4.
ASALTO A LA CRISTIANDAD Y RECONQUISTA
714 - 1123


- Mahoma
- La herejía iconoclasta
- Orígenes del poder temporal de los papas
- Carlomagno
- El fracaso de la civilización
- La reforma de Hildebrando
- El cisma de Oriente


Mahoma.

En la época en que San Gregorio Magno empezaba su carrera como embajador pontificio en Constantinopla (58o), nació en Arabia un muchacho cuya vida había de originar una revolución en Oriente, que todavía dura, y había de afectar íntimamente a la Iglesia y a toda Europa. Fue éste Mahoma. Y el medio de su influencia, la religión por él creada, el Islam, un credo sencillo, de simple organización, con elementos copiados del judaísmo y, en menor grado, de las herejías monofisitas de Arabia. Hay un solo Dios, cuyo profeta es Mahoma. En las revelaciones de Dios al profeta se basa todo. La moralidad no era estricta y sus ideales eran en extremo materialistas. Un simple código de ritual externo justificaba al creyente y mantenía su santidad. Y al creyente se le imponía la sagrada obligación de propagar su fe y de aniquilar al incrédulo haciendo la guerra santa.

El primer logro del Islam fue la unión de los árabes errantes del desierto. En Ornar. el primer sucesor de Mahoma, encontraron éstos un caudillo de genio, y a los diez años de la muerte del fundador no sólo habían invadido toda la península arábiga, sino que se habían adueñado del imperio persa, de Egipto, de Palestina y de Siria. Cincuenta años después se reanudó la ofensiva. Ahora fue el África romana la que cayó en su poder (695), y en 711 cruzaron el estrecho de Gibraltar y conquistaron España. No se detuvieron aquí, sino que atravesaron los Pirineos y dominaron todo el sur de Francia. Todas las grandes islas del Mediterráneo, excepto Córcega, fueron también mahometanas, y en el 717 pusieron sitio a Constantinopla y estuvieron a punto de conquistarla. El héroe del sitio, y más tarde quien rechazó a los mahometanos en Oriente, fue el emperador León III (717-741). En Occidente fue el franco Carlos Martel quien detuvo su avance, derrotándolos y causándoles una gran mortandad en el 732, en la batalla de Poitiers. Pero todo el Mediterráneo, en el área comprendida entre el Ródano, Gibraltar, Alejandría y Antioquía, continuaba en su poder. El asedio a la cristiandad había dado comienzo, y en todas las generaciones siguientes, durante otros novecientos años, se lanzó contra ella algún violento ataque desde alguna región del mundo mahometano.

Sin duda tenía que constituir una de las mayores desventuras del cristianismo el que, durante los primeros siglos de esta nueva amenaza religiosa, el prolongado y latente antagonismo entre los católicos de habla latina y de habla griega se agudizara cada vez más, y la sumisión del este a la primacía romana quedase, en primer lugar, gravemente debilitada, para luego desaparecer totalmente.

La herejía iconoclasta.

El motivo de la primera prueba que, durante ese período, tuvieron que soportar las muy sufridas iglesias orientales, fue la serie de reformas religiosas introducidas a partir de 725, aproximadamente, por el emperador León III. Los inmensos servicios que León prestó al Imperio y al cristianismo como defensor común contra el Islam, los hemos señalado ya. También ocupa un destacado lugar en la historia bizantina por su sabia reorganización del estado. Su política religiosa, demostración práctica de la supremacía del emperador tanto en lo eclesiástico como lo civil, no dejaba cle ser natural, dado su carácter y su formación. Originó el mayor conflicto con las prácticas tradicionales la prohibición imperial de rendir culto religioso a las imágenes de los santos y la orden de retirarlas de las iglesias. Por doquier se produjeron tumultos en el pueblo y deposiciones, encarcelamientos e incluso sentencias de muerte entre el clero recalcitrante. Intervino el papa con sus protestas, e incluso con la audaz respuesta a la amenaza del emperador de una invasión de Italia, de que llamaría a los príncipes bárbaros en su defensa. Y sólo la destrucción por una tempestad de la flota imperial enviada para arrestarlo, salvó al intrépido papa.

El emperador se aferró tenazmente a su política, mantenida con más encono aún por su sucesor, Constantino V (741-775). En su reinado, efectivamente, el estado fue más lejos aún. No sólo se prohibió el culto a las sagradas imágenes, sino que se condenó como pecaminoso el principio en virtud del cual reciben culto, llegando el emperador, en el concilio de Hieria, a encontrar a 338 obispos dispuestos a proclamar esto como doctrina católica (753). Tal decreto fue la señal para una verdadera cruzada iconoclasta. La mayoría del clero cedió, lo mismo que sus obispos. Pero los monjes se mantuvieron firmes en todas partes, y en seguida se desencadenó contra ellos una ola de ejecuciones y torturas por todo el imperio.

A la muerte de Constantino v amainó la persecución, y después del advenimiento al poder, en 78o, de la emperatriz Irene (regente por su hijo menor, Constantino vi), se iniciaron los primeros movimientos hacia una restauración católica. Ésta se estableció formalmente en un concilio ecuménico 1, en el año 787. El papa, Adriano 1 (772-795), envió legados para presidirlo, los cuales eran portadores de una carta que exponía la tradicional doctrina católica sobre la legitimidad de venerar a las imágenes. Las directrices romanas frieron aceptadas y se condenó el edicto de 753.

Pero sus sesenta años de triunfo vigoroso habían hecho de la corriente iconoclasta un asunto de interés para el estado bizantino. El ejército, principalmente, era adicto a la herejía, y una revolución militar en el 813 le infundió otros veinte años de vida. Fue tarea de la emperatriz Teodora (regente por el pequeño Miguel 111) y de San Metodio de Constantinopla el restablecimiento final de las prácticas católicas con la aceptación general de la doctrina verdadera. Pero durante casi un siglo se había mantenido una grave división entre los obispos orientales y Roma, y el creciente espíritu antirromano se había visto con ello notablemente incrementado. Si llega a darse el caso de otro cisma semejante, sin la ventaja para Roma de que el punto de divergencia sea una tradicional práctica católica tan cara al pueblo bizantino como a la propia Roma, el vínculo entre las iglesias se hubiera visto grave y permanentemente amenazado.

Carlos Martel, cuya victoria de 732 en Poitiers salvó a Francia y el norte de Europa del islamismo, como la defensa de Constantinopla por León III salvó a Europa oriental, no era el rey titular de los francos. Debía su poder al hecho de ser el jefe de una familia que, desde hacía varias generaciones, era la que venía gobernando realmente, ya que la soberanía de los decadentes y medio imbéciles descendientes de Clodoveo apenas si llegaba a ser nominal. Carlos Martel fue el más grande soldado que el Occidente conoció durante siglos, y en los casi treinta años que estuvo en el poder (714-741) dió a Francia una unidad como no la había conocido desde los tiempos en que era la provincia romana de las Galias. Su hijo y sucesor, Pipino, prosiguió la obra con menos ferocidad y nuevo tacto, y en 752 consiguió la transferencia formal de la autoridad regia a su propia familia. Se solicitó y se consiguió la sanción pontificia para el golpe de estado, y el nuevo rey fue solemnemente consagrado en su dignidad por San Bonifacio. Tres años después se repitió la ceremonia, siendo ahora el propio papa quien ungía a Pipino y, con él, a sus dos hijos, Carlomán y el futuro Carlomagno, 'declarando : "Es el Señor quien a través de nuestra humilde persona os consagra rey" Con este acto se inauguró entre el Papado y la nación francesa una alianza que estaba destinada a ser la piedra angular sobre la que se edificaría la Europa medieval, una alianza que no ha finalizado aún, una asociación que diríase lleva en sí algo que la hace perpetua. En efecto, desde entonces nada hubo capaz de afectar a uno de esos poderes sin que al mismo tiempo afectara al otro.

Orígenes del poder temporal de los papas

Esta pública ratificación papal de una decisión previamente tomada, estuvo ligada a otra serie de acontecimientos destinados también a la Edad Media, y a toda la historia posterior, uno de los más sorprendentes aspectos de su compleja estructura, a saber, el establecimiento del poder temporal de los papas en Italia.

Al igual que otros muchos grandes cambios, no fue éste el producto de un plan diestramente concebido, sino más bien el resultado del planteamiento e intento de solución práctica de un problema. Desde la época juvenil de San Gregorio, Italia venía siendo escenario de una larga serie de incursiones y sitios entre longobardos y bizantinos. Al paso de las generaciones los bizantinos se iban debilitando, y la inquietud por el establecimiento de los fuertes estados mahometanos los dejó con menos energías que nunca para defender el poco territorio que les quedaba en Italia: Venecia, Nápoles, Ravena, Roma y la campiña que rodeaba a estas ciudades.

El papa se veía distendido entre las dos fuerzas. Los longobardos, por entonces, se habían convertido y mostrábanse piadosos católicos, llegándose más de una vez a convencerles para que, por amor a San Pedro, abandonasen sus conquistas y levantasen el sitio de Roma. La lealtad de los papas al decadente y moribundo régimen bizantino era la única y última seguridad del mismo. Esta seguridad quedó gravemente comprometida por el desatino de León III cuando, al planear secuestrar al papa Gregorio II (715-731), de acuerdo con su política de reforma de la religión popular, lo mismo que Constancio III había secuestrado a San Martín. En Roma todo el mundo acudió en defensa del papa, y un ejército longobardo marchó también en su ayuda. El emperador hubo de contentarse con la confiscación de los vastos estados papales de Sicilia, de los que había salido, en su mayor parte, el sustento de los pobres de Roma durante siglos.

Todo estaba a punto para una ruptura entre el emperador y este último súbdito leal, súbdito de nombre tan sólo, siendo de hecho un príncipe independiente cuyo prestigio el emperador no podía aminorar. El advenimiento de un nuevo rey longobardo, Aistulfo, en 749, que no se dejaba convencer con alusiones a San Pedro, llevó la situación a una crisis. Se produjo una nueva invasión. El emperador no podía hacer nada y nada hizo, excepto ordenar al papa que mandara a Aistulfo retirarse. Ante lo desesperado de la situación, el papa, Esteban 111, buscó ayuda cerca del rey de los francos. Fue en el curso de esta importante negociación cuando volvió a consagrarle rey.

Pipino y su pueblo se sumaron a la causa de San Pedro. Los francos invadieron Italia y rechazaron a los longobardos del territorio amenazado, decidiendo así en gran parte el curso de la historia al entregarlo en soberanía al papa.

Durante cincuenta años los papas habían gozado de una independencia de hecho de cualquier poder político. Ahora habían de ser, también de derecho, independientes de cualquier poder temporal. Con tal que el nuevo estado pudiera mantenerse, se habría solucionado una inquietud crónica. ¡Si los papas lograran evitar que la nueva soberanía no se convirtiera nunca, como había ocurrido antes o después en todas las demás soberanías, en objeto de la ambición y del afán de dinero y poder!

Pero los primeros años se encargaron de demostrar que, junto con una nueva seguridad, los papas habían adquirido una nueva fuente de inquietudes de la más grave naturaleza. Fue una época escabrosa y bárbara, en que la traición y la crueldad se ejercieron sin disimulo y fueron el acompañamiento ordinario de lo que, a falta de una palabra mejor, hemos de llamar vida política. Estas fuerzas tenebrosas habían de envolver también el nuevo trono papal e influir de modo inevitable en el papado.

El soberano del nuevo estado era un sacerdote y los personajes más importantes eran eclesiásticos. Era inevitable, pues, que se formase una aristocracia clerical. Pero la antigua aristocracia militar opuso una fuerte resistencia. Era natural, e inevitable, que el mejor medio para conseguir la supremacía era conseguir el papado para algún civil. Hasta entonces ningún laico había considerado interesante ser papa; pero ahora ser papa era también ser rey, y en adelante, durante generaciones, el laicado no dejó escapar la ocasión de colocar a su candidato frente al candidato de los electores, la clerecía de Roma.

Los primeros intentos de violencia se produjeron a la muerte del papa Paulo (767), cuando los militares consiguieron imponer a su candidato, el seglar Constantino, que logró mantenerse en el poder durante casi un año. Luego el partido clerical, con ayuda de los longobardos, le derribó, rechazándole a él y a sus sucesores con las mismas crueldades que él había usado.

Carlomagno.

Pipino murió el 768, y hacia 771 su hijo menor, llamado Carlomagno, impuso su poder. Su advenimiento coincidió con la elección del longevo Adriano I (772-795).

El primer gran acontecimiento que señala el período de pacífica cooperación entre Adriano y Carlos en la superintendencia general para la prosperidad del cristianismo, pues nada menos que esto aseguró el régimen de Carlomagno, fue la derrota de los longobardos frente a los francos (773-774). A partir de entonces, el rey de los francos fue también rey de los longobardos. De ahí que surja por vez primera, para el soberano del estado papal, la amenaza cuya posibilidad había de turbar, en lo sucesivo, hasta su sueño; una amenaza que debía conjurarse por todos los medios a su alcance. Y esta amenaza la constituía, justamente, el poderoso protector franco que era también su vecino inmediato. Carlomagno, rey de los francos, preparado desde el otro lado de los Alpes a descender y proteger a los papas cuando la situación lo requiriese, era una cosa : Carlomagno, soberano supremo en Italia, era ya cosa distinta, y no tardó en producirse lo inevitable. El nuevo rey de los longobardos no podía menos que ser la persona más interesada de Italia en todo lo relacionado con la suerte del estado papal, y su título honorario, "Patricio de Roma", le procuró el medio de establecerse en el corazón de la administración del estado, de modo que, gradualmente, imperceptiblemente, el estado empezó a ser considerado en cierto modo como parte integrante del imperio que Carlomagno estaba edificando. El cambio adquirió un carácter muy definido a la muerte del papa Adriano (795), pues su sucesor, León III, al notificar a Carlos su elección, rogó a éste que enviase una delegación para prestar los juramentos romanos de fidelidad. Carlos ya es así, en cierto modo, soberano en común con el papa, y en su respuesta a éste le recomienda que se muestre gobernante hábil y prudente. Como ya había ocurrido en Oriente, el César iba logrando una especie de soberanía sobre la Iglesia en Occidente.

Obra fue de Carlomagno la fundación de un gran estado que se extendía desde el Ebro hasta el Elba y desde el Mar del Norte hasta más allá del Tíber. Era un auténtico estado, no una simple colección de territorios y jurisdicciones, fundado en el principio de hacer realidad la ciudad de Dios sobre la tierra. Carlomagno es el príncipe cristiano, en un sentido mucho más propio que Constantino o Justiniano. Fue a través de la fe común de sus súbditos corno gobernó, y sobre esta fe sobre la que edificó ; y fue por la prosperidad de esta fe y por su difusión por lo que luchó con afán a lo largo de cuarenta años. De ella fue el campeón contra el Islam en el sur y contra las tribus herejes de Germania, los sajones, en el norte.

Treinta años de guerra supuso la sumisión y cristianización de estos últimos por la fuerza : desafortunada injerencia en la Iglesia, que acaso haya afectado a todo el posterior catolicismo germano. En esta reciente provincia cristiana se establecieron ocho nuevas sedes. Fue una especie de consumación de la labor realizada por San Bonifacio, y es de notar que fue el paisano de San Bonifacio, Alcuino, quien encabezó la protesta de la Iglesia contra la conversión forzosa impuesta por Carlomagno al enemigo vencido.

En los largos años del reinado de Carlomagno (768-814) se realiza una gran obra de restauración. Fundáronse escuelas por doquier, se reformó y reorganizó la vida eclesiástica : la vida religiosa adquirió en todos sus aspectos un interés primordial para el celo protector del estado. Iglesia y estado parecían al fin fundidos en una sola cosa ; obispos y papas eran ahora entusiastas auxiliares de los reyes francos. Cuando, en la Navidad del 800, León III coronó solemnemente emperador a Carlos, restableciendo el imperio de occidente en su persona, el acto pareció poner el sello divino a los grandes triunfos de su vida.

El cuadro, sin embargo, presenta también otra cara. En ésta, el nuevo estado aparece corno algo que amenaza con atascar a la Iglesia. La voluntad del emperador lo es todo. Si él se muestra propicio, la Iglesia puede seguir adelante. Donde él manda que se detenga, allí debe detenerse. Carlomagno no era, por ejemplo, nada amigo del monacato. Erudición y habilidad para gobernar era lo que buscaba en los eclesiásticos. Continuó haciendo uso de las grandes abadías para recompensar los leales servicios de sus grandes hombres, y si, muy a menudo, los altos funcionarios del estado fueron clérigos, en modo alguno fueron siempre modelos de vida clerical. El emperador era quien nombraba los obispos, y, otra innovación, a partir de Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, empezó también a nombrar al papa.

Cómo hubiese podido la Iglesia librarse de un patrocinio que, a la larga, había de ahogar por completo su libertad de acción, es difícil decirlo. La titánica lucha que hubiera debido seguirse nunca tuvo lugar, pues en el término de medio siglo después de la muerte del emperador, su imperio se vino abajo y nunca tuvo la Iglesia un segundo Carlomagno con quien competir. El único gran' problema, tanto para los reyes rivales como para los papas y los obispos, en el curso de los cien años que siguieron, fue sobrevivir a los efectos sociales del caos político y la permanente guerra civil.

El fracaso de la civilización

Para colmo de calamidades, los mahometanos renovaron su agresión, imponiendo ahora su fuerza en el mar, de modo que el Mediterráneo occidental quedó cerrado a la navegación cristiana. Invadieron las costas de Francia e Italia y, en 844, saquearon Roma y las tumbas de los Apóstoles. Procedente del norte, se abatió sobre Europa otro enemigo: las tribus piratas de Dinamarca, hordas salvajes, ferozmente anticristianas. Habían hecho sus primeras manifestaciones de fuerza en los últimos años del reinado de Carlomagno. Saquearon Lindisfarne en 793 y realizaron sus primeras incursiones en Irlanda, donde finalmente establecieron un reino, en 795. Así dio comienzo otro flagelo para otros cien años. Pronto no quedó una sola ciudad costera a salvo de sus ataques. Inglaterra, especialmente, estaba a merced de ellos. Asesinato y pillaje, destrucción de abadías y sepulcros, era lo que marcaba su paso por doquier ; y como sus incursiones dieron lugar al establecimiento de colonias, mantuvieron durante más de otros cien años su amenaza sobre el cristianismo en el norte, amenaza imposible de conjurar. Alfredo de Inglaterra sólo salvó la mitad de su reino a costa de reconocer la soberanía de los invasores en el Danelaw (878). Por fortuna, esta contención parcial de su avance fue seguida de su completo fracaso en el famoso sitio de París (888) y de su derrota en la gran batalla de Lovaina (891). La supervivencia del cristianismo quedó así asegurada. Pero esos piratas habían ocasionado el más grave retroceso conocido por la Iglesia desde el cese de las persecuciones romanas, cuatro siglos antes. Al finalizar el siglo IX, la Europa occidental ofrecía el panorama de un caos indescriptible, de un inmenso desierto, con sólo unas pocas isletas seguras y de vida ordenada diseminadas aquí y allá. Y durante otra generación entera, los restos supervivientes del cristianismo tuvieron escasamente fuerzas para seguir alentando.

En el transcurso de esos años de incesante desorden, de esas centurias de constante invasión, guerra, rapiña y destrucción, el naciente sistema eclesiástico sucumbió con todo lo demás. La erudición se desvaneció y el clero, con harta frecuencia, apenas conocía más que los simples rudimentos de la doctrina cristiana y las fórmulas de la práctica sacramental. La disciplina clerical era escasa o nula. La corrección de los desórdenes y la mala vida se hizo tan difícil que llegó a ser imposible, incluso allí donde los obispos eran celosos de las viejas tradiciones y de la santidad de vida. Tales obispos constituían rara excepción. La desafortunada fusión de las funciones civiles, militares y religiosas en la persona del obispo, las obligaciones inherentes a su condición de gobernante temporal, acarreaban, dadas las circunstancias de la época, abundancia de malos frutos. La usurpación por los seglares de cargos y nombramientos eclesiásticos llegó al máximo. Jamás conoció la Iglesia, ni antes ni después, unos obispos tales como los que, con harta frecuencia, en el curso de esos horrendos siglos, hacían presa en las sedes de Europa occidental. Llevaban una vida exactamente igual a la de la feroz, inculta y licenciosa burguesía de que procedían. A menudo, contraviniendo toda ley o tradición, se casaban, y luego hacían objeto principal de su vida el transmitir la sede, cual si fuera un artículo de propiedad personal, a uno de sus hijos. Con frecuencia, también, habían comprado su nombramiento, y su reinado representaba una continuada tortura financiera para los desventurados súbditos, mientras el prelado intentaba resarcirse de su desembolso inicial.

El recuento de los escándalos que, casi sin interrupción, deshonraron a la primera sede cristiana durante más de cien años, revela hasta qué punto la bancarrota de toda seguridad y orden había perjudicado a la Iglesia. La situación en Roma se complicó por las innumerables ventajas que la sede brindaba a la iniquidad, por el predominio creciente del poder secular en la elección del papa y por la permanente instalación, en los Estados pontificios, de un feudalismo ingobernable. Entre el asesinato del papa Juan viii (882) y el concilio de Sutri (1046), que señala definitivamente el fin de esos horrores, hubo treinta y siete papas en ciento sesenta años. En modo alguno fueron todos ellos indignos. La mayoría fueron celosos pastores, entre los que sobresalieron enérgicos reformadores. Pero un número muy crecido de éstos murieron de muerte violenta a manos de sus adversarios. El escándalo llegó a su culminación cuando la familia romana llamada la casa de Teofilacto se monopolizó la sede, imponiendo a su arbitrio, durante casi setenta años, los nuevos papas, que constituyeron los verdaderos "malos papas", figuras capitales de la controversia religiosa.

Sin embargo, un papa del siglo IX, San Nicolás I, es uno de los tres únicos 2, entre los doscientos sesenta restantes, a los que la posteridad ha otorgado el título de "Magno". Tuvo una acertada intervención en la cuestión del cisma de Focio y puso de manifiesto la tradicional fidelidad de Roma a los principios al negarse, a despecho de las amenazas de invasión de sus estados, a reconocer el divorcio de Lotario, rey de Lorena (863).

Siempre que los amos de la sede romana pertenecían a la aristocracia militar, podía darse casi por seguro que se haría una elección funesta ; y una vez desaparecido el imperio de Carlomagno, la única posible competencia se entabló entre las familias romanas rivales.

Mediado el siglo x, no obstante, surge en Alemania un gran rey, Otón I (936-973), con el que se restablece el imperio, se da a Roma un nuevo dueño nominal y al tan vejado papado una débil esperanza de tiempos mejores. En 963, Otón destituyó (desde luego, ilegalmente, pero no menos efectivamente) al indigno papa Juan XII (955-964), y durante el resto de su reinado ejerció sobre Roma y las elecciones papales una vigilancia tan estrecha como lo permitían las circunstancias. Su hijo, Otón II (973-983), y su nieto, Otón III (983-1002), siguieron la misma política, y de ahí que, durante la segunda mitad del siglo x, gracias a la intervención imperial y al apoyo del emperador a los elementos reformadores, fueron elegidos papas dignos que, en ocasiones, pudieron contener el impulso de las malas corrientes. Pero, semejante proteccionismo estatal, por más que estaba dando ahora buenos resultados, no dejaba de ser el mismo funesto sistema de sumisión al estado. La reforma y el bienestar de los cristianos estaba a merced de que el propio emperador fuese una buena persona y estuviera interesado en ello. ¿Qué ocurriría si el emperador que le sucediese no era mejor que la burguesía a la que había desbancado? El siglo siguiente había de conocer a dos de esos emperadores: Conrado II (1024-1039) y su nieto, Enrique IV (1056-1106). Durante el reinado de este último príncipe comenzó en serio la gran guerra por la independencia de la religión.

Esos emperadores de la nueva estirpe germana no fueron, sin embargo, las únicas fuerzas que lucharon por una reforma, ni aun las primeras en la acción. Sin hablar de los varios papas que sólo fracasaron porque las circunstancias materiales de su reinado hacían imposible el éxito, pero que, no obstante, mantuvieron vivo el ideal reformista, hay que contar con el gran movimiento originado en Cluny, y los éxitos locales de prelados, tales como San Dunstan, arzobispo de Cantorbery (907?-908).

El monasterio benedictino de Cluny, en Borgoña, fue fundado en 910. Desde el principio fue su propósito una completa restauración de la vida de acuerdo con la santa regla estrictamente interpretada. El centro de esta vida era la sagrada liturgia observada con toda la perfección posible. Los monjes de Cluny jamás abandonaban su claustro. Su apostolado consistía en atraer a otros hombres al claustro por la santidad de sus propias vidas y por el hecho, evidente por encima de todo, de que la vida era un completo y entero servicio de Dios. Cluny constituía entre las demás abadías de la época una excepción en cuanto a su estado legal, pues su único superior terrenal era el propio papa. Esto significó un cambio revolucionario en los cánones, que durante casi cinco siglos habían puesto todos los monasterios bajo la jurisdicción del obispo local. El episcopado se hallaba ahora tan universalmente corrompido por el espíritu del mundo, que estar sujeto a él representaba a menudo una amenaza inmediata para el bienestar espiritual y temporal. Cluny tenía el privilegio de abadía exenta y era independiente del obispo.

La segunda característica propia de Cluny consistió en que, cuando la abadía comenzó, poco a poco, a reformar o fundar nuevos monasterios, estableció una dependencia entre éstos y la propia abadía. Pronto existió algo que la Iglesia nunca había visto hasta entonces : una gran congregación u orden de monjes, que vivían en centenares de prioratos, y todos ellos sujetos a un único superior común, el abad de Cluny. Esta estrecha unión y subordinación de las casas menores a Cluny era una salvaguardia de su futuro espiritual, pues todas ellas gozaban de la exención cluniacense, y una fuente de energía inmensa para el movimiento de reforma. Otra causa de la prosperidad del movimiento cluniacense reside en la extraña y afortunada coincidencia de que los cinco primeros abades de Cluny no sólo fueron hombres excepcionales por su personalidad y por la santidad de su vida, sino también favorecidos por una notable longevidad. En el transcurso de doscientos cincuenta años sólo hubo seis cambios de autoridad, y a contar de un siglo de la fundación, el abad de Cluny fue, después del papa, el más importante personaje de la Iglesia, una especie de consejero universal de papas y reyes.

Además de Cluny y la nueva fórmula benedictina por ella implantada, se dió en esta época un resurgimiento de la más antigua tradición con grandes reformas, que progresivamente iban barriendo los muchos abusos existentes en unos siglos de tanto desconcierto. San Gerardo de Brogne, por los años de la fundación de Cluny, inició un renacimiento benedictino que se esparció por todo Flandes. Otros santos hicieron lo mismo en la región comprendida entre el Mosela y los Vosgos. Los príncipes locales ayudaron en todas esas fundaciones, y lo propio hicieron los obispos de las sedes respectivas : Cambrai, Lieja, Metz, Toul, Verdún, Colonia, Maguncia, Augsburgo, Constanza y Ratisbona.

Alemania tuvo su propio Cluny en Hirschau, y un movimiento similar para unir a las abadías en un único centro común obtuvo el mismo éxito en Italia, tanto en Piamonte como en el sur, donde la antigua abadía de Cava contó en seguida con otras cuatrocientas casas dependientes de ella.

Italia, desde las postrimerías del siglo x, fue escenario de un renacimiento monacal más impresionante aún : la fundación por San Romualdo, en 982, de la orden de los camaldulenses, monjes eremitas. Su régimen de vida, el perpetuo ayuno a base de pan y agua (las verduras sólo se añadían corno un lujo en días de fiesta) y los tremendos castigos corporales, nos recuerdan los grandes días de los Padres del desierto.

Otra fundación italiana de la misma época fue la de los monjes de Valleumbrosa, debida a San Juan Gualberto. Aquí la vida era benedictina, pero el espíritu con que se interpretaba la sagrada regla estaba más próximo al de San Romualdo.

Todas esas nuevas fundaciones, establecidas en una época de relajamiento tan universal, fueron estimuladas, alabadas y apoyadas incluso por los papas menos recomendables de la época, figurando Juan XI y Juan XII, por ejemplo, entre los más firmes partidarios de Cluny.

Cluny fue, con todo, la más floreciente de todas las nuevas fundaciones, representando respecto. a las mismas, una posición parecida a la que los jesuitas, seiscientos años después, habían de ocupar respecto a la infinidad de órdenes similares fundadas en la misma época.

Sucedió a Otón III, San Enrique II (1002-1024), acreditado corno soberano modelo y enérgico reformador de la vida eclesiástica. Para esto último contó con el constante apoyo del papa Benedicto VIII (1012-1024). En 1024 murieron ambos, el celoso papa y el santo emperador, y ambos tuvieron en las personas de Conrado II y Juan XIX unos sucesores que fueron su reverso. Cuando Juan XIX murió, ocho años después, le sucedió su sobrino con el nombre de Benedicto IX, e inmediatamente se renovaron los peores escándalos del siglo precedente. La crisis se produjo en 1046. Benedicto había abdicado y Gregorio VI fue elegido — por simonía suele afirmarse — en su lugar. Luego volvió Benedicto con el intento de recuperar el puesto. Mientras, un tercer candidato resultante de una "deposición" de Benedicto ix en 1044. Silvestre III, reclamaba también el papado para sí. Enrique III (1039-1056) patrocinaba la candidatura de Benedicto entre la baronía, y en 1046 marchó sobre Roma con un ejército para poner fin a los escándalos y proteger sus propios intereses. En el concilio de Sutri depuso a los tres pretendientes y nombró papa a un excelente prelado alemán, el obispo de Bamberg, que tomó el nombre de Clemente II. Apenas hubo regresado a Alemania el emperador, reapareció Benedicto IX y, ayudado por su facción, se repuso en la sede, mientras Clemente moría, al parecer, envenenado. Transcurrió un año antes de que el emperador tuviera ocasión de intervenir, y entonces (1048) nombró otro obispo alemán, Dámaso II, que sólo reinó tres semanas. De nuevo hubo un prolongado interregno, durante el cual Benedicto ix desapareció finalmente, y por fin, en 1049, el emperador nombró su tercer papa, el obispo de Toul, que tomó el nombre de León IX. Con esta designación empieza decididamente una nueva época en la historia de la Iglesia y de Europa.

San León IX trajo consigo a Roma, en 1049, todo un cortejo de capacitados reformadores, afanosos de colaborar en la gran labor, que pronto iba a empezar, contra la simonía, la vida irregular de los sacerdotes y la usurpación por los laicos de las investiduras eclesiásticas. Los reformadores no estaban, sin embargo, en absoluto de acuerdo sobre los mejores procedimientos a seguir para la restauración, ni coincidían sus pareceres en cuanto a los principios fundamentales de la misma. Sus divergencias ocasionaron más de un alto en los diez años siguientes, y pueden inferirse de los curiosos cambios de política observados en los cuatro breves pontificados de San León IX (1049-1054), Víctor II (1054-1057), Esteban X (1057-1058) y Nicolás II (1059-1061).

El punto clave en torno al cual giraban las diferencias de los reformadores, era la actitud que debían adoptar respecto de los príncipes católicos, y en primer lugar respecto del emperador. Una parte, agradecida al emperador por cuanto éste había hecho en favor de la reforma, hubiera visto de buen grado reforzada y continuada la antigua tradición de los tiempos de Carlomagno, y estaba perfectamente de acuerdo con que el emperador designase los papas y los obispos, con tal que nombrase hombres dignos y no vendiese las investiduras. San León IX compartía., al principio, esta opinión, lo mismo que el gran cardenal italiano San Pedro Damián. Otros veían en esa injerencia imperial en la cuestión de las investiduras eclesiásticas la causa fundamental de todos los males de la época. Por lo tanto, deseaban verla completamente extirpada como perniciosa innovación, y restablecer en todas partes la antigua tradición, según la cual los obispos eran elegidos libremente por su clero y los abades por sus monjes. El primer gran caudillo de este partido fue Humberto, abad de Moyenmoutier, a quien León IX llamó a Roma y, luego de nombrarlo cardenal. empleó romo legado en importantes misiones.

La nueva era empezó cuando San León IX abandonó Roma y se dedicó a recorrer Europa, celebrando concilios por doquier en Italia y en Francia. donde predicó la reforma y destituyó a obispos indignos, castigando la simonía y la incontinencia clerical con las antiguas penas. Desde Reims, Maguncia y Pressburgo, bajando luego por Italia hasta el sur, anduvo bregando el papa incansablemente, concilio tras concilio. Allí donde él no podía llegar enviaba a los nuevos cardenales y a sus legados, y poco a poco toda la Iglesia occidental llegó a comprender, por su contacto personal con el papa, que la sede romana se había empeñado sinceramente en la restauración general de la vida cristiana en la Iglesia y en la supresión de los vergonzosos abusos que, casi en todas partes, se habían convertido en algo connatural.

San León había comenzado su vida como soldado, y en una guerra por la defensa del pueblo del sur de Italia contra las brutalidades de los invasores normandos, terminó su vida (1054). Como sucesor, el emperador nombró al obispo de Eichstátt, que tomó el nombre de Víctor II. Era el cuarto y último de los papas que había de serlo por el simple nombramiento del emperador, pues Enrique III murió antes que Víctor, y el hecho de que el nuevo emperador, Enrique IV (1056-1106), fuese entonces un niño de seis años, brindó la oportunidad a los reformadores romanos. Sin aguardar ninguna intimación de los deseos imperiales, a las pocas horas, por cierto, de llegada la noticia de la muerte de Víctor, eligieron a uno de los cardenales de San León, el abad de Monte Casino, Federico de Lorena, con el nombre de Esteban X. Éste era el primer papa libremente elegido, desde hacía siglos, por la clerecía romana. Todos los pactos establecidos en los funestos siglos pasados confiriendo derechos al emperador en el asunto, quedaron ignorados en esta ocasión. Con este importante acto, la voluntad de Roma de emancipar a la Iglesia se puso de manifiesto sin lugar a dudas.

El papa Esteban murió, no obstante, antes de un año. La nobleza romana, volviendo a los calamitosos tiempos pasados, impuso a su candidato Benedicto X. Pero el clero se negó a reconocerlo, y así hizo, también, la corte imperial. Para suceder a Esteban X, fue elegido el obispo de Florencia, Nicolás II, discípulo del cardenal Humberto, el más radical de todos los reformadores, y borgoñón. Los dos años escasos de su reinado vieron dos innovaciones de enorme significado. En el concilio romano de 1059 se promulgó una ley, según la cual, en adelante, el papa sería elegido exclusivamente por los cardenales ; y se formalizó una alianza entre el papado y los normandos. Así le quedó cortada al emperador cualquier futura injerencia en las elecciones papales, y el papa contaba con un protector para el caso de que aquél intentase, por la fuerza de las armas, reclamar sus derechos.

A la muerte de Nicolás II (1061) el movimiento reformador, como es fácil imaginar, se había creado muchos enemigos. Ahí estaban los obispos depuestos y sus familiares ; y las familias y amigos de los obispos no depuestos todavía, pero que, muy probablemente, habrían de correr la misma suerte si no se ponía coto a la reforma. Ahí estaban las múltiples protestas de la nobleza romana, defraudada en sus pretensiones desde hacía casi treinta años, y la misma corte imperial, puesta a raya desde la última ordenación electoral. El resultado de todo ello pudo apreciarse, de pronto, en 1061. Los cardenales eligieron al obispo de Lucca, reformador cabal y experimentado, que había servido como legado a los papas anteriores. Tomó el nombre de Alejandro II; La corte, cuatro semanas después, eligió al obispo de Parma, el candidato de la nobleza romana, y envió a Italia un ejército para apoyarle.

Tres años duró el cisma, hasta que Alejandro hubo de consentir en someter su caso a un concilio reunido por convocatoria imperial (1064). Durante los nueve años restantes de su pontificado, el papa pudo continuar libremente la gran obra reformadora de sedes y abadías por medio de sus legados y de los concilios que éstos convocaron. Cuando murió (1073), la reforma estaba sólidamente cimentada, aunque en modo alguno consumada, en casi la totalidad de la cristiandad. Incluso los príncipes-obispos alemanes habían tenido que someterse a lo dispuesto y acudir a Roma para sufrir el examen relativo a la simonía.

A la muerte de Alejandro II apareció al fin en el puesto supremo el reformador que, a despecho de su posición subordinada, descolló por encima de todos los demás durante cerca de treinta años. Fue éste el cardenal Hildebrando, elegido papa con el nombre de Gregorio VII. Había empezado su carrera en 1045 cono secretario de Gregorio vi. San León ix lo había llamado a Roma, nombrado cardenal y enviado como legado para dirigir la reforma en Francia. Había gozado de la plena confianza de Víctor II y más aún de Esteban x, quien al morir dió instrucciones en el sentido de que no debía procederse a la elección de nuevo papa hasta que regresara Hildebrando. Así intervino en la elección de Nicolás II y, dos años más tarde, fue su influencia lo que decidió también la elección de Alejandro II.

San Gregorio era monje, y aunque no precisamente cluniacense, estaba estrechamente relacionado con Cluny y era un entusiasta defensor de la abadía cuyo abad, San Hugo, era uno de sus más íntimos amigos y a cuyo prior, Odón, se llevó consigo para convertirlo, como cardenal-obispo de Ostia, en jefe de sus legados, llegando luego al solio pontificio con el nombre de Urbano II.

La reforma de Hildebrando

Hildebrando destaca manifiestamente por encima de todos sus contemporáneos, y esto no tan sólo por la fuerza de su carácter o su pureza de intención, sino por el acierto con que vió que los principios en torno de los cuales se estaba centrando la batalla eran auténticamente fundamentales. Vio que sólo el papado podía salvar a la Iglesia y que la salvación había de venir mediante un restablecimiento de la tradición. Vio también que debía procederse a reeducar a la Iglesia en materias tales como la acción primacial de la Santa Sede, la libertad en las elecciones episcopales, la gravedad de la simonía y del incumplimiento de la antigua tradición del celibato clerical. Fue el primero en ver la necesidad de esta campaña reeducadora, y desde el primer momento de su regreso a Roma, veintitrés años antes de su elección pontificia, empezó a disponer las necesarias investigaciones. El resultado fue la gradual aparición de libros de cánones de un nuevo tipo, que dieron por resultado finalmente la gran obra de Graciano y el magistral código de derecho canónico, que ha sido el más poderoso instrumento de la Iglesia para el mantenimiento del buen orden.

San Gregorio VII era esencialmente hombre de paz y, en los largos años que sirvió a la Santa Sede como cardenal, jamás se le encuentra entre los extremistas. Siempre fue su deseo, salvando la independencia de la Santa Sede, colaborar con el emperador. Sólo la fuerza de las circunstancias le empujan a una guerra a muerte en contra de su inclinación natural, al enfrentarse con la disyuntiva de dominar al emperador o dejar que la Iglesia sea dominada. Los doce años de su pontificado (1073-1085) fueron años tempestuosos, casi sin interrupción. La designación de seglares para dignidades eclesiásticas (investidura laica) se prohibió en términos más rigurosos que nunca y se amenazó con la excomunión a los desobedientes. El emperador Enrique IV, escandaloso por su cínico tráfico en obispados y abadías, hizo pública mofa del edicto pontificio. Gregorio VII aceptó el desafío. Excomulgó a Enrique IV y, acto totalmente nuevo, sin precedentes, lo destituyó y relevó a todos sus vasallos de sus juramentos de lealtad. Fue algo verdaderamente revolucionario.

El emperador se hallaba de momento en una posición aparentemente fuerte, pues acababa de someter un gran levantamiento de sus nobles. Pero la sentencia papal infundió nueva vida a la rebelión : incluso sus obispos le abandonaron, y una asamblea nacional (octubre de 1076) ratificó el acta pontificia de destitución. El emperador vióse perdido y adoptó el único recurso que le quedaba : el de ofrecer personalmente su sumisión al papa, que se hallaba ya en camino para el gran concilio alemán que había de elegir al sucesor. Papa y emperador se encontraron en el castillo de Canossa, el 28 de enero de 1077, en una de las más famosas escenas de la historia medieval. San Gregorio, no muy convencido de la sinceridad de Enrique, y en contra de su criterio de hombre de estado, no pudo, sin embargo, como sacerdote, negarse a absolver al penitente imperial.

La guerra proseguía en Alemania ; los vasallos eligieron un nuevo emperador y el papa se declaró neutral. Cuando Enrique volvió a su antigua práctica de conferir cargos episcopales y abaciales, el papa puso de relieve la mala fe del emperador y renovó la excomunión y reconoció a su rival, Rodolfo de Suabia. Pero esta vez los obispos alemanes apoyaron a Enrique y, propalando toda suerte de calumnias contra el papa, lo declararon depuesto y eligieron en su lugar (junio de 1080) al arzobispo de Ravena, que, durante diez años, capitaneó en Italia la oposición al papado. Rodolfo murió en combate y el emperador marchó sobre Italia para llevar a efecto la deposición de San Gregorio VII e imponer a "Clemente III", lo mismo que su padre había depuesto a Gregorio VI substituyéndolo por Clemente II.

Una ciudad tras otra fueron abriéndole las puertas y se le unieron todos los descontentos de la reforma, más los enemigos de la aliada del papa, la gran condesa Matilde de Toscana. En 1082 puso sitio a Roma. Al año siguiente tomó San Pedro, mientras Gregorio buscaba refugio en la fortaleza de Sant'Angelo. En marzo de 1084, la ciudad, cansada del asedio, se rindió, una rendición en la que la traición, incluso la traición de cardenales, tuvo su parte, y "Clemente iii" fue solemnemente entronizado en el palacio de Letrán.

Los aliados normandos de Gregorio fueron los que le salvaron. El emperador huyó en cuanto supo que se acercaban. Saquearon la ciudad, sin embargo, y al retirarse se llevaron también al papa. Sólo le quedaban unos meses de vida, y el 28 de mayo de 1085, todavía semiprisionero de sus aliados, murió en Salerno. El antipapa reinaba una vez más en Roma, los cardenales leales se desperdigaron y por el momento pareció que la causa de la reforma estaba perdida.

Durante casi tres años la Santa Sede permaneció vacante, pues el efímero pontificado de Víctor iii fue solo cosa de unas semanas, en el verano de 1087. Su elección fue un último destello de vida del partido de San Pedro Damián, que desaprobaba la nueva política y buscaba la salvación cooperando con el emperador. Después, el 12 de marzo de 1088, la larga noche llegó a su fin con la elección de Odón de Cluny, Urbano II. En él Roma recibió al auténtico heredero de San Gregorio vii. En los once años de su pontificado pudo reparar los daños infligidos a la Iglesia desde 1080. Al impedirle la entrada en Roma, durante años, los ejércitos del emperador, reanudó la práctica de San León ix, convocando una serie de concilios locales a través de Italia y de Francia, y presidiéndolos personalmente. El más importante de estos concilios fue el de Clermont (noviembre de 1095), donde el papa Urbano Ii predicó la primera Cruzada, y al que acudió una inmensa multitud de cien mil forasteros y peregrinos.

Esta popularidad de los papas y del movimiento reformador es una de las características más llamativas de la época. El hombre medio comprendía muy bien que los papas se preocuparan por vencer, de una vez y para siempre, a una pandilla de ricos aristócratas que había monopolizado los ministerios de la Iglesia durante generaciones y había utilizado su poder para el enriquecimiento de sus familias. En más de un lugar los laicos se habían abanderado, junto con el clero que pudieron atraer a su causa, para expulsar a los obispos manchados de simonía y a los sacerdotes concubinarios. Milán, en particular, fue durante años escenario de una guerra civil de este tipo. Esa popularidad había de perdurar a través de los cien años venideros, durante todo el siglo XII, y había de ser uno de los fundamentos del éxito papal en la gran pugna por la libertad de la Iglesia en tiempos del emperador Federico Barbarroja y el papa Alejandro III.

Urbano II, a pesar de sus dotes conciliatorias, no había de contemplar el fin del conflicto de las investiduras. Este gozo le fue reservado al siguiente papa, el francés Calixto II (1119-1124), sucesor de Pascual II (1099-1118), que estuvo a punto de echarlo todo a perder por su debilidad y falta de dotes políticas, llegando en una ocasión a ofrecer al emperador la cesión de todas las propiedades y derechos temporales de la Iglesia, y en otra el propio derecho de investidura.

Es como jefe de la oposición contra Pascual II como Calixto II, entonces arzobispo de Viena, hace su entrada en la historia. El convenio que hizo con el emperador, llamado el concordato de Worms, estableció que en adelante todas las elecciones de obispos y abades deberían efectuarse libremente por los propios electores eclesiásticos. La inquietud del príncipe respecto de la lealtad de los prelados, que eran también sus vasallos, pudo desvanecerse mediante la providencia de que le rendirían el debido juramento de respeto por las temporalidades que de él recibieran, y de que éstas les serían conferidas con un espaldarazo del cetro real. En cambio, el emperador renunció en lo sucesivo a conferir con el báculo y el anillo, la investidura por la cual el rey concedía la sede o abadía.

El comienzo de este período de "asalto y reconquista" se caracteriza en Oriente, como hemos visto, por una nueva manifestación del afán intervencionista del estado en los asuntos eclesiásticos, particularmente con la larga persecución de los emperadores iconoclastas. Apenas había ésta terminado (842), gracias a los buenos oficios de la emperatriz Teodora, cuando surgieron nuevas dificultades, menos importantes en sí, pues los motivos eran personales y no implicaban ninguna cuestión doctrinal, pero destinadas a repercutir en todos los siglos venideros y a proporcionar a los contendientes de ambos bandos, en el cisma que siguió, las consignas, las acusaciones y el clamoreo partidista que todavía tienen vida y poder.

El cisma de Oriente.

Cuando Metodio murió, en 847, le sucedió como Patriarca de Constantinopla el hijo del emperador Miguel I, Ignacio. El nuevo patriarca, hombre de vida santa, no era muy hábil en política. Fue un celoso defensor de la emperatriz regente y enemigo decidido de César Bardas, segundo tutor del joven príncipe. El prolongado conflicto entre Ignacio y Bardas se agudizó al retirarse la emperatriz, y alcanzó su punto culminante cuando el patriarca negó públicamente la sagrada eucaristía a Bardas por su mala reputación de libertino. La crisis se resolvió, como tantas veces en la historia bizantina, con la dimisión del patriarca. En su lugar, como buscando una especie de compromiso entre los bandos dominantes, el concilio de obispos eligió al seglar Focio, auténtico cerebro del estado, un hombre que no sólo fue el más grande erudito de su siglo y uno de los más ilustrados que hayan existido jamás, sino también hombre de reputación y vida irreprochable. La fórmula constituyó un éxito demasiado grande. Pronto se habló de elegir un nuevo patriarca. Los partidarios de Ignacio empezaron a retractarse del asentimiento que habían dado a la elección de Focio, y finalmente intervino Roma por boca del papa reinante, Nicolás i (858-867). Éste envió dos legados al concilio convocado en Constantinopla (861). Los legados se pusieron del lado de Focio y del gobierno, y asintieron a la solemne condenación que el concilio pronunció contra Ignacio. Pero el papa debido, según suposición, a las intrigas de los partidarios de Ignacio, desautorizó a sus legados y, además, los degradó. Y no sólo eso, sino que se declaró definitivamente favorable a Ignacio.

Aquí hay que hacer constar que en el debate intervenían otros dos elementos, motivo de antiguas diferencias entre Roma y Oriente. Estaba pendiente, ante todo, la cuestión de la restitución a la jurisdicción del papa, como patriarca de Occidente, de las iglesias de Iliria, sobre las cuales, desde los tiempos de León III, el patriarca de Constantinopla venía ejerciendo una jurisdicción que no le correspondía. En segundo lugar, mediaba la espinosa cuestión de si Bulgaria tenía que ser evangelizada por misioneros latinos de Roma o por misioneros griegos de Constantinopla. Nicolás i, al apoyar a Ignacio, no había perdido la esperanza de que su protegido le satisfaría en las dos cuestiones debatidas.

Pero el resultado del concilio del 861, a pesar de la negativa papal a ratificarlo, fue la custodia en prisión de Ignacio, mientras Focio escribía sus polémicas obras antirromanas, que han sido la principal cantera de donde los polemistas ortodoxos, contradictores de la primacía romana, han venido extrayendo desde entonces sus más fuertes argumentos.

En el año 867, el emperador, que había patrocinado a Focio, fue asesinado. El usurpador le sucedió con el nombre de Basilio i y, ante la reacción general contra Miguel III, Focio se vió obligado a abdicar e Ignacio fue restituido. Nicolás i murió en este mismo año (867), y fue su sucesor, Adriano ii (867-872), quien recibió la invitación de enviar legados a un gran concilio que debía anular el daño causado por la "usurpación" de Focio y restablecer la total unión entre Roma y Oriente.

El concilio, considerado el octavo de los ecuménicos, se reunió el año 869. Anatematizó solemnemente a Focio y confirmó la restauración de Ignacio. Por el momento todo resultó bien, y Focio e Ignacio procuraron convivir amistosamente durante los pocos años de vida que le quedaban a este último.

Las relaciones del patriarca repuesto con Roma fueron menos satisfactorias. Aquél no llevó a cabo la esperada devolución de Iliria, y hasta se mostró activamente antilatino en Bulgaria. El papa con quien había de contender, Juan VIII (872-882), replicó enérgicamente, y sólo la oportuna muerte del patriarca pudo salvar a éste de la excomunión.

Focio pasó una vez más a ocupar el puesto de Ignacio. Pidió, y obtuvo, la celebración de un concilio para examinar toda la cuestión relativa a la legalidad de su primer nombramiento y consagración en 858, y de la acción del concilio del 869. Al nuevo concilio, celebrado en 879-88o, Juan VIII envió sus legados. Cuando los reunidos procedieron a revocar todo lo acordado en el concilio de 869, los legados asintieron, y Juan VIII ratificó su asentimiento.

Así acabó la curiosa y complicada historia de Focio. Durante el resto de su vida, salvo los críticos meses de pontificado del diácono Marino, uno de los legados en el concilio del 869, sus relaciones con Roma fueron pacíficas, y murió a edad avanzada, todavía en comunión con Roma, aunque no en posesión de su sede, pues en 886 el emperador León vi lo depuso otra vez para hacer sitio a un joven hijo de la casa imperial.

La única importancia del cisma de Focio está en que, nunca hasta entonces las diferencias entre Roma y Constantinopla se habían hecho referir al orden de los principios por parte de los rebeldes como entonces. Ahora, por vez primera, se acusa a Roma de que al tolerar la adición de la palabra Filioque al símbolo, enseñando que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, ha corrompido la fe. En adelante, todas las diferencias litúrgicas y disciplinares entre las dos mitades de la cristiandad harán referencia, y bajo esta luz se debatirán, a una teoría teológica que no tiene la menor conexión con ninguna de ellas. Y esas diferencias, relativamente insignificantes, adquirirán una importancia como si fueran en sí doctrinas fundamentales.

Fue aproximadamente a los ciento cincuenta años de la muerte de Focio cuando volvió a enturbiarse la situación. Esta vez la causa estuvo principalmente en la ambición personal del patriarca, Miguel Cerulario, a lo que hay que añadir la falta de tacto de los legados romanos en Constantinopla, ridículamente faltos de preparación. Cerulario había iniciado de súbito una activa campaña antilatina en su patriarcado (1053). Para justificar su fulminante cierre de las iglesias latinas en Constantinopla, había resucitado todas las acusaciones de la época del cisma de Focio. Los legados eran demasiado ignorantes para estar en condiciones de argumentar. En efecto, aunque parezca increíble, replicaron a la acusación acerca del Filioque acusando a los griegos de haber excluido la palabra del texto original. Luego, en una fecha tristemente memorable, el 16 de julio de 1054, excomulgaron solemnemente al patriarca.

Lo trágico está en que el papa en cuyo nombre actuaban, San León IX, había muerto, y en el momento en que actuaron, la Santa Sede estaba vacante. Tampoco fue excomulgado nadie más que Cerulario. Y todavía al cabo de veinte años de este hecho, cuando Cerulario llevaba ya largo tiempo reposando en su tumba, Roma seguía en comunión con Antioquía, la cual, a su vez, seguía en comunión con Roma. Pero, cualesquiera que sean las minucias del derecho canónico que traduzca, aunque no arregle una tal situación, lo cierto es que a partir de la excomunión de Cerulario, las dos sedes, y los patriarcados de ellas dependientes, siguieron rumbos distintos. Cuando las Cruzadas vinieron a formar parte de la vida cristiana, se produjo definitivamente la ruptura. Y el contacto establecido a través de las Cruzadas, la mutua hostilidad de los latinos que despreciaban la felonía de los griegos, y de los griegos que despreciaban el salvajismo de los latinos y a sus obispos empuñando las armas, no hizo sino ensanchar el abismo que los separaba. Luego vino el fanático saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204, y el establecimiento de un emperador latino y de un obispo latino en la sede de San Juan Crisóstomo. A partir de ese momento, el antilatinismo pasó a ser un elemento básico del patriotismo oriental.

Los proyectos de reconciliación sólo obedecerían en lo sucesivo a artimañas políticas por parte de los griegos, a oportunismos en momentos en que no tenían dónde buscar ayuda contra los turcos. Las reconciliaciones logradas en los concilios ecuménicos de Lyon, en 1274, y de Florencia, en 1438, tuvieron una vida en extremo efímera. Y el cisma todavía dura, aunque hoy día la presencia en la Iglesia de unos ocho millones de católicos de rito oriental hace que confiemos en que la unidad que en un tiempo fue una realidad, lo pueda volver a ser de nuevo.

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1. Considerado el II de Nicea.
2. Los otros dos son San León I (440-461) y San Gregorio I (590-604).