerical para la formación de aquellos que se sentían con vocación a formar en el clero secular. El último, aunque no el menor, de sus méritos, tanto en Martín V como en Eugenio IV, estriba en que eligieron excelentes cardenales, y al tiempo que ampliaron los privilegios y la jurisdicción del sacro colegio, lo elevaron, gracias al cuidado de sus nombramientos, a un lugar más alto que el que venía ocupando en la Iglesia durante los cien últimos años.

¿Pero hasta qué punto podrían los papas, en este mundo posterior al cisma, ejercer libremente la plenitud de sus poderes sobre las iglesias locales y, así, llevar a cabo las necesarias reformas? Aquí estaba el nudo de la cuestión. Los años de disensiones habían sido una gran oportunidad para los príncipes, y el desconcierto de los papas una gran ocasión en provecho de los laicos. El rey de Francia y los príncipes alemanes aceptaron íos decretos antipapales del concilio de Basilea y, sin repudiar en modo alguno la primacía de Roma, empezaron a actuar muy marcadamente como papas locales en lo tocante a la legislación de los concilios locales, a la administración de las iglesias y a los nombramientos de obispos. Contra sus declaraciones, las pragmáticas sanciones de Bourges (1438) y Maguncia (1439), los papas, durante años, no se atrevieron a hacer más que protestar.

Nuevas formas de devoción

La primera mitad de este siglo xv contempló una efectiva renovación de la piedad popular. Mientras persistía la curiosa abstención medieval de la frecuente comunión, existía ahora, más que nunca, una profunda devoción por la vida de Nuestro Señor en sus aspectos más patéticos. La espiritualidad y el arte religioso empezaron a hacer un llamamiento directo a la emoción en todo cuanto se refiere a la pasión y muerte de Nuestro Señor y a los sufrimientos de su Madre. Ahora es cuando empiezan a aparecer las imágenes de Nuestro Señor coronado de espinas, los cuadros que lo representan clavado en la cruz, o en espera de ser puesto en ella, sangrante y lacerado, mientras sus verdugos preparan el madero. Es por esta época, también, cuando se celebra por primera vez la fiesta de los siete dolores de la Virgen.

A veces esta nueva devoción se desarrolla de tal modo, que surge el riesgo de que la visión de los sufrimientos obscurezca la verdad más importante del sacrificio de dar la vida realizado a través de los mismos. Devoción y dogma no siempre van de la mano. Empieza a existir, en algunos casos, un pernicioso divorcio entre teología y piedad. Es de notar que los tres grandes predicadores de la época: San Vicente Ferrer, San Bernardino y San Juan de Capistrano, se hallan completamente libres de esa tendencia, a pesar de que jamás en la historia hubo otros predicadores que como ellos arrastrasen a las masas humanas por su detallada exposición de los tormentos de la pasión.

Este creciente divorcio entre el pensamiento católico y la piedad católica popular, de lo que inevitablemente se derivará una práctica algo mecánica de la religión, una confianza desmedida en las prácticas y no pocas supersticiones, tiene, indudablemente, relación con la tendencia, entre los filósofos católicos del siglo siguiente a Santo Tomás, a disminuir el papel de la razón. No es el sistema y el espíritu de Santo Tomás lo que domina en el pensamiento del siglo xiv, sino el espíritu escéptico, agnóstico, de Ockham. No podemos, realmente, poseer una garantía racional — tal es la conclusión a que éste tiende — para las verdades más elementales de la religión natural. No hay nada absoluto en moral, excepto la voluntad de Dios. La filosofía se convierte cada vez más en una gimnasia mental, ingeniosa pero estéril. La mentalidad que fomenta repugna al piadoso, y justamente, pues esa autosatisfacción se encuentra en los antípodas del ideal cristiano. Así, el teólogo cesa de nutrirse con el necesario alimento mental, y la teología cesa de nutrir a la piedad. Pensamiento y oración amenazan seguir caminos distintos.

Prueba interesante de la decadencia de la teología es la popularidad de Juan Wycliffe, el verdadero hereje de la época. Este docto sacerdote inglés quería reconstruir el cristianismo sobre la sola base de la piadosa meditación de las Escrituras. El papado, la jerarquía, el sacerdocio y los sacramentos eran para él otras tantas invenciones humanas. La única certeza se halla en la Sagrada Escritura, y la única cosa realmente necesaria es que las Escrituras se prediquen. Las indulgencias, la confesión, la misa debían rechazarse. Y la Iglesia debía volver a su primitivo estado de simple pobreza. Esta doctrina revolucionaria, predicada en Inglaterra por los lolardos durante unos cuarenta años (1376-1415), continuó manifestándose en algunos rincones del país en el transcurso del siglo siguiente. También fue llevada a Bohemia, y en Juan Hus no sólo encontró un apóstol sumamente hábil, sino también su principal mártir. El movimiento nacional antigermano de los checos halló en la herejía un medio adicional de expresión, y Hus, desde su muerte, ha venido siendo el gran héroe de su raza.

Algo de esta misma idea de que los sacramentos no son realmente necesarios para la perfección, o más bien que la única cosa necesaria en la vida espiritual es la oración y la meditación sobre las Escrituras por parte del individuo, puede hallarse también en el libro titulado Theologia Germanica, que estuvo bastante en boga durante toda la segunda mitad del siglo xv y cuya influencia puede apreciarse en Erasmo y en Lutero.

El Renacimiento.

Aquí anidaba el germen de futuras desazones, que al fin frustraron los esfuerzos de Martín v o Eugenio iv por la reforma y que bien hubieran podido inquietar a estos papas, de no haber sido para ellos tan imposible como lo es para nosotros leer el futuro en el presente. Otra causa, más poderosa, de futuros viales radicaba en el espíritu pagano inherente al nuevo florecimiento cultural y literario, el movimiento llamado Renacimiento por antonomasia.

Este florecimiento del siglo xv difería de sus precedentes — los renacimientos mucho más potentes de los siglos xii y xiii —, ante todo, en que era un movimiento artístico más que filosófico. Era la literatura, como tal, de los griegos y los latinos lo que ahora tenía importancia. Las ideas, aunque desde luego no se desdeñasen o ignorasen, tenían, sin embargo, una importancia secundaria frente al modo con que se expresaban. La verdadera inquietud de este renacimiento radicaba en la imaginación y las facultades críticas del artista, y era, por tanto, de un efecto directo sobre la sensibilidad. Consecuencia inevitable de esta preocupación por lo individual y lo personal fue una nueva exaltación del hombre. Lo puramente humano fue ensalzado y venerado, adorado incluso, cual nunca lo fuera desde los tiempos del viejo paganismo. Nada hubiese podido ser más fatal para la vida cristiana, aun en la plenitud de su vigor, que el fomento de tal espíritu. Los papas que se convirtieron en los patrocinadores de poetas, literatos y artistas, a los que el movimiento debía su existencia, no se pusieron, es verdad, a alentar ese espíritu, pero fueron demasiado condescendientes en aceptar, por razón de su utilidad artística, los servicios de unos hombres completamente poseídos de ese espíritu, y esto en una época en que las tradiciones cristianas pugnaban trabajosamente por revivir, tras siglo y medio de decadencia.

Gradualmente, inevitablemente, el espíritu amoral del renacido paganismo hizo presa en la Iglesia, deteniendo en realidad todo el movimiento de reforma y divorciando del mismo al papado. Porque el logro final del neopaganismo renacentista y lo más inesperado de todo fue conseguir el colapso moral del mismo centro del orbe cristiano. El papa Nicolás v (1447-1455) había deseado ver a Roma convertida en el centro del nuevo saber, de la nueva cultura y del nuevo arte. Cincuenta años después Roma era todo eso y, además, el centro de todos los nuevos vicios. Esta situación se prolongó por espacio de unos cuarenta años, de modo que Adriano vi (1521-1523), que vivió todo este período4, pudo preludiar su reforma con la afirmación consciente de que la Iglesia romana había sido el primer foco de todos los males que los hombres de bien lamentaban por doquier.

El sucesor inmediato de Eugenio IV fue Nicolás V, que, como Tommaso Parentucelli, había sido uno de los propulsores de la nueva escuela clásica ; como teólogo y experto helenista, había desempeñado un importante papel en el sínodo conciliatorio de 1438, y como sacerdote y obispo se había mostrado hombre de vida intachable. Su breve reinado, inmortal por el generoso mecenazgo en favor de científicos y artistas, del que son testimonio la Biblioteca Vaticana y la nueva Basílica de San Pedro, fue, sin embargo, una larga lucha con las fuerzas que trabajaban contra la independencia del papa. Para asegurarse la paz en casa y salvarla de las intrigas de los príncipes vecinos — durante esos años hubo varios intentos de revolución en Roma, además de un grave complot para asesinar al papa y a los cardenales —, Nicolás v púsose a sembrar la discordia entre sus enemigos, política que había de volverse contra su propio autor y sus sucesores.

El primero de éstos, Calixto III (1455-1458), vióse envuelto en una guerra italiana seguidamente a su elección. También Pío II (1458-1464) se encontró con que una insoslayable guerra italiana absorbía todas las energías que él hubiese preferido destinar a la reconquista de Constantinopla. Este papa, como Eneas Silvio Piccolomini, había sido una figura singularmente típica del renacimiento humanista. Fue un defensor del concilio de Basilea y un adversario de Eugenio iv, y su vida privada había sido tan mundana como la de muchos otros humanistas. Luego se había reformado, hizo acto de sumisión al papa, recibió las órdenes sagradas y dedicó su genio al servicio de la religión. Su nombre alcanza valor de inmortalidad entre los papas por ser el último de los cruzados. En este aspecto siguió fielmente la política de Calixto III, que se había declarado dispuesto a vender manuscritos lo mismo que cálices a fin de aportar fondos para la reconquista de Constantinopla. Pío II suplicó, exhortó, negoció con los príncipes católicos durante todo el tiempo de su breve reinado. Al fin reunió un ejército y una flota, los mejores que pudo, pero insuficientes para enfrentarse con los del poderoso genio que gobernaba a los turcos, Mohamed II, y murió, viejo y agotado, al llegar a Ancona para participar de las fatigas de la expedición.

También Pío II tuvo que hacer frente a diversas rebeliones en sus propios estados, y no consiguió recaudar de sus súbditos siquiera los impuestos destinados a la defensa. Hacia el fin del siguiente pontificado — el de Paulo II (1464-1471), un veneciano y otra figura erudita del Renacimiento —, el papado era, sin embargo, lo bastante fuerte para merecer la respetuosa desconfianza de todos sus vecinos.

Sixto IV (1471-1484), Francesco della Royere, tuvo por ello que afrontar una oposición más fuerte que las conocidas hasta entonces. Es con su reinado con el que empieza el nuevo cautiverio del papado, su servidumbre en métodos políticos al espíritu de los príncipes seculares. de la época. Las armas espirituales de la Iglesia se muestran sin eficacia alguna contra el espíritu impío de las altas esferas, y los papas recurren en adelante, decididmente, a las armas seculares de la diplomacia y la política. Tal práctica había de resultarles no poco cara. y en modo alguno obtuvieron siempre con ella el éxito apetecido.

Los papas secularizados

Generalmente se considera que a Sixto IV le correspondió gran parte de responsabilidad por los escándalos de los sesenta años venideros. Con sus nombramientos hizo que bajara el prestigio del sacro colegio, y cedió los altos puestos del gobierno pontificio a sus indignos parientes en un grado jamás visto hasta entonces.

El sacro colegio era todavía un cuerpo muy limitado. Raramente llegaban a veinte los votantes en un conclave del siglo xv. De ahí el afán por parte de los príncipes de obtener el capelo para algunos de sus súbditos y, así, pesar en las elecciones y, en último término, obtener nuevas concesiones de fondos eclesiásticos o de jurisdicción. Los papas se ven, en ocasiones, constreñidos a ceder a tal presión, y empiezan a existir unos intereses creados antipapales en el propio colegio cardenalicio. Sólo un papa fuerte podrá mandar en su casa, y aun los papas más fuertes, hasta el golpe de estado de León x en 1517, con la creación de treinta y un cardenales de una vez, se encontraron a menudo con que el sacro colegio escapaba a su dominio.

En cada vacante a partir de entonces, los cardenales se unían en bloque para limitar el poder del papa que iba a ser elegido, ora destinándose a sí mismos una nueva parte de la riqueza de la Iglesia, ya resucitando la idea, marcadamente herética, de los concilios generales periódicos para fiscalizar al papa. Lo asombroso, dada la naturaleza humana y las circunstancias de entonces, es que los papas de esa época resistieran siempre. Ninguno de ellos cayó jamás en la tentación de llevar a cabo las capitulaciones, de unirse a sus colegas y patrocinadores de los días de cardenalato en un saqueo colectivo de los bienes eclesiásticos para el lucro personal. El peor de los cardenales, una vez elegido papa, demostraba una nueva lealtad a su ministerio, una lealtad engastada ilógicamente, si se quiere, en el desorden de su inmoralidad personal, pero no menos real a pesar de ello. Un arma de que disponían los papas contra los cardenales desleales, era nombrar a sus parientes para el sacro colegio. Así, de las nueve creaciones de Calixto III, tres fueron para sobrinos suyos, lo mismo que otras tres de las diez de Paulo II.

Sixto IV, por tanto, más que inventar un nuevo principio, dió nuevo impulso a un principio ya existente. Gracias al carácter de casi todas sus creaciones, el sacro colegio se transformó rápida y decididamente en mal ; transformación, sin embargo, en la que las necesidades de la política tuvieron una parte, tan grande al menos, como el excesivo amor del papa a sus parientes. Ahora, por vez primera, son admitidos en el sacro colegio personas indignas, y por un hombre, ex general de los franciscanos, docto, humilde, laborioso, que se halla por encima de todo reproche en su propia vida privada. De treinta y cuatro cardenales, nada menos que seis son parientes suyos, sobrinos y primos. Para ellos son todos los cargos más importantes, y las riquezas, en forma de beneficios, se vuelcan liberalmente sobre ellos. Uno solo, Giuliano della Royere, reunía ocho obispados en cuatro países diferentes, además de varias abadías. A otros de su linaje que no abandonaron la condición de seglares, el papa los elevó a aquellos cargos civiles y militares que no podía confiar a la desleal nobleza romana. Uno de los sobrinos pasó a ser prefecto de Roma, a otro el papa le confirió Imola como feudo, luego de haber obtenido su restitución del duque de Milán. Los familiares del papa instalados en los puestos principales de la Iglesia y el estado, reinando como vasallos suyos en los feudos papales y unidos por lazos matrimoniales a los príncipes vecinos: tales eran las líneas generales del nuevo régimen gradualmente establecido por Sixto IV para asegurar la paz en el exterior y el orden y la tranquilidad en el interior.

Su política aseguró ciertamente el orden en el interior ; cierta clase de orden. Pero el sistema volvióse casi inmediatamente contra sí mismo, pues el sucesor de cualquier papa que hubiera prodigado de ese modo los cargos entre sus parientes tenía que enfrentarse con una oposición permanente de la peor especie. Para lo sucesivo hay que contar con un nuevo elemento en todos los conclaves : la lucha de los que ocupan un cargo para evitar la elección de un papa que pudiera desplazarlos. A partir de entonces, en el sacro colegio, se forma un sólido bloque constituido por ese grupo de parientes, poderosos bajo el último papa y, casi inevitablemente, en cerrada oposición a su sucesor. Muerto Sixto IV, la influencia de della Royere consiguió sin duda la elección de su sucesor, victoria que no obtuvo dos veces, y, bajo Alejandro vi, la pugna de della Royere contra los Borgia fue una de las principales características políticas de la época.

La consumada perversidad de los sobrinos de Sixto IV envolvió a la Santa Sede en una serie de episodios infamantes y escandalosos : la terrible conspiración de los Pazzi, por ejemplo, con el asesinato de Julián de Médicis, y la desastrosa guerra contra Venecia con que se cerró el pontificado.

Siguió la elección simoníaca de Inocencio VIII (1484-1492), efectuada por cardenales todos ellos creación de Sixto; efectuada principalmente por su sobrino más hábil, el cardenal Giuliano della Royere, el mismo que un día había elegido papa simonfacamente y, bajo el nombre de Julio II, publicaría el edicto que en adelante haría imposibles tales elecciones.

Con Inocencio VIII el papado cae más bajo aún. No es que su vida particular como papa fuese reprobable ; pero era débil y vacilante, mero instrumento de sus subordinados, y esto siempre es un defecto en cualquier gobernante. Pero él es el primer papa que reconoce a sus hijos naturales nacidos anteriormente, que les brinda el lugar que un príncipe casado brinda naturalmente a sus hijos, y que se sirve de ellos en el juego diplomático, en apoyo de la política papal. Casó a su hijo con la hija de Lorenzo de Médicis, sellando así un pacto con el gran príncipe-banquero florentino que, durante años, había sido el más encarnizado enemigo del papado.

El conclave que siguió a la muerte de Inocencio cayó más bajo aún que el que lo había elegido. Pues la mayoría eligió, fuertemente sobornada, al cardenal Rodrigo Borgia, un hábil gobernante, es cierto, pero un hombre cuya vida, al cabo de cuarenta años en el sacro colegio, era todavía tan públicamente escandalosa como cuando, siendo un joven cardenal de veintiocho años, Pío II le había reprendido por ello. Éste es el hombre conocido como Alejandro vi.

Reinó durante once años (1492-1503), años que señalan un punto decisivo en la historia de Europa, pues contemplaron el descubrimiento de América y la primera aparición de España como un solo reino unido, después de la expulsión final de los mahometanos en 1492, con lo que dió comienzo esa pugna, prolongada por siglo y medio, entre esta nación y Francia por el dominio de Italia. Inevitablemente, el papado había de verse envuelto en esa larga contienda, en parte porque los papas eran príncipes italianos, y en parte porque la necesidad a que está sujeto el papado de hallarse manifiestamente libre de la dominación de cualquier estado determinado, hacía imposible que los papas vieran con buenos ojos que Francia o España se adueñasen realmente de cualquier porción considerable de Italia, ya fuera del reino de Nápoles en el sur o del ducado de Milán en el norte. Lo último para el papado era que un día, el mismo poder, llegara a adueñarse de las dos porciones. De ahí su eterna vacilación, que apoyaba por turno a España o a Francia para librarse de ser sojuzgado por la potencia rival, y luego, al concretarse la victoria de su aliada, cuidaba de impedir la destrucción del poder que había estado combatiendo. Y para subvencionar todo ello, ejército, flota, diplomacia, se necesitaba dinero y más dinero. Ahora bien, para conseguir el dinero se adoptan todos los recursos y métodos del estado moderno, y tales métodos se aplican también a las finanzas eclesiásticas y a los bienes espirituales.

Alejandro vi fue el primer papa a quien correspondió hacer frente a una invasión francesa de Italia, así como a la consiguiente guerra franco-española.

Con la muerte de Alejandro, en 1503, llegó a su fin la inmoralidad de la corte papal. Los cardenales eligieron como sucesor a un hombre admirable, el cardenal Francisco Piccolomini5 que reinó sólo unas semanas. Luego eligieron a Giuliano della Royere, el papa Julio II, que se reveló rápidamente como uno de los gobernantes más enérgicos de Europa. En Julio II (1503-1513) la Santa Sede tuvo lo que, dadas las características del nuevo sistema, venía necesitando desde hacía mucho tiempo : un papa que era un diplomático de primera línea y un excelente general en el campo de batalla ; un organizador enérgico y capacitado, duro e inflexible. Con él, los barones romanos quedaron finalmente sometidos y los estados pontificios se organizaron realmente por vez primera, con el papa como gobernante efectivo. También Julio II, aunque su reinado se vió libre de muchos de los vicios que habían degradado a Roma en la época de su predecesor, llevó adelante su política de alianzas mediante uniones matrimoniales. Casó a una sobrina con un poderoso heredero de la casa de los Colonna; a un sobrino con una Orsini, mientras que un segundo Orsini se casó con una de las hijas naturales del propio papa. Pero este papa aspiraba a mucho más que al encumbramiento de su propia familia. Julio era quien gobernaba, y cualquiera que fuese la dignidad a que promoviera a sus parientes — introdujo a cuatro sobrinos en el sacro colegio —, se la otorgaba por los servicios que podían rendir a la Iglesia.

Dado el sistema de gobierno de la Iglesia, el tradicional desde hacía cincuenta años, Julio II fue un papa excelente; si, además, recordamos que fue precisamente durante su reinado cuando la Santa Sede tuvo que afrontar realmente por primera vez el peligro político de los grandes estados nacionales, deberíamos añadir que éste fue el papa que requería la época. En adelante, Nápoles no fue sino una provincia del nuevo imperio español. En el norte, el ducado de Milán era poco más que una provincia francesa, y Venecia, inevitablemente hostil a un papa que se proponía arrebatarle las tierras pontificias que venía ocupando desde hacía tanto tiempo, estaba a la altura de su importancia internacional.

El papa se impuso a Venecia mediante una alianza con Francia y el emperador... sólo para encontrarse con que Francia era ahora una amenaza mucho mayor de lo que había sido Venecia. Empezó a negociar una alianza antifrancesa, y el rey de Francia replicó resucitando una vez más el espíritu del concilio de Constanza. El emperador se le unió, y, con el apoyo de cinco cardenales, en mayo de 1511 convocaron un "concilio general" para celebrar en Pisa, para reformar la Iglesia en su cabeza y en sus miembros. Todo el latente espíritu antirromano, en Francia y en Alemania, se hizo eco inmediatamente. Julio no tenía absolutamente nada que le protegiera, excepto la dignidad del papado. Un siglo después de Constanza, el papado, todavía sin resolver el problema de su independencia política, se encontraba aún a merced de los príncipes católicos y amenazado con un nuevo cisma, que los cismáticos trataban de justificar con el nombre de Constanza y a base de las teorías que Constanza había consagrado.

El papa dió la réplica a los cismáticos convocando él mismo un concilio: el V de Letrán, que abrió sus sesiones en mayo de 1512. La diplomacia conquistó a Venecia y logró desligar al emperador de su alianza con los franceses, que, después de perder a su mejor general en Ravena (1512), fueron arrojados de Italia por los aliados del papa con una facilidad que dió a la victoria una apariencia de cosa milagrosa. El concilio cismático se hundió a remolque de la estrella política de su principal patrocinador, y sin que se procediera a una disolución formal, desapareció de la escena. El papa Julio murió en este momento de triunfo, y la reconciliación con el rey de Francia y los cardenales cismáticos quedó para su sucesor.

El sucesor de Julio II fue el cardenal Juan de Médicis, León x (1513-1521). Su carrera sintetiza la época con todas sus tendencias. Había recibido el capelo de manos de Inocencio VIII a la edad de trece años, como parte del tratado de paz entre el papa y su padre, el poderoso señor de Florencia, el hasta entonces antipapal Lorenzo. En su primer consistorio, León confirió el capelo a un nieto de Inocencio VIII, que era a la vez sobrino suyo, pues — y ésta era otra de las cláusulas del tratado — la hermana de Juan de Médicis casó con el hijo natural de ese papa. Otro pariente que recibió el capelo en este consistorio fue el primo hermano del papa, Julio de Médicis, hijo natural de un tío apuñalado durante la misa, años antes, en Florencia, por unos asesinos que, aunque no recibieran del papa reinante el encargo de cometer tal acto, estaban ciertamente a su servicio y realizaron la hazaña en provecho del mismo. Otros tres sobrinos y otro primo hermano completan la lista de parientes próximos, seis en total, nombrados cardenales por este papa.

Como cardenal, León x, a la muerte de su padre, había sido el cabeza de su familia. Una revolución obligó a los Médicis a abandonar Florencia en 1494. Él fue el centro de unión de la familia en el destierro, manteniendo esta misma supremacía cuando, en 1512, por efecto del cambio político general, volvieron al poder. El hecho de que el papa elegido en 1513 fuese el jefe de la familia reinante en Florencia, recientemente restaurada, añadió todavía otra complicación más al embrollo de la diplomacia papal. Los papas Médicis que habían de gobernar durante los veinte años siguientes en su lucha por la Santa Sede, ni por un momento perdieron de vista los intereses de la soberanía familiar. Las dificultades del papa seguían siendo la oportunidad del césar, y consecuencia de la gran victoria francesa de 1515 fue un concordato que, no sin razón, es considerado como la más amplia concesión a un césar de jurisdicción eclesiástica que conoció la época : concesión de derechos de nombramiento de tal alcance que. a efecto de gobierno, el papado dejó prácticamente de funcionar en Francia, a no ser por gracia de los reyes de este país.

Durante la mayor parte de esos veinte años (1513-1521 y 1523-1534), la vacilante diplomacia (le los Médicis pudo acarrear enormes daños al prestigio de la Santa Sede y convertirla en el estado que menos confianza merecía a príncipes y diplomáticos. En medio de la inquietud mayor de todas las que desazonaban a León x, la próxima elección del joven rey de España (rey también de Nápoles, señor de las Américas recientemente descubiertas, de los Países Bajos y de Borgoña) como cabeza del Sacro Imperio Romano, hizo su aparición la última de las complicaciones: la rebelión de Martín Lutero. No es de extrañar que el papa desestimase la importancia de esta última perturbación en una Iglesia ya bastante trabajada. La política de León x llevóle a desviarse de Francia y volverse hacia el emperador, y luego, cuando tuvo noticias de los primeros éxitos de la nueva alianza, murió prematuramente, en diciembre de 1521, cuando le faltaban todavía cuatro años para alcanzar los cincuenta.

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1 El II de Lyon.
2 El V de Letrán.
3 De los 134 cardenales creados por los siete papas franceses entre. 1305 y 1378, 113 eran franceses.
4 Había nacido en 1459.
5 Pío III.